El bosque desmochado del invierno tardío avanzaba engullendo a los caminantes o quizá, más bien, las dos siluetas difuminadas por la noche buscaban su refugio.

La luna, apenas creciente, casi nueva, Atenoux, corría a esconderse tras el horizonte justo siguiendo la estela de la constelación del carnero, Beli. Comenzaba el primero de los días tras el solsticio, a sólo dos jornadas para estrenar el mes de Beth, aquel del abedul de blanca corteza, árbol símbolo de pureza, de azucarada savia viscosa que debía ser recogida por los druidas a lo largo de las dos cuasi quincenas lunares del mes y una vez fermentada serviría como licor durante la celebración del equinoccio vernal.

Sin embargo, para las dos figuras que se movían entre las sombras del bosque caducifolio de las montañas del septentrión ibérico no existía comprensión alguna respecto al significado celta del momento, para ellos, era tan sólo una de las últimas noches del último mes de uno de los últimos lustros del siglo diecinueve.

A su criterio, simple y llano, se acercaba la navidad, nada más.

Claro que, ninguno de los dos podía intuir la terrible ceremonia de sangre en la que se iban a ver obligados a intervenir, quizá entonces hubiesen tenido más fe en la magia.

O quizá, simplemente, hubiesen dado media vuelta y puesto tierra de por medio.

Hombre y mujer, agarrados de la mano, caminaban encogidos por el frío entre los parches de nieve que tapizaban el suelo del enorme robledal centenario adivinando a la luz de la antorcha que el varón portaba el camino que debían seguir, tarea que, sin duda, hubiese resultado imposible de no ser por la cierta familiaridad que habían adquirido en anteriores viajes, pues no sólo la noche sin luna privaba de referencias visibles, sino que la inquietud que los atenazaba quebraba su capacidad de orientación debiendo dejar a los retazos de la costumbre la calidad de guía.

Él, un poco adelantado, aminoró el paso buscando con la mirada la vía a seguir. Era un hombre joven, delgado como un mimbre, y con un rostro anguloso contraído, torturado por un gesto de preocupación. Ella se detuvo por completo y un escalofrío sacudió su cuerpo como la hoja de metal vibra a cada martillazo sobre el yunque.

—Regresemos, deberíamos regresar… siempre podemos escapar… sí, podemos marcharnos sin avisar a nadie y… —sus ojos verdes miraban fijamente la nuca del hombre, que no se había dado la vuelta— nunca nos encontraría, basta con que nos vayamos con lo puesto —bolsas cargadas de cansancio y dolor colgaban de sus párpados inferiores como la preñez maldita de la desesperación— podemos conseguirlo, estoy segura. No… no quiero seguir adelante con esto, —lágrimas brillantes al frescor de la noche aparecieron sobre sus pestañas y bajó el rostro avergonzada— no quiero perderlo, pero, no me atrevo… es injusto, no es nuestro. —Dijo ella acariciando su abultado vientre por encima de la tela basta del amplio abrigo marrón.

—Te estás engañando —contestó él sin volverse, con una voz llena de hastío ansioso e impaciencia cansada al mismo tiempo— aunque nos marchásemos sabes de sobra que nada podemos hacer por él o ella… Si… Si no seguimos adelante está perdido… Y nosotros también. —Continuó, girándose y queriendo señalar con la barbilla el abdomen hinchado de la mujer—. No te das cuenta de que si no cumplimos nuestra parte del trato ella no nos lo perdonaría jamás, nos lo haría pagar muy caro.

—A lo mejor…

—¡Ni a lo mejor, —interrumpió él elevando el tono de voz— ni a lo peor!, sabes de sobra que aunque nos vayamos su mal nos perseguirá y al final no tendremos nada… —suspiró cansado y soltando su mano de la presa de la mujer la alzó hasta el mentón de ella obligándole a mirarle a los ojos—. No tenemos opción y lo sabes, ella lo dejó muy claro —dijo señalando ahora la espesura con un gesto vago de la antorcha— lo sabes desde la primavera.

