Los dos amigos, meditabundos, caminaban en silencio.

Poco o nada había que decir.

El molinero había dado su palabra, a la mañana siguiente entregaría dos sacos de harina blanca y pura a los Corredoira. Domingo, por su parte, se había comprometido, a petición del preocupado padre Bernardino, a enterrar aquel aberrante engendro en algún rincón perdido del bosque amén de mantener la boca cerrada. El cura sabía que de poco serviría pues a Sara le faltaría tiempo para contárselo a todo aquel que quisiera escucharlo, que por desgracia, estaba seguro, sería casi todo el pueblo. Lo cual, a su vez, condenaría al molinero a un sutil ostracismo, sin duda, no abiertamente descarado, pero, rechazo al fin y al cabo, y el sacerdote sabía que no podría ayudar a su amigo. La reacción de sus parroquianos era, por desgracia, fácilmente previsible.

Los engranajes de aquella maquinaria llevaban demasiado tiempo ya funcionando sin aceite y las suyas eran unas ruedas dentadas sensibles en exceso al rozamiento, era sólo cuestión de días que todo el mecanismo reventase.

Caminaban por tanto, abúlicos, mientras la tarde caía en la trampa de la noche. El padre Bernardino le había ofrecido al molinero acercarse hasta la sacristía, con su modesta vivienda, a conversar un rato, regando la charla con un excelente vino maragato que su familia le había enviado unas semanas antes. El molinero había aceptado, nada mejor tenía que hacer, y tras tal cantidad de extraños sucesos agradecía la sentida compañía del rechoncho sacerdote. Eso sí, le había hecho prometerle que no hablarían de religión. Semejante condición no preocupaba en exceso al cura, lo que en realidad pretendía era evitar que el molinero se quedase solo, quería estar seguro de que si surgía, impredecible, alguna nueva contrariedad nadie pudiese cargar sobre los hombros de su amigo responsabilidad alguna, aunque temía desaforadamente que en aquel proceso ya no hubiese atajo que condujese de regreso al punto de partida. Por un lado, el presbítero se daba cuenta de que no era factible permanecer continuamente junto al molinero, por otro, era consciente de que llegado tal punto, cualquier desviación del quehacer cotidiano sería atribuida, justa o injustamente a su amigo.

Con razón o sin ella.

Caminaban pues, sin prisa, de poco ánimo y con el ansia de que el devenir del tiempo difuminase en su memoria lo sucedido los últimos días. Era la misma clase de engaño en el que cae el insomne, luchando para convencerse a sí mismo de que a la siguiente noche, muerto de cansancio por la madrugada en vela y el día de trabajo, nada le impedirá dormir. Como en tantas otras cosas, en aquellos aciagos días de mísera memoria, se equivocaron.

Sólo la rasposa tos del molinero rompía el silencio de los dos hombres de cuando en cuando y se podría decir que aunque nada especial los aguardaba ambos deseaban llegar cuanto antes. Como el niño que comete una travesura, atravesada la conciencia por la daga de la culpabilidad, deseando a la vez que o bien alguien lo descubra y así aun en el castigo respirar tranquilo o bien que las semanas se sucedan dejando atrás las consecuencias de su mala acción.

Y, en esa translucidez indefinida del ocaso entraron en la sacristía desde la puerta que daba al cementerio, donde como era lógico se detuvieron un momento ante la tumba de Carmen, el sacerdote rezó, el molinero acudió a sus recuerdos. Quizá fue demasiado tiempo, quizá, por eso mismo, no llegaron a entender lo que les iba a suceder hasta unos días más tarde.

Puede.

En cuanto cruzaron el umbral un hedor ácido los azotó con la misma sorpresa que el condenado recibe la fría hoja de la guillotina. Una fetidez, caliente y espesa, casi palpable, enrarecía el ambiente convirtiendo el aire en un pestilente gas irrespirable. Era como haberse caído en un profundo pozo negro, ya no una fosa sino una sima séptica. Un penetrante olor a metano, el de heces que se descomponen, desechos escatológicos que fermentan horadando los pulmones y tensando los intestinos.

Sus estómagos se revolvieron inquietos advirtiéndoles de la inminencia del vómito.

