Era noche cerrada, una luna creciente, como una esquirla retorcida de un camafeo de plata, se engalanaba con los pomposos vestidos cenicientos de las nubes, que hurtaban la escasa luz de su reflejo, y allá en los oteros aullaban los lobos. El bosque, llenos los espacios entre árboles por la oscuridad, ofrecía su aspecto más tenebroso. La primavera sólo comenzaba y las ramas de los árboles se erguían aún desnudas contrastando su silueta contra el horizonte de azabache. Los búhos se cortejaban en la lejanía con sus lúgubres cantos mientras los murciélagos revoloteaban torpemente buscando los insectos que a su vez aleteaban queriendo arrimarse a la luz del candil que el hombre llevaba en su mano.

No supo si estaba soñando, en las últimas noches las pesadillas habían querido atormentarle y podía, simplemente, ser una más, pero, era realmente un mal sueño, debía serlo porque su pensamiento era lento, sus retinas se negaban a fijar claramente las imágenes y un nudo en el estómago anunciaba un mal por llegar. Sin embargo, todo se antojaba real, mas, si era real como al mirarse a los pies y descubrir que estaba descalzo le pareció que contemplaba dos manchas blanquecinas desde la cima de una montaña. Apoyó los dedos en la frente, sólo sudor frío, quizá no fuese entonces cosa de la fiebre, pero, entonces por qué esa pesadez, por qué todo parecía haberse ralentizado, y cómo es que sentía sus miembros como el lisiado que intenta rascarse la pierna que le han amputado la mañana anterior.

Si era un sueño resultaba demasiado real, y es que el frío de la oscura noche comenzaba a filtrarse hasta sus huesos. Si es que en verdad estaba en medio del bosque, qué estaba haciendo allí. Pensar dolía, podía sentir como al intentar razonar el cerebro rechinaba como una rueca carcomida y por más que se esforzó no logró adivinar cómo demonios había llegado hasta allí. En un gesto instintivo y que aún así le llevó una eternidad más de lo acostumbrado buscó en el bolsillo de los pantalones su petaca, no la encontró, se palpó en el pecho para hacer lo propio en la camisa. Se dio cuenta entonces de que su torso, como sus pies, estaba denudo. De cómo pudo ser que saliese en mitad de la noche a medio vestir, candil en mano, no tenía la menor idea.

Las venas del cuello comenzaron a palpitarle, y de lejos, como un espectador intrigado en las evoluciones del actor sobre el escenario descubrió el ardor de la fiebre. Le pareció entrever el destello de un relámpago, y miró al cielo para descubrir mil estrellas y unas pobres nubes esmirriadas que en buena lógica no podían cargar tormenta, y sólo al bajar la cabeza se dio cuenta de que no eran relámpagos sino su mano izquierda que temblaba convulsivamente hiriendo la noche con el haz de luz del humilde candil de apestoso aceite.

Como tantas veces en los últimos días procuró serenarse, y el esfuerzo por razonar hizo que le doliese la cabeza terriblemente. Sintió alfileres calientes prendiéndose en el interior de su cráneo y sus dientes apretados chirriaron como las bisagras oxidadas de la puerta de una casa abandonada. Sentía el frío, sentía la fiebre, sentía el dolor, sin embargo, no era más que el reflejo de aquello que debía haber sido. El frío lo envolvía en un manto a su vez bochornoso, la fiebre se atenuaba en un suave rubor, el dolor se mecía escondido tras una simple molestia. Quizá estaba borracho, quizá el aguardiente corría desaforada por sus venas entorpeciendo sus sentidos, nublando su mente y haciendo que le resultase imposible saber qué diablos hacía en el bosque, pero, no recordaba haber acudido al consuelo del alcohol aquella noche, cómo podía ser entonces.

Quizás no era el aguardiente, quizás tampoco era la fiebre, quizás se había muerto o quizás sólo pensaba que se había muerto porque estaba demasiado borracho como para darse cuenta de su ebriedad. Quizás su enfermedad no existía más que en su cabeza y podía ser entonces que estuviese delirando. Quizás estaba en su cama empapadas las sábanas y revolcándose sobre sus propios vómitos. Quizás.

