Las gotas de agua repiqueteaban con la fuerza de mil tamborileros enardecidos, y alguna que otra encontraba su camino por entre las capas de matojos que, entretejidos, formaban la cubierta de la choza; no muchas, pero suficientes como para que Berta se quejase.
La odiaba un poco más a cada instante.
Pero aún llegaría a odiarla mucho más de lo que se imaginaba.
La había despertado con sequedad, casi con rudeza, con la actitud de una incompetente enfermera desencantada con su trabajo ante un enfermo terminal, a fin de cuentas, no podía quedarle mucho tiempo, si bien, para Maruxa por poco que fuese siempre sería demasiado.
Como cada mañana tuvo que aguantar el peso de la escamosa cabeza de aquel decrépito vejestorio, sintiendo entre sus dedos las escasas greñas grasientas, del color de la ceniza húmeda, que lo adornaban ridículamente, y aupar lentamente la infusión calmante de ulmaria y corteza de sauce para que, tragando una parte y derramando la otra por los surcos de la reseca barbilla, aquel engendro moribundo pudiese beber el amargo líquido tibio. No lo hacía por compasión o cariño, nada más lejos de la realidad, era una curiosa mezcla de egoísmo y miedo, por un lado, sin aquella infusión y las friegas de menta que le seguían aquel bicho putrefacto se hubiese pasado el día lamentándose con histriónicos quejidos lastimeros capaces de enloquecer a cualquiera, por el otro, a pesar de los años pasados seguía siendo incapaz de enfrentarse a la vieja bruja, incluso en aquel entonces, en el que ya no era más que un desperdicio pulverulento cubierto de llagas supurantes.
Luego, una vez terminaba de frotar todas y cada una de las articulaciones con la solución de menta la ayudaba a sentarse, apoyando su retorcida espalda contra la escasa pared que hacía de cabecero del camastro y le tendía el desayuno. Ella, poco más que un profético cadáver, se empeñaba en comerlo por su cuenta, aunque eso, casi siempre, significaba que Maruxa tenía que volver a limpiarla; porque las extremidades de Berta se habían quedado como los zarcillos de las vides, engarruñadas y torcidas, de hecho ya poco más podía hacer que encajar el cucharón de madera entre sus dedos rígidos y engarfados e intentar acertar en su boca entre tembleque y tembleque, salpicándolo todo a su alrededor.
Indefectiblemente, sin importar si tenía o no razón, si tenía o no motivos para ello, se quejaba por algo, cualquier nimiedad podía servirle de acicate, y a través de frases vejatorias que a duras penas se escapaban entre sus encías negras y podridas recordaba una y otra vez a la sufrida Maruxa, que le debía cuanto tenía y cuanto tendría.
«Ea, recollinte de entre a lama, sin que a ninguén tiveras e insineite un oficio. Nunca mo poderás pagar.». Repetía una y otra vez, en todos los matices posibles, cambiando un poco aquí y allá la sentencia, pero, siempre con el mismo significado.
Aunque también le había dicho muchas otras cosas que sí resultaban útiles. Que le fueron de uso necesario a medida que los años y sus meses pasaron.
Por mucho que le pesase a su discípula, era cierto que había aprendido un oficio y, pensaba sacarle el máximo provecho posible ante la oportunidad creada.
Aquel despojo moribundo había convertido la vida de Maruxa en un infierno en vida, sin embargo, ahora, mientras removía la curiosa mezcla, licuando la grasa con la fricción de su uña, se esforzaba en recordar algo más que aquella mañana lluviosa en la que la decrépita bruja había dejado de respirar, de quejarse y de cagarse encima para siempre. En ese momento necesitaba recurrir a los más oscuros y esotéricos de los consejos que le habían sido dados, tenía que acudir a los más profundos secretos que aquella maldita desgraciada egoísta le había revelado tantos años atrás. Mucho era lo que estaba en juego y ella era perfectamente consciente de que si no atinaba los peligros y horrores liberados podrían hacerle mucho daño, mucho.
