Avanzaban por el bosque o bien el bosque retrocedía, en todo caso, la noche se cerraba sobre los caminantes.

Un lobo aulló en la lejanía de los riscos.

El viento se levantó para contestar, silbando por entre las ramas peladas de los árboles.

La luna ya se había escondido tiempo antes y Saturno reflejaba los brillos del cosmos con viveza, allá sobre el horizonte del este, a la izquierda del camino que los jóvenes esposos debían seguir, aquel que conducía hasta el antiguo dolmen sagrado, ese bajo cuya sombra la bruja había levantado su chabola repleta de hojas secas, pieles curtidas, ponzoñosas plantas, bayas curativas, vainas de semillas alucinógenas, raíces amargas, ovillos de telarañas, frascos rebosantes de misteriosos ungüentos, vendajes burdos de estopa, hongos venenosos desecados y secretos; muchos secretos, casi tantos como los que guardaba en su alma podrida y avariciosa.

Había sido como las crecidas del invierno, no como las del verano; como las del invierno. Había sido como las crecidas del invierno porque todo había empezado con unas pocas gotas de lluvia, y a esas primeras les habían seguido otras, lenta y constantemente, gotas frías de nubes bajas, sin prisa alguna, con la perseverancia indómita de la madre naturaleza, pero sin pausa, haciendo que el río se hinchase orgulloso. No como en las eventuales tormentas del verano en las que el rugir de los rápidos es sólo un espejismo que dura una tarde.

No.

Había sido como las crecidas del invierno porque una vez la estación se presta a acabar el río se ha convertido en una monstruosa serpiente marrón de inmenso poder que a su paso destroza árboles de ribera y arranca la tierra de las orillas, berreando en las cañadas como el macho dominante de la manada.

Del mismo modo que nada puede el hombre ante el río que inunda el molino y arrasa con las poleas y engranajes, destrozando los arcones de la harina y combando las jarcias que sostienen los sacos. Su impotencia, a fin de cuentas no eran más que un par de jóvenes incautos, había sido la misma.

Se habían dejado arrastrar.

En un principio sólo buscaban, inocentes, candidos, confiados, un bebedizo que les permitiese engendrar un hijo que ayudase en las tareas del campo, pero, su cobardía deseosa les había llevado a involucrarse en algo sucio y ruin, la vieja bruja, los había utilizado para poder asegurarse una criada que la cuidase en su marchita senilidad, y sus virginales anhelos se habían convertido en un pecado cuya confesión parecía aun más terrible que seguir adelante. Como el río encogido por los últimos calores del otoño que crece y crece durante el invierno sin que nada ni nadie pueda detenerlo.

Ahora ya no eran unos clientes con derecho a exigir si es que el ungüento servido no evitaba la infección de la herida que el arado había hecho en el tobillo.

Ahora eran copartícipes y cómplices que se veían coartados por las amenazas de la vieja bruja, pero, eso no era ni mucho menos lo peor.

Porque lo más terrible de todo aquello consistía en su misma renuncia a aceptar la verdad, y es que en sus ansias por exculparse habían llegado a convencerse de que no estaban más que haciéndoles un favor a aquella muchacha y a su hijo, cometiendo una buena acción. Quisieron creerse que si no continuaban con ello la bruja mataría al bebé, sin que por ello le remordiese la conciencia, y obligaría, de igual modo, a la joven a quedarse con ella.

Y, probablemente era cierto, no resultaba difícil imaginar las manos serosas y cuarteadas de la maldita mujer de sonrisa sardónica engarfiadas en el indefenso cuellito de un inocente bebé, hundiendo su cabecita de pelo suave y sedoso en el agua del río, ahogando en el rugir de las aguas bravas algo más que el sonido del llanto compungido; sin concederle más importancia que el matarife, de manos sucias y ropa ensangrentada, que tras palpar el cuello del gorrino introduce el larguísimo cuchillo de sección triangular en el punto exacto para llegar al corazón del puerco, indiferente a los angustiosos chillidos del animal.

O, quizá, de un certero golpe en la pequeña frente con el inmenso fémur de un buey, como en los antiguos rituales bretones, o incluso, simplemente abandonando en el bosque el indefenso cuerpecito al provecho de las alimañas. No, no era difícil imaginárselo.

Sí, lo más seguro es que aun negándose ellos a continuar con aquel disparate la vieja consiguiese que la joven que iba a ser madre se pusiese a su disposición.

Probablemente era cierto, pero, eso no era una excusa aceptable, y ellos lo sabían, sin embargo, nada quisieron hacer para poner fin a todo aquel despropósito. El deseo de formar una familia, el miedo a las posibles represalias de la meiga, la indulgencia de su propia complacencia, la aceptación implícita del silencio consentido, el temor intransigente de la ignorancia supersticiosa; todo se había mezclado irremediablemente, pariendo un combinado purgante que rebullía en sus entrañas urgiendo el vómito.

