Hasta esa misma mañana ella había albergado esperanzas, pero, cuando comenzaron los dolores, la realidad, disuelta en un jarro de agua fría, se descubrió mostrándole la rudeza de su soledad; empapándola de amarga hiel.

La verdad descarnada abrió cruelmente los estigmas de su propio sacrificio. Su amado nada quería de ella o de su hijo, probablemente (pues se negaba a ser taxativa en la afirmación) incluso le era más provechoso, más cómodo para él que ella se hubiese marchado sin más protestas, quejas o inconvenientes que la pérdida del semental isabelo.

Estaba sola.

Sola, o casi…

Con su hijo bastardo clamando al cielo por nacer, negando solidario la injusticia que había coartado la vida de su madre robándole un futuro. Su hijo, que protestaba por un mundo que no conocía, se revolvía en su seno haciendo arder su útero con cada contracción.

Entonces, quizá, no era tal la soledad. Además, también estaba la bruja (¿verdad?), pero ¿era esa una compañía apropiada?

Y, albergó la esperanza de que una vez hubiera podido agradecer (¿pagar?) a la vieja sus servicios y cuidados con el embarazo y el parto podría marcharse con su hijo, o hija, en busca de una nueva vida, un comienzo lejos de aquel pueblo, puede que, incluso, emigrar en el afán de la fortuna de allende los mares, en las tierras de los indianos.

Las preguntas se amontonaban tras el telón de su conciencia.

Por tanto, quizá, únicamente podía decirse que, en realidad, la esperanza, esa baratija turquesa mil veces regateada en la alfombra barata y de mal gusto de un zoco moro, era su única compañía cierta.

A medida que avanzaba su preñez, en el desconsuelo creciente que había anidado en su pecho desde aquella noche de primavera en la que a través de sus ojos llorosos había visto como Berta, a meiga, preparaba por primera vez el caldo de ortigas que tanto había llegado a odiar, pudo darse cuenta de cómo la actitud de la vieja bruja arrugada iba pasando de un servilismo austero a una complaciente amabilidad.

Con el paso de los días Berta había ido avivando el calor del trato, muy poco a poco, con cambios tan sutiles en su comportamiento que de no ser por la inevitable pátina de desprecio que envolvía todos sus actos hubiera sido factible que la joven se creyese la hipócrita farsa de gentileza y cortesía que la vieja se empeñaba en representar.

Al principio, cuando se abrían las flores de los cerezos silvestres decorando de nubes blancas las faldas de las montañas, la bruja había limitado sus escasas palabras a poco más que gruñidos con los que pretendía demostrar asentimiento o negación. Luego, habían llegado las breves conversaciones que, lentamente, habían ido alargándose con las sucesivas noches al amor de la fogata, siempre encendida, que bailaba en el centro del destartalado chamizo. Más tarde habían ido apareciendo, con cuentagotas, las primeras advertencias respecto a lo que, de entre los múltiples chismes que atestaban la choza, podía ser peligroso o no tocar sin protegerse las manos con un pedazo de tela, lo que podía o no ser ingerido sin daño, lo que servía para curar o aquello que provocaba enfermedades. Día a día, bien entre los ejemplares secos que colgaban en los estantes, bien entre la fronda de los bosques, la bruja había ido señalando los nombres y virtudes de cada planta, así como el tratamiento y mejor modo de almacenamiento que les correspondía a las distintas partes de las mismas. Entonces, llegaron las primeras responsabilidades, pequeñas y ajenas, casi por completo, al error: recoger algunas flores fácilmente reconocibles, triturar bayas sin parecido con otras ponzoñosas, secar hojas de algunas plantas de muy difícil confusión. Eso sí, siempre limitándose a los trabajos menos oscuros, menos esotéricos, menos ocultos, en todo momento dentro de las múltiples restricciones de la más ruda medicina elemental.

Los siguientes pasos, habrían de llegar más adelante, le había dicho, en todas las ocasiones con tono y palabras que desvelaban de modo explícito la seguridad de la vieja en la permanencia de la muchacha, sin darle importancia al hecho de que Maruxiña se empeñase en sacar a colación sus planes de futuro en algún lugar lejano una vez su hijo hubiese nacido.

