La niebla de la mañana lo envolvía todo en un velo de gasa y misterio. El bosque pubescente de primavera enmarcaba en sus brotes vírgenes los primeros rayos del sol, entretejidos en el tapiz de la verde fronda de las montañas al norte del pueblucho. Las aves más madrugadoras saludaban displicentes el nuevo día con su canto.

Con su tono agudo los nítidos trinos descendentes de los pequeños petirrojos parecían quedarse flotando en el aire, con ese gusto melancólico y solemne tan propio.

Allá, en los caminos, la sangre bañaba la tierra pisada de los trillos enluciendo un mosaico macabro e inacabado de grana y siena.

La tercera de las viejas y arrugadas parcas, segadora del hilo del que pende la vida, había tenido trabajo aquella noche.

Las pesadillas, como siempre en los últimos días, habían mutado sus sueños hasta convertirlos en histriónicos horrores incómodos (siempre había un nudo, ¡siempre!…).

Se despertó sobresaltado, con el estómago encogido y las arcadas corriendo por su garganta como ratas que huyen de un granero en llamas. La naciente claridad se procuró enseguida las herramientas de tortura suficientes para que su ojo derecho se resintiese como una aceituna en el mortero de la almazara.

El molinero se incorporó luchando contra el dolor de cabeza y la sensación de mareo intenso que revolvía sus sesos, tardó unos instantes en calmar la inquietud, hasta que las formas familiares que le rodeaban consiguieron tranquilizarle. Le costó asociar las ideas, pero tras un momento frotándose con la palma de la mano la sien descubrió en su memoria el papel del catre improvisado que tenía a su lado. No se preocupó porque estuviese vacío, lo explicó en la sencillez de las cotidianas necesidades fisiológicas matutinas.

Por unos instantes permaneció sentado, no hizo más que rascarse compulsivamente la oreja derecha, intentando calmar la terrible picazón con la que se había despertado. Luego, cuando pareció remitir se decidió a comenzar el día.

Se lio un cigarrillo con la maña que dan los años de fumador, prácticamente usando una sola mano, y se apresuró a reavivar el fuego moribundo de la lareira con unos cuantos soplidos entrecortados por sus, ya clásicas, toses perrunas y ásperas. Inclinado sobre los rescoldos del lar sus ojos entrecerrados lagrimeaban por culpa del humo que surgía de la brasa del pitillo, el derecho le molestaba especialmente, con un palpitar angustiado que le obligaba a parpadear de continuo.

Tenía hambre y su estómago se revolvió mostrando el conflicto fratricida entre la enfermedad que devoraba sus entrañas y la sencilla necesidad de ingerir algo sólido tras la frugal cena de la noche anterior, poco más que unas rebanadas de pan y algo de carne en salazón.

Mientras el fuego cobraba vida se sentó sobre la esquina de su jergón y fumó con delectación recopilando de entre los rincones de su memoria aquellas mañanas apacibles en las que Carmen se levantaba sonriendo, como una chiquilla el día de su cumpleaños, para prepararle el desayuno con la ilusión y el cariño que tantas veces demostraba, tan propios de las jóvenes esposas enamoradas.

La melancolía se trabó en su espina dorsal quebrándole el ánimo y sus ojos se humedecieron por culpa de algo más consistente que el humo de su cigarro. Para el molinero el paso de los años no había supuesto más que un macabro proceso en el que las pequeñas manías y los escasos disgustos sí habían sido olvidados mientras que las virtudes y las bondades se habían visto realzadas por una idealización inconsciente que hacía que cada día el recuerdo fuese un poco más doloroso. El tiempo había sido algo así como el dedo hábil del retratista que difumina los trazos del carboncillo haciendo desaparecer en una vitola de sombras las líneas maestras de modo que los contrastes resultantes otorgan luz y expresividad al rostro dibujado aún a pesar de que hayan desaparecido las líneas explícitas del boceto inicial.

