Había regresado sólo unos instantes antes, lo acaecido no había resultado del modo en que ella lo había previsto, al menos no exactamente, había sido mucho peor (aunque visto desde la perspectiva opuesta eso mismo implicaba que, en realidad, había sido mejor; un falso consuelo quizá), sin embargo, sabía que no podía quejarse, había sido lo suficientemente cercano a sus expectativas.

Ahora, mientras esperaba que acudiesen a buscarla, porque estaba segura de que no pasaría de ese día, permanecía tranquilamente sentada en el viejo taburete, contemplando serena y con los ojos vacíos, fijos, algún lugar indeterminado de la lontananza que quebraban los escuálidos tabiques de la casucha.

Con la saya levantada, arrugada sobre el regazo como las prendas olvidadas a los pies de la cama por el borracho impenitente, se entretenía hurgándose. Su mano derecha buscaba la ingle, montándose por encima de la cinta de su ropa interior mil veces remendada, parchado álbum de recuerdos de su existencia. Sus dedos, sucios y de largas uñas mugrientas (hubiese querido negarlo, pero, con cada anochecer se parecía más a la vieja arrugada y reseca de su repudiada maestra), se enredaban una y otra vez en el vello púbico, en un gesto compulsivo, casi fiero, y repugnante además, si se tenía en cuenta el ademán de satisfacción plena abujardado en su rostro, por lo usual inexpresivo. Pulgar e índice hicieron presa en un par de pelos, los alzaron tensando la piel blanca y marchita en un minúsculo cerro plagado de malas hierbas, giró entonces la muñeca al tiempo que contraía los músculos flexores de los dedos. Sólo parpadeó un instante, acostumbrada como estaba al ligero dolor chasqueante. Su piel se combó aun más, arrastrada en la fuerza impresa en el gesto. Los poros se abrieron, vencidos, las glándulas sebáceas reptaron por las capas de la dermis dejando tras de sí ínfimos cráteres, mudos testigos inútiles. Arrastrando una yema sobre la otra fue trenzando los cabellos mientras sacaba su mano ajada por los años del escondite de su falda. A la luz, encubierta de niebla, del amanecer los observó y una vez encontró el extremo de la raíz se los introdujo en la boca reseca para morder en un gesto de infinita satisfacción los bulbos blanquecinos, a continuación los dejó sobre la lengua y regresó rápidamente con la mano a rebuscar entre los zarzales hirsutos de su sexo pálido un nuevo trofeo. Sus dedos ya habían localizado una nueva presa cuando sus incisivos empezaron a trocear con deleite el par de cabellos que tenía en la boca.

No siempre se los comía, sólo si estaba realmente inquieta.

Sin embargo, se los arrancaba muy a menudo, era una necesidad imperiosa, en cuanto surgía la más mínima de las preocupaciones o el más leve atisbo de nerviosismo, tanto era así, que su pubis era un reflejo de las tierras baldías de los pedregales quemados por el sol de los desiertos, infestado de calvas exangües y minúsculas úlceras irritadas, con pelos que nacían bajo las capas superficiales de la piel incrustándose enconadamente en diminutos quistes plagados de enfermizo pus amarillento, parecía la cabeza infectada de piojos, sarna, ladillas, sarcomas y tina del más desahuciado de entre los enfermos terminales de una gravísima afección dermatológica.

Esperaba, confiada, disfrutando con lasciva intensidad de su pasatiempo favorito, abstraída en su mundo banal de orgullo impagado.

Deseando que, por fin, le suplicasen por sus servicios.

—Ya verás, seguro que nos aguarda, —dijo Migueliño con gesto preocupado— ella siempre sabe lo que pasa, no sé como lo hace, pero, siempre lo sabe… Quizá se lo cuenten las bestias del bosque, o a lo mejor lo adivina en un cuenco de agua… No sé, el caso es que lo sabe.

Su hermano pequeño, feliz como había estado hasta el momento, correteando de aquí para allá, sin alejarse demasiado para no ganarse una riña, en la sana ignorancia de los niños, alzó el rostro para mirarlo con cara de asombro, desde un poco más allá en el camino.

—¿De verdad?… ¿Por qué? —Sonó su voz aflautada, sin estar seguro de si debía asustarse o no, porque a él no le parecía que eso fuese algo intimidatorio, más bien interesante y atractivo, sin embargo, había notado que su hermano no compartía semejante opinión, al menos eso translucía el tono de voz que aquel había empleado.

