Volvieron, claro que sí, en cuanto la luna se hinchó en su cuarto.
Y, volvieron de nuevo.
Y, volvían ahora arropados bajo el frío del invierno, escondiendo ella, bajo el abrigo gastado, una bolsa de tela vieja rellena de ropa remendada; colgada bajo su pecho, hinchando falsamente su vientre, tal y como la meiga les había ordenado que hiciesen.
Había que guardar las apariencias.
Fingir.
Disimular…
Ante todo, que nadie sospechase.
Del modo que la vieja les había exigido, nadie aparte de ellos tres debía saber la verdad.
Sin embargo, como suele suceder con todas las confidencias, al final, muchos años después, cuando la memoria ya habría querido deslavazarse para aceptar como cierto lo que no había sido más que un engaño, alguien distinto a los custodios del secreto descubrió la verdad.
Pero, aún habrían de pasar muchos años.
En tanto, los jóvenes esposos caminaban buscando los lugares en los que asentar cada paso a la luz esquiva de la antorcha que oscilaba al ritmo del andar del hombre.
El frío indiferente y felino del invierno convertía el vello de sus antebrazos y nucas en aceradas cerdas, el frescor húmedo y tenso de las montañas les ponía la piel de gallina. Aunque puede que, quizá, fuesen más bien los susurros crueles de sus conciencias los que provocasen los escalofríos que trababan los nervios de su espalda y hacían enmascararse a su carne como la de un ave recién desplumada, casi, incluso, podían sentir el calor de las llamas quemando los caños sueltos de las plumas que la mano no había podido arrancar.
De sus bocas, crispadas, surgían, con cada espiración, volutas de vaho que enmarcaban sus rostros con reflejos apagados e incoherentes, como las caras perplejas de los antiguos retratos que uno encuentra en la cartera de piel barata del emigrante al registrar su cadáver famélico en algún callejón oscuro, más cercanos al daguerrotipo que a la fotografía. Esas estampas que el paso de los años tiñe de tonos siena, instantáneas en las que rostros de gesto forzado pretenden mostrar una plácida serenidad inexistente bajo el quicio del clásico ribete ondulado, blanco a su salida del laboratorio fotográfico, ahora lleno de manchurrones, cuarteado y con la esquina superior derecha rota, perdida entre las sábanas arrugadas y malolientes de alguna pensión denostada de una olvidada capital industrial de economía, irónicamente, floreciente.
Incluso para el observador externo, ajeno por completo a las menudas vidas de aquel matrimonio de labriegos, incluso para el espectador peregrino que se detiene en el camino sin más intención que descansar, incluso para la alimaña que acechaba entre los claroscuros del siguiente recodo del camino, incluso para los espíritus de los muertos sepultados bajo el dolmen, que se revolvían inquietos en el subsuelo oscuro y fértil por el que las lombrices buscaban sustento…
Para todos ellos, casi podría decirse que para cualquiera, la tensión y grave preocupación de los caminantes de aquel sendero perdido entre los bosques más boreales del país peninsular, hubiera resultado fácil intuir el creíble miedo de fúnebres alas de erebo que revoloteaba sobre las cabezas del matrimonio como un manifiesto augurio.
Sólo aquellos que como Mario e Isabeliña habían atravesado aquel bosque con las promesas contrarias a imposibles de la vieja retumbando en sus tímpanos podrían haber comprendido la terrible confrontación fraterna de los sentimientos de los esposos. Lo cual, no ampliaba excesivamente el círculo de comprensión, ya que en su mayoría, aun siendo la frontera débil, las gentes buscaban en la bruja soluciones a sus males físicos, más cercanas a una medicina muy rudimentaria que a la hechicería. Sin embargo, existían las excepciones, como en cualquier principio o regla; los grupos humanos no admiten fácilmente axiomas, quizá el único sea el de la muerte segura.