Al exhalar la siguiente calada la tos emergió desde la sima de su faringe arrancando metafóricos pedazos de su garganta con arañazos de gato furioso. Sus pulmones ardían con el despecho del cadete envalentonado y sólo cuando el retumbar de su pecho se calmó un tanto se atrevió a dar una nueva calada, en una suerte de pobre desafío, como echando un pulso a la taimada enfermedad que se empeñaba en escarbar sus vísceras como si se tratase del carpintero que ayudado de un berbiquí prepara los taladros para las asas de un ataúd que debe entregarse no más tarde del final de la semana.

Se levantó mascullando un «Al diablo…» y tras dejar un par de maderos en el fuego se lio un nuevo pitillo dispuesto a reventar o vivir, pero a no dejarse llevar en sus elecciones por la voluntad de una maldita dolencia que ni siquiera sabía definir o clasificar, porque lo que se dice doler, le dolía todo.

—¿Dónde carallo se habrá metido el Padre Bernardino? —Dijo de pronto, sin más interlocutores que las llamas lanceoladas que lamían la madera tendida en el hogar.

Buscó entre los bolsillos de su arrugada ropa unas cerillas y cuando sus manos, siempre manchadas de harina, se disponían a raspar la cabeza del fósforo este se le cayó de unos dedos repentinamente laxos por la sorpresa.

Fue un grito agudo, angustiado, similar al raspar de algo metálico en un pizarrón, un tanto impaciente, con un leve regusto a repugnancia pero, sobre todo, cargado de miedo.

Cogió la boina al vuelo, dejando tras de sí una leve estela pulverulenta en el aire, con el cigarro prendido en sus labios secos. Llegado al quicio de la puerta dudó, no sabía de dónde había surgido el chillido y por tanto no era capaz de decidir hacia dónde encaminarse.

—¡Ayúdenme!, ¡socorro!… ¡Por favor, rápido…! —Las palabras cortaron el aire desde su derecha.

Echó a andar buscando el camino principal que atravesaba el pueblo para una vez allí virar a estribor abarloándose a las matas del bosque ralo que separaban su vivienda del grupo de casas do Santo, Corredoira y da Cruz. Mientras caminaba volvía a buscar entre sus bolsillos un misto con el que prender el pitillo que pendía de sus labios, a medida que iba palpando pequeñas volutas de harina decoraban el aire a su alrededor a modo de espectro de barata comedia gitana de fantasmas, haciendo juego con los resquicios de la niebla. Consiguió prenderlo, aunque no sirvió de mucho pues en cuanto había andado poco más de diez pasos, esta vez fueron sus labios los que perdieron la compostura, su boca se abrió en un gesto de sorpresa, el pitillo, tras hacer equilibrios por un instante en el borde de su labio inferior, se cayó para quedar tendido en la tierra del camino levantando al vuelo pajarillos cenicientos de humo gris.

En frente a la cochiquera de la familia do Santo la escena que se encontró era, como poco, dantesca, el gordinflón del Padre Bernardino estaba tirado en el suelo con su enorme barriga desparramada como las gachas por sobre el borde del cuenco de barro, adornada toda ella por mondas de patatas y algunas hojas de col marchitas. Luisa do Santo había dejado caer el cubo con desechos que debía haber llevado en la mano para dar de comer a los cerdos y los desperdicios que hubieran supuesto el desayuno de los gorrinos decoraban ahora al cura como si de un grotesco adorno navideño se tratase. La mujer miraba fijamente el interior de la cochiquera, cómo si los cerdos estuviesen representado la mejor de las obras clásicas de Aristófanes, con las manos tensas sobre las mejillas.

Aceleró el paso y consiguió llegar hasta donde yacía su amigo antes de que el resto de lugareños que acudían alertados por el grito alcanzasen la puerta de la zahúrda, la mujer ni se percató de su presencia, absorta como estaba en la penumbra de la cochiquera.

