—¡El molinero! —gritó Mariana—, ha de ser cosa del molinero, seguro.
Y todos, a excepción de Ezequiel, se volvieron hacia ella, que continuaba sentada en el banco corrido de piedra de la fachada de la casa do Santo, fijando sus ojos clareados por la edad en los presentes del modo que debió hacerlo Pirro ante sus menguadas tropas tras la escéptica victoria de la batalla de Ausculum.
Al hacendado se le habían saltado las lágrimas mientras contaba lo que había visto en el camino y ahora, la vergüenza mantenía su cabeza gacha; en un principio, las elucubraciones de la viuda le resultaron indiferentes.
Maruxa, tras haber terminado con sus explicaciones había escuchado atentamente la historia del que había sido su amante sin dejar ver al que había sido su público reacción alguna al respecto, ahora observaba los rostros asombrados de los lugareños analizando sus reacciones e intentando averiguar a dónde conducirían las palabras de la rancia Mariana.
El Padre Bernardino, primero aterrorizado por las palabras del potentado, después escandalizado por la acusación de la viuda, quiso abrir la boca para protestar pero la vieja se le adelantó.
—Antoniña era la moza más linda del lugar —tronó la voz de la enjuta anciana, con un vigor impropio para su edad—, bien lo sabéis, y a él no se le conoce mujer desde que quedó viudo —midió la pausa para permitir que las palabras calasen—. Seguro que andaba tras las tornas de la muchacha, no hay duda, y ella se negó, porque ella era una buena cristiana y sabía que estaba mal, él es mucho mayor…
—Pero, pero… ¡Mariana!, ¡por el amor del cielo! —interrumpió el atribulado sacerdote—, ¿cómo se te ocurre…?
—Déjela hablar —le impidió terminar una masculina voz anónima en tono irreverente—, máis sabe o demo por vello que por demo.
Al clérigo la expresión lo traicionó, nunca se hubiese imaginado que sus parroquianos pudiesen reaccionar de ese modo. Sabía de sobra lo influenciable de sus mentes, de hecho, su trabajo era ser conocedor de ese hecho concreto, pero a pesar de todo, jamás se hubiese esperado algo semejante. Giraba su cabeza de un lado a otro, buscando con expresión de cordero degollado ayuda entre los presentes, pero, todos rehuían su mirada; la lógica se había escabullido por el sumidero del patio de atrás y poco se podía hacer. Se sintió tremendamente impotente, incluso vulnerable.
La bruja observó complacida como la anciana se retrepaba orgullosa en su asiento, animada por el apoyo que había surgido de entre los lugareños y por la evidente falta de convicción del cura. Todo aquello le resultaba muy ameno, de hecho hacía mucho que no se divertía tanto, probablemente desde aquella lluviosa mañana de primavera, hacía ya dos años.
Y sus pensamientos, empecinados ese día en el recuerdo, viajaron de nuevo al pasado, interpolando aquella noche de invierno, en el frío de la nieve, y aquella mañana de primavera, en la humedad de la lluvia.
Cuando había terminado de frotar con la solución de menta triturada las cascadas articulaciones de su maestra el día se había presentado a sí mismo con la aburrida monotonía cotidiana que tanto había amargado su existencia, sin embargo, todo había cambiado muy rápidamente, aquella mañana los acontecimientos se habían precipitado tan rápido que ni siquiera había tenido tiempo para que sus sentimientos se adaptasen. El paso de la angustia al rencor, de este al odio, de ahí a la felicidad y por fin al sosiego había sido tan rápido que, de hecho, nunca lograría establecer una cronología exacta a pesar de tanto como llegaría a reflexionar sobre ello, aunque, hubo algo de lo que nunca dudó; de todo cuanto, en tan breve instante, llegó a comprender.
Berta se revolvía inquieta con los escasos y rígidos ademanes que sus quebradizos huesos le permitían. Hilos de baba reluciente decoraban los surcos de su arrugada barbilla con brillos translúcidos que dibujaban patrones al modo de delicadas puntillas de encaje de bolillos. En el aire el metálico aroma de la menta luchaba denodadamente por predominar sobre la pestilencia de su aliento podrido.
Maruxa, mientras atendía la lumbre para prepararse su propio desayuno, la contemplaba con un pequeño ápice de miseria coronando un estrambótico rencor compasivo que miraba desde la distancia al odio profundo que la aprendiza guardaba escondido en el fondo de su alma; esa clase de odio acérrimo que sólo logran los cobardes, aquel que se alimenta no sólo de sí mismo sino también de las debilidades de quien lo acepta como huésped.
De lo bucólico y aséptico de la escena, a primera vista, lo que más hubiese asombrado al eventual observador de la costumbrista imagen hubiesen sido los ojos encendidos de Maruxa, llenos en su pardo oscuro de la discreta intensidad anaranjada de las llamas.
