El padre Bernardino era cura de pueblo, así había sido por treinta años y nada más deseaba por lo que le quedaba de vida. Nacido en Astorga el seminario lo había llevado a León y los avatares del destino y las decisiones de sus superiores habían terminado por colocarlo en la tranquila parroquia de las montañas gallegas, lo cual suponía para el panzudo sacerdote una sutil y agradecida ventaja, la cercanía le permitía sin demasiadas complicaciones visitar a su familia allá en la casona de la ribera del Órbigo una vez al año. Su vida era sencilla como casi siempre lo es la de aquellos que remedian sus penas y problemas con la fe, sus únicos sobresaltos, alguna extremaunción inesperada. Cada domingo daba misa en las cuatro capillas cercanas, yendo de un pueblo a otro en un caballo que tomaba prestado de la cuadra dos Lema, y durante la semana se repartía como bien podía a base de largos paseos entre las casas de los feligreses.
Rubicundo, de esos hombres que no son altos ni bajos, lo que más destacaba era su abotargado rostro sonrosado cubierto de mil capilares que bien parecían a punto de reventar, y es que el padre Bernardino sólo sucumbía ante uno de los pecados capitales, la gula, comer era para él un ritual tan sagrado como su oratoria de los domingos. Es justo admitir que en aquellos tiempos, si es que el pueblo era lo suficientemente grande como para tenerlos a todos entre sus lugareños, el párroco era junto con el cabo de la benemérita, el tonto y el borracho uno de los importantes personajes de cada villa, lo cual hacia que cada boda, bautizo o evento que conllevase la aparición del sonrosado sacerdote implicaba también un largo banquete al que siempre se las arreglaba para asistir, seis y hasta siete platos distintos preparaban azarosas las amas de casa en las cocinas de hierro. En Galicia se podía pasar hambre todo el año, pero, si había invitados de por medio tenía que dejarse bien claro que la familia disponía de recursos, nada mejor para ello que inflar a los convidados con sentadas que empezando a la caída del mediodía terminaban siempre con una sarcástica cena ligera, en la que uno no podía tener claro si era uno de los postres del almuerzo o una opulenta comida a parte.
El sol arañaba los vidrios de la sacristía y el sacerdote, ante el espejo de la antigua cómoda, se las apañaba como podía con los cuatro pelos blancos que acorralaban su calva para intentar tener un aspecto presentable para el primero de los oficios.
La iglesia, de nave única, era más bien un simple modelo, de planta rectangular y cubierta de pizarra a dos aguas, los arcos fajones de la bóveda de cañón se mantenían en pie de milagro mientras los contrafuertes parecían aguantar más por orgullo que por otra cosa. La sencilla edificación era algo así como un eslabón perdido entre el románico temprano y las construcciones de técnica lombarda. Anterior, posiblemente, a los prósperos reinados de Fernando I y Alfonso VI en los que el románico se extendió con la fuerza de un reguero de pólvora prendido a consecuencia de la reforma benedictina originada en la abadía de Cluny por el abad San Hugo.
El interior, calado, no tenía más frescos que los manchurrones de humedad que el duro invierno dejaba caprichoso año tras año. El altar era una simple mesa construida con una gran pieza rectangular de granito y el retablo tras el presbiterio, acomodado en un escaso amago de ábside, escondía más polvo y carcoma que pan de oro.
Dos pequeñas campanas de bronce coronaban el rosetón de la fachada principal, la una ronca, la otra quebrada, las dos oxidadas. Para las misas de difuntos tañían ensordeciendo a un todopoderoso circunscrito en la mandorla del modesto tímpano, sin más adorno que los signos tetramórficos de los cuatro evangelistas, el águila de san Juan, el león de san Marcos, el toro de san Lucas y el ángel de san Mateo.
Siglos después y en función de la necesaria conveniencia y comodidad se había añadido un pequeño anexo en el muro derecho a fin de constituir la diminuta sacristía, y al tiempo, apañada residencia del cura de turno.
El umbroso conjunto era sencillo y sin pretensiones.