Su corazón se desaceleró en cuanto una vez agachado junto al orondo clérigo pudo apreciar como el hinchado vientre del sacerdote se elevaba acompasando la respiración del cura, había sido un simple desmayo, lo extraño es que no hubiese vuelto en sí cuando Luisa había dejado caer sobre él los desperdicios destinados a los cerdos.

(Por cierto, ¿por qué…?).

—¡La leche! Pero… ¿qué carallo…? —Exclamó al girarse y contemplar a los despellejados actores de la obra que tan atentamente había estado disfrutando la mujer.

Era peor que la vez anterior.

La luz era escasa, pero, suficiente. Para el estómago sensible incluso demasiada.

No sólo habían arrancado la piel de los marranos, los habían descuartizado y esparcido los trozos por doquier. Era como si un paranoico, maniático del desorden, hubiese entrado en la carnicería de un loco y hubiese dado rienda suelta a la peor de sus crisis.

Trozos de carne desgarrados, como arrancados de cuajo, tapizaban la paja sucia de la gorrinera sin orden aparente. La abundante sangría salpicaba cada rincón imaginable. Huesos tronchados y tendones destrozados eran los narradores de un relato de horrores en el que las más obscenas mutilaciones eran las protagonistas.

—Aumpff… Horrible, ¿verdad? —Sonó, cansada, la voz del cura a su espalda.

El molinero se giró sorprendido, no se había percatado de que el sacerdote había vuelto en sí mientras él contemplaba atónito la carnicería del interior de la porqueriza. La cara del cura se mostraba cuarteada por el cansancio, apaleada por la inquietud que palpaba en su interior los recuerdos de las visiones apocalípticas de la noche pasada.

—Dime, ¿has sido tú, hijo mío? —Preguntó el cura, tornándose su gesto austero.

El molinero, estupefacto, se quedó callado. Aterido por las implicaciones de la pregunta, en parte indignado, en parte acostumbrado. El sacerdote lo miraba fijamente, sin poder reprimir una cierta desazón ante el ojo enrojecido del molinero.

—Dímelo… Vamos, ¡di!, ¿tienes algo que ver con esto?

—¡No!, ¡claro que no!… —Se quedó callado un instante—. Bueno… Al menos… —Se giró de nuevo para mirar hacia el interior de la cochiquera—. Al menos que yo sepa.

El sacerdote escrutó los ojos de su amigo, con severidad trapense, y cuando se convenció de que no mentía dijo.

—Bueno, pues ayúdame a levantarme —iniciando ya el ademán—. La gente llega y hay muchas explicaciones que dar. Me temo hijo mío que va a ser un día muy complicado. —Sentenció sacudiéndose los desperdicios de encima.

Asentarse sobre sus pies regordetes el sacerdote, llegar los primeros parroquianos, salir Luisa corriendo en busca de su marido, retumbar las primeras imprecaciones y exhalar interjecciones, todo fue uno y el molinero, tan poco amigo del barullo, se echó presto a un lado mientras el Padre Bernardino intentaba sofocar los ánimos y dar parcas explicaciones. Los lugareños se arremolinaron alrededor del sacerdote como si fuese un pedazo de carroña y ellos fuesen cuervos, aquel intentaba ocultar con su humanidad el hueco de la puerta para impedirles ver el interior de la porqueriza, pero, evidentemente, fue inútil.

—¡Arre carallo! —Se oyó al fondo del corro.

—Pero, no puede ser, ¿son los que se compraron con la colecta del domingo o son los que estaban muertos? —Preguntó alguien.

—Son los que Pepe compró en la feria, los otros los enterró con cal, me lo dijo a mí. —Contestó rauda una voz igualmente anónima.

—Pero… Pero ¿cómo es posible?, ¿es que nadie ha visto lo que ha pasado?, ¿alguien habrá oído algo?, seguro que esos cerdos chillaron como condenados. —Dijo otro de los presentes intentando anteponer la lógica.

