La mañana acorralaba ya al mediodía y de la niebla quedaban poco más que unos cuantos jirones sueltos que envolvían en cintas de vaho blanquecino las copas de algunos árboles, quizá, a su modo, la naturaleza presentaba sus respetos a los muertos con semejantes modelos de coronas funerarias.

El ambiente, al menos hasta cierto punto, se había relajado mientras esperaban por la llegada de la bruja. Aunque, para disgusto del molinero, un grupo cada vez más numeroso se había ido formando en torno a Mariana da Cruz, que parecía darles explicaciones sin parar, mirando de vez en cuando hacia donde él se encontraba, ahora acompañado por el sacerdote. Al molinero le recordaba a las tardes tormentosas de la época más seca del verano, cuando bajo el calor tras la canícula enormes nubes de desarrollo vertical se iban formando amenazadoras, hinchando su característica forma de yunque hasta proporciones titánicas, irguiéndose orgullosas sobre las laderas de las montañas, haciéndole a uno temer que la tormenta estalle de un momento a otro.

—Hijo mío, esto, definitivamente, se nos escapa de las manos, se ha salido de madre. No sé que deberíamos hacer —dijo el Padre Bernardino—. Creo que, pase lo que pase, independientemente de lo que diga o haga esa descarriada de Maruxa da Comba, o incluso la Guardia Civil, si es que los convencemos para que vengan —señalando con un gesto vago a los lugareños—, el pueblo jamás volverá a aceptarte. Me temo que Mariana ha prendido un fuego que no puede apagarse, tus manías te van a resultar muy caras. Va a ser necesario que la sequía sea grande si queremos que las aguas vuelvan a su cauce tras la tormenta —concluyó el sacerdote mirando fijamente al molinero.

Este sonrió ante lo acertado del comentario del cura con respecto a lo que él mismo pensaba, se rascó la oreja con la diestra en un gesto de infinita paciencia (tan suyo últimamente) mientras suspiraba desalentado y contestó sin darle demasiada importancia a las afirmaciones del clérigo.

—Bueno, no sé, supongo que no importa, lo cierto es que el río sigue lleno de truchas, los salmones empiezan el remonte, con el otoño llegarán las anguilas, no sé, yo no necesito mucho más. Además, mis recuerdos no me los puede quitar nadie… Además, estoy bien solo, no los necesito, ya estoy acostumbrado, llevo mucho tiempo solo y…

—Pero, pero, hijo, no hables así —replicó el cura alterado, interrumpiendo a su amigo—. Es en el amor del prójimo y en la bondad de sus hermanos en la Iglesia en los que debe vivir el cristiano. Debes poner la otra mejilla y confiar en la voluntad del Señor, con el tiempo las cosas pueden suavizarse… —La expresión seca de su interlocutor retuvo en el fondo de la laringe las palabras subsiguientes.

El molinero, ceñudo, miró con fijeza al clérigo, con su ojo derecho enrojecido refulgiendo como las llamas del mismo fuego del que había hablado el sacerdote. Sus labios se abrieron para contestar y se cerraron al instante consciente de que debía serenarse antes de decir algo de lo que llegar a arrepentirse. El molinero era hombre que rara vez se convertía en esclavo de sus palabras y en ese momento hizo gala de sus cualidades.

El Padre Bernardino guardó silencio consciente de que su amigo no hubiese tolerado una nueva imprecación sin mandarle a freír espárragos y le dio tiempo al molinero para rehacerse, este cerró los ojos por un momento, exhaló una bocanada de aire que llevó hasta el clérigo el olor del aromático tabaco que su amigo fumaba y una vez se consideró calmado habló con voz queda.

—Usted lo ha dicho padre, usted lo ha dicho… Y, yo ya no tengo nada que ver con los cristianos. —Se lo pensó un instante antes de continuar, consciente del revuelo que sus palabras provocarían en el sacerdote—. Además si esos de ahí son cristianos católicos y apostólicos, ¡o como se diga!, entonces, entonces yo soy moro de toda la vida. O no me irá a decir ahora que ellos son ejemplo del amor que tanto predica usted los domingos, porque, usted sigue contando todas esas pamplinas en sus sermones, ¿verdad?

El Padre Bernardino, estupefacto, herido en parte por las palabras en sí del molinero y más dañado aun por la verdad que sabía suponían, no acertó a decir palabra alguna y su labio inferior descolgado se preparaba para arrancar cuando su amigo se caló la boina y dando el primer paso para marcharse dijo.