De todo aquel sinsentido el molinero sí tenía algo claro, sentarse a rumiar lo inconsciente, lo real o lo imaginario de la situación no iba a aportarle beneficio alguno y si algo había que no tolerase era dejarse llevar por la futilidad de sus propios deseos. Decidió entonces que fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo sólo el intentar averiguar donde se encontraba y buscar el camino de regreso podía ser de ayuda. Si era un sueño, o una pesadilla, ya llegaría el momento de despertarse, si era real lo que tendría menos sentido aún sería quedarse como un idiota en el medio de ninguna parte.

Miró al cielo, roto como un cristal astillado por las líneas quebradas de las oscuras ramas sin hojas, a su derecha sobre los brotes de un aliso descubrió la polar. Sin embargo, no tenía horizonte al que acudir en busca de montañas o diferencias en el terreno que le indicasen su lugar. Poco podía hacer entonces si aún pudiendo orientarse no era capaz de determinar que dirección escoger. La masa de árboles era allí demasiado compacta y mirase a donde mirase una sorprendente monotonía bucólica se descubría dueña y señora. No quedaba más que intentar marchar en línea recta manteniendo la esperanza de alcanzar un lugar conocido y orientarse de nuevo. Sabía que hacia el este del pueblo alejándose del valle por el que discurría su río los bosques se tupían a medida que la elevación del terreno iba aumentando. Echó un rápido vistazo al cielo y comenzó a caminar dejando la polar siempre en su hombro derecho.

En los últimos días caminar no había resultado siempre fácil, esa noche, su paso rayaba el más absurdo histrionismo. Su andar sin ritmo y torpe tan sólo seguía el compás del sincopado repiqueteo de las hojas y la maleza que sus pies alborotaban al arrastrarse. Los brazos caídos le golpeaban los costados y la peana del candil marcaba con un sordo tamborilear en su muslo el esfuerzo de cada paso. El bosque se lo tragaba en su seno oscuro, los árboles parecían cerrarse a medida que el molinero avanzaba, las ramas se arrebujaban sobre él buscándose como siniestros amantes y los claros entre los troncos se tupían haciendo morir las escasas luces de la noche. La tímida claridad que el candil proyectaba rasgaba la negrura, hiriendo la oscuridad, haciendo que los bordes del haz semejasen, si cabe, de un negro brillante y pulido.

Era su bosque, era su lugar, y nada debía temer más que su propia inconsciencia si es que en verdad todo aquello no era un mal sueño. Sin embargo, tuvo miedo. Miedo que surgió de la base de su espina dorsal abriéndose camino a hachazos hasta su cerebro logrando que un escalofrío le tensase los músculos de la espalda y el vello de los brazos se le erizase. Primero es una inquietante inseguridad, luego un temor incierto, más tarde un indudable horror y por último un vehemente terror, pero, todo es miedo.

Los hombres temen lo que desconocen, lo que no pueden entender, pero sobre todo temen aquello que no pueden controlar. Y, el molinero desconocía el porqué, no entendía el cómo y mucho menos era dueño de la situación. Tuvo miedo, y el miedo se alimentó de las dudas del hombre, se cebó de sí mismo, porque el miedo es caníbal y no hay modo de saciarlo, pues cuanto más toma, más necesita. Así el miedo se hizo pánico cuando el molinero alzó de nuevo los ojos y ya no había polar, sólo ramas desnudas y nubes desdibujadas.

Quiso correr, quiso gritar, quiso despertar. Las piernas no le respondieron, la voz se perdió en algún lugar de su garganta y los árboles no se tornaron en los familiares bloques de piedra del hogar. La noche todo lo anegó, la tambaleante llama encerrada en el vidrio del candil quiso apagarse. Tembló, importaba acaso si por frío o por miedo. El molinero, tuvo entonces la certeza de que estaba muerto, y al instante siguiente tuvo la seguridad de que no lo estaba, pero que eso era precisamente lo que deseaba.