Y, unos dedos gélidos de afiladas uñas almendradas recorrieron la espina dorsal del sacerdote. Las visiones que el mágico abrigo de la noche llevaba estampadas viajaron hasta algún recoveco de su corteza cerebral y reprimió el impulso de hablar. Bajo ningún concepto se permitiría conceder crédito alguno a las leyendas, las historias o los contos a los que tan aficionados eran sus parroquianos, para él esa no podía ser la explicación. Confiaba en su amigo y, por contra, no se fiaba de que sus ojos hubiesen acertado con respecto a lo que había visto.

(… La Bestia que vi se parecía a un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces como fauces de león: y el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío…).

Corretearon de nuevo los versículos del último de los libros de la Biblia por el rodapié de su cerebro, como ratones escurridizos que buscan un pedazo de pan viejo en la despensa. Por el momento se esforzó en recordar si cuando se había levantado a orinar el molinero dormía o no en su cama.

—Vamos, vamos seguro que han sido perros montaraces, o lobos en su lugar. —Quiso el sacerdote buscar la excusa, intentando evitar que las cosas se desmandasen.

Sin embargo, el sencillo párroco no podía luchar contra la tradición y las costumbres, a fin de cuentas, su fe, las creencias que procuraba inculcar cada día santo, su religión era una simple novata en las misteriosas montañas boreales de la tierra de los conejos, Span, como la habían llamado los fenicios. Tanto era así que ya miles de años antes de que los sidonios (pues así los hubiese llamado el Padre Bernardino en concordancia con el Antiguo Testamento) se establecieran en el sur peninsular fundando Gades para explotar y comerciar con los productos extraídos de los ricos yacimientos minerales los hombres duros y curtidos del norte ya amaban los bosques verdes de los riscos, ya conocían las plantas y los animales y, por supuesto, ya tenían sus leyendas.

No, las armas del clérigo no eran lo suficientemente contundentes y en consecuencia se destapó la caja que tanto temía abrir.

—¡Qué carallo iban a ser lobos! —Dijo Domingo Corredoira, expresando en voz alta lo que todos parecían pensar—. Perdóneme Padre Bernardino, pero, si eso ha sido cosa de los lobos yo soy uno de los negros hambrientos, esos de la misiones del África de los que siempre nos habla…

—Bueno, hambre, hambre lo que se dice, sí que pasas… —Interrumpió a Domingo una réplica jocosa de una voz de entre los más atrasados.

—¡Tu padre langrán! —saltó raudo el labriego sin saber a quien dirigirse—. No es momento para bromas, —continuó— que esto es serio. No padre, no es cosa de lobos, seguro.

—Cierto, este desastre no lo han causado los lobos. En todo caso, tuvo que armarse un buen barullo, alguien ha tenido que oírlo, estoy de acuerdo con eso.

—Por favor hijos míos, tranquilizaos, seguro que si le dedicamos un instante a pensar tras una breve oración le encontramos una explicación…

—¡Que carallo explicación! —Interrumpió una voz—. ¡Tanto explicar, tanto explicar!, esto no es natural… No, esto no es normal, así que déjese de leches.

—¡Hijo…! —Quiso recriminar el sacerdote ante la falta de respeto.

—Sólo puede ser cosa de un lobisome o de meigas o, peor aun, del mismísimo demo. —Prorrumpió alzando la voz Mariana da Cruz, que había sido de las primeras en llegar dada la cercanía de su casa, temblando por la excitación su enjuto cuerpo, con esa voz gastada e indulgente de las viejas chismosas.

—Eso… —Corroboró una voz.

É cousa do demo.

—Ou de meigas.

Ou inda pode que dun lobisome. —Finalizó alguien convencido de lo que decía.

El molinero, apoyado en el muro, fumaba sosegadamente mientras contemplaba la escena divertido, disfrutando del primer cigarrillo que, por fin, podía fumar tranquilo en toda la mañana. Con la espalda dolorida por la noche inquieta se estiró apoyando las manos en las piedras del valado. Sintió entonces la pelusa bajo la palma de su derecha y levantando la mano se giró un tanto para examinar lo que había provocado la extraña sensación al tacto.

