El sol jugaba por entre los jirones de la niebla como el chiquillo tímido que desde la orilla opuesta, acodado en la rama alta de un aliso, espía por entre las hojas que bailan al viento los escotes de las lavanderas agachadas en la labor sobre el agua del río. El aire saturado se pegaba, húmedo, a las hierbas y plantas de la vera del camino, formando caramelos translúcidos de agua fría sobre las telarañas que adornaban con brillos diamantinos las encrucijadas de las ramas más bajas de los árboles que escoltan la burda cuneta. Una gota caprichosa presa entre dos diminutos pelos engrosaba al condensarse el vapor de agua sobre la ceja del hombre abatido en el medio del camino.
Los ojos se abren de golpe y el corazón se le sube hasta la garganta, y los intestinos se le hacen un nudo que se va apretando cada vez más a medida que la consciencia se abre paso por entre las dendritas de su cerebro encendiendo un terrible dolor de cabeza que atenaza sus sienes como si algún carpintero ciclópeo hubiese trabado su cabeza en un torno y estuviese apretando las pletinas volteando lentamente la manivela, avanzando poco más de un cuarto de vuelta cada minuto. Una consciencia amarga que busca desesperadamente enmascarar los confusos recuerdos de la noche que estallaban violentamente con un brillo azul eléctrico justo en el nacimiento del pelo de la abultada nuca del sacerdote. Le cuesta mantener la frecuencia de sus inspiraciones, respirar es una tarea más que debe ser llevada a cabo de modo consciente, sincronizada con el esfuerzo por ponerse en pie.
En el fondo de sus pupilas dilatadas se encendió la silueta de la bestia y un espasmo le sacudió la columna vertebral, como las patas de los insectos que los niños azuzan con ramitas secas, y fue consciente de que con los años recordaría aquella silueta como el mayor de los horrores de su vida. Claro, que, él no sabía que se equivocaba, el horror en sí mismo aún tenía mucho que mostrarle al clérigo castellano.
Demasiado.
Estaba asustado.
Quería saber cuanto había de realidad en lo que su memoria se empeñaba en mostrarle en el lienzo de sus recuerdos de la noche que se iba. Pero, y si resultaba que lo que encontraba en la porqueriza no eran un par de gorrinos revolcándose en la paja, gruñendo felices. Un punzón de ácido congelado se le clavó en la médula espinal atravesando carne y hueso sin distinción, entre la quinta cervical y la primera de las vértebras torácicas, y su mandíbula se contrajo haciendo chirriar los dientes como los goznes oxidados de las cancelas olvidadas en las que la lluvia ha hecho florecer inflorescencias de óxido.
Una lechuza, inesperada a la luz naciente del día, cruzó el camino, sobre el sacerdote, librando la brecha que la corredoira suponía en la continuidad del bosque, para perderse entre las copas de dos robles que se alzaban a la izquierda del sacerdote.
Y, ella pudo sentirlo.
Se oyeron entonces, tres, uno tras otro, el segundo un tanto más grave, primero y tercero casi idénticos. Casi con toda seguridad se trataba precisamente de la que acababa de verse. Una lechuza había ululado tres veces.
Y, ella pudo sentirlo de nuevo.
Como la lejana percepción del diminuto mosquito que se enreda en el vello del antebrazo dispuesto a hincar en la piel su aguijón sediento. El vuelo y el ulular de la lechuza al nacer el día no podían significar nada más que desgracia. No cabía duda alguna, sólo había una interpretación posible, desgracia.
Dolor. Catástrofe, pero, no en el sentido etimológico de su origen griego, el de la nota que muere lentamente, consumiéndose en el desaparecer vibrante de las cuerdas del instrumento, no, en un sentido inequívoco completamente distinto, desdicha. Por tanto, ya nada quedaba por hacer allí, era consciente que no podía ofrecer su ayuda como tal, ellos debían ser los que acudiesen, ellos debían ser los que quisiesen que ella interviniese. Su impaciencia, su ansia por hacerles entender, no debía cegarla, lo sabía, de querer presentarse como anunciación y solución de aquello irremediable que caminaba con la cabeza gacha hacia el pueblo no la habrían creído, puede que incluso la hubiesen culpado. No era ese el modo, debía ser paciente y permitir que el daño se cebase aun más en aquellos inconscientes ignorantes, por mucho que le irritase, ellos deberían rogarle por su saber. Y, cuando llegase el momento ella aceptaría, porque ellos no la comprendían, porque ellos la veían de un modo distinto, pero, lo que ella deseaba era poder intervenir en tan desagradable asunto para encauzar la vida de las gentes del lugar, gentes que no la comprendían, lo sabía, pero, eso no era molesto. También tenía su lado bueno.
