El molinero caminó sin rumbo o destino, vagó por donde sus piernas quisieron guiarlo, y la noche de invierno llegó para acompañarle en su luto, denigrándolo, humillándolo, haciendo que fuese consciente de las esperanzas que había perdido. En su interior algo se había quebrado y la amarga certeza de que nada podía hacer para remediarlo lo hundía en un tortuoso purgatorio en vida. Quiso aliviar su pena acudiendo a los buenos recuerdos, a los más bellos momentos que su memoria almacenaba, pero, no sirvió más que para entristecerlo aún más, cada llamada al pasado en busca de la suavidad de una caricia, la bondad de un gesto o el ánimo de una frase halagadora lo enfrentaba ante un futuro vacío y yermo que anegaba de aguas putrefactas lo más hondo de su alma.

No tenía a donde ir, y de haberlo tenido ni siquiera sabía si hubiese querido dirigirse hacia tal sitio. Quizá por eso, aun sin ser plenamente consciente de lo que hacía, acabó encontrándose en el puente de piedra aguas abajo de la aceña. El río bajaba poderoso, rugiendo en los rápidos, el agua tomada un tanto por la nieves. Y, en el rumor de la corriente quiso el molinero escuchar el llanto del amigo por sus calamidades.

Se sentía como la liebre a la que el lobo acorrala en el zarzal, sin peligro presente, pero, sin salida alguna, condenado.

La noche era fría, gélida. El molinero sentado en el puente, con los pies colgando sobre el agua, temblaba, no se daba cuenta, pero temblaba. Buscó su petaca, a punto estuvo de que se le cayera. Las trémulas manos del molinero rompieron un par antes de acertar a sacar un papel del librillo, lo dejó colgando de los labios, cogió otro, estaba atontado. Media petaca se vació sobre el río, la otra media por sus manos y más por suerte que por acierto sobre el papelillo quedaron suficientes virutas de tabaco como para liar un cigarrillo. Los dedos, torpes y a medio congelar, quisieron revolverse para enrollar el papel sobre las hojas secas, no salió bien, sólo una parte se quedó en el arrugado cilindro. Las cerillas estaban empapadas por lo que prender aquel adefesio fue imposible, tras dos intentos fallidos se lo arrancó de los labios, con rabia, llevándose de paso el otro papelillo que aún pendía de su boca. La frustración lo condujo a la histeria, lloró de nuevo, lloró porque ya nada más podía hacer. El llanto inútil que llama ansioso a la desesperación, última voluntad del reo.

Los hombres, cuando se enfrentan al infortunio son a menudo tan estúpidos como para dejarse hundir por cualquier otro desafortunado hecho. Como la gota que colma el vaso haciendo que se derrame. Así fue como el molinero se quebró esa noche sobre el puente de piedra aguas abajo del molino.

De las lágrimas que cayeron no supo el número, pero, cuando él mismo se hartó de su propio llanto decidió volver al cementerio y visitar la recién estrenada tumba de su esposa. Se sintió incomprensiblemente culpable, ella se pudría y él respiraba. Se preguntó mil veces si acaso no podía haberlo evitado y mil veces se maldijo por no haber sabido cuidarla. Se había muerto poco a poco, consumiéndose ante sus ojos, y nada pudo hacer para cambiar el destino de la mujer que amaba, se culpaba por ello, se culpaba con una seguridad ácida que le ulceraba las entrañas.

El regreso fue una maldición descarnada, poner un pie delante del otro era una tarea titánica y sólo el estúpido convencimiento de que pasar un rato al lado de la tierra recién removida de la tumba de Carmen le haría encontrarse mejor lo animó a continuar. Estaba cansado, todos sus músculos se agarrotaban, su cuerpo quería rendirse a la hipotermia, los labios azules y cianóticos se cuarteaban y a cada metro un trozo de su alma se quedaba en el intento. Pero, tenía el convencimiento de que no había nada más que pudiese hacer, sonámbulo en la fría oscuridad de la nevada noche de invierno al fin llegó hasta el manzanal donde de chiquillo le gustaba rondar en las tardes plácidas de verano para robar un par de manzanas a espaldas del predecesor de Bernardino.

