Aquella noche chubascosa del verano incipiente Maruxiña esperó acostada en su cama, muy quieta, rumiando las amenazas de su padre y desechando una y otra vez el ceder ante el ultimátum que aquel le había planteado. Esperó hasta que estuvo segura de que sus hermanos, en los otros dos lechos de la misma habitación, y sus padres, en el dormitorio contiguo, estuviesen dormidos. No sólo eso, sino que una vez tuvo la convicción de que en el coro de los ronquidos de los varones de la casa no faltaba ninguno de los solistas aguardó todavía por un buen rato, dándose un margen de seguridad.

Sólo cuando no le cupo duda alguna de que todos los miembros de su familia dormían profundamente se irguió lentamente en su sencillo jergón de lana y con la lentitud de una mantis religiosa al acecho fue girando sobre sí misma al tiempo que bajaba los pies hacia el suelo enlosado y apartaba las sábanas. Buscó entonces bajo la cama el hatillo que había preparado, un humilde equipaje sin más que un vestido ajado, un peine de madera, un par de pañoletas y el único recuerdo de su amado, un pequeño botón gris que él había perdido al abrirse apresurado la bragueta en una de aquellas noches de amor (puede que no fuese esa la mejor descripción) en el pajar del pazo.

Ella le había pedido a Ezequiel en multitud de ocasiones que le regalase un pequeño colgante, en especial de ámbar, para recordarle como brillaban los cabellos de él al sol del mediodía.

Le había rogado que lo comprase en alguna de las ferias de ganado a las que se veía obligado a acudir con su padre, Don Heladio, para aprender la profesión de la familia, regateando al vender y comprar los terneros y las reses, pero, por supuesto, lo único que había conseguido era una retahíla de promesas vanas, repetidas una y otra vez, en cada ocasión tan falsas como las cartas de bocamanga de un tahúr de taberna de puerto y en cada ocasión burladas, todas ellas, por la subsiguiente excusa apasionada y sentida del hipócrita muchacho. Por eso, ella había prendido el botón de un fino hilo estopa y cosido este a una sencilla tira de cuero sin curtir que allí, sentada sobre la cama, recuperando su hatillo, se deslizó sobre el cuello, no sin antes besarlo con un ademán lleno de adoración.

Se incorporó parsimoniosamente, con los nervios a flor de piel y la carne trémula. Como un pajarillo al que la víbora acorrala en el nido, presta a clavar sus colmillos henchidos de veneno.

Los escasos pasos hasta la salida se hicieron eternos y la distancia tan inmensa como debió parecerle a Feidípides cuando corrió como el viento desde la llanura de Marathon hasta la ciudad de Atenas para llevar la buena nueva de la victoria griega sobre los ejércitos persas. Abrir la puerta de su habitación necesitó de toda la templanza y sangre fría de la mujer, en aquel momento más niña y más asustada que nunca. Por cada pulgada que la puerta se movía sobre sus goznes de latón un padrenuestro murmurado entre dientes rogaba al cielo para que las bisagras no chirriasen con un lamento agudo y quejumbroso.

La lluvia que sacudió su cara al salir al encuentro de la tibia noche escondió diligente las lágrimas de sus mejillas y el chapoteo de las gotas al caer sobre los verdes campos arropados por el manto nocturno ocultó sus sollozos.

Todavía podía regresar, podía volver a su cama y aceptar las exigencias de su padre, sumisa y complaciente, evitando empeorar aun más las cosas, pero, sabía que no lo haría. Su determinación no podía ser más firme, podía haber considerado el acatar otras condiciones, sin embargo, no estaba dispuesta, bajo ningún concepto a abandonar a su hijo en un orfanato.

Eso, nunca.

Probablemente porque, al menos en su fuero interno, sabía que el pequeño que crecía en su interior sería lo único que llegaría a tener de su amado Ezequiel.

Bueno, ese niño, o niña, y un botón de su bragueta.

En un principio caminó sin rumbo, recorriendo los senderos del pueblo, los trillos entre las casas, sin saber a donde dirigirse. Dejó atrás el grupúsculo de casas de las familias do Santo, Corredoira y da Cruz arrastrando las madreñas que calzaba en el barro del camino, dejando tras de sí series paralelas de diminutas pozas.

