Más o menos por el mismo lugar por el que años antes había hurgado su antecesora se paseaban ahora los dedos de Maruxiña, hurgando las yemas entre las sortijas de su vello púbico.
María, la dulce adolescente llena de ilusiones había cambiado mucho. Tanto era así que ni siquiera ella misma se hubiese reconocido en la esperanzada chicuela imbuida de amor que se había entregado en cuerpo y alma al hombre que había ilustrado sus sueños.
El camino de su pasado a su presente había supuesto una metamorfosis completa, sólo que en lugar de surgir del capullo pulcramente tejido por la anodina e insulsa oruga un bello insecto alado de mil colores resplandecientes y reflejos iridiscentes, había sido justamente al revés; una dulce muchacha soñadora se había convertido en una anciana demacrada.
Había sido un largo proceso de penitencia en el que ante todo había sobrado el tiempo dedicado a la contrición.
Maruxa da Comba no sólo había perdido a su hijo aquella noche de invierno de tantos años antes sino que también extravió la esperanza y la ilusión. Poco más quedó que ese resto famélico resultante del ser humano cuando no encuentra en su futuro mayor inquietud que la del mero sobrevivir, del cual, convulsa y pustulosa, había surgido una pasta amorfa que fermentó una y otra vez azuzada por el odio y el rencor hasta que el caldo resultante no fue más que un intragable ácido de sabor metálico.
Sus ojos, antes del suave color de las avellanas maduras se habían oscurecido tanto que ya no eran más que el vivo reflejo de los de su maestra. Su linda cabellera se había ido apagando con los años, volviéndose de un castaño crepuscular con cenefas de nubes blancas, cercano al negro, que con el devenir del tiempo había ido decorándose de finos mechones blancos que probaban eficientemente el cansancio y el hastío. Su belleza discreta había empezado a olvidarse de sí misma en los esfuerzos del parto, pues, sus pechos henchidos se cayeron rendidos ante la soledad, sin un lactante ansioso que los reclamase y sin amante alguno que en su pasión quisiera alzarlos con sus caricias después; su cadera se había ensanchado desvirtuando las formas agradables de su cintura sin el consuelo cariñoso del marido complaciente que no concede importancia a esos detalles; la piel de su vientre se había cuarteado en estrías y, más tarde, con el inexorable paso de los otoños las arrugas habían ido encogiendo los surcos de su piel sin sonrisas animadas que tensasen las antes acarameladas mejillas; sus manos tersas se habían ido ahuecando entre los valles de los carpos sin bebés a los que sostener, dormidos sobre el regazo, con una melódica canción de cuna.
La vieja Berta, hipócrita donante interesado de tan insulsa herencia, había ido robándole cada día un poco más de su alma apesadumbrada, como si de un pacto tácito con el diablo se tratase, con la diferencia de que el plazo para el pago no cumplía con la llegada de la ramera vestida de negro de la guadaña, sino que había sido puesto a crédito de alto interés en función de la retribución de una serie de cuotas, actuando la vieja bruja de implacable usurero.
Los años hablan ido pasando con su rápida indiferencia mostrándole, crueles, su condena. Recreándose en las umbras y penumbras que los recuerdos pintaban en el lienzo del alma de la dulce muchacha, ennegreciéndolas un poco más a cada estación, pasando del más bello impresionismo al más oscuro tenebrismo, convirtiéndola en una mujer amargada para, finalmente, firmar la obra, ahora, como una anciana atormentada por sus propias verdades y mentiras.
Los lustros se habían entretenido en tejer sus sueños de pesadillas enfermizas llenas del horror, tan débil y humano, del acre arrepentimiento de acerbo gusto.
Así, con el pobre consuelo que la soledad puede ofrecer, había llegado esa noche.
Y, esa era una noche singular.
Maruxiña lo sabía, lo sabía porque tendría mucho que hacer. Fuese para bien o para mal, ella lo sabía, y eran muchas sus tareas.
Esa madrugada se había levantado mucho antes que la niebla; los lobos, siempre dispuestos, la habían despertado con largos y sostenidos aullidos melancólicos que llamaban a la luna creciente, aún alta y soberbia sobre el horizonte, preparándose quizá para terminar con la vida de alguna cierva preñada que deambulase sola por los claros del bosque, ahora que las manadas se disgregaban con la cercanía de los partos.