—Pero, pero…

—Vamos, no hay más que hablar.

La mujer sollozó, se limpió el agüilla que pendía de las fosas nasales con una mano y echó a andar tras su marido con pesadez, abriendo mucho las piernas y apoyando los pies con los dedos hacia fuera, acariciando su vientre preñado, o no, con la mano libre. Odiándose un poco más intensamente con cada paso por estar allí de nuevo a pesar de haberse prometido a sí misma más veces de las que sabía contar que no volvería jamás a recorrer aquel camino.

Sin embargo, en la eterna excusa propia del que no quiere darse cuenta de su debilidad la joven mujer no quiso admitir, ni siquiera en su fuero interno, que hacía ya más de un año había recorrido aquel mismo sendero, por primera vez, a plena luz del día con el corazón lleno de alegría y una sonrisa sincera en el rostro sin más cuitas que el nombre que habría de ponerle a su futuro hijo.

Calero era un buen nombre, como el abuelo.

(Y, si es niña, Isabel, como yo).

Les habían dicho que ella podría ayudarles, siempre entre rumores y chismorreos.

Todo habían sido habladurías y aquellos, pocos, que quisieron contarles algo concreto lo hicieron siempre en voz baja, poniendo como sujeto principal de la acción a algún conocido o pariente lejano, incluso cuando era evidente que era el propio narrador el favorecido (o perjudicado) por los hechos relatados. No contaban, pues, más que con rumores insustanciales y el arraigado convencimiento incomprensible de la fuerte tradición. Sin embargo, habían concedido crédito a los prodigios, pues tras las decepciones quisieron engañarse por lo sugestivo de la idea negándose a admitir lo que la naturaleza se había empeñado en demostrarles. Habían acudido esperanzados tras largos meses de intentos sin fruto aun a pesar de la fogosidad propia de los recién casados.

Cuando llegaron al lugar la tarde temprana del otoño aún brillaba sobre las hojas secas que todavía pendían de las ramas de los enormes robles.

Era un otero al nordeste del pueblo, por encima de la falda de los picos erosionados que rodeaban al villorrio, a una hora de camino a paso vivo, siempre a través de bosques tupidos, muy cerca del nacimiento del regato de Lourido, un arroyo de aguas de deshielo, frías y bravas, afluente del río que movía el molino.

En principio, no distinguieron nada especial a parte de las grandes losas de granito que sabían les indicaban que era ese el sitio correcto. Sólo cuando prestaron atención se dieron cuenta que tras los restos del dolmen, una techumbre de ramas había sido entretejida entre unos cuantos de los gruesos troncos de los robles del bosque.

La cabaña, en efecto, medio oculta por los restos megalíticos, medio escondida por el propio bosque, se apoyaba en una de las piedras del lugar sagrado haciéndola servir de extraño pilar para sujetar dos de las fachadas, dando lugar a una planta pentagonal, los cinco paupérrimos tabiques eran meros amasijos de lascas de pizarra, cantos de granito, ramas y barro seco.

El gigantesco dolmen, mesa en su etimología bretona, estaba formado por una docena de gigantescas losas de roca, granito de dos micas y gneis, conocido este último por las gentes del lugar como olio de sapo, repartidos casi por igual en el número de piezas. Todas ellas arrancadas al Macizo Hespérico, producto de la Orogenia Hercínica del convulso período paleozoico, cuatro mil años antes del nacimiento del mesías judío por los pueblos del noroeste peninsular. La mayor de ellas, dispuesta a la altura de un hombre adulto servía como cubierta, con unas tres varas de ancho y cuatro de largo. De las otras once, ocho servían de apoyo a la techumbre de piedra, y aunque las alturas no eran iguales el ángulo en el que la losa superior se apoyaba no suponía una pendiente de más de un par de pulgadas de un extremo al otro. Las tres restantes, de variada longitud, daban consistencia al cierre poligonal del dolmen dejando entre dos de las mayores una apertura de un par de codos de ancho, por la que un hombre corpulento entraba sin problema, orientada hacia los riscos erosionados del naciente. En el interior, con un suelo de tierra pisada, algunos petroglifos espirales decoraban las piedras, tal vez símbolos de los ciclos concatenados en continua expansión, probablemente como interpretación mística del eterno giro de las estrellas alrededor de la polar.

