El día se presentaba duro y ni sus ánimos ni sus ansias de trabajo eran las necesarias (no se podía decir que la noche hubiese sido apacible). De la mayor de las cerchas ya había montado las poleas y la muela central fue levantada. Cada rueda de molino contaba con dos muelas de granito, de aproximadamente vara y media de diámetro, por tanto, suficientemente pesadas como para el día en que tocaba abujardarlas supusiera una jornada de inagotable esfuerzo aun a pesar de ayudarse de un ingenioso sistema de roldanas.
Con el uso, la superficie de las piedras iba puliéndose poco a poco, por lo que se hacía necesario, con ayuda de puntero y martillo, o bien de un pequeño pico de cantero el picarlas de tanto en tanto. No sólo para mantener la aspereza necesaria para moler el grano, sino también para ahondar los canales que radialmente dibujaban la piedra y que permitían el que la harina terminase en el cedazo. Era, ante todo, monotonía, un continuo golpear que acababa aturdiendo, en más de una ocasión hubo de detenerse para advertir como sin intención había dejado de picar según el ordenado patrón espiral que aseguraba que toda la superficie quedase bien trabajada. Se detuvo un instante, tomo aire, y decidió que era mejor descansar por un momento, fumar un cigarro y echar un vistazo al trabajo de las otras dos muelas.
Tras un rato sentado en la presa contemplando el río se sintió con ánimos para volver a trabajar, la fiebre no parecía demasiado empeñada en amargarle el día y el general malestar se hacía soportable. Encorvado sobre la muela comenzó a picar sistemáticamente, como un autómata.
El martillo cayó sobre la desmochada cabeza del puntero, este se hincó en la piedra y de la herida en el granito surgió una arena de cuarzo en mala hora y dirección. Sintió el ojo derecho estremecerse, oyó incluso el impacto de la china en el húmedo tejido. El brazo, se había quedado a medio recorrido en su ascenso en virtud de un nuevo golpe, la mano, estrujaba el mango de madera y el aullido de dolor surgió de lo más profundo de su garganta. Como una aguja al rojo vivo la agonía atravesó el globo ocular hasta el cogote dejando en su camino un rastro de fuego candente. Las fuerzas le fallaron y se derrumbó sin orden o concierto soltando las herramientas y golpeándose el codo con el armazón de tablones que rodeaba la muela. Se echó las manos al rostro y luchó con el dolor maldiciendo con toda la extensión de su vocabulario, juró por lo escrito y lo que estaba por escribir. Se revolvió, gritando mil improperios y les auguró el peor de los futuros a todos los descendientes del inocente bloque de granito que había parido aquella muela.
Tras un tiempo que no pudo determinar fue capaz de levantarse y con paso vacilante llegarse hasta la presa. No se atrevió a abrir el ojo y con la mano cubría los párpados aplicando una suave presión que parecía aliviarle. Acuclillado en una de las piedras del dique acertó a ahuecar las manos y echarse agua a la cara, intentando calmar el sordo dolor que hacía palpitar el globo ocular como el vientre preñado que se mueve con las patadas de un hijo no deseado. Tan sólo capaz de mantenerlo entreabierto intentó adivinar el daño en la ya calmada superficie del agua, al menos veía, todo aparecía cubierto de un manto borroso, pero, veía, no había perdido el ojo. En el reflejo del menisco descubrió que parte de la conjuntiva había perdido su color blanco, tornada al rojo por la rotura de algún capilar. La mancha bermellón se extendía desde la comisura de los párpados hasta el iris, al que bordeaba de forma irregular. El dolor parecía ahora un tanto distante, y no podía dejar de agradecer el no haberse quedado tuerto. Lio un cigarro con manos temblorosas e intentó calmarse.
Pocas veces su padre o él mismo se habían atrevido a cerrar el molino un día laborable, ya no por deseo personal, sino por lo que pudiesen pensar los vecinos. Sin embargo, aquella mañana, los portalones de madera de roble se asentaron en sus pernos mucho antes de lo habitual, aún no rasgaba el sol su clímax cuando el molinero ya se dirigía a orilla de río hacia la vieja ermita. En su camino la tristeza iba horadándole el alma, haciéndose un hueco en su fuero interno, cubriendo con una podredumbre infecciosa los rincones de su corazón, y cuando alcanzó a sentarse bajo la sombra de su querido tejo las lágrimas bañaban ya sus mejillas.