Cuando sus ojos se habían abierto a la cómoda y conocida oscuridad de la choza había sonreído, con un gesto que había resultado en extremo similar a aquella escuálida y macabra sonrisa de su maestra.
Tanto fue así que de haberse visto se hubiese inquietado.
Lo primero fue avivar el fuego, aunque no fue necesario que se esforzase mucho, había dormido apenas un par de horas, de modo que la hoguera aún se relamía con pequeñas llamas anaranjadas.
Arrimó un cacillo de cobre a la lumbre y salió de la cabaña al encuentro de la noche y sus estrellas.
Orgullosa sobre la vertical de poniente, encajonada entre las montañas que escoltaban el valle, pendía la luna disimulando tres de sus cuartos en las sombras. Maruxa, tras contemplarla unos instantes con un placer que hubiese sido ajeno a cualquier observador, alzó su mano derecha sobre el horizonte como dispuesta a dirigir el coro de aullidos lobunos que reverberaba en la noche de primavera. Abrió los dedos y dejó al meñique tapar el satélite.
Contempló satisfecha como prácticamente palmo y medio separaban a la luna de la línea del valle recortada contra la bóveda celeste. Lo cual significaba que aún restaban casi dos horas hasta la medianoche y que por lo tanto tenía tiempo de sobra para llevar a cabo sus obligaciones.
Mientras el café tomaba cuerpo en el cazo al amor de la lumbre procuró idear el mejor modo de repartir a lo largo de las horas sus quehaceres, siempre teniendo en cuenta que había demasiadas variables que no podía controlar, de modo que no podía tener una seguridad plena respecto a lo que sucedería, pero, prefería suponer que los hechos favorecerían sus intenciones. Lo cual hizo que por un instante dudase.
Fue sólo una pequeña fracción de tiempo, muy pequeña.
Pero, la duda surgió y su mente se dispersó por un escaso momento.
Deseaba que todos aquellos desgraciados acudiesen a ella, lo deseaba porque estaba harta de ser marginada y relegada, empachada de tanta hipocresía barata. Casi podía afirmarse que necesitaba que aquellos ignorantes se diesen cuenta de que ella no había elegido el camino por el que la vida la había llevado, le resultaba imperativo que se diluyese la falaz segregación, ansiaba poder dejar atrás el ostracismo al que había sido condenada y que aquellos desconsiderados sólo parecían olvidar cuando rogaban por sus servicios. Porque en realidad, más que ninguna otra cosa, eso era precisamente lo que más le molestaba, esa farisea necesidad de apartarla como si fuera una apestada y que, sin embargo, tan rápidamente quedaba en la indiferencia en cuanto a alguno de ellos le dolían las muelas o se le quebraba un hueso o sentía curiosidad por saber sobre sus muertos.
No, tenía que acabar.
Lo odiaba.
Pero, durante ese brevísimo lapso se cuestionó si no era aquel un modo demasiado cruel, si acaso no debería poner fin al sufrir que sabía iba a ser provocado, si no sería mejor detener el correr de la sangre y el levantamiento del horror.
Sin embargo, el hilo de sus pensamientos se enredó en una viciosa espiral. Precisamente el sentirse tan dueña y señora de la situación, tan capaz de terminar con el terror que sabía se avecinaba, asentó aun más sus ansias aleccionadoras. Se convenció de que si ellos no sabían ver lo que sucedía tampoco se merecían sus esfuerzos por detenerlo. Por tanto, la mejor opción era sacar provecho de la situación.
(Ea, como decía la vieja apestosa, dous peixes no mesmo anzol).
Y, por desgracia, no se permitió volver a pensar en ello.
Se limitó a continuar con las que ella consideraba sus obligaciones.
Puede que de haber sabido como iban a desarrollarse los acontecimientos no hubiese actuado de ese modo, aunque, tampoco podía descartarse que aun sabiendo que no viviría para ver la luna nueva no hubiese cambiado de opinión, pues quizá su propia vida no le pareciese un precio demasiado alto.
Sea como fuere, abandonó sus reflexiones y se hizo con la única de sus tazas de latón que no estaba abollada o mellada.