Como era lógico no tenían plena conciencia de los detalles, la bruja se había guardado muy mucho de dejar entrever más de lo necesario, ahora bien, a lo largo de aquellos meses habían intuido lo suficiente como para asustarse, casi incluso para odiarse por lo que estaban haciendo.

Habían llegado a vislumbrar una verdad que por incómoda no quisieron aceptar.

Y, la verdad, tan difícil de aceptar, es que habían sido los peones de la bruja desde el primer movimiento de la partida.

Aquella noche de la pasada primavera, ahora ya tan lejana, Mario se había encontrado en la entrada a su casa un trapo negro atado al aro que hacía las veces de tirador de la sección inferior de la puerta.

Tras la cena había ido a tomar un café a la vecina casa de los Corredoira para intentar llegar a un acuerdo con respecto a los lindes de unas tierras que aquellos usaban como pastizal, una pradería en la ribera do rego de Silvela que se encontraba por el norte, límite que causaba la disputa, con una de las propiedades de la familia de Mario.

Como siempre la conversación se había alargado sin llegar a precisar ninguna de las condiciones y nada había sido concretado con respecto a las marcaciones de las propiedades limítrofes, pero, incluso teniendo en cuenta que antes de marcharse había dedicado un rato a jugar a las tabas con el mayor de los hijos de la casa, el travieso Domingo, bueno como el pan, tragaldabas como él sólo, pero pícaro como las guindillas, no había pasado más allá de una hora, por lo que, en buena lógica, había supuesto que la bruja había estado pendiente de sus movimientos para dejar la señal convenida en el momento preciso, de modo tal que el trapo no fuese a pasar la noche vibrando al viento de la madrugada, como una vela sin entenas que restaña en la tormenta, a la vista de algún madrugador que pudiese preguntarse el porqué.

(Seguro que ha esperado a que saliese, seguro, y entonces lo ha atado, para que me lo encontrase al volver).

Y, aquella fue la primera vez, y se siguieron muchas otras.

Cada una con su macabro paseo de madrugada hasta el dolmen. Siempre siguiendo las instrucciones de la vieja. Cada vez hinchando un poco más la bolsa de tela que Isabel se ataba a la cintura con un nuevo hato de ropa remendada (como el río que crece con las lluvias del invierno).

Y, fue esa noche de invierno cuando el final comenzó.

Esa noche, recién nacida al arropo del frío hiemal, al abrigo del invierno, había sido Isabeliña quien encontró el paño atado en los herrajes de la puerta, al volver del hórreo con un cuenco de trigo desgranado para dar de comer a las gallinas antes de enfrascarse en la cocina con los quehaceres de la cena. Sólo que esta vez era blanco, un blanco manchado y desvaído como el de los huesos lamidos que dejan los lobos al sol tras la cacería.

Esa era la señal convenida.

Y, la alegría y la pena lucharon por ser la protagonista de sus emociones.

Esa era la clave establecida como seña para anunciar el nacimiento de su hijo.

Porque, ante todo, era suyo, ¿no?

El nerviosismo, como ave rapaz, sobrevoló su ánimo con los sentidos alerta y presto para el ataque. Las rodillas se le quisieron doblar y un hormigueo frío le cosquilleó las corvas hurgando sus tendones con hierros calientes.

Deshacer el nudo llano que aseguraba el paño fue una ardua tarea que sus manos temblorosas se negaron a coordinar. Llegarse hasta su marido, que se aseaba en el dormitorio tras haber terminado las labores del campo con la puesta de sol, evitando a sus suegros, para susurrarle, con un hablar entrecortado, casi monosilábico, la buena (o mala) nueva, lejos del oído chismoso de Mariana y sus miradas de eterno reproche, constituyó en sí misma una tarea titánica que agotó sus ya cansados nervios.

Para bien o para mal, había llegado el momento, y siguiendo las instrucciones de la vieja bruja soportaron las protestas de la familia ante una marcha tan inesperada. A Mariana le faltó tiempo para rezongar, dispuesta como siempre a quejarse, con aire rubicundo y frases sembradas de cizaña, por los caprichos de su nuera e Isabel tuvo que aguantar las quejas de la mujer con la mejor de sus caras, fingiendo un aplomo que estaba lejos de sentir mientras procuraba esgrimir en su favor toda excusa imaginable, intentando, fútilmente, evitar el rencor de su suegra. No era fácil defender una teoría semejante, pero se les suponía la tarea de ocultar el supuesto parto a fin de no levantar sospechas, para que nadie a parte de ellos tres pudiese saber la verdad. Aunque, como es sabido, casi ningún secreto es eterno.

En buena lógica Isabeliña debería haber esperado el día del alumbramiento sin excederse en el trabajo y procurando no alejarse demasiado de la casa para en el momento decisivo afrontar con calma la venida al mundo de su hijo, sin embargo, Berta, a meiga, lo había dejado claro, llegado el momento debían argüir ante la familia de Mario que la muchacha deseaba acudir a su hogar materno para dar a luz, que se sentía más cómoda ante el hecho de ser auxiliada por su madre, que además, así, podía visitar a sus parientes o cualquier otra razón o motivo que se les ocurriese, o todos ellos a un tiempo, lo que fuese, pero bajo ningún concepto podían aparecer de un día para otro con un bebé en brazos y sin explicaciones para tan indoloro, rápido y milagroso nacimiento.

