La noche oscura de luna casi nueva entró hurtando la escasa luz a través de las rendijas de la parca puerta de la choza y su paso oscuro sirvió de escolta a la bruja. Las estrellas de Capricornio corrían a esconderse tras el horizonte, asustadas ante su llegada, la escasa luna las seguía de cerca.
Se detuvo, en el contraluz indeciso de la anochecida tardía, bajo el quicio de la puerta, y observó los tres cuartos inferiores de la muchacha que le permitía ver la manta colgada. Las piernas de Maruxiña rebullían inquietas, como en la rabieta de una chiquilla.
No pronunció una sola palabra, se limitó a rebuscar una vez más en uno de los estantes hasta encontrar un saquete de cuero en el que guardaba rizoma seco y machacado de díctamo blanco. Echó un buen pellizco en una escudilla de hojalata que encontró a mano, y con una de sus uñas, largas y retorcidas, lo removió en unas gotas de grasa junto a unas virutas de flores secas de matricaria trituradas. Se acercó hasta la doliente muchacha y descorrió por completo la manta.
—Ea, isto tes que tomar. Ea, e vai levantando a enagua. —Raspando el aire con su voz áspera, asustando a Maruxiña.
La joven abrió los ojos sorprendida y tras el instante que necesitó para reponerse alargó el brazo para hacerse con el platito de hojalata, tras arrimárselo a los labios se ayudó con los dedos de la otra mano para ir introduciendo a pocos el cetrino mejunje en su boca. El sabor amargo de la pasta, que tenía un agrio olor a naranja, le revolvió el paladar haciendo que necesitase de toda su fuerza de voluntad para terminársela. Cuando le devolvió la escudilla a la vieja, esta la miró con ojos severos, urgiéndola y sus mejillas sudorosas por el sufrimiento tuvieron tiempo para abochornarse.
—Ea, e de seguro que tan remilgada non fuches para deixarlle facer o paspallás de Ezequiel. ¡Levanta a falda! —Lo dijo marcando cada palabra con una crueldad que, queriéndolo o no, afectó profundamente a la joven, a su juicio su amor había sido recriminado y eso era algo a lo que sólo ella tenía derecho.
En todo caso, Maruxiña no protestó, simplemente obedeció intentando no dejar traslucir el sufrimiento que le produjo el esfuerzo de levantar las caderas para arrugar la amplia falda sobre la cintura. Desató la cinta de la ropa interior y la bajó hasta los tobillos, equivocándose al pensar que nunca podría sufrir mayor vergüenza, precisamente porque en cuanto hubo terminado el proceso de desnudarse, la vieja le apartó las rodillas con brusquedad y metió su cabeza mugrienta entre ellas para comprobar lo avanzado del proceso de dilatación.
Gruñó, aparentemente satisfecha, y se aprestó a calentar agua y a elegir algunos trapos limpios.
Estaba casi segura de que el alumbramiento se produciría antes del amanecer y sabía que debía poner en antecedentes a la muchacha si quería que las cosas se desarrollasen como tenía previsto.
(Eses langrás non tardarán en chegar. Máis lles valera non facer ruido.).
Se hacía necesario asegurarse de que no quedasen cabos sueltos.
—Ea, o pequeño non está ben colocado, vai complicarse. —Dijo sin volverse, atonal y secamente, mientras disponía el agua en un trespiés sobre los restos de fuego.
Una amarga desazón cubrió los recovecos de su cerebro incrustándose en los pensamientos de la muchacha.
(¡No!, no por favor… No).
Pero, no abrió la boca.
La vergüenza, el miedo, la preocupación y el sordo rencor que abrigaba su corazón soplaron todos a un tiempo, avivando los rescoldos del fuego de su dolor.
Una nueva contracción tensó los músculos de su abdomen, sus labios se combaron enseñando los dientes apretados y sus ojos se retiraron mostrando el blanco de la córnea surcada por multitud de pequeños capilares rojos.
No supo cuanto tiempo pasó, pero le pareció un instante, sólo un segundo y una nueva contracción le abrió el vientre para ir desenrollando sus entrañas como una serpentina. Sus lumbares palpitaban al ritmo que marcaban los músculos de su útero.
Sintió una presión fría en la vulva y los labios vaginales se contrajeron, no sabía si aquello era o no normal, pero, bajo ningún concepto esperaba encontrarse con lo que descubrió al abrir los ojos incorporándose un tanto, venciendo el dolor en sus riñones.
No supo reaccionar.
La vieja, en cuclillas frente a la joven, enmarcada por los muslos pálidos de la parturienta observaba con atención la entrepierna de la muchacha, con las sombras ondulantes provocadas por las llamas resaltando los perfiles óseos de los pómulos, con sus ojos de carbón refulgiendo a la escasa luz de la choza, con su mano sucia apoyada en los genitales externos de la joven, los palpaba, enredando sus uñas engarabatadas en el ensortijado vello púbico del sexo de Maruxiña.