Se sirvió el café humeante sin colarlo o pasarlo por tamiz alguno, inclinando el cazo tanto como fue necesario para que ni un solo fragmento de los granos machacados se quedase en el perol. Tras soplar unas cuantas veces sobre la superficie oscura del bebedizo, alejando diminutas volutas de vaho que ascendían desde la taza indecisas, se lo bebió de un solo trago, sin concederle importancia al hecho de que acababa de sacarlo de la lumbre. Sólo quedó el líquido suficiente como para cubrir los abundantes posos que resultaron del preparado al no haberlo colado. Tomó entonces el asa del pocillo con su mano izquierda y cerrando los ojos contoneó la muñeca para que el resto escaso de líquido amargo y las virutas de torrefacto girasen en el sentido del agua de los remolinos en los pozos, asegurándose bien de imprimir al gesto la fuerza suficiente como para que el contenido lamiese los lados de la taza hasta los mismos bordes, cuando hubo completado tres vueltas detuvo, casi en seco, el movimiento, abrió los ojos, y volcó el pocillo con presteza sobre un plato que había dejado al lado del basto taburete en el que se sentaba.
Recitó entonces el conjuro, muy rápido, sin tomar aire, tal y como Berta le había enseñado, permitiendo que la voz surgiese en la boca del estómago y entonando nasalmente.
Unha polo morto que foi,
duas polo vivo que xa non o é,
tres polo que debía naceres e non será.
Catro foron os corvos que picaron no lombo do boi,
cinco son as veces que mirei enderredor e ninguén me ve,
seis serán as donicelas que a levares o meigallo ós mortos veñan;
e sete,
¡que se achegue o demo e me leve!
En cuanto acabó el último de los versos, casi sin voz, tomó aire apresurada y permitió que su corazón se relajase tras el esfuerzo.
Sólo cuando el ritmo de sus pulmones volvió a estar determinado por un compás coherente se decidió a recoger la taza, dándole la vuelta con cuidado, manteniendo el plato sobre la misma hasta que la concavidad de esta miró hacia la basta cubierta de ramas de la choza.
Encorvada, casi rota, como un árbol azotado por la tormenta, Maruxa leía los posos con el ceño fruncido y los ojos encendidos.
La escena formaba el más perfecto de los modelos para el óleo perdido del más tenebrista de los artistas barrocos, un juego indecente de claroscuros en el que al más genial de los pintores holandeses le hubiesen faltado matices de negro.
El viento silbaba por entre los recovecos de la fronda, las ramas susurraban al frotarse como amantes lascivos, las criaturas del crepúsculo buscaban su alimento y las bestias de la noche las acechaban con ansia rapaz.
Los lobos seguían con su réquiem solemne en re menor.
Estaba nerviosa, excitada incluso; pudo sentir como la humedad se apoderaba de su entrepierna.
Los posos susurraban y ella escuchaba atenta.
En el toque de difuntos, al comienzo, las campanas tañen lentamente, con una parsimonia desesperante que enerva por su mansedumbre complaciente (y esa era la parte que menos le gustaba a Calero o torto), del mismo modo, el taseógrafo debe tomarse su tiempo en un principio, analizar y entrever el conjunto de los posos, el todo, es el primer paso. La frecuencia debe ir aumentando paulatinamente, de forma tan delicada e insinuante que resulte difícil advertirlo para los feligreses, como termina empapando la lánguida llovizna de las mañanas de invierno. Pero, a medida que los badajos van golpeando y el ritmo se acelera se llega a un frenesí ensordecedor en el que se supone se debe tocar tan rápido como lo permitan la longitud de las cuerdas y la pericia del que las hala, en una intransigente y macabra llamada, mensaje de ultratumba casi, que pretende advertir al parroquiano de su deber para con el muerto (y esa era la parte que más le gustaba a Calero o torto), así, sólo una vez se ha comprendido la composición formada por la dirección y situación de los restos el adivino busca ansioso el cúmulo de posos ominoso que debe ser mensajero de la verdad de los días venideros. Así lo habían hecho ya dos mil años antes los romanos con el vino, así lo habían hecho ya cuatro mil años antes los asiáticos con el té.
Los posos gritaban y ella los oía complacida.