—Alguien le ha puesto el ojo —dijo mostrando la escudilla, como sí aquel revoltijo aclarase en algo las ideas de los lugareños—, aquí está preso un meigallo. Alguien, malo como la sarna, quiere hacerte daño —continuó dirigiéndose a Pepe do Santo—, mucho daño. Más aún, alguien quiere causar mal a todo el pueblo, a todos vosotros —y avanzó la escudilla en un gesto semicircular, como señalando a los parroquianos.
El sacerdote mostraba abiertamente su rostro escéptico, pero ella sabía que, en el fondo, sus palabras estaban calando en el clérigo mucho más hondo de lo que este permitía adivinar a través de su expresión. Maruxa siguió hablando, buscando las palabras precisas para mantener en vilo a los oyentes.
—Porque esta no es la primera vez —y muchas bocas se abrieron en gesto de sorpresa, sin considerar que era normal lo supiese, cualquiera de entre ellos se lo hubiera podido decir como un cuchicheo en una visita reciente como cliente—, y no es esto lo único que ha sucedido en estos últimos días —y se oyeron interjecciones que revelaban asombro, pues ahora ya todos sabían sobre el incidente de la harina, y tampoco se plantearon que fuese lógico que lo supiese—, y aún queda mucho por venir si no le ponemos freno —y la creyeron, y eso que no sabían que en ese mismo momento Lolo estaba a punto de llegar al pazo, con los ojos anegados de lágrimas y la pañoleta ensangrentada de su hija fuertemente apretada en su puño—, alguien de alma negra y malas intenciones, que domina a las bestias de la noche y que vive sin más compañía que el mal, alguien contrario a la voluntad de Dios —y muchos se acordaron de la escena del molinero en la pequeña iglesia unos días antes, ella había usado las palabras correctas en el momento oportuno, y lo sabía.
Estaba consiguiendo lo que buscaba.
Antes de proseguir clavó sus ojos, que se habían vuelto casi tan oscuros como los de su maestra en Mariana da Cruz, y combó ligeramente los labios, como en un gesto de complicidad hacia la viuda, su boca se convirtió en una pareja de cenicientas lombrices apareándose.
—De momento, lo primero que debe hacerse es limpiar este lugar y trabar un conjuro que lo libre del mal que lo rodea… —Dejó las palabras flotar en el aire antes de proseguir—. Sí, pronto sabremos quién es el causante, pero, por el momento hay otras cosas que hacer.
Rebuscó en su zurrón por un instante y se hizo con un hatillo de ramitas de romero secas, el sencillo ramillete estaba preso con una lazada de bramante que aseguró con un nudo llano antes de proseguir con el ritual. Pidió un chisquero a uno de los hombres, que acababa de encenderse un cigarrillo, y prendió las pequeñas hojas de las ramas del aromático arbusto. El característico olor se extendió enseguida por el ambiente, peleándose las estilosas volutas de humo blanquecino con los efluvios de la masacre impaciente del interior de la cochiquera.
Con su tan especial modelo de antorcha se adentró en la gorrinera tarareando extrañas tonadas, moviendo las ramitas en patrones espirales con su mano izquierda mientras mantenía la diestra apoyada en la pared, caminando como si fuese un invidente que desconociese el interior del lugar y precisase ubicar los extremos del mismo para evitar desnucarse en un escalón imprevisto. Apenas terminó de recorrer la pequeña estancia las bailarinas llamas que consumían el matojo llegaron a las puntas de sus dedos, aguantó el calor tanto como le fue posible y depositó los restos carbonizados, ya casi abandonados por el fuego, encima de uno de los pedazos de carne de cerdo que aparecían esparcidos por todo el interior. Allí, apoyado sobre el extremo de un pernil coronado por los elipsoides del hueso limpio, adornados estos, en una combinación plateresca, por jirones de carne y gotas de sangre, se fue apagando con un siseo deslucido.
Antes de ponerse de nuevo en movimiento se agachó para coger un puñado de paja, pringado de sangre y excrementos, del lecho de los gorrinos, una extraña y sádica ironía en virtud del ramo de novia que nunca llegó a lucir.
