El sol se peleaba con el horizonte dibujando a contraluz las ramas más altas de las copas de los castaños. Los días comenzaban a hacerse más largos y la primavera apuntaba maneras haciendo que la vida despertase de su letargo invernal. Acodando una curva del sendero un grupillo de senderuelas a modo de corro de brujas adornaba la hierba, como un enorme anillo dorado perdido por alguna deidad germánica. El hombre que caminaba cansinamente fijó su atención en el grupo de diminutos hongos, al volver del molino, concluida la jornada de trabajo las recogería para acompañar la cena.

La fiebre, que parecía haber remitido tan sólo unos minutos antes, tras el almuerzo, volvió a ganar intensidad provocándole un escalofrío. Sabía que la enfermedad se había ido agravando a lo largo de los últimos días, pero tampoco le concedió excesiva importancia, limitándose a tomar alguna infusión de zarza que le ayudase a aliviar el ardor. No se hubiera atrevido a dar su palabra, pero, pensaba que todo podría haber comenzado el día en que se había herido la mano, no podía asegurar que el incidente tuviese relación alguna con su indisposición, sin embargo tampoco podía negarlo, aún a pesar de que los cortes en los dedos medios de la mano derecha habían parecido ir curando sin complicación alguna.

Había sido dos semanas antes, la mañana había nacido con esa niebla propia de la ribera de los ríos que indicaba el comienzo de una jornada soleada en cuanto levantase la bruma al calor del mediodía. Tras atender a unos conocidos de un pueblo cercano había dejado la muela central trabajando mientras bajaba al río en busca de un par de truchas con las que llenar el estómago a la hora de la comida.

Su padre había continuado religiosamente la tradición y enseñó a su hijo el arte de la pesca a mano desnuda. La técnica se basaba en avanzar contracorriente por el lecho del río en busca de posibles apostaderos de truchas, allá donde el flujo de agua se dividía obligado por una piedra, o donde unos cuantos ranúnculos podían albergar insectos que alimentasen a las pintonas, una trucha podía descansar suspendida en la corriente con un suave aleteo. Si uno se movía con el sigilo suficiente justo a la espalda del pez podía acabar por introducir las manos con mucha calma en el agua y avanzarlas hasta la supuesta pieza, si es que las yemas rozaban las pulidas y pequeñas escamas del pez, el suave masaje sobre la piel mucilaginosa parecía no asustar a la presa, quizá el animal lo asociaba con el roce de cualquier planta subacuática o un simple reflujo de agua. Así, a tientas y con paciencia uno podía hacerse con media docena de truchas sin más esfuerzo que el de secarse al sol tras el baño.

Aquella mañana, probando suerte al abrigo de un viejo tronco hundido que desafiaba el ímpetu del agua sintió un intenso dolor punzante en las yemas de los dedos de la mano derecha. Instintivamente la retiró asustado y comprobó como hilos de sangre se diluían en el agua cayendo desde los dos pequeños y profundos cortes que llegaban hasta la primera falange del anular y el medio. Apretó con la izquierda por debajo de las heridas y salió del agua. No parecía demasiado grave, probablemente cualquier animalillo había sido sorprendido desagradablemente y en su defensa había hincado los dientes en la mano desnuda del molinero. Se preocupó y pensó si podría haber sido alguna de las víboras que tantas veces veía cazando ranas en las aguas mansas, aunque reconoció que la idea resultaba un tanto absurda teniendo en cuenta la fuerza de la corriente en el lugar del incidente. Pero, rechazar ese pensamiento trajo a su mente la posibilidad de que fuese una salamandra, según contaba su madre, el simple roce de la piel de tales animales hacía que los dedos se transformasen hasta adoptar la forma de la cabeza de uno de ellos. Aunque, parecían tajos demasiado profundos como para haberlos provocado una salamandra. Además tampoco sentía la comezón que típicamente se asociaba al contacto con los pequeños anfibios debido a las sustancias urticantes que recubrían su piel.

Cayó en la cuenta entonces de que si se trataba de la mordedura de un animal no tenía sentido que las heridas que habían provocado los dientes sólo afectarán al envés de la mano. Pensar en una nutria desdentada, con dos únicos incisivos al modo de las liebres le hizo sonreír y alejar de su mente lo ocurrido. Se tumbó al sol sobre la verde hierba de la orilla y se concedió un descanso antes de regresar al trabajo.