Olía a excrementos humanos, más aun, apestaba, una hediondez infrahumana, como la achaflanada sala olvidada de la última planta de un recargado manicomio victoriano regido por un psiquiatra necesitado de una lobotomía urgente, allí donde almacenan a los tarados sin remisión para una vez por semana arrebatarles los restos de su dopada dignidad electrocutando las escasas neuronas sanas para luego dejarlos vagar por las frías, sucias y fingidas baldosas blanquinegras del suelo de linóleo, como macabras piezas de un ajedrez maldito sobre un tablero de infinitos escaques, defecándose encima, durmiendo sobre las costras secas de sus propios excrementos, deshechos, que a su vez, no son más que agua biliosa porque el único alimento que reciben es una amarillenta papilla tumefacta en la que las ratas engendran a sus futuras generaciones, poniendo fe en que transmitirán mil nuevas infecciones.

Era como las bodegas de un carcomido barco negrero, como las hacinas de cadáveres apestados y cubiertos de bubas que los alguaciles medievales apilaban para quemar, como la sala de anatomía de una roñosa facultad de medicina en la que todos los alumnos de primer curso han olvidado regresar los miembros usados durante las prácticas a los tanques de salmuera, como las letrinas de un matadero insalubre.

En el centro de la diminuta habitación, a medio iluminar por un mefistofélico rayo de luz que surgía de entre las piernas del sacerdote, el crucifijo que usualmente guardaba la cabecera de la cama del cura aparecía quebrado por la mitad, rota la figura humana por la cintura. Como la rama seca que los dedos crispados por el frío tronzan para hacer yesca. El pequeño brazo derecho desmembrado desde la articulación del hombro dispuesto ahora en paralelo con el vástago más largo de la cruz, el estaticulum, sujeto tan sólo por el clavo en miniatura que atravesaba la palma sin líneas de la mano de madera.

(… el Primogénito de la Muerte roe sus miembros…).

(Madre misericordiosa, pero qué castigo de los infiernos traes a tu siervo…).

La sencilla talla engañaba en el juego de sombras de la muerte del día, los labios emborronados por la tosca barba parecían sonreír con malicia. Aquel icono había presenciado, siempre indiferente, los padrenuestros que el sacerdote solía rezar antes de dejarse caer entre las sábanas y ahora, sin embargo, parecía mirarlo fijamente como si estuviese a punto de abrir la boca, en un maléfico gesto que hacía sospechar que cualquier posible antónimo de bendición estaba a punto de ser proclamado. Una cínica burla que robaba toda la dignidad que el escultor había pretendido imprimir al hincar el formón por primera vez en la delicada madera.

(Válgame el Señor…).

La mente del padre Bernardino viajó, sugestionada por la escena, hasta sus años de pubertad, allá en el Seminario Diocesano de San Froilán en la plaza de Regla de la capital leonesa. Luchó contra sus pensamientos, quiso negarse, quiso renegar de sus propios conocimientos y perdió, perdió como el soldado que contempla incrédulo la bayoneta que le atraviesa el pecho y comprende en un gélido y controvertido segundo que parece durar eones que la muerte le busca.

Puede que todos ellos fuesen unos locos pagados de sí mismos, alimentada su vanidad por el creciente poder de una egoísta iglesia católica, puede, pero aquellos monstruos, arropados bajo la santa bendición de la Inquisición, habían desarrollado sus teorías sobre los hábitos y costumbres del Señor de las Tinieblas; Bernardo Güi, Tomás de Torquemada y muchos otros, demasiados. Por momentos incluso se acusaron entre sí buscando la hoguera para aquellos que no compartían la erudición de sus doctrinas, sin embargo, hubo ciertos aspectos en los que mostraron acuerdo. Acaso no era cierto que una de las manifestaciones preferidas del mismísimo Demonio era el hedor a excrementos humanos, no era esa una de las cosas que había aprendido en el tedio de las clases de teología. En el remolino de su memoria aparecían borrosos los párrafos de aquellos preceptos que se había visto obligado a memorizar.

