Tras una más que barroca escena, en la que el miedo de los chiquillos y el escepticismo fingido de Maruxa jugaron a no entenderse, la bruja y los niños caminaban ahora hacia el pueblo.

Los dos hermanos andaban un tanto por detrás de la meiga, temerosos de brindarle la espalda y con ello la oportunidad de terminar convertidos en algún quimérico animal de horribles proporciones y peor aspecto. Guardaban un respetuoso silencio, aunque su motivación era más el miedo que los modales. Iban cogidos de la mano y el pequeño apretaba tan fuerte que a Migueliño le dolía, pero, no se quejó, el contacto era gratificante, incluso tranquilizador. Estaban tan nerviosos que les parecía todo una falsa calma, sólo quebrada por el inquietante golpear de los gastados zuecos de la anciana, para ellos tan vieja como el mundo, más incluso.

Ella, cargada con un pequeño zurrón de cuero viejo repleto de mil secretos, disfrutaba con socarronería de la situación pues se sentía complacida ante la reacción de los niños. Esa clase de respeto era el que deseaba obtener, claro que sin los inconvenientes del rechazo del que era víctima.

Aunque no era tan sencillo.

Existían ciertas consideraciones a tener en cuenta.

Quería algo más, algo, quizá, aún más importante.

Jugaba con una moneda trucada y esperaba que cayese de canto, no se conformaba con cara o cruz, lo quería todo, sin importarle que un lado de la moneda estuviese grabado con un sobrio perfil de la fingida dignidad que tanto ansiaba y en el otro apareciese tallado un terrible charco de sangre rodeando el cadáver de un hombre horriblemente mutilado.

Quería algo más.

Quizá incluso era al revés, quizá era eso lo que necesitaba y la reinserción social una mera consecuencia conveniente. En sí, para ella, la perspectiva elegida no era importante mientras colmase sus deseos.

Algo más, sin duda.

No era tan sencillo.

Y, recordó complacida la historia. Organizando en los huecos de su mente las borrosas vivencias del pasado, reconstruyendo, en arreglo a sus propios valores cronológicos, su truculenta historia. Escogiendo releer únicamente aquellos párrafos subrayados de su autobiografía.

En cierto modo, todo había comenzado aquella fría noche hiemal. Lo había visto todo, pero, en aquel entonces no sabía la importancia que esa escena iba a adquirir en su vida muchos años después, cuando ya sólo era un vago recuerdo que carecía de mayor importancia. Y qué furiosa se había sentido, tanto tiempo de condescendencia baldía con algo que en realidad era crucial, no le había gustado nada.

(Cuantas mentiras, todo fueron mentiras. No me lo merecía, no, desde luego que no. Esa maldita puta arrugada me engañó y yo no me lo merecía).

Y su mente dribló las memorias del falso comienzo, dejando a un lado aquella noche de invierno para encontrarse con el que había sido el verdadero principio, aquella mañana de hacía sólo un par de años atrás. Superponiendo ambos recuerdos para que el más cercano en el tiempo diese sentido a aquel del pasado más lejano.

Llovía, mucho, como siempre lo había hecho y siempre lo haría en las primaveras gallegas; el cielo se ahogaba en el río. Llovía tanto que se había despertado por culpa de una gotera que insolentemente pingaba sobre su mejilla, tan cerca de su oído que atronaba en cada impacto, tornando, sólo para ella, el aguacero en tormenta. Y se despertó malhumorada porque hasta ese instante había estado soñando con los únicos momentos que recordaba con cariño de entre todos los días de su vida, aquellas ocasiones en las que, paseando por alguno de los senderos escondidos de entre los bosques circundantes del pueblo, Ezequiel le había halagado con mil promesas mientras el corazón latía excitado, ansiando el futuro incierto con la fuerza propia del amor.

En cuanto abrió los ojos la oyó, rompiendo insolentemente el rumor cansino de la lluvia, era imposible no hacerlo, sonaba como si una costurera malhumorada desgarrase un vestido de esparto cosido en arreglo a un patrón equivocado, y la odió un poco más. Berta cargaba el aire con sibilantes ronquidos pestilentes, elongaciones impertinentes de su hálito pútrido, ásperos como las caricias de un leñador. Era un bulto amorfo cuya piel se caía a pedazos y al que no le quedaban más que cuatro pelos cenicientos que se enredaban en las arrugas de su frente sudorosa. Ya no era más que un despojo infrahumano que se mantenía con vida más por su testarudez que por la calidad de su salud.

Pero, seguía respirando, y con el ánimo suficiente como para recordarle cada día a su discípula, con su ronca voz apagada, que ella, y sólo ella, la había ayudado cuando había sido desahuciada. Insistiendo con inquina sobre lo humanitario y divino del gesto, triturando con cada malsana palabra las esperanzas ya deshechas que Maruxa había tenido que dejar en el camino.