La choza anexa, orientada la entrada al norte, de planta un poco mayor que la del túmulo de enterramiento celta tenía una cubierta cónica de ramas variadas y materia vegetal acumulada, dispuesta de modo tal que una apertura coronaba el ápice haciendo las veces de chimenea. Tiro por el que una estela de humo oscuro de leña verde se elevaba tranquila a la tarde moribunda impregnando el ambiente de un olor ácido, indefinible, muy peculiar.

Una vez allí ambos dudaron sobre qué se suponía debían hacer, precisamente sobre ese punto no habían sido instruidos, a fin de cuentas, no tenían casi nada claro como suele suceder cuando la idea concreta que uno se hace de algo está basada en simples chismorreos, sólo la ilusión ignorante y el bolsón de cuero curtido que el hombre llevaba sujeto con una eslinga que le cruzaba el hombro izquierdo a modo de zurrón.

Él, visiblemente más nervioso que ella, se giró encogiéndose de hombros al tiempo que la miraba a la cara con un gesto inocente que preguntaba implícitamente. Como contestación sólo recibió un ademán similar, por lo que echó a andar hacia el dolmen.

El lugar desvelaba un extraño halo de inquietud, avalado por un cierto enrarecimiento del ambiente que la razón se hubiese empeñado en achacar al humo procedente de la cabaña y la intuición hubiese atribuido al misticismo mágico del emplazamiento. De algún modo difícil de concretar los sentidos se agudizaban y el vello tendía a erizarse, aunque también podía haberse simplificado la sensación en la simple ansiedad que ambos cargaban sobre sus espaldas dado el discutible motivo que los había conducido hasta allí.

Dieron unas cuantas vueltas alrededor del extravagante complejo sin distinguir un alma y como la prudencia les indicaba que entrar en la choza, cuya única puerta consistía en un desbastado armazón de trozos de madera, no era quizá el mejor modo de presentarse como visita, o al menos no el más educado, fueron a parar sin que hubiesen sabido explicar porqué a la boca del dolmen. Donde sus ojos hubieron de esforzarse por penetrar en el juego de claroscuros que conformaban las sombras propias de las laxas de piedra y los rayos de luz que entre los resquicios de estas reflejaban millares de partículas de polvo, tierra y polen como las burbujas de aire atrapadas en los remolinos del río.

Ea, e logo xa non é coma debía de seres, a aqueles que están máis alá da vida non saben os de lonxe que o respeto é debido, —sonó ronca, una voz gastada por los años, a sus espaldas— xente nova e leña verde todo e fume.

La pareja se giró asustada, buscando cada uno la mano del otro, con el corazón en la garganta, para encontrarse con una anciana encorvada de rala melena blanca y alborotada. Probablemente de joven no hubiese llegado, de mirar al frente, a ver por encima del pecho de un hombre mediano, y ahora de vieja con la espalda retorcida como la lasca de corteza húmeda que se arroja a la hoguera llegaba escasamente a una vara de alto. No usaba más ropa que un gastado vestido negro, sin mandil o paño para la cabeza, y el oscuro color desvaído de la sencilla prenda resaltaba una palidez azulada que se extendía por su rostro como una mancha de aceite sucio, sus manos retorcidas las coronaban unas largas uñas cetrinas llenas de mugre, adquiriendo el tono de los viejos panales yermos ya de miel. Su piel blanca, escamosa y llena de lunares de un marrón aterciopelado, formaba colgajos cuarteados en los antebrazos y en el cuello como las ristras de baba que penden de los belfos de los perros de caza cuando huelen el rastro. Sus ojos eran de un castaño tan abisal que a no ser que uno prestase especial atención apenas se podían distinguir pupila e iris.

Hombre y mujer la miraban estupefactos (intimidados, hubiese explicado la atribulada muchacha).