Consciente, entonces, de que nada podía hacer por el momento abandonó su refugio en la curva del camino que precedía a la casa del molinero, sin cuidado y tranquila. No se sintió apurada por el sacerdote al erguirse de entre las matas de tojo que empezaban a florecer, estaba claro que el clérigo no iba a percatarse de su presencia. Se alejó con paso cansado al interior del bosque tarareando una extraña melodía sincopada.
Como ella bien había supuesto el cura no se percató en ningún momento de la presencia de la mujer a sus espaldas, estaba demasiado absorto, atendiendo al tiempo las incongruencias de su cuerpo resentido y los dolores de su mente atribulada.
Echó a andar sin más, sin conexión aparente entre la intención o el deseo y la acción en sí. Su encéfalo confundido se trababa con cada pensamiento como una rueca mellada desgarra a cada vuelta el hilo. Como el antisimétrico reflejo perverso del enfermo aquejado de anasognosia (aquel que no es consciente de la hemiplejía que lo convierte en inválido y sigue viendo como, sintiendo como su mano izquierda laza los cordones de los zapatos de domingo para acudir a misa aunque, en realidad, su brazo cuelga inerte a un costado como un simple pellejo relleno de carne cuasi muerta y huesos inútiles) el sacerdote avanzaba mientras que a su entender las piernas no se movían y los pies continuaban en el lugar en el que se había incorporado tras su despertar incoherente (podía ser acaso de otro modo, desde luego, mover no se había movido).
Cruzó la apertura del muro de pizarra dejando a su derecha las piedras caídas al tomar la bestia impulso y sin advertir que allí, a un par de pasos a un lado, se adivinaban las huellas del lugar en el que el engendro lobuno había tomado tierra tras el brinco para hincar casi instantáneamente una carrera desenfrenada, unas huellas que no decían demasiado, pero que, desde luego, no eran comunes. Quizá incluso podría afirmarse sin ser un experto trampero que ante todo, al menos, no se parecían a las que hubiesen sido propias de un lobo de ojos negros que debía pesar una docena de arrobas, al menos.
La puerta de la porqueriza estaba abierta, no, entreabierta, más bien entornada, en todo caso, no estaba cerrada, eso seguro,
(bendito sea el Señor).
Podía soltar el aire contenido en sus pulmones tranquilo, ¿verdad?, sólo podía significar que únicamente había sido una pesadilla extrañamente vivida porque la bestia se había abalanzado sobre la portilla, ¿no es cierto?, y si hubiese sido así, no estaría abierta, no, estaría destrozada, no sería más que tablones y astillas, porque la bestia era enorme,
(…La Bestia que vi se parecía a un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces como fauces de león: y el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío…).
y de haber cargado contra una puerta que abría hacia el exterior la habría destrozado, por tanto, sólo podía haber sido una pesadilla, no podía ser otra cosa, aquel enorme lobo de ojos de luto no se había detenido para abrir amablemente aquella maldita puerta. Sus pensamientos desordenados buscaban la luz en el caos de oscuridad de ajena inconsciencia profunda como el reflejo de las cuencas de la bestia, sima sin fondo de la incertidumbre que infantilmente el adulto intenta salvar, procurando convencerse de una realidad paralela que no es veraz pero resulta más conveniente, como el zagal que sigue jugando tras haberse cagado encima como si el no decir nada o el no admitirlo o el excusarse pudiesen librarle de la plasta caliente que apesta sus calzoncillos bastos de lana.
(Oh… Señor, te doy gracias, bendito seas, no cabía otra posibilidad, seguro que en cuanto, cómo, pero ¿no estaba de pie en el camino?, no importa, (pero, sí que importa, yo no me he movido), seguro que en cuanto llegue no habrá más que una figura encorvada de mujer, Luisa do Santo, que afanosa estará alimentando a los puercos, bendito sea el Señor).
Ahí estaba el quicio, allí la media luz de la mañana enseñando la intimidad de la porqueriza al sacerdote atribulado, loado sea el Señor, la puerta estaba abierta y él podía percibir en el aire el olor seco y amargo de los restos de orina evaporada sobre sus genitales y su pierna grasosa al relente del alba, podía distinguirlo, pero, algo más pesado flotaba en el aire, algo que no le era del todo extraño.
