Quebrada como los restos de la guinea que un capitán de ballenero hubiese clavado en el palo mayor para anunciar la recompensa explícita al primero de sus hombres que divisase a una ballena blanca de enormes proporciones, la luna señalaba la media noche.

El molinero despertó.

Un sádico tamborilero baqueteaba graves en el interior de su cabeza haciendo que los sesos vibrasen dolorosamente. La lengua, hinchada y seca como un cadáver dejado al sol se peleaba con el cielo del paladar por hacerse sitio. Todo aparecía borroso y la escasa luz de la vela de sebo que descansaba sobre la mesilla no sirvió más que para asustarle, nada reconocía a su alrededor.

Lenta y torpemente, como el que enhebra una aguja con un calabrote, sus cristalinos consiguieron enfocar el negro borrón que tenía ante él. Primero fueron las formas redondeadas, luego poco a poco, el contraste de colores.

—¿Padre Bernardino…? —Hablar hería la garganta del molinero, como si se hubiese tragado un pliego de papel de lija.

El sacerdote dormitaba en mala postura en la agonía del enclenque taburete, la Biblia en el regazo, abierta por las páginas del pasaje de Lázaro.

—¿Padre…? —Dijo llevándose las manos al cuello como si tal gesto fuese a aliviar la molestia.

Se tomó un instante, miró en derredor, tardó un poco, pero, reconoció la sacristía, tiempo atrás, en aquella misma habitación él y Carmen habían hablado con el padre Bernardino el día de la boda. El buen sacerdote les había explicado tras terminar la ceremonia su visión de la sagrada unión y había compartido con ellos las claves que a su entender harían su matrimonio bueno a los ojos del Señor todopoderoso y misericordioso. Recordó el molinero con cuanto escepticismo había asistido a las palabras del gordinflón, y es que en aquel momento lo único que deseaba era disfrutar de la compañía de su, ahora ya, mujer. La tímida Carmen a todo había dicho que sí y como más tarde le confesara al molinero, había deseado que las palabras del sacerdote se hubiesen prolongado por mucho más tiempo, pues, aun deseando la llegada de la noche con ansias infantiles el asunto de entregar su cuerpo virgen a un hombre, por mucho amor que sintiese, la seguía aterrorizando. Sólo con dulce ternura, paciencia e infinito cariño el molinero conseguiría borrar de la mente de su esposa cuantos prejuicios insanos y sinsentido la férrea educación católica había conseguido forjar en la cabecita atolondrada de Carmen.

Pero, esa no fue la única vez que había estado en las dependencias anexas a la iglesia, hubo otra, sin embargo, esa era mejor olvidarla, arrinconarla en ese recodo de la memoria que uno pretende velar con un gran manto de terciopelo negro. Siempre un vano intento pues precisamente tanto procura el hombre desprenderse de ciertos recuerdos que esa misma intención lo mantiene atado a ellos.

A veces lo mejor que se puede hacer con un trasto inútil es dejarlo en el camino, el problema es que siempre cabe la posibilidad de que cuando es necesario andar de nuevo el camino uno tropiece con ese maldito chisme que en una ocasión se dejó atrás. Lo mismo pasa con los más desagradables recuerdos, el más banal de los pensamientos puede de un modo u otro terminar por guiar a la memoria hasta precisamente ese momento de su vida que uno desearla olvidar.

Así le pasó al molinero.

Nevaba, no era común, era ya tarde, el invierno se moría, pero, nevaba. Año de nieves, año de bienes, decían algunos. Para bien o para mal, nevaba, y como tal los bosques se vestían de blanco, el río bajaba tomado, los caminos no eran más que lodo, y las vacas hocicaban en los pastizales para encontrar hierba bajo el manto helado. Los cuatro niños del pueblo ya no jugaban a lanzarse bolas, ya no hacían muñecos, y es que ya la esponjosa nieve no era novedad.

La iglesia aparecía cubierta a medias, podía decirse que envuelta en un encantador aire de cuento infantil, podía decirse hasta que uno prestaba atención. En el camino de entrada la nieve revuelta estaba sucia, cientos de pisadas habían convertido la inmaculada imagen del blanco recién caído en una informe masa de tierra enlodada, a parches blanquecinos y cetrinos. Los huecos entre los bancos manchados de barro, con restos de hierba y otros despojos aquí y allá. Las pobres cristaleras dejaban entrar la escasa luz que las nubes no conseguían arrebatar al sol. Envuelto en sombras, apoyado frente al altar en un par de caballetes de vieja madera a medio pudrir descansaba, como el objeto olvidado en el respiro del camino, el humilde ataúd de tablazones.

