Era sábado, el tercero del mes, y como tal tocaba cocer. No siempre lo hacía de un modo regular, sin embargo, y a pesar del malestar y la desagradable noche llegó a la conclusión de que el mantenerse atareado le ayudaría a dejar a un lado sus pesares. No le gustaba hacer pan, ya tenía que tragar bastante harina a diario como para dedicarle al fruto del trigo su tiempo libre, lo que en verdad deseaba era marcharse al río, a pescar, o simplemente a descansar en la orilla. Pero, el trabajo era una lacra demasiado arraigada, el pasar el tiempo ocioso era el mayor de los pecados, y de nada servía cuanto uno pudiese obtener en la vida si no había sido fruto del sudor y el sufrimiento, así se veían las cosas en la Galicia del primer cuarto de siglo, y aun siendo el molinero singular entre los suyos había ciertas cosas que la tradición marcaba a fuego en la personalidad. En ese como en muchos otros aspectos las más crudas ideologías cristianas de siglos antes seguían implantadas en una tierra rural donde el paso del tiempo no significaba reconocer los errores del pasado. Así pues, al levantarse, fue al pozo a por agua que tendió sobre los rescoldos del hogar para que se calentase, y de una de las alacenas de la cocina sacó, envuelto en una hoja de col, guardado en un cuenco, el fermento, un pedazo de masa del anterior día de horno, que, como era lógico, había permitido que las levaduras fermentasen la mezcla de agua, harina y sal, y sin el cual la nueva masa en lugar de estar lista en un par de horas, tardaría todo el día en subir.

En la mayoría de las familias se cocía cada dos domingos, sin embargo, él lo hacía cada cuatro semanas porque su familia era tan sólo de un miembro, y lo hacía los sábados porque de ese modo el domingo era así un verdadero día de descanso. La aceña, por tanto, abría tarde la mañana del tercer sábado de cada mes. Lo que, como tantas otras cosas del molinero, los convecinos no veían con buenos ojos.

Al amor de la lumbre pasó por el cedazo tres medidas de harina, espolvoreó sal gorda y añadió gentil el agua caliente, poca en principio, al tiento, según lo iba pidiendo la harina, en cuanto el polvo tomó consistencia desmenuzó el fermento y continuó amasando, como lo había hecho su madre, y su abuela antes que esta, como lo debiera hacer Carmen. La harina era mezcla de trigo y centeno, el trigo recio y oscuro, de un pardo cobrizo quemado al sol, fuerte y de hondo sabor, de una clase que sólo las verdes montañas norteñas sabían dar, el centeno, aceitunado y grueso, de un gusto recio y cálido, amarroso. Así, cocida en horno de leña y con bollos del tamaño apropiado la mezcla de harinas daba lugar a un pan de fuerte y agradable sabor que se conservaba sin añejarse por semanas y que como era lógico suponía piedra angular de la alimentación de los gallegos del interior.

Cuando la masa tomó correa la alisó, espolvoreó harina sobre ella, marcó una cruz con un cuchillo y la tapó con un paño húmedo. Salió de la casa y se dirigió a la leñera. Mientras la masa fermentaba había que calentar el horno. Tomó un par de brazados de ramas de roble, tardaban más en consumirse que las de pino y producían más calor. La cuestión era asegurarse de que la leña había sido cortada y puesta a secar con suficiente antelación, de ese modo ardía de manera mucho más uniforme y no desprendía tanto humo haciendo el duro trabajo un tanto menos penoso.

El horno, una entidad en sí misma, era una dependencia a parte, anexa a la fachada sur, una pequeña habitación donde la artesa que guardaba la harina y en cuya tapa se moldeaban los bollos, un par de palas y algunos trapos eran todo ornamento, a mayores y dada su inutilidad presente el molinero había aprovechado el hueco formado en la esquina tras la puerta para almacenar los escasos aperos de labranza que Carmen había necesitado, un sacho, un pequeño rastrillo para rastrojos, una horca, un par de hoces y una guadaña, todos ellos oxidados y cubiertos de mugre. El horno en sí, como no podía ser de otro modo, estaba hecho de bloques de granito, una cúpula de unos seis palmos de diámetro y unos tres de alto en la cúspide. La boca era pequeña para no dejar escapar el calor, y la puerta una simple plancha de hierro renegrido por el uso. Con yesca y ayudado del pedernal prendió una pequeña fogata en la boca, fue añadiendo más leña y haciendo que el fuego cubriese todo el cubículo. Tardó una hora en conseguir que la piedra tomase tonos blanquecinos, indicación de que la temperatura era la deseada. En ese momento ya empapado en sudor y con los brazos doloridos lo único ajeno a la faena que parecía inquietarle era su ojo derecho, al que el humo y el esfuerzo no habían sentado nada bien. Era un hombre de complexión media, fibroso y acostumbrado al trabajo, sin embargo, la debilidad que venía sufriendo entorpecía sus labores haciendo que incluso un trabajo de mujeres como el hacer el pan hubiese supuesto un esfuerzo notable. Se tomó por tanto un descanso y se dio tiempo para liarse un cigarro.