Pasó por delante de la vivienda del molinero, donde oyó el llanto amortiguado de un bebé recién nacido, el primero de los hijos de la que había sido una de sus compañeras de juegos de la infancia, el negocio familiar tenía así, desde hacía sólo unos meses a alguien que continuase la tradición; y apuró el paso por temor a que la madre al acudir a calmar el llanto del niño pudiese asomarse a algún ventanuco y verla allí, caminando a esas horas de la noche, lo que sin duda hubiese despertado multitud de sospechas.

Y, llegó hasta el final del camino principal, donde nacía el bosque y un ramal menor descendía hasta el molino allá en el río. No sabía a donde dirigirse, por lo que optó por girar hacia el norte y tomar el pequeño sendero que llevaba hasta el Pazo de Lema, ese mismo que más adelante, al virar hacia el este, confluía con aquel que tantas veces había recorrido con su amado halagándole los oídos y convenciéndola para que le entregase su cuerpo como prueba de su amor incondicional. Como el trilero avispado que observa con ojos codiciosos de urraca los bolsillos de los transeúntes de alguna calle mayor de una ciudad cualquiera buscando al incauto perfecto dispuesto a perder, pagado de sí mismo, hasta la última de sus monedas apostando por el escondrijo de la picara bolita.

Una vez se halló frente al muro se encontró de nuevo sin una meta o propósito que calmase su ansia. Invadida por esa huera sensación de vacío que ahonda el alma de los desesperados, porque como muy bien sabe el peregrino, la satisfacción está en el camino y no en la llegada.

Sólo se le ocurrió una cosa, buscar aquel preciso lugar que Ezequiel le había enseñado, aquel pedazo del murallón en el que por ambos lados las piedras al ser colocadas, en el azar sin intención del albañil, habían dejado una especie de apoyos, como la escalera insegura de un espectáculo de gitanos, de modo tal que con un poco de osadía no resultaba difícil salir, o entrar, del pazo de un modo discreto.

Eran tantos los recuerdos, y tan bellos.

Y, una seguridad insospechada nació en su pecho reclamando como cierta y viable una única posibilidad.

Debía ir en busca de su amado, de su gran amor.

Sí.

En cuanto la viese él comprendería y se fugarían juntos a la capital, o a cualquier lugar, no importaba, él lo dejaría todo atrás, estaba segura. No importaría el dinero de la familia, ni las posesiones, ni el ganado, no.

Por supuesto que no.

Nada podía ser más relevante que ella, la mujer que le amaba con toda su alma y que albergaba en su seno al hijo que la pasión, prueba de su inmenso cariño, había engendrado.

Subió trabajosamente por el costado del muro.

A punto estuvo de caerse al descender por el lado contrario.

Una vez en el enorme patio interior prestó atención a los ruidos que los suaves remolinos de brisa le traían, sabía que era importante apurar, no faltaba mucho para que las lecheras comenzasen su trabajo y todavía tenía que encontrar el modo de avisar a Ezequiel. Para poder irse lejos, donde nadie murmurase, a un lugar en el que la felicidad los cubriría como el amante celoso resguarda del frío a su amada con su cuerpo cálido.

Entonces, sucedió.

Como aparece la intuición corrosiva que aprieta las sienes del insomne que se despierta sobresaltado en medio de la noche por culpa de una terrible pesadilla de muerte, dolor, penitencia y sangre.

Sucedió, como el cadete asustado que mientras busca un refugio inexistente en el foso de la fortaleza se ve sorprendido por el estruendo feroz de las bombardas que retumban allá en las casamatas y descubre, al alzar la mirada, que el rastro de humo y pólvora traza una parábola sin más destino que el preciso lugar en el que se encuentra.

Fue entonces cuando oyó los gemidos y escuchó con atención intentando adivinar la procedencia y naturaleza de los mismos.

Provenían del pajar anexo al establo, allá al otro lado del patio.

Un temor alevoso golpeó los pedazos de su corazón haciéndolos sonar como un cencerro rajado, con la intención dolosa de la más terrible confirmación de los miedos infundados que se guardan en las esquinas de la memoria.

Caminó como el monje temeroso de Dios que cruza solemne el claustro del enorme monasterio cisterciense para cumplir con la liturgia de laudes.