Bartolomé.
(…La Bestia que has visto, era y ya no es; y va a subir del abismo…).
Aquel mallorquín claretiano.
Eso fue lo que acudió raudo a su mente, el recuerdo del misionero. La sangre, los aullidos de dolor, Bartolomé, tan joven y animoso como era, acógelo en tu seno,
(Oh…, Dios misericordioso).
Sus ojos se quedaron en blanco, un temblor incómodo recorrió su columna vertebral y sus gordas piernas fallaron.
Caía.
Se desplomaba como el árbol herido de hacha que cruje en un lamento agudo, consciente del advenimiento de la muerte. El chasquido de la madera, el desgarro del cámbium que ya no engrosará, la rotura del duramen que ya no conducirá savia alguna. Cayó de espaldas cuan largo era, derrumbándose.
La consciencia lo abofeteó con la omnipresencia de una lucidez indudable y reconfortante que ralentizó el ritmo apurado de su corazón arteroesclerótico. Tenía los ojos cerrados, pero no necesitaba ver, ya no existían las dudas, todo había sido una pesadilla extrañamente compleja y duradera. Allí estaba el olor picante del burdo jabón casero de grasas viejas de cocina comunal, con una pizca de azulina y un poco de lavanda, ascendiendo agradablemente sumiso hasta sus fosas nasales en la complacencia de la costumbre y la tranquilidad de lo conocido. Y, el tacto de los pliegues de las sábanas bastas sobre el cuello, estaba en el seminario, había sido una mala noche, simple y llanamente, y aunque un cierto resquemor temeroso le hacía sentirse obligado a permanecer con los ojos cerrados para poder mantenerse firme en el convencimiento de que la realidad que su vista encontrase sería aquella que el resto de sus sentidos pretendía mostrarle.
Manteniendo, entonces, los párpados apretados apartó la ropa de cama y se sentó sobre el lecho inspirando profundamente e intentando resguardarse en la convicción de que era evidente que acababa de despertarse en su sobada cama de los dormitorios del seminario. Abrió entonces los ojos y las formas familiares aliviaron su angustia, no había duda, todo había sido un sueño malhadado y la mañana naciente se presentaba ante él sin más preocupación que dar gracias al Señor y estudiar para su examen de moral.
Sin embargo, en ese preciso instante en que recobraba compostura y seguridad oyó los lamentos…
(… pero, pero… no era eso algo ya vivido, ¿no era un recuerdo? Quizá no había sido una pesadilla, quizá había sido un sueño premonitorio, una noche de clarividencia onírica que le había desvelado los siguientes treinta años de su vida… Quizá era una pesadilla, quizá incluso ambas cosas a un tiempo…).
…los lamentos del misionero…
(…Entonces, sólo se trataba de un recuerdo, claro que si era un recuerdo, entonces cómo era que había visto a la bestia de los ojos del color de un crespón funerario en noche de tormenta…).
…del misionero que agonizaba…
(…quizá entonces estaba durmiendo en la casa del molinero, claro, así al menos una parte de la realidad podría ser a su vez una pesadilla, al menos la parte de la bestia, tan sólo un desgraciado sueño maldito nacido por culpa de la tensión y la angustia sufrida ante aquella harina negra convulsa, llena de gusanos, y ante la imagen de Jesucristo crucificado destrozada y abandonada en el suelo envuelta en el hedor del estiércol fermentado…).
…que agonizaba preso y torturado por la fiebre y los dolores.
Se irguió sintiendo el temor mezclarse con el desconcierto, intentando comprender cómo era posible que existiese en su memoria la desagradable sensación de estar siendo sobreimpresa. Se incorporaba sabiendo que justamente eso era lo que iba a hacer y echó a andar porque sabía que era eso lo que había hecho aquel día de juventud, o quizá más bien sabía que iba a echarse a andar porque lo había soñado, o quizá se echó a andar sin saberlo pero recordando que se había echado a andar.
Tanto si se trataba de un recuerdo como si se trataba de una premonición que se disponía a mostrarse como real en un pasado presente que tendía al futuro inmediato el relato acudió a su cabeza como si un narrador travieso se hubiese convencido de que lo mejor que podía hacer aquella mañana era torturar al sacerdote, o novicio, con sus recuerdos, o con sus vivencias inmediatas.