La masa, gracias al trapo mojado, no había hecho costra, y la cruz marcada había desaparecido casi por completo al haber fermentado doblando casi su tamaño, estaba lista. Sobre la artesa fue disponiendo bolas de regular tamaño espolvoreando todo con harina, todo bollos menos una torta para la cena de esa noche. Le gustaban más las tortas, pero no aguantaban tanto como los bollos, por eso nunca hacía más de una. A cada bola le correspondía un corte transversal en el centro, y sobre la torta dibujaba una velada cuadrícula, lo que impedía que al cocerse en el horno se abombasen demasiado, haciendo que se pasasen de forma regular. Mientras los pedazos de masa descansaban, añadió algo más de leña al horno, y una vez no quedaban más que los carbones, comenzó a retirar los restos de la hoguera.

Una vez el pan en el horno, fue a casa a lavarse, y a prepararse para ir al molino, sabía que tenía tiempo de sobra para poner las muelas a trabajar y regresar para recoger el pan una vez hecho.

Sin duda, lo más desagradable de la mañana fue tener que dar explicaciones a los que fueron a recoger harina o dejar grano. Ya no parte, sino toda la conjuntiva se había tornado roja, y el contraste con el vivo azul de los ojos del molinero era un detalle que a ninguno de los lugareños que acudió aquella mañana a la vera del río se le pasó por alto. Y, era esa curiosidad malsana e inocua al tiempo la que enervaba al molinero. Quizá en otro tiempo, de haber sido criado con otra mentalidad, de haber tenido un poco más de voluntad se hubiese deshecho del molino y se habría marchado para empezar de nuevo allá donde fuese.

Cuando Pepe do Santo, apareció para recoger un par de arrobas de maíz que había dejado la semana anterior, el molinero quiso invitarle a tomarse un momento para charlar, no se podía decir que fuesen amigos, o que el molinero tuviese un especial interés por aquel hombre. Simplemente la curiosidad en cuanto a lo sucedido fue su aliciente.

—Ahora de poco me sirve la harina, ya no tengo marranos a los que dársela. —Comentó con la cabeza gacha. Los dos se habían sentado en uno de los arcones que acogía la harina recién trabajada de las muelas.

—Bueno, siempre puedes hacer pan, no es tan sabroso como el hecho de trigo, pero…

—¿Qué carallo pasó? No es natural, no tiene sentido.

—Eh… —el molinero dudó— no lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?, pero, no te preocupes, todo saldrá bien, te echaremos una mano entre todos, ya lo sabes.

—Acaso piensas que aceptar caridad me hace feliz, es la necesidad, la necesidad y el miedo al hambre. No me gusta, pero, no puedo más que resignarme.

—No es caridad, es más bien un modo de ayudarse entre vecinos, como en la cosecha, todos vamos a casa de todos y echamos una mano.

—Sabes que no es lo mismo, no es lo mismo.

El molinero no sabía que decir, o como animar al hombre, eludió la conversación afanándose con la petaca en el trabajo de liar un pitillo.

—¿Qué has hecho con los gorrinos? —inquirió.

—Los llevé al monte en el carro y los enterré echándoles un par de paladas de cal viva, Luisa quiso aprovechar la carne, pero, no me he atrevido, quién sabe de que carallo se murieron. A lo mejor nos pasa lo mismo si nos los comemos. No, —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro— los enterré y bien enterrados están.

Se hizo un silencio incómodo, no había mucho más que decir, y sin embargo, uno quería saber más y el otro necesitaba charlar. El molinero tosió.

—¿Sabes?, olvídate de los cuartos, cuando las cosas te vayan mejor ya me pagarás —dijo el molinero.

