La última de las casas del pueblo, alejándose del río, era la de Manuel, Manolo, Lolo Lamas. No era de las más grandes, descontando, claro, el enorme Pazo de Lema, y tampoco de las más pequeñas, ni de las más viejas, ni de las más nuevas, en cierto modo era algo así como el mismo Lolo, una más, uno más, entre tantos. Salvo, quizá, por una diferencia, Lolo podía con justicia pensar que la segunda de sus hijas, Antoniña, era la más bella de todas las mozas de la comarca, casi se podía decir que de toda Galicia, como le gustaba presumir a su padre.

Lolo medía poco más de vara y cuarto, o como a él le gustaba decir: «algo máis dunha vara máis un pe e máis un furco». Tan ancho de hombros y recto de caderas que su silueta parecía un arco de medio punto trazado por un mal arquitecto, era fuerte como un toro y tan bueno como el pan recién hecho, con una sonrisa que siempre iluminaba su rostro curtido y un inocente sentido del humor se mantenía de continuo a punto para añadir a cualquier frase un comentario simpático con un brillo de sincera felicidad en sus ojos avellana. Apenas llegaba a los cuarenta y llevaba casi media vida casado con una menuda mujer de tímida expresión a la que adoraba como el rocío al alba, sin que, a pesar de quererla tanto como la quería le faltase amor y cariño para repartir entre sus seis hijos, cuatro varones que ni el más incrédulo hubiese negado eran hijos suyos, tan testarudos, bonachones y robustos como el padre, y dos niñas, que por aquellos avatares del destino, a los que sin duda había que dar gracias, no se parecían en nada a Lolo, de tan delicadas y lindas como eran. Amalia, la pequeña de la casa, y Antoniña que era la mayor de las alegrías que la vida le había brindado al sufridor labriego.

Y, es que, si todo iba bien y las cosas salían como él se deleitaba imaginándolo el benjamín de la casta dos Lema, hijo menor de Don Ezequiel, terminaría por casarse con ella y asegurarse así un futuro lleno de comodidades y bendiciones, no sólo para la chica, sino también para toda la familia Lamas. Cosa que no dejaba de ser una esperanza un tanto difícil de consolidar, pues, sabía muy bien que el joven Alberte pronto habría de marchar a Compostela para estudiar medicina, derecho, historia, física (ou vai ti a saber) o alguna de esas cosas de ricos. Aparte del hecho más que probable que a Don Ezequiel no le pareciese correcto que su muy bien educado hijo fuese a rebajarse por el amor de una simple lechera. Porque, precisamente, a fin de alimentar sus esperanzas, eso había hecho Lolo. Conseguir que su adorada hija fuese aceptada para ayudar todos los días a ordeñar el inmenso hato de animales de las vaquerías del pazo, casi mil rixelos cundían para los dos pastores a cargo de llevar a pastar a los animales, o sea, casi cien vacas de fuerte pelo bayo, modesta cruz y robustas patas. Lo que, teniendo en cuenta los dos sementales que dormían en los enormes establos del pazo suponían una ingente fortuna de proporciones representadas por unos números que el pobre Lolo, casi analfabeto, no era capaz de imaginar, porque, como muy bien sabía, los cuartos no estaban en la leche, sino en la carne, y con semejante rebaño el número de terneros que al cabo del año se criaban para venderse en las ferias de ganado era de «manda carallo», como solía decir Lolo en la taberna.

Así que, esa mañana engalanada de niebla, cuando se despertó poco antes de rayar el día se sintió tan feliz como cualquier otro día, rebosante de su buen talante habitual. Sacó a su mujer del sueño con dulces palabras al oído, se vistió, despertó a los mozos entrando en su habitación, compartida por los cuatro, propinándole a cada uno un cariñoso coscorrón fingido y a la pequeña Amalia con una tierna caricia en la frente, contemplando el hueco en la cama dejado por la mayor, las dos hermanas dormían juntas en una cama de matrimonio con colchón de lana en la única habitación de la planta baja, entre la cocina y la pequeña zahúrda que sólo cobijaba un gorrino. Durante todo el proceso, incluso cuando se aseó malamente con el agua fría de la palangana de la cómoda de su dormitorio del piso superior, durante todo el proceso sonreía.

No podía ser de otro modo, no podía saber lo que había sucedido. Ignoraba que no mucho después estaría llorando. Llorando como un niño pequeño al que se le ha muerto el cachorro de suave pelaje y ojos inocentes.