Mientras salía de aquel lugar que ella misma había calificado de maldito todos la observaban, su silueta se recortaba contra la claridad del exterior, su sombra se fundía en la penumbra del interior. Intriga, temor, respeto, alivio, esperanza, e incluso el viejo, simple y sencillo miedo, de entre todos ellos se hubiese podido elegir para decidirse por entre las emociones que los rostros de los lugareños dejaban translucir a través de sus expresiones. Una vez fuera caminó con la pesadez del marino que regresa a puerto hacia el banco de piedra donde se había sentado Mariana, cuando se hubo acomodado, dejó el morral a su lado, de modo que quedó entre las dos mujeres, y lo abrió. De su interior, abarrotado de una infinidad indefinible, extrajo un pliego curtido de piel de cordero lechal de no más de un furco por cada lado y un cilindro basto hecho con blanca corteza de abedul coronado por sencillos topes de corcho sin curar, de menos de un palmo de largo. Los dejó a un lado y se hizo con un pequeño tintero de burda cerámica mal cocida que tenía rota una de sus esquinas.
Eligió entonces uno de los tallos secos que se había traído consigo desde la zahúrda, el más entero y limpio de entre todos ellos y desechó los demás tirándolos al suelo. Con el filo de una pequeña navaja que sacó de uno de los bolsillos de su vestido de burato negro le hizo un corte sesgado, con un ángulo pronunciado. Tras apoyar el extremo tajado en la superficie de piedra del banco practicó con la precisión de un cirujano maniático durante una amputación un corte longitudinal por la cara más larga del extremo tallado de la paja.
Mariana la observaba atentamente, el sacerdote murmuraba en voz baja, para sí mismo, mientras negaba una y otra vez con enérgicos movimiento de su cabeza, haciendo temblar cómicamente su pronunciada papada. El resto, embobado, simplemente miraba.
Tras quitar el tapón mojó el tallo, por el extremo recién labrado, en la tinta y garabateó algo en la piel de cordero usando aquel como si de una pluma se tratase; una frase o sentencia que la viuda da Cruz no pudo entender pues no sabía leer, y para aquellos, pocos, de entre el resto de lugareños que no eran analfabetos la distancia cubrió aquello que la tinta de la bruja dejó tras de sí sobre el cuero.
Mientras aguardaba a que lo escrito secase pidió un clavo de hierro en voz alta sin dirigirse a nadie en particular, por lo que, en un principio no hubo quien reaccionase para cumplir con su petición. Fue sólo tras unos instantes de abstracción cuando el propio Pepe do Santo saltó como el muelle de una trampa para ratones y se dirigió al interior de la casa para traerle a la bruja lo que había requerido.
En tanto el labriego no regresaba con su encargo la meiga terminó con los preparativos ante los ojos fijos de toda la concurrencia.
En primer lugar enrolló con sumo cuidado el trozo de cuero de cordero lechal que acababa de garabatear, de modo tal que una vez terminó era poco más que un cigarro de un color similar al de los huesos viejos de las tumbas recién abiertas. Lo tomó en ambas manos y tensó la piel cuanto pudo para que se adaptase a la forma que ella pretendía, una vez estuvo satisfecha lo introdujo en el cilindro manufacturado en carcasa de abedul y se preocupó de que los cierres de corteza de alcornoque quedasen bien embutidos. A continuación se levantó y se dirigió de nuevo a la gorrinera, desviándose primero para recoger una de las piedras sueltas del muro que rodeaba el grupo de casas de do Santo, Corredoira, da Cruz, un canto de granito del tamaño de un puño.
Casi dos docenas de ojos la seguían.
Una vez frente a la cochiquera dejó el pedrusco y el cilindro junto a la puerta y mientras entraba sacó del zurrón un ovillo de bramante, cuando estuvo dentro desenrolló algo más de un par de varas del cordel, lo cortó con su navaja y tras guardar de nuevo el ovillo mojó el trozo seccionado en uno de los charcos de sangre de cerdo a medio secar que abundaban a su alrededor, no lo sacó de la pasta coagulada hasta que a lo largo de todas las fibras se distinguía claramente el color del fluido derramado.