—Vaya, gracias…

—Nada, nada, y ahora discúlpame pero tengo que ir a sacar el pan del horno.

Se despidieron y salieron al tiempo del molino, podían haber compartido parte del camino, pero el molinero prefirió ir monte a través, por entre los bosques, para no tener que enfrascarse en una nueva conversación vacía. Ya espalda con espalda y alejados más de veinte pasos el molinero se volvió.

—¿Qué habían comido?

—¿Qué? —gritó Pepe girando sobre sí mismo.

—Ya sabes, los cerdos, ¿qué habían comido?

—Eh, no sé, supongo que como siempre, restos de caldo, algunos nabos viejos, no estoy seguro, eso es trabajo de Luisa… ¿Por?…

—Por… Por nada… Olvídalo.

Siguieron cada uno su camino. El molinero ni siquiera sabía la razón de su pregunta, sabía que era estúpida, que lo de los gorrinos podía haber sido cualquier cosa menos una indigestión, sonrió, pero, la curiosidad le hurgaba por entre los rincones del cerebro.

Estaba a medio camino bordeando un pequeño bosque de abedules cuando una garra ardiente hizo presa en sus intestinos y los retorció como si pretendiese arrancárselos. Perdió el paso y cayó de costado sobre un tojo clavándose mil espinas. Le costaba respirar y el retortijón se intensificó, sintió la garganta estremecerse y las arcadas le hicieron convulsionarse, las espinas del arbusto buscaron su camino a través de la tela y arañaron su piel. Era como si hubiese tragado plomo derretido.

Sólo a base de fuerza de voluntad consiguió ponerse de nuevo en pie. Las piernas se negaban a sostenerle y hubo de ayudarse de una de las ramas bajas de los abedules. En vano trataba de respirar pausadamente, calmarse. La tensión en sus entrañas parecía a punto de reventarle las vísceras y la fiebre se alzó dueña y señora del cuerpo enfermo del molinero. La lengua se le pegó al paladar, pastosa y seca. Buscó a su alrededor, a no más de una docena de pasos bordeando un humedal alimentado por alguna fuente subterránea descubrió unas matas de juncos. Con ese objetivo en la mente consiguió rehacerse lo suficiente como para caminar tambaleante. No había agua en la superficie, por lo que arrancó un par de espigas de los juncos, las peló poniendo al descubierto la blanca materia esponjosa que formaba el interior y se la introdujo en la boca. La planta de por sí no guardaba agua, sin embargo, la naturaleza de su médula similar a diminutos cilindros de esponja permitía que la saliva se acumulase en la boca calmando pobremente la sed al evitar la sequedad.

Aunque consideró el pensamiento de lo más estúpido no pudo evitar recordar que como no se diese prisa el pan iba a quemarse, se propuso entonces el continuar excusado en la necesidad de terminar la hornada. Y, es que a veces los hombres en los peores momentos sólo consiguen seguir poniendo un pie delante del otro si los triunfos que esperan son asequibles. El molinero no era hombre de grandes hazañas, pero, sí consciente de sus limitaciones.

Sacar el pan del horno fue comparable a las más dignas epopeyas, con náuseas, la frente ardiendo y el ojo derecho que había decidido que aquel era el momento de clamar por lo grave de su herida. Más de un bollo acabó rodando por el suelo, y más de una vez hubo de agacharse el molinero sufriendo por las espinas que aún trababan su piel.

El recuerdo de Carmen acudió entonces en su ayuda, sus dulces sonrisas, las suaves caricias. El molinero sabía falso aquello de que el tiempo todo lo cura, el tiempo sólo vela los recuerdos, pero, no aparta el dolor y tampoco vuelve a unir los pedazos de un corazón roto. Había perdido una esposa y un futuro, y ahora parecía que la vida quería escapársele por el mismo sumidero. Desde la muerte de su mujer su propia vida se había limitado a una monotonía estéril que le permitía levantarse cada mañana y dedicarle hermosos pensamientos a su amada cada noche. Ahora que la enfermedad había hecho mella en él, el molinero se planteaba si merecía la pena o no vivir. Nunca había contemplado la posibilidad de suicidarse, el arraigo moral era demasiado grande, y el suicidio uno de los mayores pecados. Pero, si ya había renegado de su fe cuando Dios no quiso retener a su esposa a su lado, seguía entonces siendo pecado el quitarse la vida si ya no se atenía a la religión que así lo indicaba. Quizá lo mejor era simplemente cerrar el molino, olvidarse de todo y emigrar, a América, como tantos otros, buscar fortuna, labrarse una nueva vida, encontrar una nueva mujer y dejar a un lado tantos recuerdos amargos.