A cada paso se acrecentaba el miedo y con cada paso los gemidos se hacían más audibles.

Por entre las rendijas de los tablones ahumados se filtraba, escasa, la titilante luz de un candil. Y, por una de esas rendijas su ojo pardo, del color de las avellanas maduras, oscurecido por la pupila crecida ante la oscuridad, lo vio.

Las nalgas blancas se movían rítmicamente entre un amasijo de tela que no podía ser otra cosa que la falda arremangada de una mujer. El pelo castaño, trigueño, se revolvía con cada empujón.

Era Ezequiel, lo sabía.

Escuchaba sus gemidos, de compás tan conocido y familiar.

Escuchaba el quebrarse de los pedazos ya rotos de su corazón desolado.

Y por segunda vez en una sola noche, por segunda vez en toda su vida Maruxiña huyó, robó uno de los sementales de las caballerizas pegadas al establo de las vacas, por el lado contrario al pajar, y tras abrir el seguro del portón salió al galope, montada a pelo, sin preocuparse de la mirada embobada del primogénito de los Lema que intentaba abrocharse los pantalones en el centro del patio, dibujada en su rostro la muesca de la sorpresa ante el robo de uno de sus mejores animales, ese con el que le gustaba salir a pasear los domingos por la mañana justo antes de ir a misa.

Tenía una capa que parecía labrada de oro, con las crines y la cola de un blanco inmaculado, un precioso semental isabelo con músculos como alambres acerados que se tensaban a cada paso. Un bellísimo ejemplar nacido en una de las más selectas caballerías andaluzas con el que Don Heladio solía visitar los pastizales de la ganadería, era una joya extraviada en las montañas perdidas del extremo peninsular, un magnífico animal de doma que por desgracia fue a parar a manos de mediocres jinetes. Pero, que aquella noche, quizá porque sintió en la candidez propia de los de su raza la angustia que roía las entrañas de la joven, o quizá porque Maruxiña soltó sus crines enseguida, galopó al límite de sus posibilidades por los intrincados senderos del valle, hacia el norte, alejándose del pueblo, hacia las laderas de la montañas, salpicando pequeñas gotas del agua que lamía su pelaje dorado.

Al galope, le siguió el trote, a este el paso y por fin una rítmica marcha que acompañaba los sonidos de los animales del bosque caducifolio donde los robles centenarios contemplaban impasibles el llorar hiposo de la muchacha sobre la grupa del escultural equino.

No tenía donde ir y tampoco podía afirmarse que tal inconveniente le supusiese una grave inquietud, en aquellos momentos sólo el ovillado de las raíces del odio con las ramas floridas de la pasión adornaba su alma. Su mundo, toda su realidad y el conjunto de sus sueños, se escapaba por un sumidero escondido hasta aquel preciso instante tras un rincón sombrío de la conciencia.

Allí en la profundidad del bosque se encontró con el gigantesco castaño de tronco ahuecado en el que se había sentado a descansar en más de una ocasión, con sus ramas cortas y rechonchas cubriendo escasamente la inmensa circunferencia del pie. Chistó y el caballo se detuvo. Desmontó, acariciando con mimo el cuello del semental, pero, con la mirada perdida y los sentimientos revueltos pugnando cada cual por ser el más importante.

Desmontó, sin gracia ninguna, dejándose resbalar por el costado del animal con la mente vacía y los ojos anegados. Su pelo azabache, empapado, se pegaba a las sienes enmarcando la lividez de su rostro.

Sin saber muy bien porqué palmeó el anca del semental y lo instó a marcharse, a buscar la libertad en las montañas, a encontrar entre los riscos una manada de caballos salvajes de la que poder convertirse en el líder. El animal giró la cabeza y la miró con uno de sus enormes ojos dulces, como para preguntarle si estaba segura, ella permaneció con la vista perdida en alguno de los recovecos de las raíces del castaño, el semental bufó, casi podría decirse que para despedirse, y salió al trote, levantando las manos en cada tranco con un gesto alegre que parecía celebrar su recién estrenada condición de cimarrón.

Maruxiña sabía donde se encontraba, conocía muy bien el lugar, había pasado por aquel mismo árbol en más de una ocasión, siempre con un destino en mente. Y, quiso ver en la simple casualidad el augurio de un destino que revelaba su cara más amarga haciendo patente la posibilidad que había quedado relegada hasta ese mismo momento por las ilusiones vanas que tan rápido se habían diluido allá en el patio del pazo.