Era una construcción humilde y nada tenía que ver con las grandes obras de Maese Mateo allá en Compostela. Allí no existía la grandiosidad de la escultura aleccionadora románica, ni tenía cabida la inspiración del bestiario árabe, de los mármoles carolingios, de la miniatura mozárabe o de ninguna otra de las consideradas fuentes formales de la arquitectura cluniacense. Era un templo acorde a las gentes del lugar. Sin embargo, para el padre Bernardino, la simple sencillez de la obra le inspiraba fervientemente, pues mientras algunos de sus compañeros de seminario debían lidiar en las ciudades con gentes de ideales, jugar en sus homilías con discursos políticos, y enfrentarse al agitado sensacionalismo social donde los anarquistas se cebaban, él pastoreaba a un rebaño humilde y temeroso de Dios al que por lo usual resultaba sencillo conducir por el recto camino.
Era un día importante, había pensado mucho en el modo de hablarles a sus feligreses. La colecta de ese domingo estaba destinada a la familia do Santo, el dinero habría de servir para que aquel pobre hombre pudiese comprar un par de marranos y tuviese posibilidades de no morirse de hambre con la llegada del invierno. Para el bueno del padre Bernardino la sotana implicaba mucho más que el simple hablar por los codos durante sus sermones, vivía su sacerdocio con el profundo convencimiento de que aún más importante que las misas de los domingos era ayudar a sus parroquianos. Por otra parte sentía que debía permitir que la mano de la iglesia y por tanto, indirectamente la de Dios influyesen en aquel asunto, dado que, tras la horrorosa escena con la que se había encontrado al entrar en la malhadada cuadra podía imaginar con cuanta rapidez sus ovejas habían comenzado a hablar de lobos, y eso no le gustaba. Era, sin embargo, un desagrado sincero, no se trataba de que temiese perder influencia en su rebaño si la semilla de la brujería y las supersticiones afloraba, sino más bien un cándido sentimiento paternal de mantener en ese socorrido recto camino a sus queridos feligreses.
Cierto era que a pesar de cuanta cultura su formación le había permitido adquirir jamás había visto, escuchado o leído el bonachón cura nada semejante, y negar no podía negar que poco le faltó para vomitar las filloas del desayuno en el establo do Santo. Pero, no estaba dispuesto a permitir que tal anomalía imbuyese en el ánimo de su parroquia extrañas creencias que bien sabía Dios se apartaban de las justas palabras que el buen Jesús dejó en su legado.
Con tales pensamientos en la cabeza y rumiando pasajes de la que sería su homilía en voz baja se encaminó al portalón de entrada, aún era temprano, pero, le gustaba ventilar la iglesia antes del oficio, por otra parte siempre había algún madrugador que aparecía pronto para confesarse antes de la misa, sonrió con un cierto aire de cinismo. Condujo por tanto su rotunda humanidad por entre los humildes bancos y permitió que las alegrías que el Señor traía con la luz del nuevo día penetrasen en la casa de Dios. Pero, no fueron floridos rayos de luz primaverales los que le iluminaron la cara al abrir las puertas.
—Pero… Pero… Hijo mío… ¿Qué te ha sucedido?… —El molinero se le cayó en los brazos balbuciendo.
El pobre desgraciado parecía un fantasma venido a menos, una sombra de sí mismo. El sacerdote, haciendo presa firme bajo las axilas lo sostenía medio en pie. Temblaba.
—Padre, —dijo entrecortadamente—, padre, la he visto…
—¿El qué, hijo, el qué?, ¿a quién? —Pero, era tarde, el hombre sucio, cubierto de arañazos y más blanco que los mantos de la virgencita que coronaba el retablo se había quedado inconsciente babeando la sotana del buen cura.