Ayudándose con ambas manos arrolló el bramante pringado en torno al cilindro de corteza, en sentido longitudinal, asegurando ambos extremos, tensando tanto las sucias fibras vegetales que macabras perlas carmesí se escurrían entre sus nudillos, terminó con dos nudos dobles justo a tiempo para tender su palma ensangrentada al clavo que el arredrado labriego le ofrecía bajo el quicio de la gorrinera.
Tomó el pedrusco con la diestra y abrió la puerta hasta la máxima extensión que le permitieron las caseras bisagras de alambre oxidado, no más tecnológicamente avanzadas que un simple juego de anillas mal cerradas, ahora, el entablado de maderos de la puerta se apoyaba contra la pared. Haciendo presión con uno de sus pies para asegurar la puerta en una posición fija apoyó el cilindro envuelto en bramante contra la parte superior con el dorso de su mano izquierda, manteniendo, con el índice y el pulgar, el clavo de hierro apoyado en el centro aproximado del paquete. Tras echar la cabeza hacia atrás y detenerse un momento para considerar la conveniencia de la posición del cilindro descargó un fuerte golpe con el canto de granito sobre la cabeza de la punta, esta se hundió fácilmente a través de la corteza de abedul y la piel de cordero, achatando el cilindro en su parte media, y el final aguzado se detuvo apenas haciendo presión sobre los tablones ahumados de la puerta.
Empezó a tararear de nuevo, dejando escapar a través de sus fosas nasales un canturreo sincopado.
Descargó no menos de una docena de golpes más, las chispas se desprendían entre la superficie del granito y la cabeza plana del clavo con cada impacto. No cejó en su empeño hasta que el pedrusco se partió.
Miró su obra satisfecha y abrió su mano, ahora cubierta la sangre reseca por una película de fino polvo de la piedra, dejando sus dedos colgar laxamente. El canto, roto en tres irregulares pedazos cayó al suelo, ella escupió encima para ahuyentar la mala suerte y se llevó la mano a la entrepierna para reforzar la voluntad de alejar a los perversos hados de la fortuna.
El cilindro, algo deformado en su zona media y con algunas de las vueltas de bramante un tanto destensadas, se mantenía estable en la parte superior de la puerta, del lado interior. Su conjuro quedaba de ese modo preso al lugar maldecido y evitaría así cualquier mal futuro; había sido dispuesto de forma similar a como los judíos ortodoxos lo hacen con un fragmento de las sagradas escrituras en los dinteles de entrada de sus casas, Maruxa no lo sabía, pero esa era una tradición casi tan antigua como el hombre.
Claro que, a ella, no la habían movido motivos religiosos para hacer tal cosa, sino la intención de convencer a los presentes de que a partir de ese momento la cochiquera de la familia do Santo no volvería a sufrir nunca más por la muerte de sus gorrinos a manos (¿garras?, ¿dientes?) del mal que había sido liberado.
Y también, por qué no, para convencerse a sí misma. Aunque jamás lo hubiese reconocido, ella deseaba creer que con el conjuro encerrado en el talexo la nueva noche pondría el punto final al horror desatado; también en eso se equivocó, aunque habrían de pasar muchos, muchos años para conocer el final.
El mal, como la mentira, es eterno y, además, tiene la insidiosa cualidad de convertirse en un parásito de sí mismo. Ella lo sabía, pero prefirió ignorarlo y dejarse llevar por la credulidad, era lo que más convenía.
El tiempo traería la razón, por desgracia, su compañera sería la muerte.
De entre todos los allí congregados, sin duda, Mariana da Cruz parecía la más convencida de la bondad de las acciones de la meiga. La miraba con un aire de infinito agradecimiento. Probablemente porque a su edad, era la que tenía las leyendas y el miedo más arraigados dentro de sí.
Probablemente.