El murmullo llegó apagado, quizá atenuado por los mil rumores de la noche. Pero el molinero pudo escucharlo, no supo lo que era. Se quedó quieto esperando el devenir de los acontecimientos. Puede que no fuese voluntad, puede que simplemente estuviese paralizado. El leve sonido iba y venía como las olas vagas de la marea baja. A ratos parecían voces, a ratos pasos en la distancia. El molinero estaba asustado, y en ocasiones eso significa que un cambio de cualquier naturaleza puede equivocadamente imbuir la esperanza de que las tornas son para bien, simplemente porque en lo más profundo de la mente se concibe la posibilidad de que el terror que uno siente puede desaparecer si ese mutar de las cosas las convierte en algo sobre lo que se pueda en realidad ejercer influencia alguna. No hay seguridad en ello, sin embargo, si aún no se ha rebasado un cierto límite la innata fe de los seres humanos alimenta la necesidad de esa esperanza.

Prestó atención, quiso cerciorarse de que aquel sonido apagado no era producto de su imaginación. Lo cual no sirvió de ayuda pues contribuyó a tupir aún más la estrambótica telaraña de desconcierto que había atrapado al molinero. Cómo podía delirar sobre lo que ocurría en lo que parecía ser un delirio. Si era un sueño podía excusarse en que en tal sueño la mente deseaba gastarle una pesada broma, si era realidad evidentemente algo estaba fuera de lugar pues su situación indicaba que había perdido las riendas de su raciocinio, por tanto cómo puede uno explicar que alucina si está delirando. Ya no eran alfileres sino enormes clavos los que puntilleaban sus sesos. El dolor se intensificaba, aun así él podía sentir que lo contemplaba como si se tratase de penuria ajena y no propia.

Como el loco que desesperadamente intenta dar un paso tras otro aún a pesar de que en cada ocasión se golpea contra el muro que tiene enfrente el molinero continuó caminando. Vagó por el bosque, perdido y sin aliento. De tanto en tanto el dichoso rumor hacía acto de presencia enloqueciendo al pobre hombre que se desgarraba los pies descalzos en su continuo arrastrarlos.

Y, llegó un muro, un muro de lajas de pizarra, oscuro, comido por el bosque. El musgo aparecía cubriendo las piedras, desdibujando las formas, sólo los tenues reflejos del candil le permitieron descubrir que allí, frente a él, a no más de diez pasos, se erguía con algo más de tres palmos de altura. Una vaga sensación de familiaridad se asentó en el molinero, en la oscuridad no podía estar seguro, dado además que del otro lado del muro no parecía haber nada más que bosque. Sólo él supo cuánto de su vida se dejó en el esfuerzo, pero, consiguió llegar, y a punto estuvo de no creérselo cuando, dejando a un lado el candil, al fin apoyó las manos sobre las gélidas piedras. Era un camino, un simple paso de carros en lo profundo del bosque, pero a buen seguro proveedor de un destino. Hizo memoria, sacó el mayor provecho del que se vio capaz a esa sensación de familiaridad, y aunque no habría apostado el trabajo de una mañana por ello, se logró convencer a sí mismo de que aquel enfangado camino se llegaba al pueblo desde el norte.

En ambos sentidos no se distinguía gran cosa, y si bien allí la claridad de la noche permitía distinguir más allá de media docena de pasos no era suficiente como para determinar hacia donde continuar. Pero, allí sobre el claro del camino, esta vez a su izquierda vislumbró la constelación y su estrella, la polar.

Se sintió liberado, todo había pasado ya. Echó mano de lo último de sus fuerzas y alzando una pierna se puso a caballo del muro cuando de nuevo le llegó el rumor que ahora ya tantas veces había escuchado. No le dio especial importancia, y es que ya poca podía dársele si había encontrado la forma de volver.