Angelina, la mujeruca que acudía cada mañana a adecentar la sacristía, preparar la comida del sacerdote y barrer la iglesia aún no había llegado y Daniel, que hubo de sustituir a aquel desgraciado sin sentido, aquel que jugaba entre los muertos. Daniel, que hacía las veces de enterrador y en especiales ocasiones de sacristán no vendría ese día pues no había celebración o funeral que lo reclamasen, Bernardino se sintió desamparado. Como pudo, más mal que bien, arrastró el inerte cuerpo maltratado del molinero hasta la sacristía y lo depositó con sumo cuidado en el camastro bajo la ventana. El molinero parecía una rama seca a punto de quebrarse y una sincera preocupación se instaló en el pecho del sacerdote. Fue a buscar agua al pozo del atrio trasero, el que daba al cementerio, al lado del manzanal. Echó el agua en una palangana y aseó al molinero. Ardía, ardía y sin embargo, un denso sudor frío le empapaba la piel. Puso especial cuidado en librar de roña los raspones y arañazos que cubrían por completo el torso del molinero, y concluida la tarea dejó un paño empapado en agua fresca sobre la frente del hombre que respiraba débilmente tumbado en la cama de la sacristía. Cuando ya se volvía para retirar el resto de los trapos y la palangana el molinero tosió, sonó como el crujido al pisar las hojas marchitas del otoño, al pobre cura se le encogió el corazón.
El molinero no había vuelto a pisar la iglesia desde el desafortunado entierro de aquella dulce muchacha con cara de ángel y manos de mariposa que había sido su esposa. El cura había tratado, en principio, de hacer volver al redil al atormentado feligrés, pero, este siempre le respondía con humildes evasivas. Aun sin haberse dado por vencido Bernardino dejó de insistir al cabo de un par de meses, tentado por el pensamiento de que el tiempo jugaría en su favor, no había sido así, cierto era que hablaban a menudo, y podría decirse que compartían mucho más que una amistad, sin embargo el sacerdote sabía que no debía entrometer la religión en sus charlas con el molinero. Otros habían perdido a sus seres queridos y por unos instantes su fe se había quebrado, pero en el caso del molinero el cura abrigaba la certeza de que aquel día, aquella noche, el molinero no sólo enterró a su esposa, sino también su corazón y su fe.
Siempre había arrastrado sentimientos de culpa y pena por el pobre molinero. Culpa por no haber sabido ayudarle cuando más lo había necesitado, puede que incluso porque en parte era responsable de que las cosas no hubiesen ido mejor, pena por comprobar cuanto había significado la pérdida de su esposa, puede que incluso porque a él también le dolió enterrar a la pobre Carmen.
No sabía que más podía hacer, por lo que se limitó a tomar asiento al lado del lecho en un desvencijado taburete y echando mano de la Biblia que descansaba en la mesilla comenzó a leer en voz alta algunos pasajes. En esa ocasión el sentido se mostró irónico y permitió que el azar guiase los rechonchos dedos del sacerdote hasta los pasajes de Job.
El molinero tosió de nuevo, sonaba como el crujido de leños ardiendo. El cura lo observó lleno de conmiseración, revolviéndose incómodo en su asiento. La tos no cesaba y por un instante el molinero pareció salir de su trance, para volviendo el rostro abrir los ojos y fijarlos en el sacerdote.
Se le cayó la Biblia de las manos, el hombre del camastro lo miraba sin decir nada y el cura reprimía un gemido. Su ojo,
(Oh… Señor misericordioso, ¿pero qué…?).
se dio cuenta entonces del lamentable estado del ojo derecho del molinero, completamente tintado de bermellón a excepción del iris, se percató también de que el enfermo no lo miraba realmente, su vista se perdía en algún punto a la espalda del sacerdote. El molinero se derrumbó de nuevo en la cama y como es lógico en los pocos segundos que duró el episodio el cura no tuvo tiempo de adivinar que es lo que le había sucedido al ojo del molinero, su único pensamiento mientras este abrió los párpados fue el recuerdo de los viejos incunables grabados a mano que había estudiado en el seminario, las oscuras bestias diabólicas que coronaban las esquinas de las descoloridas páginas. Aquellos engendros que la mente de algún ilustrador trastornado había parido a la luz de las velas en el scriptorium de a saber qué convento, también tenían los ojos rojos. Se santiguó, rebuscó entre sus ideas e intentó serenarse, seguramente había una explicación racional, o puede que la luz refractada de algún extraño modo le hubiese engañado como un charlatán de feria estafa a los niños.