Deambulaba por entre los árboles desnudos, perdiendo el rumbo a menudo, como un pesado galeón con el timón mordido en la galerna del ochenta y siete. Un lobo aulló en los altos y sin motivo aparente el molinero se asustó, se detuvo. El viento hilaba gemidos de falsa agonía, las sombras se movían despacio con las perezosas nubes que continuaban librándose de su carga helada. Como todas las noches de los bosques era una noche hipócrita, todo parecía quietud, pero, si uno prestaba atención los oídos se le llenaban de los infinitos murmullos del bosque. Algo no estaba bien, no supo el qué, pero, fuera lo que fuese, algo andaba mal, la monotonía del bosque estaba rota, las cosas no sonaban como debían. Camuflado por entre los arrullos del viento en las ramas se oían gemidos ahogados.

Los muertos se lamentaban, algo los incomodaba.

La escasa claridad arrancaba largas sombras a las sepulturas, las cruces de piedra, las modestas lápidas, los recargados jarroncillos para las flores. Entre esas sombras una discontinuidad, una mortecina luz esparcida con desgana por una pequeña lámpara de carburo que dormitaba apoyada en la tenue capa de nieve que cubría levemente la tapia de piedra de una de las escasas tumbas en las que el dinero había sido suficiente como para esconder el lugar de descanso eterno del ser querido. Sobre la cruz, uno de los cuervos que gustaban de frecuentar el cementerio ejercía de noctámbulo, sus plumas negras como una profunda sima, destellaban a la fría luz de la lamparilla. En uno de esos gestos eléctricos tan de los pájaros escondió su pico, que tanta carne pútrida había desgarrado, bajo la siniestra de sus alas, buscando, sin duda, acabar con uno de los incómodos parásitos zancudos que se alimentaban de la sangre que corría por las venas a flor de piel del inmundo ave. Debió conseguirlo porque alzando la cabeza orgulloso graznó alborotando la noche.

Era el mismo pájaro que había asistido con desgana al entierro de la tarde. Era el cuervo de Calero, el enterrador. El año anterior mientras expoliaba los nidos para hincharse con huevos frescos encontró al polluelo sólo y se quedó con él. Lo había cuidado con toda la atención de la que un idiota semejante era capaz, en el éxito de la educación de la emplumada bestia también había influido la experiencia, los tres anteriores se le habían muerto, uno de hambre, el otro de sed y al último se lo llevó por delante de un pisotón una noche que se emborrachó.

Calero quería a su modo a aquel cuervo, aquel bicho era su amigo, y era su secreto, nadie lo sabía, y los secretos le gustaban mucho a Calero, tenía tantos… y tan sólo los compartía con su mascota carroñera. El cuervo, Moro, para Calero, debía de intuir lo especial de aquella noche de nevada, quizá percibía que su amo estaba contento y cuando el amo estaba contento la carne siempre era de buena calidad. Graznó de nuevo. El chirriante sonido se perdió en algún lugar del manzanal.

El molinero oyó los estridentes berridos del cuervo, definitivamente algo había en la noche que no estaba en su lugar. Fuera lo que fuese, no era bueno, lo presentía, el vello de la nuca se le erizó por culpa de un escalofrío. Escuchó atento y avanzó muy despacio.

El cuervo miraba sin entender, con sus ojos de turmalina fijos en la sonrisa deformada de su amo. Atento.

Un hueco entre las nubes brindó algo de claridad a la noche.

Alguna bestia correteó por el bosque, se oyeron sus pisadas en la nieve.

El montón de tierra recién removida comenzaba a absorber el agua de los copos, convirtiéndose en pastoso y sucio lodo. Como el estandarte olvidado tras la sangre de la batalla una barra de hierro oxidado había sido clavada en el montículo, era una de esas herramientas de carpintero, uno de los extremos servía de palanca, el otro, bifurcado, como la lengua de los reptiles, era de uso para arrancar clavos por la plana cabeza. Al lado, una pala desgastada y herrumbrosa intentaba decidirse entre desplomarse o no, a medio enterrar la parte metálica, el poco peso de la tierra sobre ella parecía dudar entre ser o no suficiente como para contrabalancear la masa del pulido mango de madera de roble.