Los músculos ya habían comenzado a tensarse, ya el pasar al otro lado era algo más que intención y, sin embargo, se detuvo. No era frío, era mucho más, aire helado que se deslizó desde su cuello hasta su cintura, extrañamente denso, con voluntad propia. Una amante celosa que abraza convencida de que el olor que percibe en el cuerpo que es objeto de su deseo es el de otra mujer. Era un frío cínico y sarcástico, pesado y agobiante, el molinero se sintió sofocado. El miedo hizo lo propio y se alimentó con gula de la debilidad del hombre quebrando la escasa entereza que al pobre desdichado le quedaba.

Aquel sonido se intensificó, redundó en sí mismo. O bien su origen se acercaba o bien el molinero enloquecía a pasos agigantados,

o…

o ya estaba loco y todo era producto de una mente descarriada. Sentía sus tímpanos vibrar en respuesta al desdichado rumor y dolía, la sensación era la de que una escolopendra que buscando un refugio caliente se había introducido en su oído para abrirse camino hasta el interior de su cabeza destruyendo a mordiscos cuanto encontrase a su paso. Su estómago se convulsionó, sus manos temblaron, su escroto se encogió.

Giró la cabeza, lo presentía y debía mirar aún a pesar de que no lo deseaba. Ese natural curioso de todo ser humano se esforzó por demostrar su existencia y si bien lo último que el molinero deseaba, sin saber el motivo, era conocer el origen del amorfo sonido, los músculos de su cuello por propia voluntad mantuvieron su rostro vuelto. Luces temblorosas precedieron el paso en el camino.

Eran voces humanas, o al menos eso parecían, lamentos, quejas, susurros y gritos al tiempo, desesperación y horror al unísono, auxilio y lamento confabulados, muerte. El molinero distinguió las sombras, recortadas siluetas grabadas en la superficie de la noche por las trémulas llamas de las velas. Ya no había bosque, ya no era de noche.

Era la más macabra de las procesiones de la más lacónica de las semanas santas.

Estaba aterrorizado.

Lo que se ha negado posible a lo largo de toda una vida a pesar de la ronca duda que dormita en el sótano de los pensamientos se revela en el momento oportuno para reclamar sus derechos. Y, es el peor de los horrores descubrir que aquello que nos hemos esforzado en considerar absurda engañifa a pesar de la incertidumbre se convierte en algo real y palpable. Así el moribundo sujeta la madeja maloliente de sus intestinos con manos tintas de sangre intentando colocarlos de nuevo en su abdomen desgarrado buscando convencerse de su propia supervivencia, así en las esquinas de su cerebro un sucio pensamiento proyecta en su retina la imagen de unos dedos que no son más que fríos zarcillos secos y sin vida se entrelazan con unas tripas sobre las que revolotean las moscas mientras en los ojos y la boca se adivina una expresión de sorpresa. Del mismo modo el molinero negaba una y otra vez.

(No, esto no puede ser… No tiene sentido… ¿qué…?).

Negaba, y quizás no estaba dispuesto a admitir que lo que veía era real porque si lo era podía resultar entonces que las supersticiones que desencadenaba fuesen también ciertas. Y, si eran verdad eso significaba que se moría, que su vida se escapaba y que ellos venían a anunciárselo. Porque, a fin de cuentas, ellos ya nada tenían que perder y sus lamentos eran siempre el heraldo de la muerte, y sus quejas significaban que la vieja de la guadaña buscaba la piedra de afilar para comenzar la siega.

(No puede ser cierto, tengo que estar soñando… ¿No?).

Estaban lejos y cerca, los rostros comenzaban a distinguirse, cenicientos y putrefactos, hedía a muerto. La luz de las candelas marcaba las arrugas, contrastaba los demacrados rasgos y mostraba las sombras de las bocas que se abrían y cerraban en el canto de la eterna letanía macabra. Marchaban, batallón de muertos, un desfile marcial del más oscuro de los escuadrones, malparidos engendros diabólicos o desdichadas almas en pena, poco o nada importaba pues su mensaje era el mismo en cualquiera de los casos, muerte. Compadres de los jinetes apocalípticos, hambre, peste, guerra.

(La madre de… A Peregrina, es la… No puede ser…).

Y, trazó con su mano temblorosa un círculo a su alrededor, un aro imaginario que vibraba en su cintura para, según la creencia, protegerle del mal.