Pronto empezarían a llegar, todos, muchos incluso que no habían sido vistos en años. Un entierro era una ocasión especial, cómo podía un gallego del momento ser un miembro respetable de la comunidad si no asistía a cuantos funerales hubiese. Cada entierro significaba la oportunidad de juzgar a los vecinos, de entrever las desdichas de cada familia, de comprobar si el de la puerta de al lado llevaba el mismo traje que la vez anterior. La muerte era el mensaje que permitía los reencuentros y es que la mórbida curiosidad, el malsano querer saber y la cizañosa necesidad del llanto fingido eran las connotaciones de la afición favorita de las gentes de las montañas del norte.

Tres días antes Carmen había dejado de respirar, en un estertor ansioso se le había escapado el último hálito de vida sobre el pecho del molinero que lloró amargamente toda la noche con el cadáver de su esposa tiernamente recogido en sus brazos. Antes de molestarse en avisar a nadie, la tendió con cuidado en la cama que había sido testigo de cómo se marchitaba rápidamente la alegre muchacha, la despojó del deshecho camisón que hedía como los cementerios en los días de lluvia. Mientras, indiferentes al dolor del molinero, los medios terrenales de la muerte se adueñaban del despojo de carne y huesos, poco a poco, iones de calcio atravesaban las membranas celulares de los músculos del cadáver permitiendo se enlazasen las fibras de actina y miosina, contrayendo los músculos. Como consecuencia, ya detenido el metabolismo, el cuerpo sin vida cobraba rigidez, en primer lugar, el rostro, contorsionado en una absurda mueca incoherente que se mofaba de la desdicha del hombre.

Fue a buscar agua, la bañó con delicadeza, en cada gesto mil caricias de un amor sincero, y no sólo el agua limpia del pozo rozó la fría piel de la esposa perdida, negras lágrimas de escondida rabia fueron cayendo allí donde el abatido molinero iba frotando con mimo el cuerpo sin vida de su mujer. La peinó, con el mismo peine de fuerte madera de tejo que él había tallado para ella tiempo atrás, recogió el moreno y largo cabello con una cinta de cáñamo como tanto le gustaba, dejando al aire el hermoso cuello. La besó dulcemente en los labios y con el envés de la mano acarició la suave mejilla, la helada piel del cadáver hizo que un escalofrío le recorriese la espina dorsal. Lloró, casi en silencio, ella se moría y una negra angustia nacía. Cogió del triste armario desvencijado el vestido que ella prefería, humilde paño de lino que tiempo atrás él le había regalado, la vistió convirtiendo cada gesto en un dulce y tierno adiós que desmenuzaba su corazón y se tumbó a su lado para abrazarla con fuerza. Hundió su rostro en el cuello del cadáver y lloró, lloró por los días pasados, por las caricias recibidas, las noches de amor, los gemidos de placer, las palabras de comprensión, las ideas compartidas, los sueños ansiados, los atardeces en el río, los dedos que revoloteaban en su pecho cada amanecer. Lloró como un niño pequeño, lloró con el sabor amargo de la hiel en el fondo de la garganta y quiso reñirle, enfadarse con ella por haberle dejado solo, por haberse ido y no haberle permitido marcharse con ella, quiso odiarla y no pudo, quiso olvidarla y fue incapaz, quiso no llorar más, pero, como las gotas del rocío en la mañana se cuelgan de las hojas de los árboles miles de lágrimas se colgaban de sus pestañas esperando su turno para deslizarse por la gélida piel del inerte cadáver, allí, donde el pecho pierde el nombre y el cuello nace. Y ya no lloró por las noches en que ella lo buscaba entre las sábanas para hacerle el amor hasta el levantar del día, lloró entonces por las mañanas que deberían llegar y no llegarían, por los paseos de dos viejos en la orilla del río que nunca darían, por los llantos en la noche de los niños que se levantarían para corretear bajo la falda de su madre y que nunca nacerían. Se durmió abrazado a ella como tantas otras veces, sólo que esta vez la respuesta a su gesto de amor era el lento endurecerse del cadáver, la rigidez naciente de los miembros, el corromperse de la carne. Ya no olía como los rosales silvestres que nacen en las solanas de los oteros, ahora apestaba como las tripas del conejo despellejado para la cena del anterior domingo.