La tarde llegó, y el molinero seguía llorando, mirando al río y preguntándose el porqué de cuanto sucedía, a qué tanto cúmulo de desgracias. La fiebre, el dolor que se extendía por sus músculos, el molesto palpitar del ojo, todo formaba ahora un segundo plano carente de importancia, la tristeza se bastaba para hundir en la depresión al antaño vital hombre lleno de esperanzas y sueños. Nadie podía darle repuesta a sus preguntas, y así mismo sólo él podía hacerle frente a cuanto dolor se había instaurado en su corazón. Quiso tener la certeza de que sí rezaba y pedía ayuda a Dios quizá encontraría el alivio que tanto necesitaba, pero, Dios no se había dignado a ayudarle cuando velaba a su moribunda esposa, Dios ni siquiera se había molestado en dejarle un hijo con el que compartir la falta de Carmen. El río podía parecer indiferente, pero, siempre estaba allí donde y cuando él lo necesitaba. El molinero contempló las aguas, iguales y distintas a cada instante, y de haber sabido de los filósofos griegos probablemente habría estado de acuerdo con más de uno en cuanto a la naturaleza de las cosas, pero, no sabía. Ignoraba un mundo, sin embargo, conocía muy bien los rastros de las liebres, las zonas de puesta de las truchas, las plantas que calmaban la infección o los recodos del río en los que se podía sorprender a un pato. Y, precisamente la simple complejidad del mundo que tanto quería era lo que le permitía seguir adelante aún en el trance en el que se encontraba, pronto llegarían los salmones y en un par de semanas los atardeceres se engalanarían con el canto de los ruiseñores, la certeza de tales eventos asentaba su mundo, y lo inmutable que de ellos se desprendía ayudaba al molinero a tener fe.
En las aguas a su frente las truchas comenzaron a cebarse rompiendo aquí y allá la superficie del agua, pequeñas efímeras se dejaban llevar por la corriente con las alas erguidas como un diminuto jabeque de poca obra viva, algunas remontaban el vuelo a tiempo, otras no tan afortunadas terminaban en las fauces de los ágiles peces. La eclosión de los delicados insectos atrajo su atención y mientras un petirrojo cantaba como aprobando la decisión el hombre se puso en pie para encaminarse al molino y coger su caña de avellano, días antes había atado unas nuevas moscas con las plumas de un gallo acerado, había comprado el pollo en una feria de un pueblo cercano dos domingos antes, más por la calidad de las plumas que por la necesidad de la carne, y ese atardecer parecía presentarse como la oportunidad perfecta para comprobar si sus nuevas moscas artificiales se parecían tanto como pensaba a las naturales. Ni el malestar era excesivo ni la pena acusada, la idea de meterse en el río y dejar pasar el resto de la tarde intentando convencer a las truchas de que el atado de plumas e hilo era uno más de los batidos eclosionando era de lo más atrayente.
Cuando al fin se llegó de nuevo hasta la sombra del tejo, la suerte parecía sonreírle, la eclosión no había perdido intensidad y las pintonas seguían poniéndose las botas. En su orilla un pequeño claro rodeaba el tejo y los restos de la ermita, en la contraria, sin embargo, la maleza nacía a pie de río, decidió por tanto que la mejor solución era meterse en el agua unos metros más abajo e intentar sorprender a las truchas por la espalda. Así el molinero con el agua por las rodillas estudió las suaves corrientes que ante él se extendían. Con la caña bajo el brazo y el anzuelo engalanado prendido del puño de la camisa se lio un cigarro sin apenas apartar la vista del agua. A medio terminar el pitillo ya había decidido su estrategia, a unos diez pies a la vera de unas ondulantes algas prendidas en un canto, un bello ejemplar cercano al kilo subía regularmente en cuanto algún bétido descendía por el tramo de corriente que correspondía a sus dominios. Estudió los derroteros del agua y creyó haber descubierto todos y cada uno de los pequeños remolinos. Se deshizo de la colilla y con la mayor suavidad de la que fue capaz dejó caer con gracia su imitación, un codo por delante de donde el pez aleteaba contracorriente atento a la llegada de nuevos insectos. El artificial derivó manteniéndose a flote, gracias a la grasa con la que el molinero la había impregnado. Podía ver a la trucha, moviéndose apenas unas pulgadas a izquierda y derecha, estudiando lo que la corriente traía. Cerca de su imitación cayó una de las naturales atolondrada, y cuando ambas entraron en la ventana visual de la trucha, esta no lo dudó, subió disparada con la bocaza abierta y atrapó el insecto con un pequeño chapoteo. No se desanimó, por el contrario una sonrisa le iluminó la cara, una oponente espabilada era siempre de agradecer. Levantó con cuidado la liña, se llevó la mosca a las manos y sopló con fuerza, secándola para asegurarse de que flotaría, siempre mirando a su presa.