Un currusco de pan añejo se tostaba al amor de la lumbre, un par de azulados huevos robados al nido bajo un cepellón de un petirrojo se hacían en agua hirviendo. La hoguera crepitaba, el agua borboteaba y aquel rancio deshecho pestilente balbucía ininteligibles palabras en esa somnolencia demente en la que pasaba la mayor parte del día, pues la senilidad, casi incluso se podría decir la locura, habían ya mellado su mente con el mismo amor del labriego al arar la tierra.
Las palabras surgieron como el tímido bisbiseo del peliagudo cortejo de dos alacranes, reptando a través de su garganta como sale una víbora de su escondite invernal, aterida por el frío, adormilada, lenta y torpemente, presa fácil del avispada águila culebrera. Lo cierto es que, más que la intención, fue un despiste en el cual sus pensamientos se volvieron, de algún modo, corpóreos en virtud de las palabras.
—¿Por qué no te mueres de una puta vez? —Tan leve como el murmullo de los pasos de un lobo agazapado tendiendo una emboscada.
Lo escaso del atrevimiento (imponderable para ella) se revolvió raudo buscando clavar sus colmillos ponzoñosos en las muñecas de la meiga.
Se asustó.
Y sus sentimientos se arremolinaron en un aparente caos en el que el único patrón era el desorden mismo.
La pregunta formulada se debatía en el temblor tenso de sus tímpanos haciendo vibrar sus emociones al ritmo de algún extraño canto de ceremonia satánica.
Sí, se amedrentó, sin embargo, ahora que por fin había conseguido soltarlo se sintió, al menos en cierto sentido, aliviada, aunque de un modo incoherente como si la cura para su estreñimiento hubiese sido una diarrea.
Toda ella era un revoltijo y el impulso no se detuvo ante sus dudas, cobrando identidad propia.
—¿Por qué no te mueres de una puta vez? —Con cada sílaba el tono se fue elevando hasta llegar al de una jovial (e incongruente) conversación.
Y, se sintió reafirmada por alguna extraña intención que desconocía. De su estómago fluía un ácido reflujo que quemaba el esófago, rasgándolo con zarpas impregnadas de odio.
—¡Sí!, ¡sí!… ¿Por qué no te mueres de una puta vez?, ¿eh? —La última interjección saltó de sus labios como lo haría una rana arrojada a un perol de aceite hirviendo.
La euforia, la histeria, quién sabe el qué o el cómo. El odio se liberó como bestia indomable que era, furioso por el prolongado encierro, bramando en busca de venganza.
—¿Eh?, ¿por qué no te mueres ya?, ¡maldito engendro apestoso!, ¿por qué me haces esto?, ¿eh?…
Su voz se había alzado hasta el volumen con el que un padre enfadado regañaría a un niño tras una travesura.
Era el barullo arrugado de un pliego de papel basto rechazado por el dibujante tras el primer intento de esbozo; Berta, encogida en una incomprensible postura en su desastrada márfega, parecía no oírla, o, en su caso, no entender que aquellos improperios tuviesen que ver con ella.
—Maldita hija de Satanás, te mereces cuanto sufrimiento padeces, ¡muérete!, ¡muérete de una vez! —su voz temblaba amenazada por el llanto, sus emociones se dispersaban en todas direcciones y junto a la primera lágrima de rabia e impotencia su lengua pastosa se combó para pronunciar una nueva sentencia, apenas audible—. No… No, no y no… Yo no me lo merezco, si alguna vez te debí algo lo he pagado ya con creces. No me lo merezco…
Y los ojos de aquel despojo infrahumano y pestilente se abrieron a la mórbida luz de la choza con una viveza impresa en el azabache manchado de sus iris que parecía haberse perdido años atrás. Sus costillas, marcadas en su escualidez como las huellas de los carros en los caminos sedientos del verano, se elevaron en un ademán impropio, permitiendo a sus pulmones, yermos desérticos infestados de mil plagas, cobrarse en el aire untado de su propia putridez.
Comenzó sonando como lo hacen las paladas del enterrador en la tierra seca, un cierto amago del crujir de huesos entre los colmillos de un lobo hambriento.
Maruxa miraba al fuego, sin darse cuenta de que aquel conjunto informe de pústulas intentaba incorporarse con la gracia impertinente de una sanguijuela reptando por el muslo de una adolescente virgen que se bañase en un recodo del río.
Se elevó para hacerse notar, recordando el rumor de las hojas secas de muérdago que se queman al pronunciar conjuros de amoríos.
Maruxa buscaba en su interior el modo de suspender en el borde del risco la avalancha desatada, ansiosa al tiempo por continuar y por detenerse. Queriendo a la vez liberar y coartar aquello que sentía. En una incongruencia casi patológica que le quitaba el aire y le nublaba la mente.