Su rencor creció un poco más, como había hecho cada mañana del último cuarto de siglo, como el brote afilado de un espino albar, aguzándose cada día un tanto. Y, por enésima vez se preguntó si no sería hora de que, aquel infame pellejo de bastarda memoria, fuese a reunirse con sus tan queridos demonios del purgatorio de una vez; cuánto le hubiese gustado encontrársela muerta una cualquiera de esas mañanas, ahogada en su propio vómito, por ejemplo. Tiesa y fría, con los restos pegajosos de la escasa cena manchando sus labios cerúleos y el rictus de la muerte escarbado en el rostro.

Mientras preparaba la infusión de ulmaria y corteza de sauce fantaseó, quizá el único placer que le restaba, como todas las mañanas.

Como todas las tardes.

Como todas las noches.

Como siempre que su conciencia le rogaba que lo hiciese.

Especuló con el modo más efectivo (y más doloroso) de acabar con aquel adefesio centenario medio ciego que se empecinaba en seguir con vida para convertir su existencia en un martirio imponderable. Aquella mañana lluviosa de primavera se decantó por la oronja verde, tan delicada, bella y peligrosa al tiempo, la humedad del ambiente era el clima perfecto para acordarse del mortal hongo.

Era un plan sin tacha. Tenía más que de sobra desecada y sabía que era efectiva incluso tras años de almacenamiento, bastaría con triturar un pedazo, uno pequeño sería suficiente, y mezclar el grueso polvo resultante con algo de miel salvaje, el olor dulzón de la seta la enmascararía a la perfección y el decrépito adefesio no distinguiría los trocitos del hongo de los restos de cera. Así, en cuanto le sirviese el tazón de miel, huevos crudos y vino del desayuno se sentaría a observar con placer como la vieja desdentada sorbía ruidosamente con la ayuda de su cuchara de palo. Ya apenas comía nada más, su último diente se había caído una docena de años atrás, estaba tan podrido que un día se quedó en un pedazo de pan que intentaba mascar con sus encías endurecidas, de modo que se alimentaba, casi en exclusividad, de la miel que tanto le gustaba, con la excepción de algún pedazo de carne salada que tardaba horas en poder masticar y algún caldo de verduras ocasional.

El veneno tardaba en hacerse notar, y durante todo el día podría observarla con la satisfacción de saber que serían sus últimos instantes de vida. Las náuseas y la diarrea llegarían con la tarde (y no pensaba asearla, dejaría que se cubriese de mierda), bien acompañadas de terribles dolores abdominales, luego los desmayos y, por fin, el coma hepático, estando tan acabada Maruxa hubiese apostado con el diablo a que aquel monstruo ajado y plagado de llagas moriría durante la noche, como mucho a la mañana siguiente, y podría destriparla para extraer el hígado y observar complacida como la potente toxina del hongo lo había deshecho concienzudamente.

Era un plan sin tacha, o casi, pues aquella mañana, como todas, le faltó el valor necesario para llevarlo a cabo.

No tuvo el coraje suficiente, eso llegaría después, aunque de otro modo.

Se limitó a prepararle el desayuno, sin pequeños trozos de hongo venenoso desecado, sólo miel, huevos y vino, que ya estaba picado. Ese toque avinagrado del caldo estropeado sería lo más lejos a lo que llegaría.

Le daría su desayuno, le ayudaría a beber la infusión calmante para el dolor de las articulaciones, la asearía con un paño húmedo, aguantaría sus quejas y protestas y no haría nada.

El resto llegaría unas horas después y ella nunca lo hubiera imaginado.

Sus ojos brillaron con la intensidad manifiesta del dependiente de un fumadero de opio ante un nuevo cliente.

La carrera de los niños la sacó de su abstracción.

Estaban llegando y los hermanos, deseosos como estaban de librarse de semejante compañía, se habían echado a correr para reunirse con el grupo de adultos. Ella dejó sus recuerdos a un lado por el momento, sabía que tenía un trabajo importante por hacer, debía impresionarlos de modo tal que se viesen inevitablemente ligados a ella.

Tras hablar un momento con su padre los niños se escabulleron hasta la casa de los Corredoira.

Maruxa contemplaba la escena procurando hacerse una idea de lo que allí acontecía.

El Padre Bernardino soportaba, con toda la estoicidad de que era capaz, las alusiones intransigentes de sus parroquianos, saltando de pequeña congregación en pequeña congregación, con la misma poca gracia de un abejorro pasado de peso tambaleándose entre flor y flor de dedalera. Era evidente que su ánimo conciliador no fraguaba y que sus feligreses no albergaban fe alguna en las supuestas verdades que el rubicundo sacerdote se empeñaba en pregonar.

Eso era bueno.

Mariana da Cruz parecía haberse convertido en un déspota dictadorzuelo que a su antojo manejaba la voluble voluntad de los lugareños. Desde su fingido trono, en el banco corrido de piedra de la fachada principal de la casa de la familia do Santo, argüía con fingidos ojos devotos cuanto le venía en gana con tal de llevar las aguas por el cauce que más le interesaba, desde un hipócrita escepticismo se procuraba la atención que su vanidad reclamaba.