Y, obviamente, dentro del conjunto exento de lo común se encontraba el matrimonio. Intentando convencerse falsamente de lo apropiado y conveniente de su pretendida ignorancia, lejana y cómoda, fingiendo hipócritamente no saber que sucedería, procurando esconder del ímpetu más implacable de los remordimientos la verdad innegable de su interpretación de los hechos, queriendo obviar que resultaba harto evidente que si Isabeliña no había podido ser madre, que si el matrimonio no podía concebir de modo natural, que si el semen de Mario no había preñado a su esposa, entonces, el bebé que la bruja les había prometido tenía como implicación que algo siniestro, malvado, oculto y desconocido obraría de padrino.
Simplemente no querían creérselo.
Necesitaban no creérselo.
En un principio porque el deseo de convertirse en padres era demasiado fuerte, más tarde porque, una vez pudieron entrever los aspectos más oscuros de sus anhelos, ya no quisieron encontrar el coraje necesario para dar marcha atrás. Visto desde la perspectiva farmacológica habían desarrollado tolerancia, cada vez necesitaban una dosis mayor, se dopaban con una credulidad fingida de la que dependían a fin de relegar al subconsciente más profundo, casi reprimido, que habían empezado a temer lo que con tanto amor y cariño habían deseado. Como el adolescente enamorado que muere por ser correspondido y prefiere olvidar lo banal y humano de la mujer que ama, a la que imagina irreprochable, inmaculada, cercana a la gracia divina hasta que ella le habla al fin y de golpe debe admitir, en un sólo instante, que se había estado engañando.
Para ellos era como había sido para la mujer de melena azabache, terriblemente asustada, que en aquellos mismos momentos apretaba con fuerza los dientes en la escasa luz de la cabaña de la meiga mientras esta entonaba extraños susurros nasales arrojando al fuego finas capas de cebolla sobre las que palabras ilegibles, de signos cabalísticos, habían sido escritas con una tinta oscura y de mala calidad que se había emborronado al instante obliterando el significado de los símbolos inscritos.
Su cabello negro se pegaba en remolinos sudorosos a su frente sonrosada y el terror del arrepentimiento afloraba tras lo más oscuro de sus ojos castaños, hasta aquella noche de invierno, vibrantes y alegres, llenos de esperanzas incluso en la adversidad.
Aquella noche, en aquel lugar escondido, en aquel bosque hubo dos nacimientos. Un bebé sonrosado y gritón fue uno de ellos, el otro, un dolor hondo y tremendamente amargo que enraizó en el corazón de la mujer de pelo de antracita como un parásito infecto que se presta a robar la vida del huésped con el fin único de medrar para reproducirse y asegurar una ingente descendencia dispuesta a cobrarse nuevas víctimas.
«Ea, non te apures, terás o que queres, ea, il casará cotigo…». Le había dicho la vieja con la seguridad implícita de la soberbia que la caracterizaba, limando el aire con su voz rasposa. Esa había sido la promesa de la meiga y por tanto la esperanza de la joven de cabello negro como el carbón. Y, como el matrimonio que caminaba hacia allí, ella no había querido admitir bajo ningún concepto que quizá la bruja se equivocaba, la ilusión del deseo coartaba la simple posibilidad de admitir el error o la ineficacia de la vieja. Como los jóvenes esposos la mujer de pelo azabache permitió que la realidad quedase alojada en el sótano de la fantasía en un colchón blando e incómodo al lado de una ruidosa caldera chirriante donde cada sueño, escaso y perturbador, se convertía en una pesadilla de innegable horror en la que los ojos se agitaban revolviéndose como la cola del pez que boquea fuera del agua antes de morir asfixiado.
«Ea, fai que il beba isto» le había insistido la bruja.
