Orgulloso por su alegoría del número cinco de innumerables connotaciones alquímicas y esotéricas construidas bajo el mecenazgo de un empresario textil el genial arquitecto nacido en Reus paseaba complacido por el preciso centro geográfico de Barcelona contemplando el nacimiento dubitativo de su nuevo sueño de paraboloides imposibles, la Sagrada Familia. Ajeno, como no podía ser de otro modo, a que la vieja de la guadaña y negro crespón lo esperaba en el cruce de una línea de tranvía. Y, en el exacto centro geodésico de la península ibérica, conmemorando la victoria de la batalla de San Quintín, apenas cuatro siglos antes, el enigmático Felipe II, de cuyo lugar y fecha de nacimiento aun los historiadores coetáneos del propio Gaudí dudarían, se empeñó en alzar el monasterio de San Lorenzo dotándolo de un singular laboratorio en el que la búsqueda de la piedra filosofal y la síntesis del elixir de la eterna juventud serían los objetivos marcados.
El descanso eterno del faraón niño era perturbado mientras las luces del Cairo se apagaban inexplicablemente y una cobra daba caza al canario del hombre que se arrodillaba frente al sello sagrado incorrupto de la tumba del que fuera un dios reinante. Sólo unos meses después la leyenda de una supuesta maldición de terribles connotaciones se desataría volviendo carroña las vidas de casi dos docenas de personas por causas que nunca llegarían a ser del todo aclaradas, quizá, tan sólo en cierto modo, cuando mucho más tarde se buscaría la responsabilidad de los peligrosos hongos del género asperguillus.
La física clásica se tambaleaba herida de gravedad y el propio Einstein expresaba sus tribulaciones ante la incongruencia aparente de las dos naturalezas simultáneas de la luz, al tiempo corpuscular y ondulatoria.
Cómo, entonces, hubiesen podido evitar aquel par de asustados desgraciados no dejar que la feliz ignorancia sirviese las respuestas a sus preguntas en una manchada bandeja de alpaca barata. Es que acaso les hubiese sido factible enfrentarse a unos hechos que no podían explicar sin echar mano del bagaje que el misticismo de su dónde y de su cuándo se complacía en sembrar en las mentes de tanta gente sencilla.
Lo cierto, inmutable y evidente es que de un modo u otro, la humanidad ha buscado siempre mantenerse firme en sus convicciones por vanas que estas fueran, acaso no es cierto que, décadas más tarde, los arqueólogos más respetados no negarían una y otra vez las irrefutables pruebas geológicas que desbarataban la cronología oficial de su apreciada esfinge egipcia.
Acaso no puede entonces entenderse el miedo de aquellos dos hombres que inquietos intentaban conciliar el sueño en una apartada casucha de un pequeño pueblo de las montañas del norte ibérico. Acaso no puede entenderse cuando además se tiene en cuenta que mientras aquellos dos hombres regateaban con Morfeo una sombra arañaba las esquinas de granito de la casa del molinero allá cerca de donde un ventanuco se abría al lado del hogar, alimentando quizá, sólo quizá, las ácidas visiones del sacerdote.
Se despertó inquieto y sobresaltado, incómodo. Sus ojos lucharon por despegar los párpados al tiempo que su vejiga urgía el levantarse clamando su derecho a ser atendida en sus peticiones. Una mano rechoncha rascó distraída la sien derecha sin que el sacerdote tuviese muy claro si habían sido o no sus dedos los que se revelaron frente a la picazón del cuero cabelludo sobre la patilla entrecana.
Así, en el beneplácito de la semiinconsciencia, sin lograr asociar definitivamente el lugar en el que se encontraba con la casa del molinero y los motivos que hasta allí lo habían llevado consiguió levantarse haciendo vibrar la grasa de su abdomen. Y, con los ojos entreabiertos y el deseo implícito del sueño fue capaz de caminar tambaleante hasta la puerta.
La calva relucía al resplandor de la mentirosa luna creciente y la barbilla caía pesada sobre el pecho como equilibrando la pérdida de masa a medida que la vejiga se vaciaba.