Bartolomé Camps era misionero, misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María, abreviando, era claretiano, es decir, miembro de la congregación fundada por San Antonio María Claret en el año del Señor de 1846, o sea, más o menos nueve años antes de que siguiendo el ímpetu y devoción de propaganda españolista del padre, bendito sea, Miguel Martínez Sanz se establecieran en Corisco los primeros misioneros del Reino de Isabel II, aquella que arrebatara la posibilidad de reinar al hermano de su padre, aunque claro está que precisamente en 1855 el que ostentaba el poder era el Partido Progresista, sin embargo… ¿Corisco?…
… esa no era la historia que importaba…
Bartolomé Camps era misionero, un claretiano de fuerte vocación que había llevado el inmenso amor de Dios y el mensaje de la Biblia a los pobres salvajes incultos de Corisco, la pequeña isla arenosa de la bahía del mismo nombre, frente a las costas del territorio del África Ecuatorial Francesa, parte del cual se convertiría en Gabón, cuya capital, Libreville, fue fundada en 1849 por esclavos liberados sobre las ruinas de una antigua misión francesa que… ¿misión?…
… tampoco esa…
Bartolomé Camps era misionero claretiano, un fiel siervo del Señor que a finales de la penúltima década del siglo anterior había recibido el presbiterado en la Misión de Corisco de los Hijos del Inmaculado Corazón de María, no muy lejos de las orillas del río Meguenguela, en la costa suroeste de la isla sobre la que Boncoro II aceptó la soberanía española en 1858, aunque la isla había sido conquistada por los portugueses en… ¿misionero?…
… no, definitivamente esa no…
Bartolomé Camps era un pobre desgraciado…
… sí, esa sí…
… que lleno de ilusiones había regresado a su país natal tras tres largos años predicando para la gloria de Dios en una isla perdida del océano Atlántico entre unos negros asustados y apáticos que ya habían pasado por manos portuguesas y francesas y sufrido el mordaz y cruel mordisco del esclavismo y que tan sólo aceptaban las milongas del joven claretiano porque al menos con esa compañía era más difícil que terminasen apilados en las bodegas de una carraca maloliente que al provecho de los alisios atravesaba el océano tenebroso transportando mano de obra barata, muy barata, hasta las costas de Nueva Inglaterra.
El bienintencionado misionero había regresado a casa unos meses antes y con permiso de sus superiores había ido a pasar unos días junto a su hermano, que enseñaba moral en el seminario de León y allí, hacía ya cuarenta días había sentido los primeros picores en el gemelo de su pierna derecha.
Primero, los picores, ardientes brasas en la piel irritada, eccemas como los provocados por las quemaduras químicas que el pobre misionero no podía evitar rascarse hasta que se levantaban escamas de piel muerta y seca. Luego las continuas náuseas que revolvían su estómago como la pócima en la marmita al fuego es removida por el alquimista del lado oscuro a las que siguieron los vómitos convulsos. Entonces la pertinaz diarrea que a punto estuvo de conseguir que se deshidratase como la carne que se orea al viento frío de las montañas y los mareos, la relación inconexa con la realidad, el desapego de la consciencia.
Urticaria, disnea, lipotimias y varios comodines al gusto para completar la mano perfecta y ganar la partida, la muerte llevaba la mejor de las bazas.
Entonces las vejigas, zonas inflamadas y pulsantes, pápulas hinchadas como señal de los túneles subcutáneos donde diminutas bocas triangulares sin labios escarbaban con la protección de una placa esclerotizada que cubría la ahusada cabeza.
Cada una de esas bocas unida a un estilizado cuerpo cilíndrico no segmentado de hasta una vara de longitud.
Cada uno de esos cuerpos con un útero dividido en dos ramas, anterior y posterior.
Cada una de esas ramas vibrante, llena de vida, repleta de cientos de miles de embriones.
Bernardino estaba en la puerta, o pensaba que estaba en la puerta, o recordaba que estaba en la puerta y el misionero se agitaba gritando de dolor que el láudano no conseguía mitigar. En la cara un par, en los brazos al menos cinco y entre las dos piernas casi una docena de vesículas, incluyendo la de la rodilla izquierda que había evolucionado de modo tal que había trabado la articulación en una forma indigna de artritis.