Su cabello de noche sin luna se agitaba con cada contracción y ella intuyó lo que iba a pasar. Al girar el rostro y ver a la bruja agazapada sobre la lumbre se sintió como el cochero de la calesa fúnebre que al volverse ante un sonido extraño al borde del camino al cementerio distingue el diluido fantasma del muerto atravesando la tapa del ataúd labrado austeramente, como una fachada herreriana, guardada por cuatro plumeros de avestruz tintados de negro humo. (De los caballos que tiraban del carruaje uno se llamaba Miedo, el otro Odio. Ambos eran tan oscuros como una noche encapotada de invierno y en sus pelajes se adivinaban las marcas inequívocas de una sarna feroz).
Un fuste de hielo, indecente, violó su espina dorsal encogiéndole la espalda en una convulsión que se entremezcló con la tensión que brotaba desde su cuello uterino que luchaba por dilatarse. Fue un escalofrío tenso que ascendió impetuosamente hasta la base de su nuca elevando su pecho y apretando las escápulas contra el suelo de tierra pisada, cubierto malamente por la burda manta de estopa que clavaba mil y una fibras bastas en su piel sudorosa, irritándola.
La picazón de sus omóplatos y la curvatura de su espalda.
No era la primera vez que sentía algo similar, no, era parecido a aquellas noches en las que tumbada sobre la paja del establo le había concedido a aquel
(bastardo, mal nacido, ¿cómo pude…?).
que era el objeto de sus sueños la llave de su alcancía.
No, no era la primera vez que sentía algo similar y sí, había entregado cuanto una mujer de su posición podía entregar.
Maruxa, Maruxiña da Comba, con sus ojos castaños como las tardes olvidadas de otoño, que parecían del pardo húmedo de los mármoles travertinos labrados por los escultores transalpinos del renacimiento, y su pelo, tan negro, que parecía obrado por algún avezado maestro orfebre que se ganase la vida vendiendo sus joyas a los peregrinos a su paso por la Rúa da Acibecheria, en la fachada norte de la Catedral de Santiago de Compostela donde aquellos dejarían sus ropas ajironadas ante a cruz dos farrapos y se asearían antes de penetrar en el templo.
El sudor cuajaba en su cuello dijes de alabastro.
Maruxa, Maruxiña da Comba, había dejado de ser niña para ser mujer como todas las jovenzuelas de su tiempo, demasiado pronto como para comprender las responsabilidades que se le suponían, demasiado tarde para dejar de jugar con sus muñecas de trapo y vestiditos de lana tejida.
Y, Maruxiña se había enamorado, perdida y profundamente, sin importar demasiado si era ya una mujer o no. El amor había escarbado en lo más profundo de su corazón un cárstico laberinto de infinidad de túneles decorados una y mil veces con el tímido retrato rupestre del hombre que se aparecía en sus sueños llevándola al altar, vestida de un blanco que sólo podía compararse al de los cristales de hielo de las nubes más altas, allá en la cima del horizonte, donde los sueños se convierten en realidad.
Se había enamorado como sólo las jovencitas apasionadas pueden, de una figura lejana y desconocida, del aura y significado implícito de un hombre, un muchacho, al que no conocía más que de lejos, de verlo en algún baile, en alguna fiesta de verano, sin saber las inquietudes o los anhelos que él podía tener, sin entender las pretensiones o aspiraciones que él podía esperar.
Sin embargo, así se enamoran las chiquillas adolescentes, de un reflejo difuso e indeterminado que saben idealizar hasta límites insospechados.
Maruxiña, había quedado prendada, pero, como ella no quería limitarse a soñar con un futuro lleno de virtud y beneplácito, como ella quería asegurarse el corazón de aquel al que amaba tan profundamente había ido a ver a Berta, la meiga, porque quién sino ella, la bruxa, la güixa, podía conseguir, con sus bebedizos y pócimas, con sus conjuros y cánticos, que el rico y hacendado, el próspero y prometedor hijo mayor de Heladio Lema se enamorase de una pobre jovencita sin más tierras que las que se quedaban bajo sus uñas al recoger las patatas.
Sólo con la ayuda de la vieja, había supuesto Maruxiña, podía conseguir que Ezequiel la amase.