—Ah, merda… Lo siento, no debería haber dicho eso… Eh, vaya, bueno, me voy a dar un paseo, si me quedo aquí lo más probable es que salga mal parado y lo último que me apetece es que aparezca una pareja de la Guardia Civil con sus bicicletas, sus abrigos azules de bocamanga roja, sus aires de superioridad y toda lo que eso implica… Ah, por cierto, creo que es mejor que no le comente a nadie lo que pasó ayer en la sacristía, lo más probable es que no ayudase demasiado.

Y se marchó, dejando al sacerdote anonadado y sin posibilidad de responder.

El Padre Bernardino tardó en reaccionar y no fue hasta que decidió acercarse hasta alguno de los grupos de paisanos para intentar serenar los ánimos de aquellos y alejar de sus mentes los mitos y leyendas a colación de lo sucedido, que todos y cada uno empezaban a relatar, que el sacerdote consiguió sacar de su retina la imagen de su amigo recriminándole con los ojos encendidos.

Mientras el molinero buscaba ansioso acercarse hasta el río para encontrar un poco de sosiego el sacerdote caminó de grupúsculo en grupúsculo intentando en cada uno aliviar un tanto la presión que los acontecimientos ejercían y procurando calmar los ánimos soliviantados: En cada conversación la tónica era similar, en todos los casos alguno de los miembros de las no muy piadosas congregaciones tenía alguna historia o relato que contar que, de algún modo, exponía una teoría, más o menos convincente, más o menos relacionada con la extraña manía que tenían los cerdos de la familia do Santo por morirse. En todas esas narraciones, todas ellas en tercera persona, tras exponer algún nexo dudoso con el protagonista, el improvisado cronista sacaba a la luz algún trasgo, demiño, bruja, cuelebre, espíritu, lobisome, lavandera o cualquier otra figura del animado bestiario popular sobre la que cargar las culpas.

El sufrido clérigo trataba, con escaso éxito, de alejar de las conversaciones de los parroquianos los recuerdos y contos que la tradición oral se empeñaba en consensuar, aunque con la mesura y reserva necesaria, pues mientras los tiros fuesen por esa dirección el cura sabía que se alejarían del molinero, al que en su lógica de persona instruida no podía considerar culpable. Si bien, era consciente de que justamente esa misma racionalidad no podía enfrentarse a tantos años de creencias y sincretismo tampoco se le escapaba que dentro de las tradiciones de sus parroquianos existían algunas que no apuntarían a su amigo como culpable, y precisamente, en ese marco más cercano a la neutralidad procuraba mantener las charlas.

Ya lejos de allí, en su caminar penitente, el molinero acertó a ver el recodo del río que guardaba la explanada de aguas calmas en la represa y el espejo taíno que se formaba calmó su pesar, mientras, Lolo Lamas clavaba sus ojos preocupados en el charco, medio seco, medio tragado por la tierra, de sangre coagulada que coloreaba el camino de un apagado reflejo grana, mudo testigo del sufrimiento de la madrugada; y su dolor se encendió.

Como la yesca de semillas de diente de león y lana de cardo.

Lolo había estado trabajando en las escasas tierras de la familia cuando el menor de sus hijos varones, que se había quedado en casa para cambiar la paja de la gorrinera y atender algún que otro asunto menor del hogar, apareció en los lindes de la tierra recién sachada, llamándolo.

La mañana ya estaba crecida y la niebla se había disipado, la oscura tierra se abría gimiendo ante el esfuerzo, a cada empellón de la azada, que susurraba rozando las manos ya callosas del labriego, lamentándose en su cantinela de ánimo al hombre que derramaba su agrio sudor sobre la huerta.

Algunas de las ramas de rabioso verde de los nabos empezaban a colorear el paisaje con sus pequeñas flores doradas, haciendo juego con aquellas de los tojos que comenzaban a pintar de un gualda irritable los sotobosques. Unos surcos más allá, las plantas trepadoras de las judías brotaban con gracia, en poco tiempo se llenarían de grandes hojas acorazonadas y treparían enredándose en el entramado de ramas que el campesino había dispuesto. Al lado, los ramilletes de las zanahorias se desarrollaban con prontitud, y en el extremo de su pequeña propiedad Lolo preparaba una tanda de surcos para acomodar un modesto bancal de patatas que habría de recoger una vez entrado el otoño.

A instancias de su madre, preocupada por la tardanza, el tercero de sus hijos, sólo un año menor que su querida Antoniña, se había acercado a buscarlo hasta el humilde huerto para transmitirle la inquietud de aquella. La mayor de sus hijas no había vuelto a casa a su hora habitual.