—Ea, escuchadme bien —y se arrepintió al instante de haber caído en el uso de la muletilla de la que tanto había abusado Berta—, prestad atención. Con este meigallo ya nunca volverá a sucederse mal ninguno en este lugar, con el romero ha sido limpiado y con la tinta ha sido marcado… —Apretaba sus puños con fuerza mientras hablaba—. Sólo hay una cosa que en vuestras manos queda… ¡Nunca!, ¡jamás!, ¡bajo ningún concepto, pase lo que pase, suceda lo que suceda!… ¡Nunca, nunca, nunca! —sus ojos encendidos refulgían gravando las palabras de una intensidad difícil de describir—, venga lo que haya de venir, traigan los años lo que hayan de traer, nunca, nunca debe abrirse el talexo, ¿entendéis? Nunca, no se os ocurra, por mucho tiempo que pase. Debéis decírselo a vuestros hijos, a vuestros nietos —silabeaba cada palabra enfatizando una y otra vez la negación temporal—, ¿entendéis?, ¡nunca!
Todos la miraban mostrando en sus rostros distintos grados de temor, incluso el sacerdote. La vehemencia, casi fiereza del discurso, más aún, de la expresión de la meiga, no parecía dejar lugar alguno para sembrar dudas respecto a la veracidad de sus afirmaciones.
El Padre Bernardino se sentía perdido, hacía ya un tiempo que su fe reverberaba en el calor desértico del espejismo de un sediento, las palabras de la bruja estaban calando tan hondo en su ser que se asustó de sus propios pensamientos.
(… Entonces vi otra bestia, surgiendo de la tierra. Tenía dos cuernos como un carnero, pero su voz sonaba como la de un dragón…).
Se reprendió a sí mismo. Intentaba mantener su mente despejada y dilucidar cual sería el mejor modo de conducir todo aquello.
(Déjalo, déjalo, no importa).
(Ahora mismo nada puedo hacer y tengo que dejar que estos pobres desgraciados se ceben de su ignorancia. Tengo que buscar el modo de traerlos al redil y que olviden todo esto. Tengo que hacer que comprendan…).
Y, sus razonamientos se interrumpieron tan bruscamente como la vida del insecto aplastado bajo la suela de cuero gastada y agujereada del zapato viejo de un vagabundo trotamundos. Ella lo miraba.
Él se asustó.
Mariana sonreía mostrando sus escasos dientes amarillos.
Pepe cogía con fuerza la mano de Luisa, sus nudillos aparecían blancos.
Domingo miraba al suelo sin atreverse a levantar los ojos, intimidado.
Todos ellos se mostraban inquietos, con los estómagos atenazados por el temor, con el acervo de sus creencias rebullendo en su interior. Se agitaban como lo hacen en la brisa de las mañanas frías los pétalos secos y marchitos de las flores abandonadas en las hornacinas del borde de una lápida escondida en la esquina norte de un cementerio desahuciado.
Maruxa los miró a todos, percibió lo que deseaba y tras tomar aire sentenció como el ángel apocalíptico de una profecía inconclusa.
—Aún queda mucho por hacer, pues son muchos más los males que os amenazan —se detuvo un instante par dejarles asimilar la última afirmación—. Sin embargo, no debéis olvidaros de esto que os digo jamás. Por mucho tiempo que pase, ¡nunca!, ¡nadie!, pase lo que pase, debe abrir el talexo, nunca. Si lo abre y, peor aún, si llega a ver lo que ahora guarda el cuero virgen del cordero, que Dios y todos los Santos os libren de semejante mal, si eso llega a suceder el mal renacerá de sus cenizas para traeros el dolor más inhumano, el horror más terrible y la muerte más sangrienta que podáis imaginar. Jamás permitáis que el secreto que guarda el abedul sea conocido, ¡jamás!
Casi sin resuello se tomó un instante para recuperar aire.
Dejó el rostro caer sobre el pecho y vio sus manos manchadas de la sangre seca de los cerdos.
Y, recordó de nuevo aquella lluviosa mañana de primavera en la que de una vez por todas se había librado de aquella malnacida mentirosa que le había robado sus esperanzas. A su mente acudieron las imágenes de aquel macabro engendro riéndose, con su boca podrida abierta y su aliento fétido cubriendo el aire de pestilencia.
Cuanto placer había sentido al verla patalear renegando.