«Ea, pois traime uns cabelos dil, traimos e deixame uns teus. Ea, que hei de preparares una brebaxe que o vai namorar de ti.». Le había dicho la bruja con su voz áspera, entrechocando las palabras con aquellos labios de cuero viejo engarabatados, en aquel gesto que pretendía ser una sonrisa. Y, obviamente, Maruxa, a pequena da Comba, había revuelto cielo y tierra para conseguir unos cuantos de los cabellos trigueños del, por aquel entonces, joven primogénito de la saga de los Lema. Maruxiña había cortado y recogido el trigo de la siega, había lavado arrobas de ropa en el agua fría del río, había enriado ferrados de lino para tela, había trabajado de sol a sol para ahorrar las cinco pesetas de patilla que la criada del pazo le había exigido a cambio de unos cuantos pelos del joven Ezequiel recogidos de entre los pliegues de la almohada del señorito.
Cinco pesetas sobadas en las que la efigie de Alfonso XII lucía, a la imagen de Francisco José I emperador de Austria y rey de Hungría, primo de su mujer María Cristina de Habsburgo y Lorena, unas enormes patillas propias de la moda de la época, que curiosamente sobresalían llamativamente del listel, borde, de la moneda por el seguro despiste de un grabador adormilado. Y, con ese pequeño tesoro, Maruxiña podría haber comprado tres kilos de carne, o cuatro de azúcar o media arroba de pan, sin embargo, no dudó al entregárselo a Basilia, una mujeruca delgada como un arcabuz, tan escasa de carnes y cenicienta de piel que parecía una sardina enlatada, que limpiaba y aseaba las dependencias del pazo por un escaso jornal. Aquella cetrina sirvienta se había cobrado más por el silencio que por el trabajo de encontrar unos cuantos cabellos del señorito Ezequiel, pero, a Maruxiña, que confiaba en los supuestos poderes de la meiga, el precio no se le antojó excesivo si con el esfuerzo de unos días podía asegurarse el amor del hombre que hacía se estremeciera hasta la última de las fibras de su cuerpo.
Y, un solemne juramento de que aquel bebedizo no era venenoso y otras dos pesetas, en una moneda de plata acuñada por el gobierno provisional de la primera república, habían sido el coste impuesto por Basilia, cimbreante como una pica de Flandes ante el brillo gastado de las moneda, para que se comprometiera a conseguir que el joven primogénito de la familia Lema bebiese diluido en el vino de la comida unas gotas del brebaje que la vieja bruja había preparado machacando los cabellos de la una y del otro y añadiendo quién sabía qué curiosas mezcolanzas e ingredientes. Ezequiel debía ingerir el bebedizo justo unas horas antes de que empezase la muiñeira, celebración de las primeras cosechas, para que así, cuando Maruxiña se acercase tímida al muchacho este cayese rendido a sus pies.
Puede que fuese por la gracia (o la culpa) del potingue que la asustada Basilia vertió con cara de asco ante el profundo olor en la jarra de vino asentada sobre la inmensa mesa de mármol de la amplia cocina del Pazo de Lema o puede que simplemente se tratase de que una vez ganada la confianza los encantos propios de la joven Maruxa da Comba fuesen suficientes. En todo caso, aquella noche, mientras el primer grano del otoño era triturado por las piedras del molino Ezequiel bailó al compás de seis por ocho de las gaitas y tambores con la emocionada Maruxiña. No sólo eso, sino que, muy atrevido y pícaro, la acompañó hasta las cercanías de la casucha de la familia da Comba, en la esquina suroeste del pueblo, un poco antes que la de Lamas.
Más aun, no sólo la acompañó aquella noche, haciendo que el corazón rebotase en el pecho de la joven como un potrillo desbocado lanzado a la carrera, sino que se brindó a cortejarla con toda la caballerosidad de un señorito bien educado, cogido el sombrero en la mano temblorosa y prendida la raya del pantalón en unos dedos sudorosos. Y, la cortejó, lo hizo hasta que la primavera anunció su llegada con el deshielo de las montañas y el calor en el aire de las mañanas. Tanto la quería que cuando abrían las primeras flores en las cornisas del valle la invitó a conocer el pazo de la familia y a presentarla formalmente a su padre Heladio y a rogar su beneplácito para un casorio.