El pulgar derecho acarició la empuñadura de corcho y la sonrisa del molinero se ensanchó, ya nada parecía estar mal. La caña la había hecho él mismo, tal y como le había enseñado aquel escocés loco que había conocido en la capital de joven, tiras de avellano cortadas en una sección triangular que luego se unían refundiendo la médula de la madera, él mismo había elegido el alcornoque que había de proveer el puño, y él mismo había barnizado con aceite de linaza la línea que aquel mismo escocés que le había hablado sobre la pesca con mosca seca hacía ya tantos años le había regalado.
Tensó la muñeca, la noble madera de la caña vibró y con un elegante gesto la línea de seda se extendió con suavidad para que el tramo final de tripa de gato posara la mosca con suavidad casi en el mismo lugar que la vez anterior, cuidó que las vueltas de la línea no fueran arrastradas por la corriente para evitar que hiciesen dragar su imitación. La mosca derivó de nuevo y en esta ocasión la trucha la tomó confiada, la lucha duró hasta que el sol empezó a recostarse en su camino hacia las últimas horas del día. Era un bello ejemplar, y en pago a su sacrificio la devolvió al agua con cariño. Siguió pescando, por supuesto, y de la media docena de truchas que engañó, tan sólo mató dos de mediano tamaño, suficientes para la cena de esa noche. Por otra parte, si se trataba de asegurarse algo de comer, pescar a mano era mucho más efectivo. Pescar con mosca era sólo un modo de jugar con la naturaleza, con el río y con las truchas, un enrevesado ajedrez que le suponía uno de sus mayores placeres.
Recordó entonces cómo había trabajado todo un mes en el techo de la casa del escocés, allá en la capital, de balde, a cambio de que aquel loco borrachín se hiciese enviar un carrete desde el país de la Reina Victoria y para que le enseñase a pescar con mosca en las enormes aguas del río Miño.
—Ese demonio pelirrojo sólo estaba sereno si había truchas y ríos de por medio. —Y sonrió.
Todas sus penurias parecieron difuminarse con el recuerdo de aquellas tardes en las que aprendió a lanzar en el jardín del montañés, Mc leod con un vaso de su adorado whisky de Caledonia, maldiciendo en alto porque aquel brebaje era lo único que sabían hacer bien los escoceses y porque aquel gallego tenía más oportunidades de estrangularse que de engañar a una pintona. Maldecía intentando explicarle al que sería molinero que lanzar la suave línea era cosa de maña y no de ser bruto. En la mayoría de las ocasiones juraba en inglés con el característico acento de vocales abiertas de los norteños, por lo que el molinero sólo podía adivinar lo que su maestro opinaba de su estilo por el inconfundible tono, eso sí, en cuanto bebía un nuevo trago se explayaba en prolijas explicaciones adornadas por el curioso deje en su mediocre castellano de cómo la línea debía evolucionar en el aire a fin de posarse suavemente en el agua.
Los recuerdos de su juventud, aún lejano el momento de la pérdida de su esposa le llevaron de buen humor hacia su casa. En lugar de tomar el camino usual decidió ir por los bosques que rodeaban el Pazo de Lema, y así limpiar las truchas en un arroyo que conocía donde también podía recoger algo de menta con la que aderezarlas.
Hincada la rodilla en la arena y dando cuenta de las entrañas de los peces le sorprendió el rumor de unos pasos por encima del ligero barullo de la corriente. No deseaba ser visto, pues tampoco deseaba hablar con nadie, su humor y su estado físico parecían haber mejorado en las últimas horas, tanto que incluso el sordo dolor del ojo y la incomodidad de tener que mantenerlo entrecerrado habían pasado a un segundo plano. No se molestó en ocultarse, pero mantuvo la esperanza de que fuera quien fuese pasase de largo sin percatarse de su presencia.
El pequeño arroyo, o rego de Silvela, discurría entre vegas y sotos como afluente menor del río en el que el molino hincaba sus palas. Allá donde se encontraba el molinero la orilla se labraba en un bosque de robles mientras que la opuesta cobijaba una pradería que hacía las veces de pastizal para las vacas de los Corredoira. Más de una vez el molinero había recibido en pago a su trabajo leche de las vacas que rumiaban en esa pradera.
