El río siempre había sido su único amigo y en él buscaba consuelo. No tenía mucho más que hacer, sabía de sobra que no encontraría a nadie con quien compartir sus azorados sentimientos.
No era más que un triste velero desvencijado, con el aparejo hecho añicos por la tormenta pasada en la noche, a merced de la corriente y presa fácil para los bajíos cercanos. Disfrutando, por unos patéticos y tétricos instantes, de la libertad ganada tras la galerna, mientras la condena sentenciada por la tempestad no se asienta en las conciencias de la tripulación.
La echaba tanto de menos, tanto.
Hasta el último de los recodos de su cuerpo se lamentaba, con un sordo dolor que iba mucho más allá que cualquiera de las molestias de su enfermedad. Era el sufrimiento de aquel que no sólo va dejando un reguero de pedazos de corazón tras de sí, sino de aquel que sabe que a su espalda los cuervos van recorriendo el mismo sendero, aprovechándose de los trozos sangrantes que van quedando a su estela, negándole toda posibilidad de desandar el trayecto sin perderse. Habían pasado ya doce años, pero el tiempo no había servido de nada. Esa era otra de las grandes mentiras que los hombres inventan en su desdicha.
No podía evitarlo, su alma envejecida la añoraba y, en su presente, dada la situación y las raíces de la dolencia que anidaban en su interior el sentimiento era aún más intenso.
Como en tantas otras ocasiones deseó estar muerto, librarse de una vida de la que ya no esperaba nada, más aún, de la que ya no quería nada.
Quiso evitarse el seguir vagando sin más aliciente que la siguiente trucha prendida en el anzuelo o el próximo salto de los salmones sobre la presa de su querida aceña.
Una acerba amargura de pelágicos azules ascendió desde las profundas fosas de su columna, deteniéndose en cada par nervioso para extenderse por todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo, al compás de unos latidos que sonaban a cascajo y de las inspiraciones de unos pulmones que al inflarse recordaban al murmullo de las pisadas de las comadrejas en la hojarasca seca del otoño temprano. Por su torrente sanguíneo fluían pequeños cristales de corrosivo ácido que iban quemándole las entrañas con el odio de un animal apaleado por un amo cruel e insensible. Su dolor dibujaba para él las facciones amadas, las curvas del cuerpo recordado y, sobre todo, traía con la brisa el sonido de las sonrisas, el ritmo cantarín de las frases cariñosas y el aroma sencillo del pelo recién lavado y trenzado.
Quizá porque no tenía mucho más que hacer o quizá, precisamente, porque hacía ya mucho que no había vuelto a hacerlo, quizá. O simplemente porque en su alma apareció una nueva grieta sinuosa que rezumó una espesa pasta biliosa y amarga que le produjo arcadas.
Sea como fuere, lloró.
Y era un llanto pausado y desesperado. El verdadero llanto testigo del dolor. Ese que sólo se presenta para ratificar lo que uno ha querido negar mil y una veces. El llanto consciente que asciende poco a poco desde el sótano del pecho para inundar el dormitorio.
Lo cierto es que, incomprensiblemente, su amor, en lugar de haberle hecho el favor de desaparecer, había ido creciendo cada día, inclemente y despiadado, con un desprecio manifiesto por el padecimiento implícito.
Del mismo modo que el odio de Maruxiña da Comba.
En ambos casos esquejes malditos de espinosas zarzas ponzoñosas que se clavaban en sus almas con la fiereza de los depredadores de la noche.
Lloró, y sus amargas lágrimas rodaron por sus mejillas inflándose más y más con las desgracias del hombre, porque enseguida llegaban nuevas compañeras corriendo ladera abajo.
Pero, él no era el único que lloraba.
Lolo también lo hacía.
El recuerdo del pasado y el hecho del presente definían el rumbo del siniestro planeo del dolor que se abatía sobre el pueblo como las rapaces noctámbulas sobre los roedores. La vieja de la guadaña sonreía con un gesto esquizofrénico y enfermizo, feliz ante tanto sufrimiento, imbuida por las inmensas alegrías que aún estaban por llegar, complacida por lo que sabía.
Las bestias se movían por los bosques elevando sutiles susurros.
La tarde nacía con la calma impasible del que es ajeno por completo a los acontecimientos.