El chorro se cortó en seco, se mojó las yemas de los dedos de la mano derecha, el prepucio se recogió y el pene se encogió al tiempo que los ojos se abrían pasmados y la frente se erguía con una rapidez inusitada, como si un ser invisible armado con una vara hubiese golpeado furibundo el rostro del sacerdote. Algo se había movido a sus espaldas y el cura se giraba al tiempo que intentaba esconder a toda prisa sus vergüenzas sin mojar los ojales. Sólo distinguió una sombra imprecisa que tras los árboles se dejaba entrever en un veloz caminar, aunque no estuvo muy seguro de poder emplear en sus pensamientos tal descripción teniendo en cuenta que fuese lo que fuese aquello que formaba la sombra se movía a cuatro patas.
El esbozo impreciso de la silueta que se recortaba contra el suelo del bosque clareado anexo a la casa del molinero avanzaba inmutable a la estupefacción del párroco contorsionándose sobre los cantos de los hierbajos y los retuertos de las raíces sobresalientes, escondiéndose un tanto allí, revelándose un tanto más allá. Resultaba difícil hacerse una idea precisa de lo que era, de qué animal se trataba, porque, por supuesto, tenía que tratarse de un animal, no existía hombre alguno por los andurriales que tuviese un cráneo alargado y que disfrutase de largos paseos a gatas a la luz de la luna de primavera.
En su camino fractal la onda despolarizante del impulso nervioso fue abriéndose paso por el entresijo gris del sistema nervioso del cura, las señales enviadas eran recibidas, como respuesta al transmisor acetilcolina, las glándulas suprarrenales segregaban adrenalina, luego cortisol. Las pupilas se dilataron aún más, los ritmos cardíaco y respiratorio se aceleraron, la lengua seca se pegó al paladar, los esfínteres se relajaron y la burda ropa interior del sacerdote se humedeció con las gotas de orina que se habían quedado atrapadas en la uretra tras la brusca interrupción previa.
La claridad confusa de la bóveda celeste de maitines escorzaba al carboncillo los esbozos de los árboles y el sotobosque dibujando indecisa la hipnotizante figura que el sacerdote observaba horrorizado, sin saber si lo que presenciaba era una macabra distorsión de la realidad o por el contrario un reflejo veraz.
Allá donde una rama rota y seca de manzano colgaba imprecisa amarrada únicamente al tronco por un pedazo de corteza, sobre las hojas amontonadas de una jara que crecía al pie del frutal se distinguía el morro afilado que se prolongaba hasta un cráneo plano sobre el que dos orejas triangulares destacaban en reminiscencia oscura a la que hubiese podido ser la cabeza de un perro pastor de no ser por la incongruencia de las gigantescas proporciones, proporciones sobre las que el sacerdote no podía emitir juicio de valor alguno, pues su cerebro se empeñaba en descubrir en aquellas la deformación propia de la aguda perspectiva de las sombras alargadas que provoca una luna en exceso tendida sobre el horizonte. Sin embargo, si el sacerdote se hubiese fijado en las sombras correspondientes a la vegetación circundante hubiese descubierto que por extravagante que semejase la escala entre el modelo y la sombra no iba mucho más allá de una razón de unidad.
El lomo, un tanto encorvado, se difuminaba contra el contraste de las plantas rastreras de los espacios entre los árboles permitiendo adivinar mechones revueltos de hirsuto pelamen. Prolongándose la cadena de montículos vertebrales hasta una cola gruesa que se agitaba inquieta. Asentada la figura sobre cuatro poderosas patas que se movían acompasadas levantando apenas las plantas adornadas por unas garras engarfadas.
El cura observaba con los nervios atenazados, tensos como los cabos de las redes que suben a bordo repletas de carga, un peso de horror y miedo, que contraía alternativamente los músculos esqueléticos del asombrado religioso. Sus obesas pantorrillas fláccidas temblaban sin permitirle ser consciente de ello. Sus manos crispadas clavaban las uñas en las palmas marcando heridas ahusadas con forma de luna en cuarto menguante sobre los pliegues de aquellas, haciendo que la presión del dedo anular sesgase la supuesta línea de la vida un tanto más allá de la elevación de la misma sobre el talón de la mano derecha, sobre el monte de Venus, de modo tal que cualquier maloliente gitana quiromántica de feria ambulante venida a menos le hubiese vaticinado con gesto compungido, de haber leído la diestra del sacerdote aquella misma noche de luna creciente, preñada, una amarga muerte en un momento cercano.