No existía alternativa, habiéndolo deseado o no, el alma y la mente del sacerdote habían sido profundamente condicionadas, sus convencimientos no eran propios sino los que las enseñanzas recibidas habían engendrado en su cerebro influenciable de adolescente seminarista. Hasta tal punto que las incongruencias desveladas de su propia doctrina no suponían un problema o impedimento para su fe, al clérigo no le importaba que la anatomía moderna descartase la posibilidad de que alguien fuese crucificado por las palmas, pues el peso corporal hubiese desgarrado las manos, ni siquiera cuando la mismísima síndone, la supuesta sábana santa, celosamente conservada en Turín, mostraba las heridas en las muñecas, con los clavos atravesando el espacio de Destot, desgarrando el nervio medio y retrayendo el pulgar sobre la palma. Para el padre Bernardino, a pesar de que, a priori, el traspasar la muñeca, bien por el escaso hueco del espacio carpiano o bien por el más probable vacío de la articulación radiocubital inferior, no implicaría rotura ósea alguna, la representación del hijo de Dios crucificado sólo podía ajustarse a la ignorante visión medieval, celosa de escritos piadosos como el libro del Éxodo, los Salmos y el Evangelio según San Juan entre otros; obliterando cualquier otra explicación.

… ni le quebraréis hueso alguno

Se especificaba en la enumeración de las Normas de la Pascua.

… Muchas son las desgracias del justo,

pero de todas le libra Yavhé;

cuida de todos sus huesos,

ni uno sólo se romperá

Se entonaba en el trigésimo cuarto de los cantos líricos.

… Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura:

No se le quebrará hueso alguno

Se aclaraba en «La lanzada» joánica.

Relatos a los que los pobres conocimientos del medievo sólo podía ajustarse si aceptaban que los enormes clavos mordieron la carne del venerado nazareno en el segundo de los espacios intermetacarpianos, donde el vacío entre los huesos resultaba evidente, palpable.

La razón se hallaba más allá de la creencia, en un horizonte perdido donde la simple satisfacción interior ante la bondad de la ética anulaba cualquier planteamiento histórico, arqueológico o antropológico.

Para él, el oso fuerte según la razón etimológica germana de su nombre, como para cualquier sacerdote de principios del siglo veinte, Lucifer era sinónimo de Satanás y no una mala interpretación del décimo cuarto de los capítulos del libro del profeta Isaías; en el que el poeta recrimina al Lucero, hijo de la Aurora por su caída de los cielos, es el brote abominable, abatido a tierra, arrojado de su sepulcro, que, sin embargo, no era más que una sátira maledicente dedicada al rey babilónico Nabucodonosor.

Según su verdad, de supuestos axiomas inquebrantables, Egipto privó de libertad a miles de esclavos hebreos aunque la arqueología demostrase que tal suposición carecía de todo sentido. Del mismo modo, que en su versión de los hechos, Moisés lideró a un pueblo oprimido, que en realidad cobraba altos estipendios en su calidad de obreros, al cruzar un Mar Rojo que se abriría ante el poder de Dios; supuestamente cierto, aunque cualquiera con un mínimo interés pudiese ver en un mapa que si el pueblo judío deseaba llegar a Palestina, sobre cuyos hitos geográficos las mismas sagradas escrituras cometían graves errores, desde el país de los faraones seguir una ruta semejante suponía un desvío de cientos de kilómetros.

Las innumerables incongruencias doctrinales no eran, no podían ser cuestionadas, las tautologías eclesiásticas, razones absolutas sin resquicio para la duda. La Tierra era el centro del universo y su edad no superaba los pocos años que se podían contar en las cronologías bíblicas.

Así entonces, el pobre sacerdote tenía pocas, sino nulas, opciones que brindar a su raciocinio para explicar lo que sus sentidos le mostraban.

Como caen las fichas del dominó tras empujar la primera del serpentín, las conclusiones se apretujaron pidiendo ser escuchadas en primer lugar. Los animales muertos, el fruto de la simiente corrompido, el comportamiento del molinero, la pestilencia, la profanación de la santa imagen. En mayor o menor medida, a todos y cada uno de semejantes hechos se les podía encontrar entre la enorme herencia literaria existente, sin demasiado trabajo, un oscuro símil que escondiese la mano del mismísimo Satanás.