El labriego arrastraba los pies por los caminos del norte del pueblo; venciendo los retortijones y el temblor de sus extremidades, los nervios atenazados por cables de acero y el cerebro torturado por la visión de aquello que el camino había dejado atrás hacía unos pocos pasos, con el único deseo de llegar hasta el pazo y pedir ayuda. Alimentado de esa irracionalidad propia de los que acaban de sufrir un duro golpe, intentando convencerse de que el tan poderoso Don Ezequiel aportaría alguna solución al trivial problema, a su entender estaba obligado a hacerlo teniendo en cuenta que el menor de sus hijos yacía despedazado, con las tripas fuera y los testículos arrancados, en un recodo del trillo que conducía hasta la propiedad del hacendado.
La distancia del camino aumentaba indefinidamente en una perversa progresión cuyo límite no era otro que el infinito inabarcable de la incomprensión, cada paso era un abismo que debía ser salvado y cada uno de esos barrancos lo miraba con la frialdad de las noches de helada.
Cuando llegó ante el portón del pazo ni siquiera supo porqué estaba allí, su mente trastornada divagaba sin destino fijado.
Cuando Don Ezequiel, avisado por el sorprendido sirviente que abrió el portalón, se presentó ante él en el patio interior, luciendo un evidente malhumor por haber sido molestado por un simple campesino, se había olvidado del motivo que lo había llevado hasta allí, su mente negaba una y otra vez aquello que prefería no tener que recordar, mostrando con evidente placer la debilidad humana.
El hacendado lo miraba mostrando un vehemente disgusto petulante, entendiendo que aquel don nadie no tenía derecho a molestarle de modo semejante, sin embargo, su arrogancia no duró mucho.
En un principio no quiso creerle, su cerebro se inventó mil razones para argüir en contra de lo que aquel simple campesino le decía entre paupérrimos balbuceos. Para el acomodado Ezequiel la tesis propuesta era errónea, sencillamente, su hijo menor no podía estar muerto, y mucho menos podía su sangre derramada encharcarse con la de una lechera sin dote o futuro, aquello no era propio de un Lema. Sin embargo, Lolo repetía una y otra vez las mismas palabras de muerte y angustia, insistía sobre ello con un tesón espartano, lo único que rompía la monotonía de la perorata eran los incontables sonidos arrítmicos que el destrozado labriego emitía al sorberse los mocos.
Ezequiel, Don Ezequiel, alzaba la voz negando una y otra vez las palabras del atribulado labrador, rechazando sus argumentos del mismo modo que hubiese apartado molestos mosquitos a manotazos en una noche calurosa de verano.
Sabía bien que a su benjamín le gustaba aquella muchacha, lo había notado y lo aprobaba sin restricción alguna, más aún, esperaba que disfrutase de ella (que la poseyera y le demostrase la hombría de la familia), se lo merecía, era su hijo, pero, bajo ningún concepto iba a permitir que las vidas de ambos jóvenes se viesen ligadas por acontecimiento más importante que una velada de lujuria impía en el pajar. No, aquello era totalmente imposible.
Entre ellos no debería existir más relación que la de un pegote de esperma en el vello púbico de la lechera.
Claro está, se equivocaba en todos los aspectos, pero, jamás lo admitiría, entre otras cosas porque tampoco le quedaba mucho tiempo.
Lolo insistía.
Ezequiel lo negaba.
Al final, hubo de claudicar.
Las lágrimas del campesino sólo podían evidenciar dos cosas, según el dueño del pazo, o bien aquel desgraciado se había vuelto loco, o bien cuanto decía era cierto; y a pesar de que su fe no iba más allá de la intención de guardar las apariencias durante las misas dominicales rogó al cielo con fervorosa devoción porque fuese cierta la primera de las opciones e incierta la segunda.
Tras un sinfín de dudas se decidió por mandar ensillar dos caballos, el nieto del magnífico isabelo que aquella desgraciada le había robado hacía ya tantos años para él y un manso trotón bayo y castrado que solía usarse para ayudar en las tareas del campo para que lo montase el labriego.
Cuando se pusieron en camino todavía renegaba, llegó a pensar que todo aquello era un simple despropósito.
Luego llegó el llanto y la desesperación.
Entonces lo hizo el ansia de venganza, arropada por el odio.
Pisaban la tierra manchada de bermellón y por unos instantes los zuecos de uno y las primorosas botas de cuero del otro fueron igual de cómodos, las riquezas y las tierras no marcaron diferencia entre los dos hombres. Para la muerte aquellas trivialidades no eran importantes y al darse cuenta de ello los dos debieron enfrentarse a la cruda realidad con el dolor horadando su alma con la furia de un judío polaco preso en un campo de concentración nazi que excava un túnel en un desesperado intento de fuga.