Todo era confuso, velado por la misma inconsciencia que precede al sueño, y de tanto en tanto, igual que en ciertas ocasiones uno se sobresalta sin razón cuando está a punto de dormirse, el molinero recuperaba el conocimiento para entrever gente de luto murmurando, un ataúd rodeado de velas, el paso del día y la noche, para oír el sarcástico rumor de las oraciones vacías, los incontables rosarios y avemarías, el falsificado llanto de las plañideras, el gemir de las ramas del bosque venteadas por el invierno.

Una intensa apatía descolorida mojaba sus sentidos, los empapaba. Se sentía lisiado, roto, quebrada el alma. Deseaba estar solo, deseaba olvidar cuanto había sucedido, si hubiese sabido en cual de las circunvoluciones de su cerebro se estaban almacenando esos días de su vida habría corrido a la leñera buscando el hacha para abrirse de un tajo el cráneo, arrancar ese pedazo de su sistema nervioso y arrojarlo a la madriguera de alguna alimaña.

Le esperaban, los dos hermanos de Carmen y un primo lejano al que no había visto desde el día de la boda. Ellos tres en la habitación del velatorio, el resto del pueblo frente a la casa. Todos le esperaban y él no quería moverse, una mano amable le palmeó el hombro y alguien que no pudo recordar más tarde lo acompañó hasta el ataúd donde los tres hombres aguardaban. Cuando salió de la casa con el peso de su esposa muerta sobre sus espaldas la poca entereza que le quedaba se escapó por algún perdido sumidero del alma. Un llanto, manso y cansado lo acompañó hasta la iglesia. La tragicómica procesión de los parientes y conocidos más cercanos terminó por dejar al matrimonio al pie del altar, él, de pie, esperando la llegada del funeral, ella, ya nada esperaba.

No fue a comer, no aceptó ninguna de las condolidas invitaciones, fuesen falsas u honestas. Se limitó a sentarse en el primero de los bancos de la izquierda y mirar absorto el sencillo cajón que encerraba toda una vida de ilusiones y esperanzas. La edad lo alcanzó aquel día, el molinero se hizo viejo esperando que aquel martirio terminase.

Como era de suponer, la gente llegó, poco a poco. Las viejas y roncas campanas tocaban a entierro anunciando la presencia de la muerte. Algunos llegaron temprano, otros puntuales, ninguno tarde. De los primeros, los hombres hicieron tiempo hablando del ganado o de las cosechas, las mujeres lloraron y alabaron las virtudes de la fallecida, con o sin verdadero convencimiento, para ellas, ese día la muerta había sido una santa en vida.

Más de uno se acercó hasta el molinero para dedicarle unas amables palabras. Muchos, de eso él estaba seguro, no lo hicieron porque en verdad sintieran el hondo penar que se iba comiendo las vísceras del molinero, tan sólo lo hicieron porque docenas de ojos observaban pretendiendo aparentar no hacerlo. En cualquier caso no hubo palabras, sinceras o no, que aliviasen al pobre viudo. Cada nueva condolencia compelía el aceptarla, lo cual a su vez obligaba al molinero a darse cuenta de qué era lo que hacía allí. Los hombres son en la mayoría de las ocasiones importantes así de estúpidos, de tal modo la costumbre de dar el pésame fundamenta el rito social que conlleva cada funeral, independientemente de que cada palabra de conmiseración hunde un poco más en la desesperación a aquellos que se ven en el compromiso de recibirlas.

El molinero, ausente, trataba de mantener la compostura. No había mucho que decir, tampoco nada se esperaba de él. Por otra parte no estaba dispuesto a permitir que su dolor sirviese de excusa para chismorrear en las mesas de café de las comadres. Tan sólo cabía esperar, permitir que el tiempo fluyese, para bien o para mal, antes o después, todo terminaría y él mantenía la esperanza de que una vez todos se hubiesen marchado y ya nadie pretendiese mostrarle cuanto sentía lo sucedido podría dedicarle unos minutos de paz a su corazón.