De bruces, el torso en el interior del ataúd, el abdomen apoyado en uno de los fondos, rasgándose la piel con la áspera madera, las piernas abiertas colgando, los dedos de los pies golpeteando el barro a cada envite. Manchado de tierra el vestido arrugado a la altura de los hombros, dislocada la articulación, era zarandeado con cada empujón, como una vela rota en viento racheado. Los brazos, aún bajo los efectos del rigor mortis, se mantenían todavía flexionados por el codo, con los dedos de las manos entrelazados. Las uñas, púrpura la carne, amenazaban con desprenderse al siguiente golpe. El pelo sucio y revuelto se alborotaba a cada embate, un mechón prendido en la cabeza mal asentada de un clavo que sobresalía en uno de los laterales del féretro se tensaba y destensaba, en cada ocasión abriendo un poco más una brecha en el cuero cabelludo.

La lengua enferma del enterrador recorrió los surcos de la amoratada piel de la espalda del cuerpo que comenzaba a hincharse debido a la putrefacción, a su paso dejaba un reluciente hilo de baba translúcida. Calero irguió la cabeza haciendo fuerza con los brazos en los laterales del ataúd, donde tenía apoyadas las manos, empujó con la cadera, gemía como las ratas recién paridas. Su deforme cara, en el ademán de una lunática sonrisa brillaba al resplandor de la fría luz de la lamparilla de carburo, húmeda por la nieve y su propio sudor ácido y maloliente. El rubor acentuaba la amorfía de su rostro cuajado de surcos y valles de piel cuarteada. Su ojo sano saltaba en la órbita, como los de la comadreja que encuentra el hueco en la valla del gallinero. Sus piernas desnudas, entre las del cadáver, se tensaban hincando los pies en la enlodada tierra. El desordenado matojo de pelos que cubría los restos de su cabeza que no estaban cosidos por las cicatrices se revolvía con cada empellón. Jadeaba como un perro cansado, su aliento infecto se condensaba en la noche helada formando pequeñas volutas de una neblina enferma.

Manteniendo un precario equilibrio, soltó su mano derecha y buscó uno de los pechos del cadáver de la mujer, la recorrió desde la cintura hasta la primera curva del seno, lo cubrió con su mano callosa, lo apretó con fuerza, con los dedos índice y pulgar pellizcó salvajemente el pezón clavando las uñas mugrientas en la areola. Los músculos de la muñeca y el antebrazo se tensaron, la carne se desgarró con un sonido sordo y desafinado, se lo llevó a los labios y lo besó como el niño pequeño que besa a su madre antes de ir a acostarse, entonces, lo arrojó hacia donde el cuervo esperaba impaciente.

El pájaro alzó el vuelo meciendo con sus alas de azabache el aire frío, la pala silbó, rasgándolo. Calero, embebido en su tarea ni se dio cuenta, le alcanzó el costado rompiéndole dos costillas y abriendo una herida de un palmo. Se revolvió aullando como un cerdo mientras el largo cuchillo de matanza le atraviesa el cuello buscando el corazón. El molinero no le dio demasiado tiempo, cargó de nuevo, esta vez el brazo alzado para detener el golpe se quebró como una astilla cuando la pala impactó. Casi consiguió ponerse en pie, en el gesto, al abrir las piernas, el molinero vareó de abajo a arriba la pala, el saco genital se abrió manando sangre y restos de los testículos aplastados. El tuerto gritó mostrando su boca podrida, perdidos más de la mitad de los dientes. Cargó contra el molinero cuando este alzaba de nuevo la pala, lo cogió de lleno, propinándole un cabezazo en el pecho y haciendo que cayese de espaldas. En su mente enferma aquello fue suficiente y se volvió de nuevo buscando el cuerpo de la mujer, ansioso por continuar aún a pesar de que sus genitales destrozados regaban de sangre la nieve cuajada. Arrodillado, sus manos impacientes apartaban de nuevo las piernas de la mujer muerta cuando el molinero le acertó en la cabeza con el canto de la pala, el hueso crujió, cediendo, y el metal se hundió sin resistencia en el cerebro enfermo del enterrador.