Era como una cenicienta gárgola demoníaca nacida del más repulsivo de los recovecos de la mente de un desquiciado escultor normando, orgullosa sobre el arbotante gótico, advertencia implícita al creyente de las funestas consecuencias de sus malas acciones. El siniestro reproche mefistofélico ante el desvío de la ley supuestamente divina.
La pobre muchacha prefirió no protestar y dejar de nuevo a los párpados velar por la salud de su mente, como el telón que se corre apresuradamente en el teatro cuando el anciano actor achacoso cae fulminado por una insuficiencia cardíaca, justo al cierre del segundo acto, al negarse la bella dama a concederle su amor.
Sin embargo, no consiguió mantener sus ojos en el mundo de lo ajeno por mucho tiempo.
Oyó de fondo el repulsivo sonido quebrado de un gargajo espeso. Lo atribuyó enseguida a la costumbre de la vieja de escupir continuamente para luchar contra la mala suerte. Pero, no lo oyó caer.
Algo nudoso, retorcido, frío, viscoso, desagradable.
Algo así como un manojo de angulas jorobadas que se revolvían con el empeño propio de remontar las corrientes del río.
Su respiración se cortó y los párpados se abrieron de sopetón.
Estaba asquerosamente frío, como retorcidas estalactitas de hielo. Sólo que de algún modo estaba también sucio, mugriento, podía sentirlo por el tacto áspero.
Lo que vio no le resultó agradable. Claro que tampoco podía estar segura de si aquello era algo normal. Si era correcto o no.
Reptaba buscando el envés de sus entrañas, trasmitiendo su gelidez.
La vieja se había escupido en la mano, un espumajoso esputo mocoso y verde ensalivado con una baba translúcida.
Era como un hato de esqueletos secos de pequeñas víboras.
La vieja había introducido sus dedos sarmentosos empapados en saliva infecta en la vagina de la muchacha.
Se retorcían.
Y ahora revolvía su mano en el canal del parto buscando forzar la rotura de aguas.
Primero el sonido apagado, como el reventarse de la vejiga hinchada de un cerdo el día de la matanza. Después una cascada de líquido amniótico de una turbidez sanguinolenta que empapó el antebrazo lleno de colgajos de carne seca de la vieja y los muslos turgentes de la joven. Una humedad palpitante que desprendía vaporosas columnas de sinuosos fustes al frío de la noche.
De haber sabido las posibles consecuencias Berta no lo hubiese hecho sin lavar sus manos llenas de mugre (simplemente por propio interés, a fin de cuentas necesitaba a la muchacha), sin embargo, para una comadrona de la Galicia profunda de finales de siglo XIX las fiebres puerperales, es decir, las infecciones subsiguientes al parto no eran algo conocido, la salud de la recién parida era más una cuestión de procurar cebarla con abundante caldo de gallina, ponche y huevos.
Un ramalazo de dolor cosió la espalda de la joven trabando sin miramientos sus músculos lumbares.
La vieja sacó su mano produciéndose un desagradable sonido de vacío que obligó a la muchacha a cerrar de nuevo los ojos y a contraer los músculos de su garganta a fin de no vomitar. Tras sacudirla como si se tratase de un matojo de hierbas que acabase de lavar en el agua del río terminó de secarla en su deslucido vestido.
—Ea, está moi escuro, iso non está ben. Iso non é boa señal. —Sentenció la bruja, sabedora de que en los partos post terminum, los que van más allá de la cuadragésima semana, el líquido amniótico suele presentar una coloración verdosa debido a la materia fecal del feto o meconio.
La asustada Maruxiña se hubiese lamentado si el dolor se lo hubiese permitido. A decir verdad ni siquiera fue capaz de asustarse por la salud de su hijo. Los músculos de su espalda se enredaban sobre su columna vertebral como el abrazo constrictor de una gigantesca anaconda que busca asfixiar a su presa. En su interior se revolvían en una mezcla sin sentido el miedo, la desesperanza y sobre todo, más que nada, destacando como la mancha de sangre en el peto blanco del caballero que tras perder el duelo al alba contempla con cara de estúpido como la vida se le escapa a través de un agujero en el pecho, el dolor. Un dolor sordo que se había extendido de tal modo que ya resultaba imposible localizar la fuente principal.
La vieja se agachó de nuevo para echar un vistazo entre las piernas de la muchacha.
—O cordello sae primeiro. Non é cousa boa. Non. —La vieja sabía que en el raro caso de que el cordón umbilical preceda al bebé en su paso por el canal del parto la complicación estaba asegurada, el resultado, normalmente, la muerte del feto debida al prolapso del cordón, pues se impide la llegada de sangre al feto.