El bueno del padre Bernardino, que en esos días tenía algo más de pelo y algo menos de barriga, apareció en escena, habló por unos instantes con el molinero, este no le escuchó, simplemente asintió moviendo la cabeza. La misa de difuntos comenzó. El sacerdote claramente compungido agradeció primero la presencia de tantos feligreses y poniendo en su boca palabras que jamás había dicho el molinero, agradeció en su nombre la asistencia. Sin prestar atención a lo que hubiese dictado el misal eligió para su lectura los párrafos de «El deportado» del Libro de Tobías, y en su homilía dedicó largo tiempo a repasar los tópicos mil veces manidos.

El viento soplaba mansamente, las hojas de los escasos árboles perennes mostraban el envés y las cornejas no levantaban el vuelo más allá de la techumbre de la iglesia. Inmensas extensiones de nubes estratiformes cubrían el horizonte oscureciendo el día y la nieve caía mansa sobre la hierba del manzanal donde los fantasmas esqueléticos de los manzanos eran heraldo del invierno de las montañas. Los cuatro hombres, las barbillas hundidas en el pecho, sacaban a hombros el ataúd. Los pies se trababan en el barro, los dedos querían resbalar en la madera húmeda.

El manto de nieve dejaba ver, unas si, otras no, las lápidas del cementerio. Todas tristes lajas de piedra a excepción del pequeño mausoleo dos Lema, los hombres apretujaban las boinas con las manos, las mujeres ataban una y otra vez las pañoletas negras con las que cubrían sus cabezas. Los portadores del cadáver caminaban despacio, ya no por el peso, sino por la desgana.

En una esquina, cerca del manzanal, la tierra aguardaba herida. La nieve, irónica, jugaba a cubrir el hueco. Un cuervo impaciente graznó desde la cruz de una tumba, donde observaba el ritual, olía a muerte y el carroñero lo sabía. Dos cuerdas esperaban al lado del montón de tierra, la pala olvidada descansaba al lado del agujero y fumando un pitillo, apoyado en el último contrafuerte de la fachada sur de la iglesia dejaba pasar el tiempo Calero, o torto, el enterrador. A Calero, o torto, la inoportuna coz de una mula testaruda lo había dejado desfigurado, medio tonto y tuerto. Las viejas, después de la comida, mientras se buscan entre los dientes los restos de carne todavía cuentan la historia, el enterrador, que ya antes de que la pezuña de aquella mula le arrancase media cara, no era muy normal, era mozo media docena de años atrás y quiso ser hombre, no se le ocurrió mejor forma que atar al poste del almiar a la mula de carga de los Barreiros, que vivían dos casas más allá, bajarse los pantalones y probar su virilidad. Cuando lo encontraron, sangrando, con la mandíbula rota, las muelas sembradas por el suelo, el cuero cabelludo despellejado dejando adivinar el hueso y el globo ocular reventado, aullaba como un poseso sobre el cadáver de la mula, empujando una y otra vez, con las nalgas blancas reluciendo al sol y la sangre del animal empapándole los muslos desnudos. Quizá perdió el sentido, quizá no, pero, tras la coz había matado a la mula, golpeándola una y otra vez con un rastrillo, rompiéndole la mitad de los huesos y quebrándole el espinazo y al fin se cobraba su sádico precio con el cadáver. Tanto se le revolvieron los sesos con la patada del bicho que nada le quisieron reprochar, cuando sanó se limitaron a darle una pala y dejarle hacer de enterrador, o, dado el caso, echar una mano en la iglesia, lo mejor era dar por olvidado el asunto.