Ninguno de los dos reaccionaba, en cierto sentido, para ambos, lo que estuviese por llegar no tendría peso alguno en sus vidas; cortas en todo caso, muy cortas.
La ironía, complacida, vanidosa en su máxima expresión, tomó cuerpo ante los padrinos de unas fútiles bodas de sangre, riéndose cruelmente de los sueños del labriego, desprestigiando con arrogancia las presunciones del hacendado.
Tras un buen rato, cuando al fin el sabor amargo del odio se instaló en el paladar de Ezequiel este le ordenó a Lolo que se dirigiese a buscar a la Guardia Civil mientras él bajaba al pueblo para hablar con los lugareños e intentar averiguar si alguien sabía algo, si por alguna casualidad podían explicarle lo sucedido.
Tomaron sentidos opuestos, sin siquiera despedirse, probablemente porque no era el momento de hacerlo, quizá porque para Ezequiel el protocolo no tenía sentido enfrente de un simple labriego, seguramente porque no tenía importancia.
El magnífico animal tomó el galope agradecido y aunque su dueño montaba con la gracia de un saco de patatas viejas la habilidad y porte naturales del semental compensaba la ineptitud del jinete. Cuando llegó el momento de elegir camino se dirigió al pueblo, tal y como le había dicho a Lolo, porque no estaba dispuesto a decirle nada a su esposa hasta no saber algo más de lo sucedido y no tanto porque albergase esperanzas con respecto a lo que los lugareños pudiesen aclararle, sino más bien porque deseaba evitar a toda costa la más que presumible pataleta llorosa de su mujer (no le gustaba y nunca le había gustado, en realidad la odiaba, pero, había sido un buen partido, elegido por su padre, Don Heladio. No le había quedado más remedio que aceptar, además cuando quería carne joven se iba de putas a la capital; con dinero en el bolsillo uno siempre podía encontrar lo que buscaba en la calle de la Tinería, por ende, aquella maldita puritana nunca hubiese accedido a colmar sus vicios y extravagantes deseos sexuales).
Entró desde el noroeste, encontrando el camino principal desde un subsidiario que llegaba de entre los bosques, ramal a su vez del sendero que conducía al pazo. El no ver actividad en las huertas tras las casas y la falta de gente le extrañó, el oír su voz lo asombró.
—…Jamás permitáis que el secreto que guarda el abedul sea conocido, ¡jamás!
Habían pasado muchos años, pero la reconoció al instante. A su modo, desde el rincón egoísta de su orgullo masculino no la había olvidado, era un trofeo más en su hombría, una egoísta muesca más en su cinturón, además, ella sí había accedido a ser presa de sus vicios y eso, recuerdo tan suculento, no se olvidaba.
Cuando alcanzó a verla se sorprendió por lo envejecida que estaba.
Su antigua amante estaba de pie frente a la puerta de la cochiquera de la familia do Santo, con la cabeza gacha, mirándose las manos abstraída, ajena a la congregación de parroquianos que mantenían los ojos fijos en ella.
El sacerdote se mantenía un poco más alejado con los brazos cruzados sobre su abultada barriga, seguía negando una y otra vez con pesados gestos de su cabeza, su papada continuaba marcando el ritmo al modo de un metrónomo estropeado, con la grasa retemblando a coro.
Ezequiel detuvo al animal y se dispuso a desmontar, por lo que parecía había muchas cosas que aclarar.
Ella lo vio.
Por sus ojos cruzó una chispa de reflejos mates que anunciaba lo que estaba por venir.
Los lugareños, ante el gesto de la mujer, se giraron a tiempo para ver como el hacendado desmontaba.
Para todos ellos, excepto, quizá, para la meiga, la presencia del dueño del pazo era motivo de asombro, pues, en buena lógica el hombre más importante de los alrededores no iba a molestarse por las desdichas que pudiesen padecer, de hecho, como muchos habían constatado durante la ceremonia del anterior domingo el hacendado no había aportado capital alguno a la colecta realizada. Por tanto la aparición del acaudalado parroquiano causó un cierto revuelo en el que las distintas miradas plantearon infinidad de mudas preguntas. Obviamente, ante tales expresiones, a Ezequiel no le costó deducir que entre todos ellos no había quien supiese sobre la muerte del menor de sus hijos.
Maruxa permitió que los segundos se escurriesen mientras elucubraba sobre la llegada del hombre al que había amado tantos años atrás.
La noche aún estaba lejos, fuera del alcance del horizonte y aquello trastocaba un tanto el plan trazado, sin embargo, sabía que disponía de tiempo. Por el momento, lo apremiante era terminar de aclararles a todos los presentes ese preciso punto.