Maruxiña no cabía en sí de gozo.
Él la amaba.
Ella le amaba.
El bosque brillaba por la primavera naciente.
Su sueño se cumplía.
Pero, lo que Maruxiña no sabía es que las únicas dependencias del pazo que Ezequiel tenía la intención de mostrarle se reducían al pajar anexo al establo y que los únicos miembros de la familia Lema que pensaba presentarle eran las vacas de la lechería.
Pero, Maruxiña le amaba y confió en él, le quería y se dejó llevar, le entregó su cuerpo y su alma, soportó sus mentiras sin querer darse cuenta de la verdad oculta en la bragueta del joven, soportó sus abusos sin reproches, dejó que él disfrutase de su cuerpo y ella gimió para complacerlo, disfrutó sintiendo como la penetraba, no por el placer que pudiera proporcionarle, pues Ezequiel no era amante capaz de aguantar demasiado antes de que la flaccidez le arrebatase sus ansias viriles, sino porque el contacto de la piel del hombre, su hombre, hacía que se estremeciese ante la inmensidad del amor que se profesaban. Porque para la joven era aquel un amor ansiado y deseado, profundo y verdadero, real y maravilloso, incomparable y deslumbrante; era un amor sin igual que sólo podía ser sincero.
Ella se contentaba con saberle feliz a él, con saber que podía hacerle feliz, gracias a su cuerpo, o a lo que fuese, para ella verle satisfecho era el mayor de los bienes, nada podía ser mejor.
Pero, en cuanto faltó la primera regla el encanto del maravilloso amor mil veces prometido se rompió.
La repudió.
La obligó a no volver.
Incluso la amenazó si es que se atrevía a levantar rumores en el pueblo.
Se limitó a ofrecerle, con un gesto de desprecio y hastío, cuatro piezas de veinticinco pesetas. Mirándola por encima del hombro, con la suficiencia implícita a su posición social. Rebajando cruelmente la importancia de los sentimientos bienintencionados de la muchacha.
Se sorprendió sólo en parte, consciente de que había vivido alimentándose de esperanzas, la indignidad no pudo adelantarse a la revelación sumisa. Luchó contra el llanto y pretendió mostrarse airada, indiferente, pero los ojos vidriosos y los párpados trémulos la delataban.
Ella tiró las monedas al suelo, escupió, se dio media vuelta.
Echó a andar.
Él no se inmutó.
Se inclinó para recoger las monedas.
Caminó mansamente, lágrimas biliosas rezumaban amargor en los valles de sus mejillas, alejándose sin mirar atrás para no ver la figura agachada de Ezequiel buscando las monedas de oro, grabadas con el perfil de Alfonso XII, entre los hierbajos del borde del camino. Los pedazos de su corazón roto entrechocando a cada paso, sonando como el cascabel de un crótalo venenoso que advierte antes de lanzarse al ataque.
La falta de opciones, la vergüenza o los rumores no fueron lo peor. No, lo más doloroso fue saberse abandonada.
Incongruentemente, con el único aval de su amor desmedido y sinsentido ella admitía en su fuero interno que habría sido capaz de perdonarle, que si él se lo hubiese pedido ella se hubiese entregado, que sería capaz de disculparle, que no tenía tanta importancia. La dignidad y el orgullo eran meras comparsas, ella le amaba y esa era una disculpa eterna e insustancial pero, suficiente.
Sin embargo, él no se disculpó, no intentó hablar con ella y los días pasaron con el regusto a hiel escondido en el cielo del paladar.