¡Se de falares non sabedes, e de respeto polos mortos non entendedes, tanto mellor seríavos marchar e olvidares como chegar! —Dijo la vieja raspando el aire con su voz de lija, a tono con las protestas de los felinos cuando se les atasca en la garganta una bola de pelo.

—Perdón, —reaccionó, al fin el hombre—. Doña Berta, verá es que como no vimos a nadie pues… Bueno, verá, somos Mario e Isabeliña… usted conoce a mi madre, Mariana… —La vieja le miraba indiferente, dando a entender que aquello no tenía demasiado importancia—. Eh, nos gustaría… —Continuó él—. Bueno…

Ea, se son negocios o que ronda na tua testa —interrumpió la vieja— mellor será que pasedes onde o lume. —Y se echó a andar renqueando con la clara intención de rodear la choza hasta la entrada.

Mario e Isabel, tras una mirada cómplice, apretando con fuerza las manos se sonrieron tímidamente, como excusándose el uno a otro por la rudeza de la anciana y caminaron tras ella con una inercia indecisa.

En el interior del cobertizo la mortecina luz de una fogata, en el centro de la estancia, justo bajo la apertura de la techumbre danzaba macabra al son de un canto mortuorio silenciado. Esta y el escaso hueco dispuesto para la salida del humo, enlazado sobre un poste central que soportaba la carga de la cubierta, eran los dos únicos puntos de luz de la curiosa vivienda, guarida, pensó Mario de modo tal que sombras titilantes engullían avaras las paredes de la cabaña escondiendo lo que le parecieron multitud de estantes, sobre los cuales, se apilaban montoneras indefinibles de las que, estaba seguro de ello, no quería conocer sus elementos.

La vieja se entretenía echando al fuego unas cuantas ramas secas y acomodando en unas brasas apartadas un cazo renegrido lleno de un líquido oscuro y espeso. A medida que los ojos de él se fueron acostumbrando a la oscuridad pudo distinguir cuencos y vasijas de barro, escarpias trabadas bajo los estantes de las que colgaban pieles secas y bultos precariamente envueltos, en su mayoría todo estaba voluptuosamente cubierto por ligeras telas de araña de un plata oxidado que flameaban a los remolinos de aire cálido que ascendían desde la lumbre que cobraba fuerza.

El suelo era, como no podía ser de otro modo, de simple tierra pisada, y no muy bien nivelado. En él, como por los estantes, aparecían multitud de objetos, saquitos de cuero, cacerolas, bultos indefinibles, pieles enrolladas de animales que no pudo distinguir e incluso una enorme marmita boca abajo.

A un lado de la hoguera un taburete de tres patas y poca altura, a cuya izquierda descansaba a modo de cementerio abandonado una cesta de cintas de castaño de un palmo de diámetro llena a rebosar de lo que parecían huesos de pájaro, recibió a la vieja. Quedando libre, se entiende a los visitantes, un humilde banco corrido de madera ahumada donde tres personas no muy corpulentas podían acomodarse, y así lo hizo la pareja intentando disimular su curiosidad por las cucharas de palo, probablemente boj, las hierbas colgadas a secar, quizá hierbabuena, belladona, llantén, artemisa, aro y saúco, los hongos en láminas desecándose, puede que agáricos, amanitas, lacarias, clitocybes y tricholomas y el cazo sobre las brasas que comenzaba a humear. Entremezclados los remedios y los venenos, el bien y el mal, todo en su conjunto conformando el oscuro reino de la misteriosa vieja de melena aciaga a la que los años (o los horrores) habían privado de color.

En el poste central un hatajo de plumas de cuervo se rozaban unas con otras en medio del humo que se elevaba turbulento desde la hoguera, casi bajo su vertical perfecta, producían un rumor sesgado que parecía volverse rítmico al compás del crepitar de las brasas, en un acompañamiento indeciso que hubiese servido de perfecta inspiración para la tétrica tocata en re menor del maestro del contrapunto nacido en Turingia trescientos años antes.