Los párpados querían revelarse a la necesidad de conocer, ya olvidado el sueño y el cansancio, pretendían aun así cerrarse y vetar la visión de aquel engendro sin definir.
La sombra continuaba su camino, mostrándose un tanto más o un tanto menos según los troncos de los árboles lo permitiesen, hasta que el bosque ralo terminó y el muro común que rodeaba el grupo de casas en el que se incluía la do Santo comenzó, y la enorme cabeza perruna apareció a la claridad de la noche tras las ramas bajas de un fresno, los belfos fruncidos, los colmillos, húmedos de saliva, brillando a la luz de la luna.
Un pelaje gris mortecino, como el color de los ojos descompuestos del pescado pasado, fue mostrándose, acombándose allí donde los que se adivinaban como poderosos músculos accionaban las articulaciones de las fuertes patas que ahora ralentizaban el paso de la bestia, como, si no fuera por lo incongruente del pensamiento, como si ahora avanzase con cautela. Pero, qué precauciones habría de mostrar monstruo semejante si nada debía existir bajo los cielos de nuestro adorado Dios que pudiese suponer amenaza para aquel engendro infernal.
(…La Bestia que vi se parecía a un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces como fauces de león: y el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío…).
Recordó.
En su avance, los movimientos ondulantes de la cola arrancaban susurros rasgados al rozar con la vegetación circundante hasta que el cuerpo, inmenso, que doblaba en tamaño al de cualquier cánido que el asustado sacerdote hubiese visto, emergió por completo de entre la tierna espesura del bosque ralo. Alzando el hocico y venteando la brisa que bajaba de las montañas, el pelo del corpulento cuello ondulándose por la acción de los músculos, girando sobre la nuca, ora izquierda, ora derecha, hasta que distinguió lo que aparentemente buscaba un tanto más a su siniestra.
Un ahogado «Dios mío» se escapó sibilante por entre los labios del sacerdote, en ese giro de una fracción de grado más, cuando la bestia encontró el olor que buscaba, el cura había visto, aun en la relativa distancia, uno de los ojos del monstruo. Había visto un ojo negro como el más pulido de los azabaches, negro y profundo como el más antiguo de los pozos abandonados, negro, profundo y opaco como el temor del niño que solo en la oscuridad de su habitación escucha los gritos malintencionados que provienen del dormitorio de sus padres y las quejas mortecinas de la mujer mientras recibe indefensa los golpes del borracho misógino. Aquello no era un ojo en sí, era, era más bien como un pedazo arrancado a la descendencia del Caos mitológico, un trozo robado a Erebo, hermano de la Noche, la región oscura, perdida e insondable donde habita la muerte.
Y, la brisa que llevó hasta la bestia el rastro de aquello que parecía ir buscando condujo a su vez hasta el sacerdote la horrible pestilencia del engendro animal que ahora, con lo que parecía una sardónica sonrisa cortada sobre los belfos avanzaba hacia el muro de lajas de pizarra. Un hedor de carne putrefacta bajo la canícula de un día de verano sin viento, una peste vomitiva que recordaba a las entrañas abiertas de las aves de caza que han sido oreadas durante demasiado tiempo.
Finalmente, la orina que todavía había quedado en la vejiga buscó su salida y el sacerdote pudo sentir desde una lejana consciencia estupefacta como el líquido tibio se escurría por entre los pliegues del escroto y caía cosquilleando la abotargada piel de sus gordas piernas hasta sus tobillos.
La bestia, si es que esa era la denominación más adecuada para un animal semejante, se intuía como un lobo enorme de proporciones imposibles, descendiente bastardo, cachorro díscolo del cruce entre una titánide promiscua y el mismísimo Cerbero. Y, es que nada a no ser el recuerdo de las clásicas creencias griegas se avenía a entrelazar en la mente del sacerdote los pensamientos tangibles que este deseaba asociar a aquello que veía anonadado.