La vio aparecer haciendo aspavientos, murmurando y apaleando con la vara que usaba de báculo los escasos helechos que surgían aquí y allá entre la hierba. Vestida de negro con la amplia falda clásica y el paño arrugado sobre el cuello la mujer caminaba sin rumbo mirando el suelo con atención. Maruja, Maruxa, Maruxiña, la meiga, el pelo azabache comido por las canas sin ser vieja y la piel sonrosada embadurnada de cenicientos mechonca sin estar enferma, anciana antes de tiempo, desdichada sin merecerlo, apenas le doblaba la edad y, sin embargo, parecía tener cien años más que el hombre que se arrodillaba en el riachuelo. El molinero no sabía si en verdad era bruja o no, tan sólo los maledicientes comentarios de los lugareños parecían afirmar tal cosa, sí sabía que la mujer tenía conocimiento de las plantas, los hongos, los insectos y de cómo preparar bálsamos o curar una pierna rota, bruja o no, y a pesar de cuanto dijeran de ella las gentes del pueblo, antes o después terminaban por pagarle una visita cuando alguna enfermedad se presentaba.
Sesenta años después, en Galicia, los tejadillos de las chimeneas seguirían adornándose con conos de piedra a fin de prender las faldas de las brujas que pretendiesen colarse a través del hogar, más de medio siglo después se trata de una costumbre, pero, en aquel entonces tales eran las creencias de la gente. Y, Maruja, bruja o no, se había ganado la fama de meiga, y algo de oscuro debía de tener su vida cuando en su escondida cabaña aparecían secándose las pieles de ratas y serpientes.
La observó deambular por el prado, no se movió, las manos aún prendidas en los intestinos de la trucha que limpiaba. Ella se volvió y lo descubrió arrodillado al borde del agua, los separaban unos cincuenta pasos, pero el molinero pudo advertir cómo los ojos oscuros de la mujer se clavaban en los suyos en una velada amenaza, advirtiendo, déjame en paz y yo te dejaré en paz. Sin lugar a dudas la mirada se sostuvo mucho más de lo necesario. La mujer giró entonces sobre sí misma, caminó un par de pasos, se detuvo, un leve ademán indicó que iba a volverse, pero, no lo hizo, simplemente siguió caminando. Desapareció internándose entre la maleza que crecía al borde del pastizal.
El molinero reanudó su tarea inquieto, nunca le había gustado esa mujer, quizá simplemente porque se dejaba imbuir por el sentir general, o quizá simplemente por no saber de ella más que los malsanos rumores. Se decía mucho, nada se sabía con seguridad, habían pasado los años y como toda historia, cuando ya han sido muchos quienes la han contado los detalles de la verdad son siempre roncos y difusos. Su madre la había conocido, decía que era una muchacha como otra cualquiera, quizá un poco más tímida y un tanto más inocente, incluso se podría decir que habían sido amigas, o eso le dijo al molinero, también le explicó que un día sin dar explicaciones y sin razón aparente se escapó de la casa de sus padres para no volver, meses después se supo, quizá sería mejor decir que se adivinó, se intuyó el porqué.
María, Maruxiña da Comba, estaba embarazada y no se conocía al padre, y ella no quería dar el nombre. Ser joven, soltera y preñada en la época era una pesadilla, por no hablar del deshonor de la familia, sus padres quisieron deshacerse de ella encerrándola en un convento, con las Salesas, allá en la capital. La muchacha se negó, robó uno de los caballos de Lema, y se marchó, quizá fue en busca de su amado y este la rechazó, quizá simplemente buscó refugio en el bosque. Fuera como fuese terminó por ser acogida por otra mujer que también había sido repudiada, Berta, bruja o no, fue sin duda la que le brindó a la desconcertada Maruxa un cobijo e incluso quizá un cariño que los demás le negaron, por haber cometido el error de dejarse preñar por un galán cualquiera del que nunca se supo el nombre. Rumores había, y seguiría habiendo, el bebé nació muerto y maestra y aprendiza se lo comieron en un horrendo sacrificio, o quizá lo ahogaron en el río, cierto era que nunca se supo del recién nacido. Temidas, odiadas y necesitadas a la vez, las dos mujeres eran ante todo la comidilla de las tardes de dominó y brisca, así como juego para los rumores de las mujeres mientras lavaban la ropa en el río, puede que mantuviesen relaciones impúdicas la una con la otra y por eso jamás había hombre que las rondara, puede que con quien mantenían relaciones fuese el mismísimo demonio y claro está que podían ser simplemente dos locas bien avenidas o dos mujeres tristes y asustadas. En los pueblos de Galicia los rumores vagaban de boca en boca, las habladurías contaban la historia de cada uno, y más valía llevar una vida correcta a ojos de los vecinos si uno no quería pasar mil amarguras debido al rechazo. Quizá el hecho de que de un modo u otro ofreciera un bien a la comunidad sanando de vez en cuando a los enfermos era lo único que impedía que la repudiasen aún más. Lo cual no era óbice para que cuando un par de años antes Berta dejó de ser vista la presunción de las chismosas comadres fue la de que Maruxiña la había matado con algún veneno para poder aprovecharse de algún oscuro secreto de brujería.