La joven, que había adquirido la tierna y dulce costumbre de acariciarse el vientre hinchado con frecuencia, observaba con indiferencia y no prestaba excesiva atención, haciendo siempre que era posible hincapié en el hecho de que en cuanto pudiese encontrar una posición adecuada para ella y para su hijo le pagaría a la meiga todo cuanto le debiese por los cuidados, la comida y el techo que le estaba siendo proporcionado, insistencia ante la cual, invariablemente, la bruja respondía con el aspecto más cínico de su exigua sonrisa. Para la bruja, la cuenta adquirida no dejaba (y no dejaría jamás) de medrar, pues a su parecer, al igual que en el despotismo de las mafias sudamericanas del caucho, los pequeños trabajos que la muchacha realizaba no restaban al cómputo total, sino que aumentaban la deuda, pues al supuesto beneficio había que substraer el gasto implícito de la enseñanza. Así, para la joven, cada comida, cada consejo, cada noche en el basto colchón de paja, cada (maldito) caldo de ortigas significaba ascender un escalón en su condena, como el siringuero, derrengado, infestado por las niguas, famélico y comido por las fiebres, que a pesar de haber sufrido la crueldad de la selva durante años, dedicándose de sol a sol al sangrado de la resina gomosa de los enormes árboles de Hevea no había conseguido reducir sus deudas ante los desorbitados precios que sus patronos exigían por una escasa manutención, un par de roñosos machetes y un puñado de ropa vieja.

Maruxiña da Comba no había recibido machete alguno, de haber sido así quizá le hubiese cortado el cuello a la vieja mientras dormía y hubiese escapado (aunque primero tendría que haber superado el miedo acérrimo que la bruja le provocaba, pues la pobre muchacha temía que el espíritu de la meiga fuese a perseguirla en vida si es que la asesinaba). No, a parte de la frugal comida, a cambio de su creciente número de trabajos, la bruja sólo había cedido a la joven una improvisada márfega de paja tendida al fondo de la cabaña, la cual, a su vez, había dividido en dos colgando de una cuerda tensa entre dos estantes opuestos una vieja manta reteñida mil veces de un siena terroso de modo que, siguiendo sus órdenes, la muchacha se escondiese, callada, cuando los clientes en busca de pócimas, bebedizos y ungüentos acudían sedientos de sus consejos y remedios.

Junto a los paseos por el bosque circundante que la vieja bruja le obligaba a dar, «Para asentalo pequeno na barriga» decía, aquellos ratos tras el débil muro que suponía la lana basta de la manta marrón eran los únicos momentos de relativa tranquilidad de los que la joven disfrutaba, pues el resto del tiempo siempre debía soportar el peso de los negros ojos de la bruja, siempre vigilantes, sobre sus hombros. Y como en los últimos estadios del embarazo Berta había insistido en que la joven aumentase la frecuencia y distancia de dichos paseos, porque según decía era el único modo de evitar que el bebé se presentase de nalgas, la muchacha había tenido tiempo para pensar y soñar, dejando volar su imaginación.

Pero, sus anhelos se vieron truncados.

Sus sueños tuvieron que ser relegados al olvido.

Sus deseos fueron reducidos a simples cenizas sin vida.

Su futuro caminaba hacia el borde de un acantilado de pared vertical que era batido por un bravío océano.

El primero de los pasos, con la brisa salada humedeciendo el aire lo dio esa mañana, cuando un témpano de hielo se le clavó en los lumbares cortándole la respiración y obligándola a arrodillarse al tiempo que comenzaba la primera contracción. Sus manos dudaron, indecisas entre echarse a la espalda o al bajo vientre, dejando caer la cestita rebosante de bayas carmesí, frutos de los acebos de la espesura que la bruja le había ordenado recoger entre los parches de nieve que decoraban el tapiz del bosque en un mosaico ajedrezado.

Tras unos instantes el terrible fuego de proporciones míticas que horadaba sus entrañas remitió y la punzante sensación que acosaba la parte baja de su espalda se atenuó permitiéndole ponerse en pie laboriosamente. A punto estuvo de echarse a andar hacia la choza sin más, pero el miedo a la riña de la bruja le obligó a agacharse de nuevo, sosteniendo con su mano izquierda el vientre abultado y palpitante para aliviar un tanto la presión, a fin de recoger con su mano libre las bayas y depositarlas en el cestillo de mimbre.

El escaso tramo hasta la chabola fue hasta cierto punto plácido, pues al dolor que se había asentado en sus riñones se contraponía la felicidad que, tímidamente, como el brotar del manantial de alta montaña, fluía en su interior.

Por fin su hijo nacería, por fin tendría a alguien con quien compartir sus penas, por fin albergaría esperanzas fundadas.