El mayor de los hermanos, primogénito de los Corredoira, tardó en contestar. Abstraído como estaba por los recovecos del miedo por los que transitaban sus pensamientos agitadamente.

—Pues… Pues, porque es así… No sé, quizá a meiga es amiga de los lobos y ellos se lo cuentan todo, o de los cuervos y los grajos, no sé…

El rostro del pequeño, ahora acomodado el paso al de su hermano, se debatía entre mostrar la admiración que sentía hacia su hermano por ser conocedor de semejante secreto y el más sincero de los asombros.

—Pero… Pero, a mí Fusiño no me hace caso nunca. Si ni siquiera viene cuando lo llamo, uf… Como mucho, mucho, me ladra —dijo el chiquillo mostrando en su rostro la genuina exageración de ojos abiertos como platos y manos alzadas de la que sólo los niños son beneficiarios—. No lo entiendo, ¿cómo es eso?, ¿por qué es amiga de los lobos?, eh, ¿por qué?…

—Eh… Pues… Porque es una bruja, ¡tonto! —contestó o larpeiro como si ya no fuese necesario entrar en más detalles—. Ellas son así, saben como hacer esas cosas… Y… Y, además, hacen pactos con el diablo, —terminó bajando mucho el tono de voz, hasta casi un susurro, como si estuviese contando un secreto—, sí, ellas saben hacer esas cosas.

Sin embargo, semejante discurso no sirvió para saciar la curiosidad del zagal.

—¡Halaaaa…! Pero, pero si el Padre Bernardino siempre dice que el demonio es muy, muy, muy, muuuyyyy malo, —entonando las vocales con extrema emoción y agitando su manita para acentuar el adverbio— ¿por qué iban a querer las brujas hacer tratos con él?, ¿eh?

—Pues… Pues porque ellas también son malas —contestó displicente Migueliño, orgulloso de poder mostrarle a su hermano menor todos los conocimientos que poseía en cuanto a tan esotérico aspecto de la vida en las montañas del norte.

Sin embargo, ya tan enfrascado como estaba en la conversación, al chiquillo, aquella respuesta no le pareció muy lógica y, con la boca pequeña por miedo a decir algo indebido que pudiese contrariar a su hermano, arguyó:

—No lo entiendo, pero, si es tan mala, ¿por qué el año pasado fue padre a verla cuando se hizo daño en la siega?, ¿no te acuerdas?, cuando al montar el almiar se le dobló la espalda, ese día que no pudo terminar el trabajo, ¿no te acuerdas?

Pregunta que, obviamente, en su sencilla inocencia exponía meridianamente la clave de la dicotomía que se vivía entre la leyenda avalada por el mito y la realidad palpable, dualidad tan arraigada en aquellos tiempos. Pues, aquello mismo que tanto sorprendía al benjamín de los Corredoira no parecía plantearles inconvenientes a sus mayores, que aun recurriendo a los servicios de santeros, brujas, meigas, curanderos, pastiqueiras y diferentes gentes de similar condición seguían encontrando en ellos un oscuro lado que rechazaban por el miedo que les producía. Un miedo irreverente y respetuoso al tiempo, incongruente en definitiva, cuyo único cimiento se asentaba en la ignorancia e incomprensión de los métodos y procedimientos, mezcolanza de religión, sincretismo, medicina natural y meras artimañas, que aquellos usaban para llevar a cabo sus tareas y cometidos diversos. Aunque, y es precisa la aclaración, también se hace necesario admitir, que si bien prácticamente todo ello podría llegar a ser explicado por la ciencia evolucionada de unas décadas más tarde, existieron algunos aspectos y tradiciones para los que la modernidad sólo podría ofrecer razón basándose en huecas casualidades insulsas.

Casi todo llegaría a ser explicado, sólo casi.

—Ah… Bueno es que eso no tiene que ver, eso lo hacen para que parezca que no son malas —fue la única explicación que Migueliño pudo encontrar—. Pero, en realidad, son malas, mucho, —continuó, intentando iluminar a su hermano menor— as meigas saben de hechizos, de pócimas y de conjuros extraños y… Y si las contradices pueden convertirte en bichos raros, pueden hacer que acabes con el cuerpo de una lagartija y la cabeza de un saltamontes. Incluso pueden echarte un mal de ojo o una maldición y entonces… ¡Estás perdido! Eh… ¿Te acuerdas de Xan o merlo, ese tan delgado con el que padre jugaba a las cartas en la taberna?