El molinero lo vio, entretenido, fumando, sin darle mayor importancia a lo que para él no era más que rutina. No pudo evitarlo, las enormes cicatrices que cuajaban el rostro del enterrador llamaron su atención, tres cuartos de la cabeza eran la de un joven con dos docenas de primaveras, el resto la de un engendro parecido a las gárgolas que años atrás había visto en la catedral allá en la ciudad. La mirada tuerta y vacía del enterrador se cruzó con la del molinero. Y, en esos actos estúpidos que a uno le suceden más que provocarlos en esas situaciones en las que ya no se tiene el control el molinero sacudió la cabeza a modo de saludo. O torto, que necesitaba que el padre Bernardino le repitiese al menos cinco veces donde quería el nicho, al menos una docena si se trataba de aprender un toque de campanas nuevo, para que le quedase claro, ni siquiera se dio cuenta. Pero, el gesto del molinero desvió su atención del camino durante, ya, demasiado tiempo, su pie derecho no hizo firme sobre el lodo, la suela no agarró, resbaló y cayó aparatosamente sobre su hombro, manchándose, salpicando pequeños terrones de tierra embarrada y oscura. Los otros tres se desequilibraron, tambaleándose como borrachos saliendo de la taberna, faltos de uno de sus puntos de apoyo perdieron asidera en el féretro y este también cayó levantando una acuosa cortina amarronada. Por una pulgada escasa no dejó cojo al molinero que viendo el desastre de reojo agradecía en el alma que los clavos de la tapa hubiesen aguantado.

Todos se santiguaron, las mujeres murmuraron, los hombres bajaron los ojos, el sacerdote se quedó helado, vuelta la cabeza con una estúpida expresión de asombro, en tanto el molinero y sus tres compañeros se las apañaban para volver a cargar con el féretro se oyó una aguda risa histriónica. A Calero, o torto, le había faltado poco para tragarse el pitillo con el susto, pero, ahora carcajeaba como una gallina lunática. Todos se quedaron en el sitio, petrificados, y el molinero se hundió un poco más en su miseria. Sólo el padre Bernardino fue capaz de reaccionar y a grandes zancadas se llegó al enterrador, lo miró muy serio, Calero, aun tonto como era intentó contener su risa, el sacerdote no le dio tiempo, le soltó un bofetón que sonó como las campanas a la una, la única de las llamadas en la que el pobre tonto nunca se equivocaba. Fue la señal para que en mayor o menor medida todos los presentes recuperasen la compostura.

Al fin, se tendieron las cuerdas al lado de la tumba, se apoyó el ataúd sobre ellas, los cuatro hombres tomaron los cabos y bajaron la caja a pulso. Una desconsolada lágrima solitaria resbalaba por la mejilla del molinero.

El padre Bernardino dijo unas palabras, obligado por la costumbre el molinero echó un puñado de tierra húmeda sobre el féretro. Los más impacientes comenzaron a marcharse, el sacerdote se quedó en pie junto al viudo y se dio cuenta de que mejor era no decir nada. En unos instantes ya sólo quedaban ellos dos y Calero, que miraba embobado el horizonte mientras se masajeaba la mejilla que el cura había abofeteado.

El sol se caía en el cielo encapotado, buscando la noche, y el sacerdote que empezaba a no sentir los dedos de los pies encomió al molinero a marcharse mientras le hacía un gesto a Calero dándole a entender que podía proceder a tapar el agujero, este tras el tiempo prudencial que necesitó para entender exactamente qué le habían querido indicar, se acercó finalmente hasta la tumba y comenzó a palear la tierra empapada y oscura del montón adyacente, sin considerar en ningún momento si su sencillo trabajo podía molestar o no al hombre que, con el rostro compungido, observaba como su vida se escondía entre los terrones sueltos que caían sobre el humilde ataúd. El molinero tardó en reaccionar, pero, tras un momento se caló la boina húmeda y echó a andar sin decir nada, sus andares, ese caminar cansino de los vagabundos que saben que nada ni nadie los espera.

La nieve seguía cayendo, el atardecer era ya pleno, y el mismo cuervo volvió a graznar, frustrado quizá al comprender que aquel cadáver quedaba ya fuera de su alcance bajo las paladas de tierra del enterrador. Camino a la sacristía el padre Bernardino se volvió para ver marchar al molinero, los hombros encogidos en el traje oscuro cubierto de manchas de barro, cada paso en un mundo distinto, la cabeza gacha, perdida la mirada en los copos de nieve que se fundían en el suelo.

El enterrador continuaba con su trabajo, los restos revueltos de su cerebro no le permitían seguir compás alguno. Estaba empapado y aunque le costaba comprender la noción del tiempo sabía, a su manera, que aún le quedaba mucho para poder terminar. La mejilla le dolía, y las manos aunque callosas comenzaban a resentirse, sin embargo, sonreía.

Era una sonrisa macabra, como la cicatriz que el ácido derramado hubiese dejado sobre el rostro de un niño.