La pendiente se pronunció a medida que se acercaba al pequeño valle que guardaba el molino. Y procuró despejarse dejando que el aire lamiese sus mejillas. El sendero discurría medio escondido por entre un bosque de abedules que comenzaban a despuntar las primeras hojas anunciando la primavera. Medio enlodado por las últimas lluvias el firme estaba resbaladizo y debía prestar su atención al lugar donde decidía apoyar los pies si no quería terminar por revolcarse en el barro.

La aceña ya era antigua cuando su padre se había hecho con ella, y parecía haber soportado el paso de los años con la dignidad de los bloques de granito que la conformaban, anunciando su vejez a través de los múltiples líquenes y musgos que entretejían un delicado mosaico sobre la piedra almohada. De planta rectangular, mientras una de las fachadas laterales se apoyaba en tierra firme, la otra descansaba sobre la presa que había cortado al río su paso amansándolo, de modo que gran parte de la estructura se sujetaba por unos pilares de enormes bloques graníticos que se clavaban en el lecho del río permitiendo así el paso del agua a través de las palas de las tres muelas. Había sido construida allá donde la orilla parecía ganarle un trecho al ancho del río permitiendo así un acceso a la puerta principal, lugar donde los carros cargados con sacos de grano esperaban el recibimiento del harinado molinero.

Tras abrir el pesado portalón de madera de roble con la enorme llave de hierro se entretuvo descerrando todas las ventanas del recinto. En las tres que miraban río abajo dejó pasar el tiempo contemplando el ir y venir de la primera pareja de patos del año que se cortejaba en la mejana que al paso de las crecidas había ido formándose tras el canal del molino debido al cambio en la dirección de la corriente de agua. La luz mostraba a esa manera suya las partículas de harina y polvo que revoloteaban agitadas por el paso del hombre, desdibujando el entarimado elevado sobre el que descansaba el utillaje de cada muela. Abrió entonces la puerta que en uno de los lados permitía el acceso al dique de piedras amontonadas.

La represa aparecía lamida por una lengua de agua revuelta y espumosa de unos quince metros de ancho, dejando a la vista a ambos lados unos pasos del muro que obligaba al río a amansarse ensanchando su cauce natural. Rompiendo las líneas de corriente podían distinguirse las tres compuertas de las que se servía para controlar el paso de agua a través del canal permitiendo que un mayor o menor volumen de agua se viese o no forzado a detenerse en el obstáculo artificial. Orgulloso e hinchado con las aguas del deshielo el río bajaba claro y frío, con un nivel un tanto mayor del habitual por esas fechas. Pronto sería posible ver a los salmones luchar contra la obra del hombre intentando vencer el salto de agua para remontar el río hasta su nacimiento a fin de reproducirse allá donde el agua es lo más pura posible. El molinero esperaba con ansia ese momento del año pues adoraba sentarse en algún pedrusco y contemplar los denodados esfuerzos de los veloces peces para alcanzar la tabla de agua mansa que discurría plácida diez palmos más alta.

Desde la superficie se elevaban columnas de vapor allá donde los remolinos favorecían la evaporación y el río parecía respirar al compás del hombre. Pequeños caénidos pugnaban por liberar su muda sobre la película superficial del agua lo bastante rápido como para no ser pasto de las truchas, los diminutos insectos blanquinegros alcanzaban su madurez con el único objeto de reproducirse muriendo al cabo de pocas horas, él admiraba el arrojo con el que aquellos bichillos de delicadas alas semitransparentes luchaban por elevarse hasta una rama donde el sol secase y endureciese su cuerpecillo para poder así revolotear cortejándose en un baile a ras de agua que en muchas ocasiones traía consigo convertirse en el alimento de un pez o de un patilargo zapatero.

El disco solar aparecía ya sobre el horizonte y el calor de la mañana iría acompasando el aumento de la fiebre. Un fuerte retortijón le anudó las tripas y echándose las manos al estómago dejó escapar un gemido. Tardó unos instantes en ganar las fuerzas como para regresar al molino, media docena de pasos lo separaban de la puerta, sin embargo, la distancia pareció agrandarse hasta que la hoja de la puerta no semejó mayor que uno de aquellos caénidos.