Sin importarle la suciedad de sus manos se llevó los dedos anular e índice de su mano izquierda a los labios y dejó escapar un largo silbido. Al momento todos se volvieron de nuevo hacia ella, recuperando la compostura y dispuestos a continuar escuchándola.
—¿Lo habéis entendido? —preguntó retóricamente, sin aguardar una respuesta antes de continuar—. Ea, aún queda mucho por hacer y la traba del talexo de nada sirve hasta que llegue el amanecer de mañana, así…
Continuó hablando, aunque, en su mente las inquietudes que danzaban eran otras.
A Lolo le llegó, amortiguado por los bosques, el sonido agudo y prolongado del silbido, si bien, no se preguntó el cómo o el porqué, tenía demasiadas cosas rebullendo en su cabeza.
Montaba un animal manso y tranquilo y su escasa experiencia como jinete coartaba su impaciencia por llegar, no se atrevía a apurar al trotón a un poco más que curioso paso rápido que hacía que sus lágrimas saltasen en todas direcciones.
Su montura también lo oyó. Levantó su enorme cabezota y sus orejas se echaron hacia atrás, prestando atención.
Sin embargo, el animal sí pareció cuestionarse la procedencia del sonido o al menos algo, fuera lo que fuese, se cuestionó, pues piafó incómodo haciendo repiquetear sus manos en una enredosa ruptura del ágil paso que había estado llevando.
El campesino le echó instintivamente la mano al cuello y lo palmeó cariñosamente para tranquilizarlo. Sin embargo, desde la silla, Lolo no llegó a ver los grandes ojos castaños del animal, rebullían en sus órbitas, inquietos, incapaces de encontrar acomodo.
Si hubiese sido un mejor jinete, o al menos hubiese tenido más experiencia, el campesino se hubiese percatado de que las nerviosas reacciones del animal nada tenían que ver con el silbido que la lejanía había traído, la causa estaba mucho más cerca, hinchando el aire de una pestilencia marchita.
Y se acercaba con rapidez, inexorable como la muerte.
Las ramas se vencían a su paso y los trancos se alargaban impacientes, el labriego tendría al menos un vago consuelo, su fe proclamaba que pronto volvería a ver a su hija, finalmente su visita al pazo había servido para resolver el trivial problema.
No mucho más allá en el camino, en el momento en el que Lolo se preguntaba cuánto tiempo tardaría en llegar al puesto de la Guardia Civil, su montura avivó el paso de un modo exagerado, perdiendo la sincronización de sus manos en un desastroso aire de passage que hubiese sido malamente puntuado por cualquier juez de doma clásica. Intentó calmarlo, pero de nada sirvió, antes de que pudiese reaccionar el caballo se había echado al galope con la brusquedad del disparo de un mosquetón y él dio con sus costillas en el suelo.
Mientras se frotaba los lumbares con ambas manos intentando calmar el dolor pudo ver como el animal se alejaba relinchando, alzando las pezuñas y levantando la cabeza con gestos convulsos. No se dio cuenta de que aparte del rumor de los cascos en la lejanía el aire se disolvía también con un susurro sordo que se aproximaba.
Una peste a putrefacción se alzó ansiosa robándole protagonismo al melífero aroma de las flores de primavera, sin embargo el labriego no lo advirtió, su lloro había embotado sus narices. Allí, de pie y con cara de circunstancias, adornadas las mejillas por los regueros de sus llantos y preguntándose qué hacer estaba tan abstraído que no lo advirtió.
Algo oscuro y maldito salió del bosque con la velocidad de un relámpago en una noche de tormenta estival, sólo que en lugar de iluminar la oscuridad de la madrugada por un bello segundo robó la luz por una eternidad con su pelambrera hirsuta y cenicienta rasgando el aire.
El pobre desgraciado ni se enteró, cuando se quiso dar cuenta una bestia demoníaca le había abierto el pecho y destrozaba sus pulmones con la gula insana del adicto.
A los sonidos del bosque se añadieron el crujir de huesos, el rasgarse de la carne y los gritos inacabados de una garganta que se ahogaba en su propia sangre.
Allí, en el borde de un camino perdido en las montañas del norte, escondido entre los bosques centenarios donde los druidas celtas buscaban sus remedios, apartado del mundo y el tiempo, ajeno al devenir del falso destino; allí la muerte rio con el entusiasmo de un niño que despierta alborozado el primer día de vacaciones.
Allí, la misma tierra oscura y fértil que había bebido insaciablemente la sangre de la hija se alimentó codiciosa de la sangre del padre.