Y, se echó a andar bajo la lluvia, sin más compañía que su soledad.

Berta, la vieja y arrugada amalgama de curandera, bruja y santera, estaba apoyada en el quicio del simulacro de puerta de su chabola enclenque. Enroscando sus labios escamosos como una muda de piel de lagarto en una sonrisa cínica, como si la hubiese estado esperando.

Como si hubiese sabido lo que iba a suceder.

La recibió impertérrita, sin más boato que la economía de su sonrisa retorcida y una vez al calor de la lumbre, en el interior de la choza, preguntó como el desabrido Sócrates, en ejercicio de su adorada mayéutica, buscando en el discípulo la respuesta ya conocida por el maestro pero que ayudaría al aprendiz a entender.

Ea, e logo, ¿queres matalo? —Señalando con sus uñas como cortezas refritas de gorrino el vientre de la joven, escogiendo la crudeza de las palabras para provocar la contestación que más le convenía.

Maruxiña da Comba saltó en su asiento del banco corrido de madera. Con el rostro entre sorprendido e indignado.

—No, claro que no… No, es lo único que me queda de él. —Contestó buscando con su mano derecha el burdo colgante que pendía de su cuello.

Y, la vieja, no dejó ver su satisfacción.

Esa era la respuesta que esperaba.

Y, esa era la más conveniente.

Por supuesto, Berta sabía como detener el embarazo de la joven, bastaba con administrar unas cuantas dosis de la mezcla de aceites esenciales de perejil e hinojo que guardaba en uno de los frascos de barro oculto entre los cachivaches de las múltiples baldas que dividían las toscas paredes de su chabola.

Aquel no era más que uno de entre sus muchos conocimientos.

La clave estaba en el apiol, un alcanfor presente de manera muy abundante en el aceite esencial del perejil y en menor medida en el del hinojo. El mismo que sería usado por la medicina formal de tres cuartos de siglo más tarde como un emenagogo tremendamente eficaz, es decir para provocar intencionadamente el menstruo de las mujeres. Pero, en aquel entonces, y Berta lo conocía bien, era usado como un potente y eficaz abortivo, sobre todo si se añadía a la mezcla de óleos una conveniente pizca de frutos de la planta del matapollo machacados.

Se podían buscar algunas otras combinaciones, en tisana o simplemente ingiriendo hojas o frutos desecados; el tarraguillo, tan conocido por los pastores para interrumpir la preñez de ovejas y cabras, la corona de rey, la ruda y el hipérico entre otros, correctamente suministrados por su mano experta hubiesen obtenido los mismos resultados, pero, el aceite esencial del perejil, de tan laboriosa obtención, era el más efectivo a su juicio.

La vieja bruja arrugada guardaba mil secretos en sus tarros, pero, no tenía ninguna intención de cortar la vida del bebé que crecía en el vientre de Maruxiña.

Para aquel niño, o niña, tenía otros planes mucho más lucrativos.

Ea, pois non te apures miña nena, voute axudares. Ea, non temas nada, eu coidarei de ti.

Y, en un intento de cumplir con la palabra dada le preparó a la muchacha una tonificante sopa de ortigas, ricas en vitaminas y minerales. Un ritual que repetiría cada día, siempre poco antes de acostarse, hasta la noche del alumbramiento.

Mientras echaba en el agua, tendida en un cazo de hierro al fuego, las verdes hojas de ortiga la vieja elucubró un somero cálculo, trabajosamente, sin poder evitar que los números le bailasen por encima de los párpados.

Si diez, tanto como los dedos de las manos, se recordó, era el número de lunas que debían turnarse. Si el verano comenzaba y la muchacha había dejado de pedirle el filtro amoroso poco antes de la primavera (hecho que había sido oportunamente comunicado a los interesados), entonces quedaban unos siete meses lunares, o sea siete por veintiocho era una buena aproximación de los días que tenía por delante y veintiocho por siete eran…

(…Ea, teño tempo dabondo, non hai prisa, ea…).

Mientras, Maruxiña lloraba mansamente, con lágrimas parsimoniosas que se deslizaban perezosamente por sus mejillas.