Escondida en los bosques quién podía saber cuantas mozuelas acudían a pedirle pócimas de amor, o cuantos hombres buscaban en sus brebajes soluciones a problemas de impotencia, o cuantas mujeres la buscaban para saber si sus maridos eran o no eran fieles cuando acudían a las ferias de ganado. El molinero la entendía en parte, él mismo compartía con la meiga el rechazo de los vecinos, tampoco él era lo que se podía llamar un ejemplo a seguir. Y bien sabía que los rumores también se prendían de sus pantalones y que quizá el hecho de ser el único capaz de proveer al pueblo de sus necesidades de harina le permitía seguir siendo un miembro de la comunidad. El sincretismo y la mala concepción de la moralidad marcaban la época, y mientras la viuda rezaba mil rosarios por el difunto un día, al siguiente acudía a la bruja de turno para saber si el alma de su marido descansaba o no en paz.
Sin embargo, aunque compartiese con la bruja (supuesta bruja) el velado odio de los vecinos, el molinero no cuadraba con el resentimiento de aquella por la gente del pueblo. Él comprendía a su modo que su actitud, tan dispar y fuera de lo que supuestamente está preestablecido, y por tanto correcto, era el motivo del rechazo de los habitantes del pobo lo que por otra parte le permitía disfrutar de una mayor soledad. Mientras que Maruxa, Maruxiña da Comba, parecía autocomplacerse en alimentar un malsano resquemor ante la aprensión de los lugareños, una especie de amargo odio que sólo se veía endulzado cuando aquellos debían acudir en busca de los consejos y remedios de la mujer, reconociendo implícitamente su necesidad. En tanto que, por su parte, el molinero no sentía animadversión alguna por ninguno de los pueblerinos, ni siquiera por Mario, no ni siquiera por él, pues no se le podía echar en cara lo que había pasado, un padre no puede ser considerado el responsable de los errores de sus hijos, no estaría bien (menos aun si esos hijos están locos, ¿no es cierto?).
No, la bruja (supuesta bruja) tendría sus oscuros motivos, veraces o no, quizá sólo un rencor taimado y larvado que le había enquistado el alma desde la desgracia de sus amoríos, pero el molinero no tenía razones, o al menos no lo sentía así, para sentir ese resquemor, aún a pesar del rechazo de las gentes.
Ya en casa mientras las truchas se freían en abundante grasa con algo de jamón en las entrañas, no pudo apartar de su mente los ojos de la meiga, la mirada que le había dirigido, explícita o no la amenaza, se le había colado por la espina dorsal. En parte por el desasosiego del encuentro y en parte porque la fiebre surgía de entre el olvido de la tarde recurrió de nuevo al aguardiente. A regañadientes, puede, pero, se bebió media botella entre bocado y bocado intentando de ese modo evadir su mente.
Y, cuando el sueño comenzó a mecerle se espabiló para obligarse a continuar bebiendo al calor del fuego y emborracharse hasta tal punto que las pesadillas no pudieran acosarle esa noche.
Sin embargo, aquella noche el fuerte licor no pareció servir de mucho, y una desagradable amialgia martirizó cada uno de los músculos de su cuerpo, tensándolos y retorciéndolos, acalambrándolos y soltándolos después como el cabo que rompe por la tensión y culebrea nervioso en cubierta. La fiebre no quiso hacer caso y le obligó a sudar, lo destempló, y terminó tiritando al lado del fuego, empeñándose en echar tronco tras tronco al hogar sin que las llamas lo calentaran.