Algunas estaban enteras, con la piel tensa, inflada, serosa. Palpitantes. Otras se habían abierto de por sí supurando un asqueroso líquido emulsionado de color blanquecino cada vez que intentaban limpiarlas con un trapo empapado en agua. Las restantes sajadas por el asustado médico que cada día acudía a socorrer al pobre misionero que se negaba a ir al hospital pues convencido como estaba de que iba a morir, y todos asumían que no se equivocaba, prefería hacerlo en el seminario, rodeado de hombres de Dios.
En algunas de las que habían reventado y de todas las que el médico había abierto con el escalpelo, incluyendo la de la rodilla izquierda, desflorada y con el hueso a la vista surgían los blancos y finos gusanos, como cabos sueltos de ovillos de lana sin teñir, que como extravagante memorándum del caduceo de la profesión galénica se hallaban enrollados sobre pequeñas astillas de blanca madera de abedul hervida.
Cada día el médico administraba una cucharada de la mezcla macerada de opio de Esmirna, azafrán picado, una pizca de canela de Ceilán, media docena de clavos y vino de Málaga. Y cada día durante las dos últimas semanas enrollaba con cuidado una vuelta más de cada uno de los repugnantes gusanos sobre las correspondientes varillas de abedul. Había que ser paciente y muy cuidadoso, si los gusanos morían todavía sería peor, si es que había modo de empeorar.
Sin embargo, por muchos cuidados en que se prodigasen aún faltaban treinta años para que el catedrático escocés de bacteriología descubriese ayudado por la fortuna la penicilina, y cuarenta para que esta se sintetizara de modo comercial, por lo que poco o nada podían hacer por librar al misionero de la terrible infección galopante que le consumía la vida.
El misionero moribundo gemía lastimeramente y Bernardino lo contemplaba desde la puerta, respirando superficialmente y con dificultad. Respirando un aire cargado…
… los ojos se abrieron…
… un aire en el que el olor agrio de la carne infecta abierta pesaba. Como una punzada en el puente de la nariz buscando el camino hasta la garganta para provocar arcadas.
Los ojos abiertos no encontraron el recuerdo del dormitorio del seminario, no encontraron el techo de la casa del molinero, no, simplemente el apagado azul del cielo, en cierto modo atonal por la neblina reinante.
Quizá, entonces ya no cabían las preguntas, todo era real, o quizá no, puede que existiese una posibilidad. Se incorporó tan ágilmente como su abultada barriga le permitió y no fue en vano, aunque ya estaba seguro de lo que se iba a encontrar necesitaba ser testigo, para librarse de la duda, pariente lejana de la que condenó a Moisés obligándole a golpear dos veces con su cayado, debía verlo como Santo Tomás quiso ver las llagas de Jesucristo resucitado para creer, y es que Bernardino deseaba creer, aunque tan sólo fuese para saber que no se estaba volviendo loco.
Quería creer y encontró las llagas que le decían que era lo real, sólo que no eran las heridas en las muñecas y en el costado, o los regueros de sangre en el cuero cabelludo. No, se encontró con la carne herida y sajada de dos masas informes de sangre y huesos sobre las que como en las pápulas del misionero dos serpientes blancas sobresalían, no eran nemátodos en esa ocasión sólo las columnas vertebrales desgajadas de dos gorrinos descuartizados.
Y el olor de la carne abierta y la sangre derramada provocó la arcada y de la arcada brotó la sopa incolora y ácida de su estómago, con sólo unos pocos pedazos de pan de la frugal cena de la noche anterior. Vomitó ante la puerta de la cochiquera como treinta años antes había vomitado ante la puerta del calvario del misionero.
Y el calor que traspasaba la tela y prendía en su piel le aseguró que no había habido pesadilla alguna.
(… kái o lógos sarx egéneto kai eskénosen en emín…).
(… et Verbum caro factum est et habitavit in nobis…).
…Sarx, carne; Así llamaban los griegos a la carne del hombre y de los animales, en denominación opuesta a aquellos elementos del cuerpo que no lo son como la sangre, los huesos, los intestinos, etc.
(…Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado…).
(Oh… Señor, perdóname por mis pensamientos descarriados…).
(… santificado sea tu nombre, bendito…).
…El águila que se remontó al cielo para hablar de la eternidad del verbo,
tetramorfos,
el cuarto de los evangelistas, la muerte,
el cuarto de los jinetes del Apocalipsis…
(…hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…).
(Oh… Señor, perdóname…).