—Sí, sí que me acuerdo, siempre hacía eso tan raro con el cuello, como los pájaros, como si anduviese picoteando grano, ji ji, era muy gracioso. —Contestó el pequeño, que no sabía si lo que empezaba a sentir era simple curiosidad o más bien inquietud.

—Pues ese murió por culpa de un meigallo, sí, yo oí a madre contárselo a padre una vez. Madre —se explicó Migueliño— dijo que Xan o merlo había ido un día a la ciudad a una feria de ganado muy importante y que cuando estaba allí se había ido de mozas toda la noche… —Frase ante la cual su hermano puso cara de circunstancias, pues esa era una parte de la naturaleza humana que no tenía muy clara, por lo que Migueliño conocedor del hecho y queriendo tener que evitar entrar en detalles sobre algo que tampoco entendía del todo aclaró— …Bueno, que hizo algo malo, algo que no se debe hacer. Bueno, pues su mujer se enfadó mucho y fue a ver a Maruxa y le pidió que le preparase una pócima venenosa, o un hechizo o algo así, no estoy seguro. El caso es que desde ese día a Xan la comida no le asentaba en el estómago y por más que comía se volvía cada vez más y más delgado, más y más delgado —enfatizó volviendo a susurrar de nuevo—, como una culebra, y al fin, aunque se pasaba el día tragando y tragando, se murió…

El pobre niño, con la cara contraída por el horror ante la historia de su hermano mayor, dio un saltito involuntario hacia atrás, como un pajarillo asustado, sobre la punta de los pies.

—Ah, no, no, no y no… —Contestó, muy vehemente y con el gesto más serio que pudo—. Entonces yo no voy, ni hablar, yo te espero aquí, ¿vale?, yo…

Un coscorrón seco, raudo y preciso como sólo su hermano mayor sabía hacerlo lo interrumpió.

—Pero tú, ¿estás tonto o qué?, no ves que si te dejo solo aquí, tan cerca de su casa, puede encontrarte y se te llevará, tú vienes conmigo.

Le replicó rápidamente Migueliño, sin preocuparse de que esta nueva versión contradijese la inicial de que la bruja los estuviese esperando, tan sólo interesado en no tener que enfrentarse él solo a la meiga. Sin embargo, aunque bajo ningún concepto estaba dispuesto a aparecer sin compañía en la choza de la misteriosa hechicera se sintió culpable enseguida, como siempre que pegaba a su hermano menor, el pobrecillo se frotaba la cabeza con los ojos llorosos, pero no protestó, y aunque era evidente que estaba muy asustado no se atrevió a abrir la boca.

—Va, veeeenga… No te enfurruñes, no ves que padre nos mandó ir a los dos, si desobedecemos nos iba a zorregar de lo lindo, venga no te pongas así. ¡Va!, si cambias esa cara te cuento un secreto, ¿quieres?

Y, el rostro del pequeño se iluminó en un instante con esa candidez propia de los de su edad, olvidando al momento el motivo de su rabieta. Como si fuese algo que habla sucedido mucho tiempo atrás, en esa prodigiosa memoria plagada de conveniencias que saben administrar los más chicos.

—¡Sí!, venga, venga, ¡cuéntame!

Migueliño adoptó entonces el aire de un catedrático pagado de sí mismo ante sus alumnos, tornándose fingidamente serio y pretendiendo ser acreedor del respeto y admiración mostrados por el pequeño, para contarle lo que había visto aquella misma noche, sólo unas horas antes, justo mientras, en su travesura habitual, intentaba calmar el hambre.

Miguel, al que no sin razón apodaban o larpeiro, se había ido a la cama, inevitablemente, con hambre, como siempre.

Esa noche se había cenado caldo, cocinado según la típica receta del interior gallego, y las escasas habas, el puñado de trozos de col y el bien medido pedazo de carne entreverada que le habían tocado como ración no habían supuesto comida suficiente para el tragaldabas de Migueliño, como era habitual. Ya cuando subía las modestas escaleras de madera con su hermano dando alegres saltos, dispuestos ambos a su manera para acostarse, le parecía que sus tripas rugían en señal de protesta, rebelándose ante la escasez, a su parecer, de la última comida del día.