Y, quiso correr, buscar un roble en el que apoyarse y rezar un padrenuestro.

Y, de entre sus recuerdos reclamó el auxilio de cuantos embrujos conocidos para apartar la maldición que se avecinaba.

Su anuncio era la desdicha del molinero, y si era cierta la leyenda y los cíclopes mitológicos habían dado uno de sus ojos por conocer el futuro para descubrir que fueron engañados y que tan sólo habrían de saber la fecha de su muerte, el molinero se sintió cíclope.

Eran grises, ese gris de las cosas que parecen no tener color cuando la luz juega a desaparecer. Toscos en el andar como cojos demasiado cansados. Sus pasos sin fuerza resonaban en el abismo de la noche. Su nombre era legión, quizá no. Súcubos o no, reales o no, producto del sincretismo, de la iglesia o del miedo a la muerte de un pueblo de arraigadas leyendas o no, fuera como fuese estaban allí, cruzando ante el hombre asustado sentado en las piedras de un muro en el lindero del bosque en las gastadas montañas del norte en la tierra donde los viejos consumidos cuentan historias al calor del fuego en las noches de invierno.

Historias.

Si la muerte ha de llegar y las creencias arropan la idea de que la muerte guarda el secreto del paraíso para los bondadosos y del infierno para los malvados viene a significar que contra lo que pudiese parecer la muerte no es el último de los pasos y en los tiempos del molinero las historias que esos viejos contaban arrimados a la lareira hablaban de los muertos que regresan al mundo de los vivos, de las ánimas, aquellos desgraciados que no encontraron el camino y que buscan compañía para no sentirse solos en su desdicha anunciando el destino final a aquellos ante los que se presentan. Almas en pena, portadores de la nueva para aquellos que encuentran en su camino, vínculo entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. A Santa Compaña, el nombre que se susurraba a los niños para que accediesen a irse a dormir por las noches, el nombre que encogía las tripas de los adolescentes cuando volvían por pasos oscuros de las fiestas de los pueblos vecinos, el nombre que los mayores no pronunciaban por miedo a ser los siguientes, el nombre que los ancianos usaban para asustar a esos mismos chiquillos que no querían irse a la cama con la caída del sol. A Santa Compaña, qué peor destino que verse condenado a vagar eternamente anunciando la negra llegada de la muerte.

El molinero conocía perfectamente el significado de cuanto acontecía, él había sido uno de esos zagales que escuchaban a los viejos. Ahora, ya un hombre, se sintió de nuevo niño, atemorizado por la visión. Perdido, solo, desamparado, qué otra opción le quedaba que permitir que el miedo le fundiese las entrañas. Los vio pasar, como una estatua contempla indiferente los transeúntes de la plaza.

Los rostros desvaídos e inexpresivos, los tonos cetrinos de la piel, la laxitud de las manos a medio pudrir que sostenían sin interés las velas, las ropas, sudarios que no habían terminado de corromperse como debían, todo era lúgubre y siniestro, pero, lo peor era el rechinar en sus oídos de los lamentos, cada vocal parecía limarle un poco más el cerebro, cada grito parecía atravesarle los oídos dejando un reguero de sangre. No le hicieron caso, pasaron de largo, su mal ya estaba hecho, su anuncio entendido y el horror se había colado ya en las venas del molinero, abriéndose paso hasta el pecho y reventando el corazón que latía como el de un caballo desbocado.

Uno de los anónimos rostros se volvió, y el molinero tuvo la certeza de que lo miraba. Los colgajos de piel corrupta desfiguraban la mejilla, allí donde debían haber estado los ojos sólo había dos agujeros negros. Los labios del engendro se partieron abriendo un pozo sin fondo, un grito chispeó desde lo profundo de la putrefacta garganta. El molinero perdió el aliento en el camino entre los pulmones y el esófago.

Se cayó, más bien se derrumbó.

Perdió el conocimiento.

Quedó tendido en el camino.

Todavía respiraba.

La noche lo cubrió.