Por tanto, del mismo modo que el trampero que observa el sendero antes de agacharse junto a un juego concreto de huellas, los ojos de Maruxa da Comba, casi tan oscuros ya como los de su maestra, planearon por el valle enlodado que suponía el interior de la taza, sin detenerse en punto alguno específico, tan sólo valorando la abundancia o escasez de su singular cosecha, considerando en parte la orientación, interesada en la distribución, dibujando en el telón de fondo de su mente un burdo croquis de la imagen que se había trabado en su atenta córnea como si se tratase de la mandíbula cerrada de un perro de pelea.
Era más bien poca cosa, la mayor parte se había quedado en el plato, desperdigada. Eso resultaba conveniente, los acontecimientos no tenían porque agolparse, claro que no, ella sabía muy bien que sólo eran necesarios un puñado concreto de sucesos, nada más, simplemente aquellos que resultasen más propicios. Lo importante es que no hubiese sorpresas, resultaba vital para ella evitar que, cegados por el odio, los lugareños pudiesen engañarse y culparla. Ahí residía la encrucijada, Maruxa sabía que jugaba en el filo oxidado de una vieja navaja, y aunque sentía la imperiosa necesidad de ser admitida por la comunidad, también era consciente de que si no tomaba todas las precauciones debidas aquellos sencillos labriegos, en su ansia ignorante, podrían culparla, aun a pesar de que fuese evidente que no tenía relación alguna con los hechos; el miedo privaba casi siempre de la razón y ella lo sabía.
Sólo una vez su mente se aseguró el papel de avezado cartógrafo de aquel diminuto mundo de desgajados continentes castaños, como las hojas marchitas de los cementerios, pardas aguas oceánicas, como residuos de alcantarilla, y desagradable horizonte plomizo, como tormenta de víspera de todos los santos. Se aventuró a interpretar los rumbos de las corrientes de los fingidos mares y la situación de las supuestas costas de traicioneros bajíos de escolleras.
Se habían repartido como lo hace el tajo de una hélice en el agua, desde lo más hondo hasta el mismo borde, a lo largo de todo el perímetro, lo que a su vez, visto desde un cierto ángulo producía, a su parecer, un satisfactorio efecto espiral, inspirador del eterno ciclo vital celta. A los más lejanos al asa del pocillo se les suponía la cualidad de ser, al menos así lo expresaba el consenso adivinatorio, aquellos que menos podían afectarla, por el contrario, los más cercanos, serían aquellos más vinculados a ella misma. A su vez los que se habían quedado en el fondo eran, desde su perspectiva cabalística, los imbuidos del futuro más lejano, y los del borde aquellos del más inmediato.
No llegó a plantearse lo aleatorio o fortuito del orden sin concierto de los posos, por supuesto que no, del mismo modo que el asesino tarado encuentra mil y un mundos incomprensibles, infestados todos de muerte, sangre y caos, criptogramas encarcelados en una simple mancha de tinta, sin que su pobre mente desquiciada pueda en momento alguno plantearse el origen o validez de tan inspirador borrón.
Ella escuchaba porque así encontraría la verdad, sin duda.
O eso pensaba; quizá porque eso es lo que la vieja arrugada le había enseñado.
Una vez satisfecha con la imagen completa que su cerebro había sido capaz de formarse buscó en cada uno de los grupúsculos, en cada pila, centrando su atención en los supuestos hechos concretos que cada uno representaba.
Algo vio en uno de los más cercanos al borde romo y descascarillado de la taza de latón, no lejos del asa escuálida, algo que no logró definir, que no pudo determinar, más por su excitación que por la falta de nitidez del cúmulo de posos en sí. Y, es que un poco más allá, un tanto más cerca del asidero, había otro pequeño montón de virutas de café que atrajo su atención de inmediato. Uno sobre el que sus ojos se volvieron deseosos como lo hacen los del adolescente inquieto y exaltado por las hormonas ante la más leve insinuación de las sinuosas líneas de los muslos desveladas vagamente por la basta tela del sencillo vestido de la muchacha que, agachada, enluce los suelos.
Quizá sólo vio lo que quería ver.
Quizá aunque se hubiese fijado en el primero le hubiese dado otra interpretación, una que le fuese más conveniente.
Para muchos ni el uno ni el otro hubiesen tenido interpretación alguna más allá de la necesidad de enjuagar la taza en el agua fría del pozo.