Cruce maldito o no, el engendro alzó los cuartos delanteros y sin aparente esfuerzo se subió al vallado de piedra de casi una vara de alto que delimitaba las casas de las familias do Santo, Corredoira y da Cruz para avanzar por el estrecho pasillo de piezas sueltas de pizarra manteniendo un perfecto equilibrio. A cada paso, arenilla y pequeñas lascas exfoliadas se desprendían de las lajas del murete, sin duda afectadas por el que debía ser, enorme peso, del horrible animal.
El sacerdote avanzó sin la consciencia del deseo de hacerlo de tal modo, siguiendo la estela pestilente de la bestia, sin poder remediar un ansia inexplicable de conocer las intenciones del gigantesco engendro lobuno. Sus córneas se secaban ante la negativa de los músculos oculares a parpadear, perlas de sudor se evaporaban en su frente enfriando el rostro del sacerdote.
La bestia avanzaba impasible, ajena, aparentemente, a las inquietudes del párroco y a sus tímidos pasos. Avanzó una docena de pasos hasta que no más de un par de codos la separaban de la entrada a las fincas en la que el valado se abría inocentemente a los extraños en un lugar donde las verjas no eran necesarias. Entonces, se detuvo y olisqueó impaciente, esta vez, con la cabeza gacha. Una cabeza que sin ademán que hubiese podido poner sobre aviso al sacerdote giró retorciendo el poderoso cuello hasta que los ojos de la bestia, las oscuras cuencas sin fondo, se encontraron en la más fría de las miradas con los ojos estupefactos del cura al tiempo que tan parsimoniosamente que semejaba nada sucedía una fila de asesinos dientes coronados por desproporcionados colmillos relucientes se mostraba al retirarse los belfos en una incongruente sonrisa mefistofélica de ininterpretable significado. Un gruñido gutural gorjeó en lo profundo de la garganta del monstruo disminuyendo poco a poco la frecuencia. Mantuvo así aquella mirada incalificablemente amenazadora sobre el aterrorizado clérigo hasta que en un gesto de hastío lleno de conmiseración vehemente alzó el hocico al oscurecido cénit de la bóveda celeste y el gruñido que iba volviéndose cada vez más grave se transformó en un endiablado aullido prolongado que por el contrario de aquellos de los lobos comunes que parecían llorar en las noches claras sonó más bien como una amenaza velada mientras la pelambrera de la nuca del incalificable animal,
(loado sea el Señor que tantas criaturas bellas ha dispuesto sobre la Tierra),
si es que era aquello un animal, se erizaba como la legión de muertos se habría de levantar de sus tumbas para ser juzgados tras la séptima de las llamadas que tocaría el séptimo de los ángeles con la séptima de las trompetas.
(… y ella abrió su boca para blasfemar contra Dios: para blasfemar de su nombre y de su morada y de los que moran en el cielo. Se le concedió hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación…).
Recordó. Y, de entre el libro del Apocalipsis surgían una y otra vez las sentencias bíblicas que acudían a la mente del sacerdote.
La bestia, entonces, apocalíptica o no, hincó las garras en las piedras del muro, la pizarra crujió, la piedra gemía en un chirrido agudo mientras el aullido infernal se ahogaba moribundo en la garganta del quimérico animal. Las ancas se tensaron, los músculos como las cuerdas tirantes que hacen tañer la campana en la llamada a misa de difuntos, el lomo se alzó y de un brinco imposible la bestia se proyectó más de diez codos al frente, cayendo en un galope iniciado y furioso con la bocaza abierta y una lengua purulenta vibrando al ritmo de las zancadas poderosas.
La bestia se abalanzó sobre la puerta de enclenque madera del menudo porquerizo de la casa do Santo aullando como un demonio histérico.
(…La Bestia que has visto, era y ya no es; y va a subir del abismo…).
, ya no supo o no quiso recordar más.