Un miedo ignorante, gutural e incontrolable se hizo dueño de la mente del obeso párroco. Sus certezas y verdades temblaron como el niño pequeño que espera de pie en el barreño a que su madre lo seque tras asearlo, él se sintió como si fuese un niño, un niño que en la noche aguanta sus ganas de orinar porque teme recorrer los diez pasos escasos hasta el pajar, e igual que ese niño termina mojando las sábanas por culpa de su miedo, el sacerdote sucumbió al horror que los extravagantes relatos de aquellas clases de teología dejaban entrever. Ni siquiera fue consciente de ello, pero, comenzó a retroceder mientras se santiguaba frenéticamente.

El molinero, dubitativo, no tardó en seguirle, apretando las aletas de la nariz con los dedos de la mano derecha e intentando aspirar con la boca. Dio un par de traspiés, la boina se le escurrió hasta la coronilla y el sulfuroso sabor agrio de sus fluidos estomacales le bañó la lengua como un amargo trago de salfumán.

…Ocupan su tienda desahuciada,

esparcen azufre en su morada

El cura tropezó y cayó sentado con las piernas extendidas y el rostro retorcido por una mueca entre el histerismo y el más fervoroso horror. El molinero se dobló como una espiga al viento y apoyando las manos en ambas rodillas mantuvo precariamente el equilibrio. Respirar suponía un esfuerzo impensable, como si en esos pueriles pasos hacia atrás hubiesen ascendido hasta las más altas cumbres de las cordilleras del continente de Américo. Los dos pobres desgraciados boqueaban ansiosos como si el aire quisiera escaparse.

—Pero… ¿qué?… ¿cómo?…

El molinero había preguntado, pero, el asustado padre Bernardino ni siquiera sabía si quería responderle o no, sentía el horror de la revelación royéndole las vísceras, abriéndose paso a través de sus entrañas como la cera caliente llena el molde de la futura vela. Sin haber tenido semejante intención, en su miedo, el sacerdote había concedido el mayor de los créditos a esa primera idea dejando a un lado cualquier otra explicación. Enfrentado al mito, coaccionado por las circunstancias, el atribulado párroco había repartido ya las cartas. La mejor mano la llevaba el ángel caído y en el envite le ganó la fe.

La noche avanzaba, impasible y ausente, iniciando su inmutable ciclo y desconsiderando a los dos hombres que, asustados, actuaban en una obra cuyos protagonistas son estatuas en las tierras de un campo santo.

—Vayámonos… —Reaccionó al fin el molinero—. Déjelo así, quizá con la puerta abierta el olor se vaya… Véngase a dormir a mi casa y mañana veremos que hacer.

El sacerdote dudó, dudó de que la aseveración del molinero tuviera si quiera un tanto de cierta, pero, más por falta de opciones que por verdadero deseo, aceptó. Se dejó ayudar como el minusválido que no es capaz de valerse por sí mismo y una vez en pie acertó a encontrar en el pegajoso revoltijo que conformaban sus ideas el algoritmo que ordenaba a sus piernas caminar.

Se encontraron de nuevo caminando en silencio, imbuidos por el único anhelo de que el día terminase de una vez, en esa tópica y fútil esperanza de que la nueva mañana pondrá fin por sí misma a todas las contrariedades. Cada uno como la virgen temerosa que deja hacer a su amante, en parte ardiendo en deseo, en parte aterrorizada, desechando la idea de continuar a cada segundo y arrepintiéndose por ello inmediatamente después, pero, siempre con la escondida necesidad de que todo termine en breve.

Para el molinero, aun sin haber caído en el oscuro temor del sacerdote, los extraños sucesos que los días venían encadenando habían supuesto admitir en su fuero interno que quizá las supersticiones y las leyendas tenían una cierta parte de realidad, y como era lógico tal cosa no procuraba comodidad alguna a su atribulada cabeza. Cuanto había acaecido parecía apuntarle con un dedo acusador, ahogándolo en una amarga responsabilidad que de haber podido hubiese rechazado de plano. A su vez, la falta de opciones no aportaba tranquilidad, y de algún modo, presentía que en esta nueva desgracia incluso su querido amigo empezaba a dudar.

En su andar la noche se los tragó sin más conmiseración que los escasos destellos de una luna, apenas creciente, que se escondía a medias entre unas nubes que no eran mayores que las volutas de humo del cigarrillo del molinero.