Eso era aún mejor.

El murmullo de las conversaciones se fue amortiguando poco a poco, a medida que los pasos de la bruja se iban haciendo más audibles, de fondo, el coro de ladridos ilusionados por el penetrante olor de la carne abierta y la sangre derramada, sobreponiéndose unos a otros en un canon de pésimo gusto.

Todos se giraron para mirarla y todos bajaron la vista de inmediato, como si el suelo, de pronto, revelase la verdad sobre la muerte de los gorrinos, brotando en manojos, como las lombrices en las mañanas de los días húmedos.

La bruja contemplaba la escena con una satisfacción que se permitió el lujo de ocultar tras un cínico velo de austeridad complacida.

No le hubiera hecho falta preguntar por cuanto ya sabía, pero, incluso suponiendo que todo el asunto le fuese por completo desconocido, tampoco hubiese necesitado plantear cuestión alguna. Era tan sutil, y al tiempo tan perceptible, como lo son los ápices del bosque de llanura al apuntar al soleado sur, de algún modo, en una atareada timidez descarada, el gesto de todos ellos y las cabezas ladeadas señalaban, ambos, la porqueriza. Sabía exactamente lo que se esperaba de ella, y precisamente por eso decidió que debía impacientarlos mientras se tomaba su tiempo para, con lentitud, rodear la casa con actitud contrariada y cara de circunstancias, haciendo aspavientos con las manos y entonando extraños tarareos nasales. Pretendía dar a entender que buscaba con ahínco el origen del mal que tanto daño había hecho.

Se arrodillaba de cuando en cuando, examinaba tal o cual piedra, desandaba el tramo que había avanzado, olisqueaba las hojas de alguna planta, dejaba caer en su palma puñados de tierra que iba arrancando periódicamente de las zonas adyacentes a la casa. Cuando estuvo segura de ser dueña y señora de la atención de todos los presentes se acercó hasta el umbral de la zahúrda sin dejar que el fuerte olor que la recibió bajo el quicio provocase mueca alguna.

Exagerando todos y cada uno de sus movimientos lo máximo posible extrajo del zurrón que colgaba de su hombro una diminuta escudilla y un pequeño tarro de grasa de caballo clarificada que dejó en el suelo, a su lado. Con el borde del platillo raspó la madera ahumada de la puerta de la cochiquera y algunas de las piedras de ambas jambas, en el hueco de la palma de su zurda fue recogiendo las virutas y arenilla que se desprendieron, luego lo volcó todo en la escudilla.

Vertió entonces un poco del espeso sebo encima de las raspaduras y removió el resultado con la uña de su meñique. En cada gesto comportándose con la sequedad y exageración de una marioneta sujeta por calabrotes en lugar de hilos, acrecentando la curiosidad de la audiencia con una insana satisfacción egocéntrica.

Siguiendo al pie de la letra las enseñanzas recibidas.

«Ea, xa auga quente podes darlles, o que importancia ten é que iles non cheguen a saberes. Ea, sempre meigallo ou conxuro debes ter, non podes permitirlles que saiban o que é e o que non é», le había dicho Berta, y ella había sido una alumna aplicada.

Aquella mañana lluviosa de primavera, la vieja no había hablado tanto, no, pero había sido más que suficiente.

Y, mientras completaba su actuación se dejó llevar por los recuerdos, hasta esa precisa mañana de primavera envuelta en cortinas de agua.

Mientras la bruja recordaba, el molinero buscaba intercambiar su inquietud por la calma de las aguas lentas de la presa que tenía enfrente. Ya había caído el mediodía, y de no ser porque su estómago parecía haber aprendido a atar mordidas de lobo y ases de guía con sus intestinos hubiese tenido hambre.

Llevaba un buen rato sentado en un viejo tocón de la orilla, contemplando como el sol deslizaba su reflejo por la superficie de la tranquila tabla de agua. En un hueco entre las verdes hojas flotantes de los helechos de río, apenas a una vara de distancia, apareció un diminuto alevín de trucha que indeciso dudó un instante entre qué rumbo tomar a continuación. No tuvo tiempo de aclararse, un relámpago dorado con una enorme bocaza llena de dientes se lo tragó tan rápido que el molinero ni siquiera se dio cuenta de que había sucedido, claro que, no estaba prestando atención, tenía mucho en que pensar.

La cabeza le palpitaba y luchaba denodadamente por evitar que la tos surgiera, pues cada vez que lo hacía la garganta le ardía con el ansia de una fragua de herrería. Y, por si fuera poco, se sentía muy contrariado por lo sucedido en los últimos días.

Merda, si me curo me marcho de aquí, a las Américas o a donde sea… Tenía que haberme quedado de louseiro con…

No pudo terminar la frase, el esfuerzo de levantar la voz había irritado su garganta y la tos había sido tan oportunista como la pintona.

Tras las convulsiones consiguió escupir un enorme gargajo de flema.

Tenía el color tinto del vino añejo.