Aquella madrugada, Antoniña, se había despertado temprano, como siempre, y había dejado la cama tras besar con ternura a su hermana menor, que aún se trababa al hablar con las palabras con demasiadas erres y que todavía se caía de culo cuando se apuraba al andar. Y, como su padre haría un par de horas después, na seguinte sorte como decían en el sur, sonrió, sonrió al pensar en la pequeña mirando con gesto somnoliento mientras preguntaba:

Niña —como siempre la llamaba— mañá lévasme a pena de redo… rebo… redobexoria, ¿lévasme?…

Reboxedoira; —había contestado, cariñosa, silabeando con calma—. Boenooo… levóte, pero, tes que dormirte, ¡xa! —Alzando tiernamente la tosca sábana para arropar a la pequeña.

Lo cierto es que poco, más bien nada, podía negarle a la dulce chiquilla de pelo eternamente revuelto. Por otro lado, una vez hubiese regresado de cumplir con sus obligaciones en el pazo y hubiese ayudado a su madre con las labores de la casa podía disponer de toda la tarde para salir a dar un paseo con su hermana y, sin duda, la pena de reboxedoira era uno de los mejores lugares para disfrutar de un atardecer de primavera.

Antoniña era una adolescente vivaracha, dispuesta y trabajadora que no protestó en absoluto cuando al nacer su cuarto hermano tuvo que dejar de ir a la modesta escuela rural que correspondía a la parroquia, que significaba caminar tres horas, entre ida y vuelta, para ayudar a mantener la humilde economía de la familia. Tampoco protestó cuando a tal fin quiso convertirse en aprendiz de costurera bajo las faldas de Sara Corredoira y su padre se lo negó para obligarla a aceptar el trabajo de lechera, que le impedía remolonear en la cama, que era mucho más sucio y peor pagado. Sin embargo, no le llevó la contraria a su padre y acató su voluntad displicente. Niña, como decía Amalia, nunca protestaba si su sacrificio significaba que de ese modo podía ayudar a que la familia malviviese de una forma un poco más digna, claro que, ella no tenía ni idea de que su padre había puesto tantas esperanzas en un supuesto matrimonio con el señorito Lema, pero, por supuesto no hubiese protestado si su padre le hubiese pedido (ordenado, quizá) casarse con aquel baboso de manos largas que en cuanto podía le pellizcaba el trasero con desdén y aire de superioridad, de hecho, Antoniña nunca se había quejado porque sabía que si lo hacía, lo más probable es que, Don Ezequiel la hubiese tachado de mentirosa prohibiéndole volver a trabajar en el establo.

Voluptuosa, de caderas altas y piernas largas la preciosa mujercita se acercaba más al canon de belleza que llegaría medio siglo más tarde, sin embargo, y aun a pesar de la ropa vieja y remendada, las manos ya endurecidas por el trabajo y el sencillo peinado que recogía su larga cabellera castaña en una humilde trenza sujeta con una cinta azul ya ajada resultaba, sin lugar a dudas, una joven extremadamente llamativa, de una sensualidad inusualmente atractiva.

Incluso con el amplio vuelo de la falda y lo laxo del blusón, su caminar discreto, fuera de lugar para una mujer que calzaba zuecos y no zapatos de anca de potro por una pasarela de París, como una de las glamorosas modelos, mannequins, americanas que en esos días llevó a la ciudad de la luz Jean Paotu; resaltaba la dulce curva de una cintura estrecha y de unos pechos generosos y firmes. Sus ojos, dorados como la miel de trébol, brillaban entre las pecas de su tez clara, siempre acentuada por el sano tono rosáceo de sus mejillas.

Tan linda porque de su padre no había heredado siquiera la menor semejanza física, de un corazón tan grande porque de su padre había heredado una bondad y paciencia casi infinitas. Por eso, y porque poco, más bien nada, podía negarle a la dulce chiquilla de pelo eternamente revuelto, le había prometido en la víspera a su hermana menor que la llevaría encantada a jugar en pena reboxedoira. Además, cómo iba a negarlo, a pesar de haber crecido, de que en su tiempo ya debía considerarse una adulta con obligaciones y que no quedaría soltera por más de un año, como máximo dos, a pesar, en suma, de tener el deber culturalmente impuesto de haber abandonado la infancia para ser adulta, a pesar de todo, a ella le seguía encantando la idea de acercarse hasta la gigantesca mole granítica de tan caprichosa forma.