Los bosques se teñían del mismo añil oscuro que ensucia el crespón nocturno. Las montañas perdían su contraste allá en el horizonte. Galicia era un mundo aparte, un rincón donde el analfabetismo, la lacra de la ignorancia y la falta de cultura dejaban en barbecho las mentes de los lugareños. La humanidad ha ido siempre desechando sus primeras ideas a medida que el conocimiento se alcanzaba, el sol había sido un ser vivo de voluntad propia, las estrellas habían sido mil cosas más, almas de marinos muertos, las hogueras de los difuntos en sus nuevas viviendas e incluso, para algunas razas, simples agujeros en el horizonte nocturno. Los médicos curaban desangrando a sus pacientes, la generación espontánea convertía pelusas en ratones, las entrañas de un animal desvelaban el futuro. Incluso entre las conclusiones de la ciencia más contemporánea, los planetas fueron esferas perfectas, los átomos como una medalla con los electrones incrustados a modo de abalorios, o el desarrollo de los ácidos del código genético un collar de cuentas.

El individualismo podía, en la mayor parte de las ocasiones, vencer las estúpidas conclusiones apresuradas que los hombres se empeñaban en mostrar como verdades, era capaz de desecharlas siempre que, por sí mismo o ayudado del pertinente consejo, la razón pudiese hilvanar una cadena de lógicos pensamientos, pero, la masa, el conjunto, caía sin remisión en la incongruente amalgama de la más profunda ignorancia incoherente. Una verdad tautológica de consecuencias inciertas, ambos sabían que, de no encontrar pronto un recurso expiatorio, el pueblo prendería como prende el aceite caliente.

Los dos hombres que caminaban aquella naciente noche de primavera adornando los caminos de los montes gallegos con sus pisadas de hastío contemplaban como espectadores abúlicos el amasijo de imágenes sin aparente sentido que su memoria tenía a mal disponer ante ellos haciendo, si cabe, aún más difícil encontrar, esa deseada explicación lógica.

El sacerdote se veía tentado por la sencillez de la simple negación, el molinero, por el contrario, prefería dejarse llevar por el absentismo. Se sabía inocente, y nada podía hacer si cuantos le rodeaban deseaban cargarle con las culpas, en cierto modo ni siquiera le preocupaba el resultado final.

La enfermedad parecía haberse convertido en su única compañera fiel y en esa extraña virtud del hombre de acostumbrarse a las más duras condiciones, a su manera, el molinero había comenzado a aceptar sin mayores preocupaciones las desdichas de su presente, quizá como un pago por las virtudes de su pasado y como un anuncio de las desgracias de su futuro.

Tosió, y el cura, sobresaltado, saltó a un lado como una rana coja, se miraron y sonrieron, en esa mueca vacía y sin carisma que los amigos se reservan para los tiempos de dudas y dolor. Quizá, las cosas no estuvieran tan mal como parecía, quizá, la luz de la mañana traería consigo la esperanza y el modo de aclarar semejante amasijo de entuertos.

Sin embargo, los dos amigos se equivocaron de nuevo.

El molinero carraspeó, la garganta quiso protestar, un atisbo de fiebre pretendió encenderle la frente.

Dormirían mal y llenos de desasosiego.

La mañana llegaría y la niebla que el alba arrebataba al río cubriría el pueblo.

Se limitaron a masticar en silencio unos pedazos de pan y algo de carne en salazón.

Se acostaron.

Al cura en su inquietud, le pareció sentir como una presencia indefinible se descolgaba por la fachada de la vivienda para abriendo la parte superior de la puerta contemplarlos con ojos vidriosos llenos de maldad.

Se giró, incómodo, sobre el improvisado camastro que frente a la lareira había dispuesto el molinero.

La noche sería larga para el clérigo, el sueño una presa huidiza de habilidades esquivas y su consciencia una mera marioneta de los caprichos del temor y la preocupación, tanto fue así que con la madrugada vuelta sobre la media noche, en el borrón de la tímida apertura de los párpados, le faltó distinguir la silueta de su amigo acostado a escasa distancia.

Lo cual, por supuesto, no tenía sentido.