Cuánto se equivocaba y qué poco lo sabía.

Qué lejos de su ánimo estaba el entrever, ni tan siquiera por asomo, la terrible posibilidad de que su hijo naciese muerto.

Y, es que su experiencia en la materia se limitaba a haber visto a algún pollo romper el cascarón del huevo y a un par de vacas pariendo al coro de mugidos irregulares terneros temblorosos. Nadie se había molestado en explicarle lo que era el prolapso del cordón umbilical, la distocia de hombro, la embolia de líquido amniótico o ninguna otra de las susceptibles complicaciones de un parto, probablemente porque ningún lugareño podía saber nada de todo aquello, casi con toda seguridad porque aun sabiéndolo el pudor les hubiese impedido explicarlo, o quizá porque incluso las escasas comadronas experimentadas actuaban más en virtud de la intuición que del discernimiento e incluso conociendo dichas complicaciones no entendían su porqué o sus consecuencias plenamente. Y, por supuesto, tampoco conocían sus nombres, todo venía a resumirse en el múltiple abanico de posibilidades que abría la frase, «manda carallo», aplicable tanto a que el feto se presentase de costado como a que el cordón umbilical estrangulase su diminuto cuello.

En cuanto consiguió llegar ante la chabola de la bruja, sin que el dolor de sus lumbares desapareciese, sino más bien se había ido intensificando, esta se dio cuenta de lo que sucedía en cuanto pudo ver la expresión bobalicona del rostro de la joven, en la que se entremezclaban, incongruentemente, el sufrimiento y la alegría.

Retiró el jergón de la muchacha y tendió una capa mullida de paja, a continuación rebuscó entre sus hierbajos y puso al fuego una infusión de hojas de frambuesa y alfalfa, la primera facilitaría el parto al servir como tonificante de los músculos uterinos, la segunda actuaría como un sedante suave. Se acercó entonces a la muchacha que intentaba tumbarse sobre la paja mientras la segunda de las contracciones le sacudía un calambrazo doloroso y repentino, con la sensación que el salmón hace suya al morder el cebo confiado y en un instante descubre su alma de punzante acero con un rayente dolor sorpresivo que le atraviesa la mandíbula.

Una vez junto a la muchacha acostó su cabeza escamosa de pelo revuelto sobre el vientre hinchado de la chica y asintió al distinguir el desvaído y velado latido del corazoncito del bebé. Al erguirse y ver que el rictus de dolor de la muchacha no se borraba de su rostro, teniendo en cuenta que la contracción ya debía haber pasado preguntó.

¿Ea, e logo, doenche os cadrís?

La muchacha entreabrió sus ojos, que habían estado cerrados haciendo los párpados presión de modo que diminutos pliegues de piel se elevaban a modo de cordilleras. En un principio no comprendió y permaneció callada, entonces la vieja insistió señalándose con sus dedos sucios la zona lumbar.

—¿Os cadrís, sintes dores? —Mirándola con ojos fijos.

—Ah… Sí, mucho, como… Como si alguien me estuviera pisando.

Non é raro nas que paren de primeiras, mais, non é bon, iso quere dicir que o parto longo terá que ser, ademáis, se é así o pequeno dará problemas, —su mirada se tornó oscuramente severa y repitió— problemas.

Se volvió y echó a andar sin darle importancia alguna a la preocupación evidente que había aflorado al rostro de la muchacha como consecuencia a sus palabras de graves implicaciones.

La chica miró inquieta como la vieja rebuscaba en uno de sus múltiples estantes hasta obtener uno de aquellos viejos paños de estopa blanca que usaba para preparar cataplasmas y que guardó en uno de los bolsillos delanteros de su negro vestido de burato.

La vieja no se giró de nuevo, y como única despedida comentó sin darle importancia.

Temos tempo e iso e bon, cando ferva a auga da tisana vai bebendo pouco a pouco ata que a acabes toda. Ea, eu volverei cando caiga a noite.

Y, se fue dejando a la muchacha asustada y sola, sin más compañía que su miedo, su ignorancia y su preocupación.

Nada dijo pues sabía de sobra que de nada serviría. La puerta de sencillo armazón se cerró abandonando la cabaña en una incómoda penumbra de mal augurio y la muchacha suspiró. Su aliento se condensó en una voluta de humo blanquecino.

Suspiró porque poco más podía hacer.

Se acarició el vientre con uno de esos gestos tan bellos y dulces que sólo son propios de las madres afanosas.