De modo que, cuando llegó a la humilde habitación donde compartía una modesta cama de sencillos tablazones, cubiertos con un insuficiente colchón de lana, con su hermano, ya había trazado el plan a seguir para intentar saciar su siempre inquieto apetito.

El sencillo dormitorio estaba en el lado sur de la casa, en el muro que se enfrentaba con la fachada norte de la casa de la familia do Santo. No tenía por mobiliario más que la sencilla cama y un pequeño armario de pobre manufactura, el único adorno un humilde modelo de carro de madera que su padre le había hecho a él y que ahora había heredado su hermano, el modesto y único juguete de una casa de campesinos.

A parte de la puerta, la única apertura era una pequeña ventana, orientada al este, con hojas exteriores de madera de roble ahumadas y un basto armazón de barrotillo que dibujaba una curiosa cuadrícula de parteluces. La ventana, por tener, no tenía ni cristales, y de las dos contraventanas el pequeño, para luchar contra su miedo a la oscuridad, siempre le pedía, que si la noche no era muy fría dejase una abierta para que entrase algo de claridad, porque, como era lógico, no podían permitirse dejar una vela encendida toda la madrugada. De hecho, en invierno, en más de una ocasión el sacrificado Migueliño debía esperar a que su hermano se durmiese antes de poder apagar entre sus dedos la llama del pabilo ardiente de una sencilla vela de grasa y privar de su escasa luz a la estancia. Sin embargo, en primavera, al acostarse casi con el sol, y con las noches habitualmente claras, el problema no solía ser mayor que la necesidad de arrebujarse bien bajo las mantas, abrazados los dos hermanos para evitar el relente que se colaba por la contraventana abierta y los huecos de la cuadrícula de molduras.

Cuando su hermano se durmió y tuvo la seguridad de que sus padres también lo estaban, Migueliño había bajado de puntillas hasta la cocina para buscar un trozo de carne y algo de pan. Tras registrar un par de alacenas encontró el resto del trozo de carne de costilla de cerdo que su madre, previsora, había cocido con el caldo, el suficiente para el desayuno del día siguiente, y con el filo de su pequeña navaja se hizo con una lasca lo suficientemente fina como para que no se notara demasiado a la mañana siguiente, tras cortar una también escasa rebanada de pan dejó la cocina como si no la hubiese tocado y subió las escaleras despacio, posando cada pie con infinito cuidado, para no hacer ruido. Mientras el olor salado de la carne se empeñaba en que su boca, impaciente, se hiciese agua.

Una vez en la habitación se arrimó a la solera de la ventana, para que no cayesen migas en la cama al comer, con lo que su madre podría descubrirlo, como ya había averiguado en otra ocasión, y tras abrir con suavidad las contraventanas, para no despertar a su hermano pequeño, comenzó con su frugal banquete, dando diminutos mordiscos de roedor, venciendo la impaciencia, procurando que el placer se extendiese el máximo posible.

Todo esto le contó Migueliño a su hermano mientras caminaban por el bosque, recorriendo los estrechos pasos entre los huecos que dejaban los enormes troncos de los robles centenarios. Iban cogidos de la mano, con un paso alegre y tranquilo, al abrigo del recién estrenado vigor de la primaveral mañana. El pequeño interrumpía de vez en cuando a su hermano mayor para pedirle que aclarase algún punto concreto, o para reír en la hermosa complicidad que tienen los hermanos cuando ambos son niños.

Ya no les faltaba mucho para llegar hasta las tierras sagradas del dolmen, de modo que cuando se cruzaron ante un titánico castaño de tronco ahuecado que escoltaba el camino Miguel le dijo a su hermano que se sentarían un momento en el abrigo natural que aquel les ofrecía para poder terminar de contarle la historia con tranquilidad, y que más tarde para compensar el retraso irían corriendo hasta la choza de la bruja.

El pequeño, ansioso como estaba por conocer el final, accedió encantado y saltando como los perdigones se acomodó en el hueco umbrío del inmenso árbol para escuchar atento a su hermano.

Migueliño, continuó entonces con su relato, justo antes de llegar al clímax, al verdadero secreto que escamaba al pequeño.

—…Pues allí, mientras me comía la carne y el pan, miraba hacia el valle, por donde va el río, y… ¡De repente!, oí unos ruidos —continuó entonando con gracia las palabras para transmitir la emoción necesaria—, así como cuando padre se despereza por las mañanas, y entonces vi aparecer por el camino al padre Bernardino, con una cara muy rara, como muy asustado…