Oyó pasos, era Angelina. No se entretuvo demasiado con la mujerona, explicó vagamente lo sucedido, le rogó velase al molinero y se excusó alegando que deseaba pasear un rato para despejarse antes de la llegada de los parroquianos. La mujer no le concedió excesiva importancia y limitándose a sacar de su enorme bolso de burda tela la labor de calceta tomó asiento en el taburete que hasta ese momento había crujido bajo la ingente humanidad del sacerdote y que ahora sufría lo indecible ante el peso aun mayor de la mujer. Angelina era baja, gorda como dos pacas de heno, de lelos ojos verdes y corto pelo negro ensortijado. Pero, cuanto le faltaba de bella lo tenía de buen corazón. Nada obtenía a cambio de sus tareas en la iglesia aparte de las indulgencias que el paciente Bernardino quisiera prometerle. Nada se le daría por velar al enfermo, mas, con ese deje de paciente comadre que otorgan largos años de duro trabajo y sufrimiento se dispuso a ayudar en cuanto estuviese en su mano. Con mimo cambió el paño húmedo de la frente del molinero y se enfrascó en desovillar la lana de su labor.
El padre Bernardino alcanzaba la salida cuando Mariana da Cruz alcanzaba la entrada. La viuda se presentaba fiel a su costumbre, y con la excusa de la confesión llenaba los oídos del cura con cuantos rumores y maledicencias había podido recolectar a lo largo de una semana de duro trabajo en las sobremesas con las comadres. Chismosa, llena de envidia y amiga de la cizaña, la enjuta mujer no era precisamente la compañía que el sacerdote deseaba, pero, el deber se impuso a los deseos personales y la acompañó complaciente al recatado confesionario que descansaba en una de las esquinas de la iglesia.
Mientras la mujer, asegurando que se mordía la lengua por no poner malas palabras en la vida de sus vecinos, hablaba por los codos sobre todo aquel que podía recordar viviese en dos leguas a la redonda. Los primeros lugareños fueron llenando la iglesia para el oficio, limpios, afeitados los hombres, peinadas las mujeres, todos ellos luciendo las humildes prendas que reservaban para las fiestas.
—…bien sabe Dios que no me gusta entrometerme en la vida de los demás, pero, padre, creo que debería hablar con ella… —Decía Mariana arropada por la media luz del confesionario—. …y su marido, líbreme el Señor de mis pecados, pero, no es un buen hombre, pasa todas las tardes en la taberna jugando al dominó y bebiendo vino…
El cura asentía de vez en cuando para que a través del oxidado enrejado de latón la mujer pudiese entender que estaba siendo atendida con toda la devoción que ella esperaba ante sus increíbles revelaciones, sin embargo, la mente del sacerdote estaba todavía en la sacristía, con el molinero.
El tiempo pasó lentamente, demasiado pesado, espeso, como si los granos de arena fuesen gruesos en exceso para el cuello de cristal. Antes de comenzar con la misa Bernardino tuvo un instante para comprobar que el molinero seguía dormitando, con alguna tos ocasional, acompañado por Angelina, que tejía unos guantes para el menor de sus hijos. En cuanto las lecturas terminaron el sacerdote puso todo su entusiasmo y lo mejor de sus dotes oratorias para animar a los congregantes a aportar cuanto les fuese posible. Pepe do Santo, su mujer y los dos pequeños se refugiaban en el último de los bancos, el hombre mantenía la cabeza gacha y un rictus tenso como entena en vendaval arrugaba su rostro ruborizado.
Se pasaba por los bancos el cestillo de mimbre cuando se oyó un grito, la puerta a la derecha del altar se abrió de golpe, el molinero apareció, balbuciendo ininteligibles palabras. Su ojo herido destacaba en la lividez de su rostro como el cordero negro entre sus hermanos.
—La he visto… —gritó— …existe… la he visto. —Sus piernas hicieron un extraño y cayó al suelo sin conocimiento, un hilillo de sangre perlaba de carmín la comisura de sus labios.