(No te apures pequeño, yo estoy aquí, todo saldrá bien).

—Todo saldrá bien —repitió, esta vez en voz alta, dejando que sus pensamientos cobraran el tono, ritmo y sonido que su garganta encogida supo darles.

El agua burbujeó en el cazo renegrido y el viento furioso del invierno se levantó, lanzando aullidos.

Suspiró de nuevo, frunciendo el ceño ante la insistencia del hormigueante dolor que se paseaba por la parte baja de su espalda, retumbando como los cascos de las monturas de un batallón de cosacos lanzados al ataque.

Afanosa y cumplidora, conocedora de que la bruja sabía muy bien lo que se hacía, se acercó a gatas hasta la lumbre y antes de apartar el cazo de las brasas para acercarlo hasta su improvisado camastro añadió un par de leños de roble al fuego a fin de asegurarse un escaso calor por un buen rato, sabedora de que los duros maderos veteados del roble se consumirían lentamente. Justo al volver a tumbarse estalló, como la gota de lluvia que se deshace en miles de partículas diminutas al estrellarse contra las rocas, la tercera de las contracciones, ella seguía sin entender lo que le pasaba, pero el dolor hacía que el proceso fuese, al menos en parte, consciente; esa era su parte buena. Ya había pasado algo más de una hora desde que el primero de los dolores del parto la obligase a rendir sus rodillas, como el penitente arrepentido por sus pecados, esparciendo por doquier las brillantes bayas que con tanto mimo había recogido. Pero, aún habrían de pasar muchas más, iba a ser un día muy largo.

Iba a ser una noche eterna. Eterna y dolorosa.

Cuando el sufrido padecimiento de la tercera contracción hubo pasado se atrevió a sorber, ruidosamente, directamente del borde del cazo, un poco de la amarga infusión y su calor le resultó reconfortante, como el descanso en el camino del peregrino, y recordó entonces, con un cariño lastimero, como cuando siendo niña solía constiparse en invierno y para mitigar la incómoda tos seca su madre preparaba con amor tisanas de borrajas que aliviaban su garganta irritada. Era aquel uno de los recuerdos más dulces de su infancia y deseaba, más que nada en el mundo, poder brindar momentos semejantes a su futuro hijo, asegurarle que a pesar de la pobreza en la que sabía se verían abocados a vivir por el momento, sería capaz de proporcionarle a su retoño esas dulces memorias, esos recuerdos del cariño más profundo que sólo las madres saben dar. Entonces se dio cuenta de que quizá eso sería posible pero que, por desgracia, jamás podría proporcionarle un padre, porque era plenamente consciente de que una madre soltera no sería capaz de encontrar un marido bondadoso y agradable que aceptase con gusto la responsabilidad de cargar con un hijo ajeno.

Y por primera vez se levantó el rencor desde lo más oscuro de su alma para protestar, si le hubiese tenido delante en aquel momento le hubiese abofeteado.

(¿Por qué me abandonaste?, ¿qué será de tu hijo?, ¿que será de mí?).

(Cien malditas pesetas, como si fuera una furcia cualquiera, ¿por qué?).

Pero no tuvo tiempo para sentir cómo el odio crecía, se quedó ahí, agazapado como un conejo asustado, porque comenzó una nueva contracción y el dolor le nubló la mente.

La mañana se derrumbó con el sol cayendo desde su cénit y la nieve fundiéndose sobre el fértil suelo del bosque que guardaba diligentemente el lugar sagrado. La tarde se negó a permanecer sobre el horizonte más allá de un suspiro aun a pesar de las protestas del viento entre las ramas yermas de los árboles caducifolios.

Las contracciones fueron haciéndose más frecuentes y prolongadas, siempre engalanadas del dolor que labraba afanoso mil relieves sobre sus lumbares, como si un ebanista desquiciado hubiese confundido su piel blanca con la chapa de madera dispuesta sobre su banco de trabajo para ser taraceada.

La infusión se acabó poco más allá del mediodía y su efecto calmante se desvaneció engullido por las molestias que estrujaban todos y cada uno de sus músculos como la lavandera que retuerce la ropa empapada.

Su mente viajó inquieta a los mil lugares de sus recuerdos sin encontrar acomodo o consuelo en ninguno de ellos.

La fogata se olvidaba de la luz y del calor de sus llamas encogiéndose sobre las brasas renegridas.

El horizonte se apagó, haciendo juego con su pelo de azabache.