Tras un mes de dudas en el que no supo como enfrentarse a la situación, entendió que no le quedaba más remedio que buscar en el supuesto cariño y comprensión de sus padres un posible apoyo y sustento a su desdicha. Se convenció de que contarles la verdad era la mejor solución y que ellos tolerarían lo sucedido. Además estaba segura de que una vez el niño, o la niña, naciese Ezequiel lo reclamaría como suyo y le daría sus apellidos, así se lo repetía a sí misma, una y otra vez, como las avemarías piadosas de la vieja chismosa que reza encogida ante el crucifijo que corona el altar humilde de una iglesia de pueblo.
Así, por fin, una noche reunió el valor suficiente y durante la cena, sin levantar la vista de las hojas de col que bailaban en el cuenco de caldo que revolvía una y otra vez con la cuchara de palo, abrió la boca para arrepentirse al instante.
Su padre estalló en cólera, puso el grito en el cielo y usó todos los sinónimos de ramera que su escaso vocabulario de pueblerino le permitió.
Su madre lloró mansamente, avergonzada y con la cara escondida en el mandil prendido en las manos.
Fue como cuando era niña y se escondía bajo el hórreo en las tardes de tormenta aterrorizada ante el imponente rugir de los truenos, temblando de miedo, con la espalda apoyada en una de las cuatro pilastras abujardadas, rematadas todas ellas en una curiosa revuelta que impedía a los roedores alcanzar el grano almacenado. Sin embargo, no todo acabó con el arco iris tendido sobre las faldas de las montañas y el sonido de la tormenta alejándose. No, fue a peor.
Fue a peor cuando su padre quiso, exigió, se empecinó en conocer el nombre del desgraciado que había preñado a su hija. Fue mucho peor, porque ella, presa del miedo, temerosa por la reacción de su padre y la vida de Ezequiel, defendió a su amado, aún amado, tercamente, negándose a revelar la identidad del padre del bebé que se gestaba en sus entrañas.
Ante su mutismo su padre enfureció aun más, la abofeteó, gritó, chilló, la zarandeó y preguntó, palpitando las venas de su cuello, hinchadas, hasta quedarse sin voz cuál era el nombre del hijo de perra que había deshonrado a la familia.
Pero, Maruxiña nada dijo, se negó rotundamente a dar explicaciones y mucho menos a proporcionar a las ansias de venganza de su padre el nombre de un objetivo. Y, como incluso en los peores momentos las agujas de reloj avanzan impertérritas, la noche pasó, entre sueños desvelados, para rendirse al amanecer de un nuevo día.
Tal y como llegó aquella mañana llegaron otras y la muchacha continuó preservando la incógnita del nombre del padre de su hijo, de su amado, (que correría en su ayuda cualquiera de esos días, a más tardar con el nacimiento de su descendiente, se repetía ella una y otra vez). Y, su padre, cuando la curvatura del vientre de la muchacha se hizo evidente pretendió obligarla a marcharse a la capital, ingresar en un convento y tras haber abandonado al niño en el orfanato ordenarse para no volver jamás a pisar el pueblo, porque para él, ya no quedaba más opción que condenar a su propia hija a un destierro forzado que permitiese hacer olvidar a las gentes del lugar a medida que pasasen los años.
Pero, Maruxiña da Comba, no estaba dispuesta a abandonar a su retoño, bajo ningún concepto. Así que, huyó.
Huyó y buscó refugio en la única persona a la que podía contar todo lo ocurrido y que quizá se prestase a ayudarla.
Así en una noche del verano imberbe de aquel año, uno de los últimos años del siglo, con una lluvia de gruesas gotas que engalanaba los campos y reverdecía las cosechas se encontró con la sonrisa retorcida de la bruja a la puerta de su chabola contrahecha en los bosques del norte.
Y, ahora, llegado el otoño, con las primeras contracciones haciendo vibrar su útero le debía meses de comida y cuidados, meses de enseñanzas y la estrambótica ayuda para un parto que se alargaba demasiado.
Se había condenado.
La deuda generaba intereses y su descendencia sin apellidos llamaba a las puertas del mundo de la Galicia profunda del ocaso del siglo XIX.