En un principio Lolo no se había alarmado, tampoco se enojó, incluso permitió que la antesala de sus pensamientos albergase una cierta ilusión por el cumplimento de una antigua esperanza, y tras revolver cariñosamente el brillante pelo castaño de su hijo le pidió que regresase para calmar a su madre, para que le dijese que no se preocupase más, que seguramente la muchacha se habría entretenido en su trabajo en el pazo. Lolo no comentó que, en realidad, albergaba el anhelo de que su hija se hubiese entretenido con Alberte, el benjamín de la rica familia apoderada que empleaba a Antoniña como lechera de la enorme vaquería que poseían. Él quiso pensar que su disciplinada y obediente pequeña había alterado su rutina en virtud de la gracia de un naciente amorío primaveral que había surgido entre ella y el menor de los hijos de Don Ezequiel. De hecho, cuando se puso en camino, dirigiendo sus pasos hacia el sendero que conducía al pazo, se permitió imaginar la dicha y buenaventura que vendría a llenar las penurias económicas de su familia.

En su andar el labriego disfrutó de los aromas de la primavera que colmaban el aire, de los trinos encendidos de los machos de los trepadores azules, se dejó embriagar por lo lujurioso de la estación y lo bello de la mañana.

No tuvo tiempo para la angustia o la preocupación.

Lolo se dejó llevar por la tan humana estupidez y permitió que su ansiada y secreta esperanza tomase forma y cuerpo sin que las palabras amargas que desde su subconsciente se gritaban, advirtiéndole de lo inverosímil de sus deseos, le afectasen en absoluto.

Era feliz. Como casi siempre suelen serlo los que ignoran la verdad.

Pero, no duraría mucho, él no lo sabía. Los cuervos sí lo sabían.

Y lo anunciaban encantados con sus graznidos chirriantes.

Lo que vio fue algo que su cerebro no llegaría jamás a registrar completamente, y eso se convirtió, en los años venideros, en algo que agradeció infinidad de veces cuando, casi cada noche, el recuerdo minaba sus sueños para plagar sus inútiles esfuerzos por dormir de horribles pesadillas, tan terribles que, para su desgracia, no eran únicamente simples imágenes oníricas sino la constatación macabra de su propia vida.

Probablemente de haber tenido un arma de fuego a mano y de haber sabido utilizarla se hubiese pegado un tiro allí mismo, salpicando con las cuentas amarfiladas que se hubiesen desprendido de los huesos de su cráneo los brotes tiernos de las espadañas a la vera del camino.

Lo primero que se encontró fue el pañuelo que su hija usaba para recoger su preciosa melena de reflejos dorados, tan bonita como los campos de trigo al viento en las últimas horas de las tardes de septiembre, tan linda, con sus brillos de madera de nogal aceitada. En sólo unos instantes podría verla, pero ya no era una cabellera de preciosos tonos robados al más soleado de los otoños, era un asqueroso estropajo enmarañado y salpicado de sangre.

La angustia quiso despertar desde lo más hondo de su alma, pero, en su empecinamiento, el pobre hombre buscó rápidamente mil y una explicaciones que se le antojaron razonables, es más, incluso cuando advirtió que algo pegajoso y tinto le manchó la mano tras recoger la tela siguió intentando encubrir la verdad con tantas inconcebibles historias como pudo elucubrar su mente excitada. Su corazón quiso encogerse, pero no fue capaz, se lo impidió la brutal aceleración que sufrió su ritmo cardíaco, llegó a pensar que su pecho estallaría.

Sus pensamientos oscilaban como un péndulo maldito en manos de un zahorí indecente, en un extremo del ciclo la inconcebible e infantil negación, en el otro, la más cruda de las formalizaciones del terror.

Una diabólica mezcolanza del miedo más atroz y el dolor más imponderable actuó como el límite de alguna extraña expresión diferencial de matemática alquímica, pues en el momento en el que el aterrorizado labriego pensaba que su sufrimiento no podía ir más allá, la variable tomaba un nuevo valor mayor que el anterior, tendiendo a un infinito inimaginable pero, al fin y al cabo, existente. Con cada nueva gota de sangre, con cada nuevo harapo manchado, con cada mechón de pelo entintado el valor de la solución aumentaba infinitesimalmente, una fracción de milésima, pero estaba tan cerca del límite que incluso tan insignificante variación implicaba una enorme y significativa diferencia.

Dos guiñapos ensangrentados lo saludaron en el siguiente paso.

Los cuervos picoteaban ansiosos las partes blandas.

La escena era el retrato descarnado de la depravación, más aún para un pobre desgraciado que en toda su vida no había salido de las montañas del norte y que no había visto más sangre que la de los animales sacrificados para el consumo propio.