«Ea, dicide aquelo que máis vos conveña pero cando atopedes o pano branco tedes que vir cara aquí coma lume de carozo.». Había sentenciado la bruja prácticamente al inicio de su retahíla de instrucciones en la última de las visitas que le habían hecho los esposos.

Así entonces, y teniendo en cuenta que dado lo escaso de la luz en los días del invierno, no era raro el enfrentar un camino en las primeras horas de la noche. Debían salir teniendo por destino las antiguas tierras sagradas de los celtas, el dolmen, sin entrar bajo ningún concepto en la choza. Punto sobre el que la bruja había insistido fervientemente, dejando muy claro que si se les ocurría acercarse a la chabola, viesen lo que viesen, oyesen lo que oyesen el mal de ojo más terrible que pudiesen imaginar se cebaría en ellos con la saña propia de un buitre famélico sobre la fétida carroña.

«Ollareivos de negros meigallos, a morto haberedes de cheirar e a dor será tal que coma cans ouvearedes. Ea, teredes un meniño, mais só será tal se obedecedes». Había sido la amenaza, con los ojos, casi negros, refulgiendo un odio incomprensible, con perdigones de baba saltando desde su boca podrida y desdentada. «Nas pedras debedes agardar».

Y, una vez allí, al resguardo de las lajas del monumento megalítico, debían, por tanto, esperar a que la meiga les hiciese entrega del pequeño, o la pequeña. Así, la nueva vida recibiría a sus padres sobre las tumbas de aquellos que antaño fueron respetados.

Pero, eso no era todo, pasarían el día siguiente en el bosque y a media tarde se pondrían en marcha, para, al anochecer llegar hasta el hogar de la familia de Isabel, a unas cuatro horas descendiendo por la ribera del río. De ese modo y de acuerdo a la estratagema pergeñada por la bruja poder defender, ante las familias de ambos esposos, la tesis de que una vez en el camino se había iniciado el parto y tras desandar un trecho habían buscado refugio en la vieja ermita abandonada, en la ribera sur del río, concluyendo así que el bebé habría nacido a la luz de una hoguera al abrigo de los antiguos sillares de piedra pudiendo, de ese modo, cubrir la supuesta docena larga de horas que usualmente necesita una primeriza para dar a luz.

A partir de ahí, las instrucciones, más bien órdenes, habían sido un poco menos concretas, la bruja se contentaba con que dejasen pasar unas jornadas en la casa materna de Isabeliña para regresar después con el recién nacido.

«O que despois faredes xa no é cousa do meu fundio, ea, mais, dese momento en diante e polo que vos queda de vida, nunca, nunca, ¿oídes?, ¡nunca xamais!, falaredes do acontecido nin daredes razón algunha sobre o nacemento do pequeno». Les había dicho la bruja antes de verter sobre sus crédulas mentes la más ácida y terrible de las amenazas que se le ocurrió. «Se no que vos queda de vida, malditos langrás, falades disto que non debe ser máis que un segredo… Coma alguén saiba a verdade os vosos campos non darán más que pedras, os vosos animais morrerán de fame e vós, vós sufriredes cantas enfermedades imaxinedes para morrer laiando coma laia un porco na matanza».

Señalándolos con sus uñas cetrinas y retorcidas.

Con el gesto fruncido en un ademán de ira propia de las bíblicas venganzas divinas.

Con el cabello entrecano, sucio y lleno de nudos, revolviéndose tras las sombras de la lumbre.

Con la espalda encogida vibrando en un clímax de rabia complaciente por la misma naturaleza cruel de sus amenazas.

Y, esa noche, azuzados por el miedo inocente de los creyentes que no se cuestionan la realidad ni las incongruencias del dogma, habían cumplido la voluntad de la bruja, siguiendo al pie de la letra sus instrucciones. Así, ahora, se encontraban en el interior del dolmen, encogidos por el frío, abrazados el uno al otro.

(Maldita mujer que no has sabido darme hijos).

(Maldito desgraciado, mira a qué me has obligado).

Ateridos por la noche helada y por el gélido regusto de los remordimientos.

Y, la oyeron gritar.

La oyeron lamentarse en el dolor incómodo e incongruente que conlleva el parto, aunque sin querer reconocerlo también descubrieron en aquellas quejas lastimeras un dolor profundo que nada tenía que ver con el alumbramiento.

No la conocían y tampoco querían hacerlo, sin embargo, en la reducida comunidad del lugar, sus sospechas apuntaban en una única dirección, porque pocos eran los lugareños y menos aún las verdades, pero murmurar siempre había sido sencillo.