Los varones de las primeras filas no comprendían lo ocurrido, pero se levantaron presurosos para auxiliar al hombre que respiraba con dificultad tendido en el frío suelo de la iglesia. El padre Bernardino, salió de su estupor cuando los del primer banco alzaban al molinero y trotó hasta la sacristía haciendo botar su enorme barriga. Allí, espatarrada como una tortuga vuelta se encontró a la pobre Angelina con su labor desperdigada intentando poner en pie su inmenso trasero.
—Se levantó de repente y salió corriendo, le avisé de que estaban con la misa, —dijo la mujer que con tanto esfuerzo como estaba haciendo empezaba a tornarse púrpura— pero no atendió a razones.
—Está bien hija mía, no te preocupes.
Los hombres entraron al molinero y ante el gesto del sacerdote lo tumbaron con cuidado. Cuando todo estuvo igual que apenas unos minutos antes y Angelina encontraba el punto que había perdido con el despertar del molinero Bernardino regresó ante su congregación y se limitó a decir que el día anterior había ido a hacer una visita al molinero, lo había encontrado muy enfermo y había decidido traerlo a la sacristía para cuidar de él. Explicó que tenía mucha fiebre y por tanto deliraba, y les encomió rezasen por su alma y su salud. Sabía de sobra que eso no detendría los chismorreos de Mariana así como tampoco pondría freno a aquellas que como ella disfrutaban dando explicación a cuanto sucedía en la comunidad echándole la culpa al primer chivo expiatorio que se les ocurriese, y suponía que la aparición del molinero en el justo momento de la colecta sería una presa fácil para la aguileña lengua de la viuda y sus comadres. Por eso mismo dedicó unos instantes a alabar las virtudes del hombre que cuidaba del molino, sin embargo, no era fácil, el hombre al que con sana intención cristiana intentaba proteger de la maledicencia llevaba ya demasiado tiempo siendo el objeto de mil rumores. El problema era ante todo que si la maquinaria de las supersticiones y la maledicencia se ponía en marcha no había modo de pararla, el molinero gustaba de estar solo, no frecuentaba la taberna y no se le conocía mujer, lo que para muchos hubiera sido la vida ejemplar de un viudo trabajador podía ser tornado fácilmente en un arisco huraño sin amigos, que no acudía los domingos a la iglesia y no formaba una familia como era debido. Y, los cimientos ya estaban asentados, bien lo sabía el padre Bernardino, y también por ello se culpaba.
Lo único con buen fin aquel domingo fue la colecta, la familia do Santo disponía ahora de capital suficiente como para reemplazar los gorrinos perdidos e intentar salir adelante, esa misma tarde Pepe compraría un par de cochinos en la feria que tenía lugar en un pueblo cercano. Fue ese, por tanto, consuelo del abatido sacerdote.
Despachó con desgana las judías que Angelina le preparó y se sentó de nuevo en el mismo taburete y en el mismo sitio para leer en alto la misma Biblia, esa vez fue la historia de Noé la que veló el sueño inquieto del molinero. Y, como si de un anuncio se tratase la lluvia llegó, gruesas gotas que tejían una densa cortina de agua.
El cielo cubierto por enormes masas de nubes estratiformes descargaba paciente, los bosques brillaban en un resplandor glauco, la tierra se embarraba aún más, el río se henchía rugiendo en los rápidos.
El molinero tosió, el sacerdote lo miró preocupado. Como el papel de estraza que se arruga y se arroja a las llamas, carraspeó, tosió y algo sonó a roto en el pecho del molinero.
El primer salmón de la temporada luchaba contra la corriente en los rebufos de la presa del molino, era un hermoso macho de librea plateada. Nadó de un lado a otro, buscando el lugar que su instinto le indicaba era el más apropiado, se arrimó al borde del caneiro que daba al molino, allí la columna de agua perdía un par de pulgadas de altura pues al borde de la represa le faltaban unas piedras que años atrás había arrastrado una gran riada. Se dejó llevar unos segundos por la corriente, ganando distancia, tomó impulso, su potente cola se tensó rompiendo el flujo del agua, se elevó en el aire, orgulloso y poderoso, lanzando destellos con cada contracción de los músculos de su cuerpo. Algo salió mal, cayó en seco sobre las piedras de la presa.