Maruxiña se hundió, si cabe, aun más en la miseria de su desdicha e incluso sin comprender en absoluto las implicaciones de las palabras de la bruja no tuvo dificultades en entrever los tan anunciados problemas.
—Ea, e aínda por riba o pequeno ven de cara. —Añadió la vieja conocedora de las implícitas consecuencias de la anormal postura del feto—. Boeno, veña, empurra, empurra ou xa non haberá sorte algunha neste nacemento, empurra.
Y, todo quedó atrás como queda el camino para el preso que huye. Todo se contrajo, absorbido por su propia gravedad como el colapso cósmico de una estrella. Todo se volvió un borrón indeciso que bailó frente a sus ojos. El sufrimiento orló la desazón, pero, la muchacha empujó, con toda la fuerza de la que fue capaz.
Empujó sintiendo como con cada empellón el tramo ganado se perdía en cuanto las fuerzas le fallaban, como si su hijo, desobediente, se negase a nacer.
Empujó y empujó, entre jadeo y jadeo, comprimiendo tanto como podía sus músculos abdominales.
Su respiración entrecortada formaba pequeñas nubes grisáceas sobre su cabeza.
—Empurra, empurra ou o pequeno non terá tempo.
(Oh… Señor, no, por favor no).
—Empurra ou nacerá morto.
(No, Dios, no, no… No lo permitas, llévame a mí…).
—Empurra…
(No, no permitas que muera, no…).
La culpa se unió a la mezcolanza de sentimientos, las palabras de la bruja habían calado, tenía que empujar, empujar para que no fuese tarde, empujar para salvar a su hijo.
Y empujó.
Empujó con todas sus fuerzas, ignorando la saga de intensos dolores que se entretenían martirizando su cuerpo como si de un rebaño de maléficos trasgos se tratase.
Empujó sin considerar el sudor que cayendo desde sus cejas hacía que le escociesen los ojos. Se olvidó de su pasado, no contempló su futuro y apretó reuniendo en el valor sin reconocimiento de las madres todos sus redaños.
Los segundos se convirtieron en eones, el dolor en un criminal que huye abandonando el cadáver degollado y ensangrentado.
Todo el esfuerzo se transmutó en un solo instante, todo quedó ocultó por un relajo inconsistente. La placenta se desprendió y ella sintió como si estuviese orinando.
Todo fue quietud e incluso el crepitar del fuego se diluyó.
Y, hasta la noche pareció quedarse en silencio.
—Mala sorte, miña nena, está morto… Morto. —Se oyó, como el crujido de la grieta que corre al través rajando un espejo.
—¡No!, ¡no, por favor…!, ¡nooooooooo…! —Como el rasgarse de la tela de la falda con el gesto brusco del violador.
La vieja recogió la placenta y el feto inmóvil. Entre los borrones de sus lágrimas saladas la muchacha sólo alcanzó a ver unas piernecitas pálidas que se bamboleaban en los brazos salpicados de la bruja al tiempo que se levantaba. Se marchó, Maruxiña no le dio importancia, esa era la costumbre, enterrar la placenta, y a la muchacha, aturdida, no le dio tiempo a protestar. Quería ver el rostro de su hijo, o hija, al menos una vez. Pero la vieja no le había dado la oportunidad y no le quedó más que suponer que en esa ocasión el hueco para deshacerse de la placenta hubiese de ser un tanto mayor, lo suficiente para un bebé.
Ni siquiera le importó que no estuviese bautizado, a fin de cuentas poco o nada había hecho su dios por ella.
La bruja se marchó sonriendo con ese escaso gesto suyo, tan sardónico y despreciable.
Sonrió porque ella sabía que los dolores lumbares no tenían implicación especial alguna, porque sabía que las aguas no habían sido manchadas de verde, sonrió porque el cordón umbilical no había aparecido hasta el final, sonrió porque sólo ella sabía que lo primero que el feto había asomado al mundo fue su coronilla.
Sonrió con ese macabro gesto suyo porque el parto había sido normal, incluso fácil para una primeriza, sonrió porque el bebé inerte que llevaba en brazos sólo necesitaba ser obligado a respirar por primera vez tras limpiar su boca de los deshechos del parto.
Y el viento aulló entre los árboles.
Y Maruxiña entonó un canon de dolor que acompañó al viento.
Y los llantos del niño bajo las piedras sagradas fueron amortiguados por una manta.
Se llamaría Calero, como su abuelo, Calero da Cruz, un buen hombre cuyo único defecto era la chismosa de su mujer, Mariana.
Maruxiña lloraba desgarrada por el dolor.
El viento aulló, compadeciéndose por la joven.
Un lobo sirvió de acompañamiento.
La vieja miró a la espesura y sonrió.
Tiró la placenta hacia el bosque entonando cánticos extraños.
Escupió para ahuyentar la mala suerte.
Sonrió.