Bastaba agrupar unas cuantas ramas verdes de retama, encajar unas en otras, buscando precisamente que lo tupido de la planta permitiese que el haz de ramallos de xesta adquiriese una consistencia aceptable y ya se disponía de un eficaz sucedáneo de trineo que colocar en lo alto de la inmensa mole del roquedal ígneo que coronaba el titánico caos de berrocal de los montes que se elevaban al este, a media hora de marcha, más allá del muro de cierre de la gran propiedad del Pazo de Lema. Así, con un improvisado amago de trineo y algo de valor uno podía atreverse a dejar que la gravedad hiciese el trabajo y tras un pequeño impulso y echando la espalda hacia atrás para contrarrestar momentos, la pena se convertía en un fantástico tobogán natural pulido por millones de años de erosión y miles de aventurados descensos en una costumbre que se perdía en la memoria de todos los pueblos circundantes.

Así que, aquella noche que habría de despertar bajo el manto difuso de la neblina, aliento de las hadas, que el alma del río liberaría al calor del día, Antoniña estaba contenta, a fuer de franqueza, siempre estaba contenta. No tenía más que una par de horas de trabajo sencillo, sin más preocupación que evitar las largas manos lascivas del señorito, luego, ayudar a su madre con las tareas de la casa y después de comer acompañar a su hermanita a pasar una tarde divertida mientras su padre y sus hermanos tenían que romperse el espinazo con la tierra o los escasos animales que la familia poseía.

Y, aquella noche moría herida por el alba cuando Antoniña salió de casa, dispuesta y animada, revolviendo con una mano de dedos largos que era, sin duda, demasiado frágil para la vida tan dura del pueblo, un mechón de pelo revoltoso que escapaba del pañuelo atado en la cabeza que recogía la melena brillante de la bella mujer niña.

Para no volver jamás.

Alberte, el señorito, el hijo del severo Don Ezequiel, la esperaba, como todos los días, tumbado en su enorme cama con dosel, aislado en su enorme habitación, dejando volar la parte más obscena de su imaginación mientras con su mano derecha, ascendiendo y descendiendo lentamente, con las yemas de los dedos se acariciaba el pene erecto.

Siendo benévolo, el benjamín de los Lema no era más que un adolescente inmaduro e impertinente con aires de grandeza y cabeza hueca. Un imberbe engreído que a pesar de haber sido expulsado del recién inaugurado Colegio de La Inmaculada, anexo a los terrenos que habían sido las huertas de la casa de la Inquisición en la ciudad sacra del apóstol, expulsado por incompetente, no se permitía reconocer su inutilidad sino que achacaba su fracaso a la escasa capacidad de los maestros, y así se lo explicaba al severo Don Ezequiel. Justamente gracias a ese nuevo fiasco podía permanecer en el hogar familiar disfrutando de un tutor privado que su padre había hecho traer desde la capital a fin de encauzar los estudios del menor de sus hijos, porque lo que Don Ezequiel tenía claro es que el escaso seso del chico no iba a impedirle estudiar la carrera de derecho para que así, junto al hermano que a punto estaba de terminar sus estudios en la escuela de veterinaria de León, pudiese asegurar a la vaquería un futuro prometedor. Claro que, Don Ezequiel no sabía, ni podía haber imaginado, lo que su hijo iba a hacer aquella noche.

Alberte, a la difusa luz de una vela sobre la mesilla de recargado grabado de estilo barroco, se concentró en la imagen de la dulce lechera, en la línea del canal de unos pechos que se adivinaba cuando al agacharse a por el cubo lleno de leche, el cuello del blusón caía una pulgada escasa y aceleró el ritmo de los movimientos de su mano derecha al tiempo que se asía el miembro rodeándolo con los dedos.

Sus labios se tensaron dibujando una línea quebrada prácticamente blanca que a cada movimiento, sacudida, de la muñeca temblaba como el rabo de la rata atrapada en el cepo por su codicia y gula.

Sus párpados cerrados se apretujaban formando pequeñas arrugas como las diminutas ensenadas del muslo celulítico de una ajada mujer de mal vivir que contempla con ojos vidriosos su pasado desperdiciado entre los gemidos de hombres demasiado cansados de sus mujeres para escuchar y demasiado sucios para no resultar asquerosos.