Se oyeron voces y alguien gritó, llamándole. La obligación se antepuso al malestar y con grandes esfuerzos el molinero logró llegar hasta aquellos que lo aguardaban. Perfilado por la luz contra la puerta aparecía un paisano con la boina apretujada en las manos. Bajo y delgado como una espiga, de su ropa parecía sobrarle la mitad del corte que el sastre hizo, destacando sobre el cuello abierto de la camisa la cuarteada piel del cuello y el rostro. Bajo la marca que el sol de las tardes trabajando al aire libre había dejado en la frente delineando la gorra, se distinguían unos plácidos ojos castaño oscuro que contrastaban con las cejas ya encanecidas. Tras él se adivinaba un carro tirado por bueyes en el que aparecían dos sacos de tela presuntamente cargados de grano. Áspera y tensa la piel de su rostro quiso quebrarse con el gesto de disgusto que ocasionó la llegada del molinero. El ademán de los ojos quiso ocultar el evidente desasosiego que le causó el aspecto del amigo que tantas tardes había sido su compañero de dominó. El parroquiano, preocupado, quiso preguntar por las recientes arrugas, por la palidez, por los ojos hundidos, los hombros caídos. Se conocían como todos sabían los unos de los otros en tan bucólicos lugares, sin embargo, aun en la confianza, no se atrevió, sabía, como todos sabían, que desde la pérdida de su esposa no era del agrado del molinero el usar más palabras que las justamente necesarias. Ahogó por tanto las palabras en el fondo de la garganta y se limitó a girar la cabeza mirando con dudas hacia la trasera del destartalado carro.

—Dame tres días. —Habló el molinero sin convicción.

El otro quiso decir algo, saber si podía ofrecer su amistad, saber si era grave o no la evidente dolencia, pero, el molinero se limitó a girar sobre si mismo encaminándose de nuevo hacia el interior de la aceña. Por tanto, se limitó a descargar él solo los pesados sacos y dejarlos arrimados al quicio de la puerta.

Al molinero no le gustaba ver como otros se preocupaban por él, tampoco deseaba entablar conversación, no se sentía con ánimos. De no ser por la sentida obligación hubiera decidido irse a la ribera del río para intentar dormir unas horas al naciente calor del nuevo día. Aguas abajo, justo bajo la sombra de un viejo tejo que guardaba las ruinas del cierre de una decrépita capilla abandonada le hubiera gustado marchar. Y, es que aquel escondido entre la densa vegetación guardaba para él infinitos recuerdos, más de una vez el viejo árbol sagrado había sido guardián y celoso protector de sus intentos de forjar una familia, luchando en la tierna humedad de su esposa por abrir un camino con la esperanza de una nueva vida. A ella le encantaba esperarle allí a media tarde con una fogata encendida y algo de comer arrimado a la lumbre. En el alma del molinero algo quiso quebrarse, casi se hubiera atrevido a jurar que había podido oír el chasquido, el sordo sonido del rasgarse de un pantalón viejo. Probablemente debido a la debilidad que su estado le provocaba el cabizbajo molinero sentía que la melancolía jugaba a asustarle con los recuerdos más hermosos de su vida intentando mostrarle cuanto tuvo y perdió, hurgando en la herida, abriendo la carne con una aguja al rojo vivo, regocijándose, esparciendo sal sobre la llaga. Y, la cabeza pareció querer desencajarse, y, la conciencia se ocultó tras un velo blanco, tosió.

Tosió, carraspeó, se echó las manos a la garganta, de la comisura de los labios una sutil línea bermellón quiso abrirse camino, una primera gota de rojo vivo buscó su camino entreteniéndose por entre los pelos de la descuidada barba. Sintió sobre la lengua el metálico sabor tibio y volvió a toser. Esta vez, un sinfín de pequeñas gotas escarlata trazaron un sinfín de parábolas y buscaron refugio a los pies del molinero. Sus ojos descubrieron el color oscuro de la sangre sobre las piedras del suelo, quiso asustarse, pero le faltaba el ánimo. Podía resultar más cómodo, tranquilizador el negarse a sí mismo que no estaba enfermo, pero, cuando tales pruebas surgían reivindicando el verdadero sentido de la existencia de la dolencia debía dejar que su voluntad se doblegase permitiendo que el dolor lo dominase. Sintió entonces el querer quebrarse de los tobillos y echó mano a los arcones que bajo las muelas recogían la harina para afianzarse. Quiso buscar asiento en el borde de la madera sobada. Sintió frío, un frío que chirrió recorriendo su espina dorsal, una leve corriente de aire que titubeó, ascendiendo desde la primera de las vértebras hasta la base del cuello, tembló, los dientes crujieron apretándose las mandíbulas. Recordó aquella ocasión en la que siendo niño, jugando sobre el río recién helado por los fríos del invierno, el suelo bajo sus pies se resquebrajó y el agua, gélida, lo abrazó. Respirar resultaba casi imposible, como si los pulmones se hubiesen congelado. Los ojos giraron en sus órbitas, el reflejo del nistagmo escondió las pupilas, el frío se intensificó. Del mismo modo que una tenia se abriga en el laberinto de los intestinos esa frialdad recorrió la médula de sus huesos.