Con la hambruna de la postguerra la emigración se llevaría al otro lado del océano un buen número de hombres y mujeres de los pueblos gallegos, sin embargo ya en los días del molinero eran muchos, aunque en menor medida, los que se sentían atrapados entre las montañas, viendo la vida de labriego sin más esperanzas que la de una buena cosecha como una vida sin interés o alicientes. Muchos eran, por tanto, los que a trancas y barrancas alcanzaban las ciudades costeras y en un cochambroso barco de mala muerte conseguían un pasaje con los restos de su escaso dinero para cruzar el océano con el bolsillo vacío y la cabeza llena de ilusiones. En cada pueblo se contaba la historia del pariente emigrado que poseía una gran hacienda y nadaba en la abundancia. En ocasiones era cierto, en otras los pobres desgraciados terminaban como simples parias con menos fortuna y posibilidades que en la tierra que habían abandonado, más de un gallego terminó sus días esclavizado en las selvas recogiendo goma para las mafias caucheras, otros murieron de un balazo en noches cubanas, algunos no consiguieron más fortuna que un caballo renco y gigantescas extensiones de pampa que recorrer día tras día apacentando el ganado de un hacendado, compatriota o no, y no pocos volvieron con menos aún de lo que se fueron. Aun así la semilla de la emigración había germinado en las verdes montañas erosionadas del norte español, y la planta arraigaría con fuerza hasta que con la llegada de la dictadura ya eran muchos los que se marchaban, no por elección, sino por necesidad. Sin embargo, para bien o para mal, el molinero jamás se lo había planteado hasta ese día, quizá porque hasta un tiempo antes había tenido todo cuanto deseaba.

Lo trascendental no era el punto fuerte del molinero, si divagó por unos instantes bien pudo haber sido culpa de su dolencia. Intentó centrarse y se marcó un nuevo paso, había que regresar al molino, concluir el trabajo del día y esperar que a la jornada siguiente, con tiempo para descansar, las cosas mejorasen. Cierto era que llevaba esperando que mejorasen desde el mismo instante en que empezaron a ir mal.

Apoyó la pala contra la pared del horno y se observó los dedos, con las marcas sonrosadas de las heridas, se convenció de que fuera cual fuese la causa de aquellas lesiones no podían estar relacionadas con lo que estaba sufriendo. No existía animal alguno con una ponzoña que causase semejantes efectos, y las llagas habían sanado sin presentar infección. Tenía que ser otra cosa, algo muy distinto, por otro lado, si bien era cierto que últimamente sentía sus dedos presos por una frialdad intensa, eso era algo común a las dos manos, no podía estar relacionado, además también sentía algo similar en los pies y las pantorrillas. Tenía que tratarse de una coincidencia, nada más, fuera cual fuese, la causa de su enfermedad debía ser otra muy distinta.

De donde las sacó, no lo supo, pero encontró fuerzas y se hizo camino hasta el molino para terminar el trabajo. Le llevó un buen rato más de lo usual, y necesitó de un par de paradas para tomar aliento, pero, lo logró.

Cuando la noche se adivinaba y al fuego se calentaba una sopa de cebollas silvestres, perejil, brotes de col y patatas el molinero pudo por fin descansar. Dejó la torta al amor del fuego apoyada sobre las piedras de la lareira para que se calentase un tanto. En el atizador ensartó cuatro gruesas lonchas de panceta y las asó contemplando como la grasa fundente caía al fuego con un leve siseo. Cenó copiosamente, con gula, no había comido en todo el día, disfrutó como un niño del pan recién hecho con las lajas calientes de tocino. Apuró la sopa, y dado que se sentía un tanto mejor se regaló uno de los cigarros que había comprado en esa feria donde se había hecho con el gallo acerado. Exhaló el humo con delectación y se reconoció a sí mismo que de poder disponer de más dinero dejaría la historia de liarse los pitillos para fumar siempre cigarros canarios. Un primo que había marchado a las américas le había contado al regreso, que mejores aún que los de las islas eran los de Cuba. Y el recuerdo le hizo pensar de nuevo en la emigración.