El rumor de las voces continuaba, ahora a sus espaldas.

Se trataba de un mechón entre pardo y gris prendido en el resquicio entre dos cantos. El molinero no era trampero ni aficionado a la caza, pero, no se equivocaba mucho al pensar que aquel matojo de cerdas se parecía mucho a los mechones que los lobos van dejando prendidos de las ramas del bosque en la primavera, cuando cambian el pelaje largo del invierno por el manto suave y corto del verano.

—Seguro que es cosa de él —se oyó la voz de Mariana, alta y rasposa, como la del predicador borracho que intenta asustar a sus feligreses.

No le hizo falta volverse para sentir el dedo acusador de la vieja apuntándole, el cigarrillo se le cayó al suelo e irónicamente, aun sabiendo que no venía a cuento en aquel preciso instante, se dijo a sí mismo que ese no era su día para fumar. Se volvía cuando alguna otra voz ya se alzaba apoyando la tesis de la arrugada chismosa.

—Siempre ha sido un tipo muy raro. —Continuó con sus acusaciones la madre de Mario, abuela de Calero da Cruz—. No es decente que no haya vuelto a casar. Daos cuenta de cómo apareció el domingo en la iglesia, seguro que había estado haciendo tratos con el diablo, o transformado en hombre lobo husmeando el bosque. Y, su ojo, os habéis fijado. Y la harina, el señor sea loado, ahora cuando muele la harina le sale negra, —Sara Corredoira se puso roja como un tomate maduro y bajó los ojos para evitar la mirada de reproche del Padre Bernardino— seguro que tiene algo que ver.

—Sí…

El molinero ya se planteaba la mejor ruta de escape cuando el sacerdote cambió las tornas de la conversación.

—Vamos, vamos hijos míos, ya sabéis que no me parece bien que habléis de esas cosas. El buen Dios nunca permitiría algo así. Venga, dejaos de supersticiones. Lo que debemos hacer es avisar a las autoridades, alguien debería montar uno de los caballos de Lema e ir…

—¡Qué autoridades ni que carallo!, vayamos a buscar a Maruxiña, ella sabrá que hacer.

—Eso, vamos a buscarla. —Dijo entusiasta Sara, convencida de que era la mejor solución posible.

—Sí, eso, ¡Migueliñoooo…! —Gritó Domingo llamando a su hijo que correteaba tras su hermano menor en la era, ajeno a los asuntos de los mayores—. ¡Ven, corre!

El zagal detuvo la persecución a su hermano y se quedó mirando al grupo de lugareños con impresión inquisidora, cuestionándose si su padre no le zurraría por arrimarse a la cochiquera, donde supuestamente nada pintaban los chicuelos. Temeroso y sin saber muy bien que sucedía se atrevió a preguntar alzando la voz.

—¿Qué quieres padre?, yo… Yo no he hecho nada, de verdad. No he hecho nada, no es culpa mía. —Dijo mirando al suelo y caminando con paso lento e indeciso.

¡Cala paspán!, —replicó su padre sonriendo, «no, esto no, pero algo habrás hecho», pensó— que no es eso, que tienes que ir a buscar a María da Comba, ya sabes, al lado del dolmen, al norte, junto al arroyo de Lourido.

El rapaz se detuvo en seco y sus labios se combaron en un gesto de amarga sorpresa.

—Pero… Pero… No, padre, por favor, no me mande eso, que la meiga me da miedo.

—Anda, anda, —dijo su padre en tono condescendiente— no seas tonto, llévate a tu hermano, así no irás solo, y volved pronto.

Y, el asustado niño obedeció sin tener muy claro si prefería tener el culo dolorido por unos cuantos días si su padre le pegaba por desobediente o si prefería acabar convertido en algún bicho raro si es que su visita molestaba a la bruja.