Se formalizó en un tamborileo impropio más cercano al sonido de un sonajero hecho de cascajo que a instrumento de percusión alguno. Si Dios era el todopoderoso creador que había permitido convertirse a aquella mujer en semejante adefesio rancio y cuarteado, entonces, sin duda, no otro sino el mismísimo Satanás inspiró la carcajada. Porque de ese modo resonó, a juego con la rima asonante de la lluvia y a la vez, en un sinsentido en estado puro, con los alejandrinos propios del crepitar del fuego, con un disconforme acento en cada cesura, macabro y sardónico, propia en su cinismo del más orgulloso de los discípulos de Antístenes.
La pirrónica carcajada crujiente sólo se detuvo cuando sobrevino el acceso de tos.
Maruxa, incrédula, miraba con furia como a su maestra se le desencajaba la quijada. Y, ese momentáneo alivio y relajo que la materialización de sus sentimientos había traído se tornó de inmediato hacia el odio relegado al trastero.
—Ea, e logo, ó fin, ó que sintes palabras lle pos —las sílabas surgieron entre lastimeros jadeos tísicos, su voz rasposa cortaba como un formón sin afilar, el simple tono era insultante por su arrogancia, cuando consiguió acabar la frase volvió a reír.
—¿Por qué…? Dime, ¿por qué no…? —Consiguió articular como única respuesta, sin dejar en claro la razón de la pregunta.
Los ojos de antracita de la vieja bruja, agotados, perdieron esa intensidad ganada momentos antes y recobraron el velo gris de las cataratas que la habían dejado casi ciega en los últimos años. Su apurada respiración entrecortada se calmó con el estrépito inherente de una tormenta de arena y la enervante parsimonia de una mantis religiosa al acecho.
—E logo, ¿non te decatas? —Más que una voz humana parecía el ruido de un serrucho tajando un leño.
Maruxa no logró entender, probablemente aquel espectro atado a la vida por un fino hilo de cáñamo había interpretado mal su pregunta y contestaba en base a lo que había deseado oír.
Berta intentaba descifrar la expresión del rostro de su discípula, pero la niebla que teñía sus ojos se lo impedía.
La agitación le había provocado un agudo dolor justo sobre los riñones, con seguridad debido a alguna contracción de su frágil diafragma. Aunque en realidad le dolía todo, y estaba cansada, muy cansada. Probablemente por eso permitió que su mente jugase una extraña partida de ajedrez a fin de considerar todos los movimientos posibles.
Tras unos instantes de silencio su mente, en un extraño reservado ajeno a la senilidad, había dilucidado que tal y como estaban dispuestas las piezas el jaque mate estaba asegurado con tal de que moviese con precaución. Y, precisamente por ello, sintió el solaz propio de la maldad de sus intenciones, porque justamente de ese modo le gustaba a ella hacer las cosas, utilizando a los demás, aprovechando las debilidades.
Se sintió feliz, inmensamente feliz. Hubiese reído de nuevo de no temer que las costillas se le quebrasen.
Iba a servirse de su dolor, iba a alargar su penitencia a fin de obtener lo que deseaba.
Iba a aprovecharse una vez más de aquella muchacha enamoradiza que había acudido a verla tantos años atrás.
Todo había salido tal y como lo había previsto y tenía la seguridad de que en ese, el último acto de la función, el argumento se revelaría hacia un final que resultase de su agrado.
El cansancio quedaría atrás como queda un perro faldero abandonado y el dolor se perdería para siempre, se iría burlando al destino por última vez, siendo única dueña y señora de los acontecimientos.
Regresaría a su amada oscuridad con el placer inherente de la certeza en la decisión, sin considerar siquiera el mal que desataría, sin plantearse, ni tan siquiera por un mísero segundo las posibles consecuencias.
(Ea, que rolen os dados, que están amañados).
Así que la vieja habló, aunque pronto descubriría que se había olvidado de tener en cuenta un posible movimiento.
—…seguro que ha sido así. La muchacha andaba enamorada de Alberte, que era un buen partido —y eso hizo levantar el rostro a Ezequiel, aquella suposición no le había gustado—, y claro, el molinero no ha podido soportarlo y los ha matado a los dos para así…
Y Maruxa regresó a su presente.
Aún quedaba mucho por hacer.
A su alrededor, las gentes se santiguaban y murmuraban, todos prestaban atención a las palabras de la anciana. El sacerdote la interrumpió, ella volvió a hablar, otras voces surgieron, cada uno dijo lo que le parecía, unas voces se auxiliaron en las leyendas, otras en la razón y de todo cuanto se decía nada se acercaba a la verdad.
Y Maruxa sonrió con un gesto que la hizo parecerse a su maestra.