Un par de estertores lo zarandearon ridículamente. Estaba muerto, y el molinero hubo de hacer fuerza con el pie en el hombro del loco para sacar la pala. El cuerpo se derrumbó sobre el de Carmen, llenándolo todo de sangre y restos de masa encefálica. Le dio una patada para apartarlo y se dejó caer al suelo, agotado, tratando de asimilar cuanto había sucedido. El cuervo, que se había mantenido expectante, se posó en los restos sanguinolentos de la cabeza de su amo y comenzó a picotear en el hueco que el golpe del molinero había abierto, a fin de cuentas, ese era el momento que el pajarraco había estado aguardando toda la noche. Hasta ese instante los actos del molinero no habían sido más que crudos instintos, una respuesta natural y refleja, pero, la imagen que se regodeaba en convertirse en algo más macabra a cada segundo fue suficiente para que una ciega ira se apoderase de él. Se levantó como la llama que prende en la yesca y golpeó al pájaro con la pala, el cuervo, ocupado como estaba no tuvo tiempo de reaccionar. Los restos informes y sangrantes de carne y plumas fueron a parar al manzanal. Las plumas negras se esparcían en la brisa mezclándose con los copos de nieve en una tragicómica imagen. Giró sobre sus talones y se ensañó con el cuerpo sin vida del enterrador, un golpe por cada lágrima biliosa que derramó. Una y otra vez, rompiendo todos los huesos, aplastando todos los órganos, una y otra vez hasta perder el resuello.

El padre Bernardino todavía vestía unos ridículos camisón y gorro de dormir, la cochambrosa escopeta que guardaba en su dormitorio de la sacristía colgaba de sus manos fláccidas. Una estúpida expresión de sorpresa, susto, angustia e incredulidad, todo en uno, decoraba su gordo y pálido rostro.

Alguna alimaña inmunda se movió en el manzanal, quizá una jineta había encontrado los restos del cuervo y se daba un festín. Ninguno de los dos hombres se percató de ello.

Cuando el molinero ya no pudo más su mano se abrió temblorosa y la pala ensangrentada cayó a sus pies, las piernas se flexionaron y cayó él a su vez, de rodillas, arañándose la carne de las articulaciones con las piedras sueltas del suelo a través de la tela basta del pantalón.

Alzando el rostro a la noche gritó desgarrándose el pecho mientras levantaba los brazos.

El sacerdote se acercó, sus labios se movían apresurados, rezaba sin darse cuenta un avemaría tras otra. El molinero no se enteró de la presencia del cura hasta que este le posó la mano suavemente en el hombro. La cara, los ojos del molinero, por sí mismos, prácticamente le contaron toda la historia. Sin mediar palabra el padre Bernardino apoyó la escopeta en el montón de tierra y cogiendo el cadáver del tuerto por las muñecas lo arrastró hasta la tumba abierta, el molinero lo miró asombrado. Luego comprendió, dejó de sollozar y se limpió los mocos con las sucias palmas. Al ponerse en pie cogió la pala.

Fue el molinero el que introdujo de nuevo el cadáver de la mujer en el féretro, le bajó el vestido, le atusó el pelo, colocó con un crujido los brazos en su posición original, clavó de nuevo la tapa usando la parte plana de la pata de cabra. Entre los dos hombres, sin decir una palabra devolvieron el ataúd a la tierra impaciente y el molinero cubrió el horror de aquella noche, en cada palada un suspiro de reniego e incredulidad.

Al hacer determinadas cosas las personas no son del todo conscientes de que las están haciendo, mucho menos lo son de sus consecuencias. Sin embargo, suele suceder que instantes después, enfrentados al resultado, los engranajes del raciocinio consiguen colocar cada pieza en su correspondiente escaque, lo cual, lleva a descubrir que uno no siempre se siente orgulloso de lo que acaba de hacer, incluso cuando existen motivos justificados. El molinero acababa de matar a un hombre, y la culpa lo rodeó en un abrazo amargo. Él no era hombre de excusas, poco le convencían las que bien podrían haberse llamado circunstancias atenuantes. Por eso cuando el padre Bernardino le ofreció un trago de aguardiente en la sacristía, manifiesta la clara intención de charlar por unos instantes, el molinero aceptó de buena gana mientras palmeaba la tierra de la superficie de la tumba.

Se llevaron la barra oxidada, la pala desgastada, la lámpara de carburo y la herrumbrosa escopeta, los dos hombres caminaron cabizbajos hacia la iglesia. El molinero se sentó en la cama, el sacerdote en un taburete, ambos tenían un vaso en la mano y una carga en la conciencia.

—Padre… —dijo el molinero—, padre, ¿está dormido?…