Sus pies se combaron retrayendo los dedos como la garganta del tuberculoso intenta en vano cerrarse a los sanguinolentos esputos con tropezones de bronquios desgajados de unos pulmones quebrados por la enfermedad.

Su ritmo respiratorio se aceleró dejando escapar entre los dientes sibilantes sonidos rasgados como los quejidos de las telas burdas que el violador rasga impaciente por cobrar su víctima.

Un sordo rumor se desprendió de su boca y todo su cuerpo se tensó.

La curva de las caderas de la lechera.

La tela abultada de la camisola sobre los pechos.

Y, limpió su mano sucia en las sábanas sin más miramientos ni preocupaciones.

Entonces, con la laxitud propia tras el orgasmo la idea surgió desde algún surco entre los dos hemisferios de su cerebro como el leviatán de enormes mandíbulas con semblante de juego de guadañas emerge serpenteando desde las profundidades pelágicas buscando el endeble jabeque zarandeado por las olas de la galerna.

Había llegado el momento, no podía conformarse con masturbarse cada día hinchando su pene más con sueños y deseos que con la sangre de sus venas ante la excitación del cuerpo desnudo de la muchacha. Era hora de actuar, además, ya había hecho cosas malas antes, grandes pecados inconfesables, no sólo eso, sino que hasta esa mañana nunca nadie lo había descubierto. Y, ¿no era el mal más atractivo que el bien?, ¿no otorgaba el mal más beneplácitos que el rígido bien predeterminado y limitado?

Sí.

Sin duda, no había por que esperar más, no era necesario, ella no lo rechazaría (cómo iba a atreverse), además podía presionarla con perder el precario empleo arguyendo que le contaría a Don Ezequiel cualquier mentira convincente y sino siempre quedaba un recurso, ¿verdad?

Se incorporó y al tiempo que se quitaba el camisón tirando del cuello de tela adornada con finos encajes de Camariñas, ya buscaba su ropa interior en el arcón al pie de la cama donde la servidumbre la había dejado, limpia y doblada, lista para el nuevo día del señorito. Se vistió apresurado, sonriendo entrecortadamente y permitiendo que su exaltada imaginación provocase una nueva erección palpitante que sentía vibrar en su entrepierna, ansiosa.

Sigiloso salió del pazo al encuentro de la lechera, de la bella mujer niña que en ese mismo momento caminaba a la luz de la luna un sendero que, sin ella saberlo, no la llevaría esa madrugada al establo, con su olor a estiércol y la tibieza de la leche recién ordeñada salpicada en los dedos que asen la ubre. Aquel trillo, precisamente aquella madrugada, conducía a la muchacha al horror.

Ella caminaba contoneando sin querer sus sensuales caderas, cruzando un pie ante el otro en cada paso, con una gracia natural ajena a institutrices apropiadas para la enseñanza de modales y protocolo a las señoritas adineradas de la ciudad. Cantaba con una dulce voz nasal de delicado registro una muiñeira de alegre tonada, acompasando su caminar.

Teño un amor que me ama

outro que me dá diñeiro

outro que me desengaña

ese é o verdadeiro.

Al terminar cada estrofa brincaba feliz librando de su prisión a la niña que aún era, encarcelada por las responsabilidades y las obligaciones.

O muíño de Oliveria

heino de mandar pechare

con caravixas de prata

heino de acaravixare.

Un pequeño salto adornado por una sonrisa.

Teño unha silva na porta,

nin me pica nin me prende,

teño unha mala veciña

que sin diñeiro me vende.

Una palmada tímida ante el silencio apagado de la noche.

A perdiz anda no monte

o perdigón no valado

a perdiz anda dicindo

vente pra aquí namorado.

No había mucho que hacer, por la tarde disfrutaría de las risas espontáneas y vivaces de la pequeña Amalia y quizá en las fiestas del verano, en algún baile tímido conocería al hombre que habría de amar el resto de sus días.

Por supuesto que no, lo último que iba a conocer era el miedo atroz que quiebra la espina dorsal al descubrir sobre la propia sangre derramada el reflejo vidrioso de la luna palpitante de cuarto creciente de una noche apacible de primavera.

Y, si Alberte hubiese sido algo más que un despreciable cobarde de mente calenturienta hubiera corrido hasta que el corazón se le quisiese salir por la garganta con tal de evitarlo, claro que él tampoco sabía que la vieja de la guadaña hacía ronda aquella noche apacible de primavera.