Un cosquilleo centelleante se entretuvo royéndole las piernas, los músculos de todo su cuerpo perdieron la tensión necesaria para mantenerlo en pie; no sólo se derrumbó, le faltó muy poco para que sus excrementos se amontonasen en su ropa interior.

Se acercó a grandes zancadas, haciendo aspavientos ostentosos para ahuyentar a los pájaros.

El dolor se mostró esquivo en un principio, pero, no importó, porque lo más terrible no era ese preciso dolor en sí mismo sino la conciencia que de él llegó a tener, el saber que antes o después sus proporciones serían bíblicas. Algo así como el artillero de un bricbarca que tras el terrible estallido de la bombarda, en medio del fragor atronador de la batalla, contempla como de su brazo derecho no resta más que un muñón harapiento que llora sangre y del cañón no queda más que una desmochada flor de bronce, en ese instante, con el olor acre de la pólvora detonada amargando el aire y multitud de negros restos incrustados en las mejillas, no se llega a percibir el dolor, tan sólo el horror del miembro mutilado y la terrible aseguranza de haberse convertido en un mutilado que nunca más podrá volver a sentir el placer de arropar a una mujer con sus brazos. No, lo peor del instante mismo no es el dolor, ese llega más tarde, implacable y pendenciero, no, lo peor es la conciencia que, afanosamente, hurga por entre las consecuencias futuras.

(No… No, no puede ser, no es ella… Seguro que no es mi niña, seguro…).

Al que había sido adalid de sus esperanzas lo reconoció únicamente porque así lo quiso suponer en virtud de lo que escasamente se podía intuir.

El cadáver, si es que semejante término no era en exceso generoso con aquel amasijo. Los restos (mejor así), los despojos (incluso más acertado) de Alberte se acercaban bastante a la imagen que Lolo tenía del embrollo de carne sazonada que se va introduciendo en las tripas limpias para hacer embutido.

Irónicamente, lo primero que fue capaz de razonar la embotada mente del campesino fue una acertada comparación entre las vísceras del muchacho, las primeras que veía pertenecientes a un hombre, y las de un cerdo, y no se equivocaba, de hecho a excepción del apéndice intestinal la semejanza es tal que, en tiempos, los gorrinos fueron usados como ejemplos de anatomía humana en las clases de más de una facultad de medicina. Sin embargo, su sorpresa ante tal similitud no era lo más conveniente dada la situación y Lolo lo sabía.

Tras unos instantes con los ojos cerrados en los que intentó recomponer sus revueltos sentimientos se forzó a observar.

De Alberte no quedaba más que un amasijo retorcido de articulaciones rotas y medio despellejado que era presa de las moscas, que, al contrario de los cuervos, no se habían sentido intimidadas por los ademanes del campesino. Su paquete intestinal afloraba por una enorme herida del abdomen, como un ovillo de burda lana gris desmadejado y enredado, su hígado, del sano color de las guindas maduras, brillaba al sol de la mañana. Pero, las tripas al aire, las piernas destrozadas, los brazos quebrados, casi arrancados, el pecho rajado, la cara desconchada y el cuello abierto como un costillar en una carnicería no eran lo peor, ni mucho menos.

Lo que más inquietó a Lolo fue la entrepierna del muchacho.

El paquete genital del muchacho aparecía tirado a unos pasos del cuerpo, era un juego informe de bultos sanguinolentos. Había sido arrancado de cuajo, como por un tajo mal dado (o un mordisco), y los regueros y manchurrones de sangre eran tan evidentes que el labriego supo que aquella atrocidad había sucedido mientras el corazón del chico aún latía, había sacrificado a muchos animales como para no saber que una vez muertos las hemorragias eran casi inexistentes.

A la que había sido la niña de sus ojos la reconoció porque sus párpados abiertos exhibían orgullosos los bellos iris del color de la miel de trébol, y eran inconfundibles. Su cráneo abierto enseñaba, caprichoso, las circunvoluciones del, hasta esa noche, soñador cerebro de la mozuela. Las múltiples laceraciones mostraban la carne pálida y exangüe abierta en cortes regulares y paralelos.

Los cuervos revoloteaban por los alrededores graznando en señal de protesta por haber sido interrumpidos en su plácido banquete. Las moscas zumbaban satisfechas mientras se cebaban. El horror aulló complacido como un lobo en noche clara de luna llena.

Una pena, honda como la más oscura de las simas, se agarró a su pecho con el ansia de un lactante hambriento, como una sanguijuela infecta, sólo que en lugar de chuparle la sangre se le llevó las ganas de vivir.