Sin embargo, en aquel que estaba justo en el borde, sobre el asa, ella encontró las buenas noticias que buscaba. Era algo así como un óvalo quebrado algo más allá de la mitad, en su parte superior dos formas circulares se revelaban al juego de sombras caprichosas del fuego, en su centro una pequeñísima rendija dejaba entrever un diminuto segmento quebrado del latón gris, un poco más abajo, perpendicular a aquel, entre espacios grises sin posos y claroscuros se escorzaba una serie de puntos indecisos.
Si la persona que la bruja adivinaba reflejada en los posos hubiese visto aquel manchurrón no habría concluido nada concreto, no habría significado nada. Por lo tanto, aun teniendo la oportunidad de evitar tanta desgracia, no lo hubiera hecho.
Pero, Maruxa da Comba, a meiga, no dudó, aquel era el signo de justicia superior que llevaba tantos años esperando, al fin se nivelaría la balanza. Tras tanto desconsuelo llegaría su recompensa.
Y, tampoco pensaba evitarlo.
(Al fin… Ha llegado…).
Y, en el aire difuminado por el calor de las llamas de la cabaña chirrió una risa histriónica y callada a un tiempo, incongruente, que sonó como lo hacen los toletes de la barcaza salvavidas cuando el náufrago rema desesperado en busca de tierra firme, quebrándose la espalda a cada tirón, pasándose la lengua por los labios agrietados por la sed, con la locura rondando su entendimiento, rodeado de la mayor cantidad de agua posible y, sin embargo, toda ella imbebible, solo en su tormento vehemente, sin más compañía que esa precisa cantinela que llama por anticipado, reclamando su funeral.
Se excitó tanto que se dispuso a salir de inmediato.
Por entre las miríadas de estrellas que pendían de la bóveda del horizonte buscó alguna forma familiar que le ayudase a saber de cuanto tiempo disponía. Giró sobre sí misma, observando los huecos entre las ramas del bosque, bailando un vals inconcluso que como única orquesta gozaba de algún aullido ocasional. Finalmente, allá, en la lejanía, sobre las siluetas rocosas del cierre del valle hacia el sudeste adivinó, en su amanecida particular, el familiar resplandor rojizo de una estrella conocida, prestó atención y bajo la misma pudo distinguir, forzando mucho los ojos, por entre las primeras hojas de la temporada, la curiosa mancha vaporosa de grana y cobre que siempre le había llamado tanto la atención.
Ella no lo sabía, pero era Deneb, aquella de entre las luces tejidas de la noche cuyo nombre, de herencia mora, señalaba la cola de la magnífica constelación del cisne, Cygnus, seguida, como siempre, en su dulce condena eterna, circumpolando la estrella del norte, por una bella nebulosa difusa, del color apagado de la sangre diluida que brota de los traumatismos craneales. Ambas estaban dispuestas de modo tal que, imaginando el estelar pájaro divinizado como un navío propio de las colonias tabaqueras británicas, semejaban el juego de mesana y sobremesana, no tan descabellado si se tiene en cuenta que ese mismo agrupamiento de estrellas, en otras culturas, había sido interpretado como un barco celestial portador de la voluntad de los dioses.
No, ella no sabía el nombre de la brillante estrella, ni tenía idea de las distintas interpretaciones que sobre esa constelación habían surgido a lo largo de la historia y, por supuesto, ignoraba qué eran las nebulosas o cuál era la relación de estas con los cuerpos estelares, no, no sabía nada de todo aquello. Pero, sí sabía muchas, muchas otras cosas, tras tantos años de observar el mismo cielo. Sí sabía que, una vez sobre la línea del horizonte, en esas fechas, Deneb indicaba que la media noche acababa de pasar.
Un prolongado aullido se elevó en la oscuridad para morir en el sepulcro de la noche, las bestias del bosque saludaban a la meiga con un macabro cinismo.
Había llegado el momento, no tenía tiempo que perder.
Debía confirmar sus sospechas y prepararse para el día siguiente.
Sin embargo, había algo que ignoraba, no sabía que, escrito con tinta de azabache prensado, con letras engarfadas que se trababan a sí mismas, su nombre ya formaba parte de la lista de la vieja de la guadaña.