Allí donde las había visto por la mañana parecían aguardarle, se sentía desganado, reconocía, sin embargo, que no podía dejar que la extraña enfermedad lo venciese. Del bolsillo de su pantalón sacó la pequeña navaja que siempre llevaba consigo y con mimo cortó y guardó en la boina un par de docenas de las diminutas setas. Se sentó entonces y dejó los ojos cerrados en un intento por tomarse un descanso, el día había sido duro y el trabajo había hecho a un lado la enfermedad permitiendo que ahora esta se aferrase con más fuerza a su huésped.

Un grito que sin duda nacía de la garganta de una mujer deshizo la paz, un alarido lejano, uno de esos que aún con sólo vocales parecen imposibles de transcribir. No era desde luego un hito normal en su rutina, y la curiosidad propia de un pueblo tan pequeño lo animó a buscar la explicación. Desde poco antes de llegar a la última curva del camino pudo oír el murmullo ininteligible de las voces de sus vecinos, al abrigo del sendero robado al bosque y a las tierras de labor se adivinaba el primer grupúsculo de casas, do Santo, Corredoira, da Cruz, como un pueblo en el interior del propio pueblo, los dos últimos incluso compartían la era. Los lugareños, apretujadas las boinas entre las manos, presas las faldas en dedos agarrotados iban y venían con cara de consternación. El molinero no podía saber lo ocurrido por los movimientos sin pauta de sus vecinos, pero, tuvo la corazonada de que el establo anejo a la casa do Santo era el origen de la conmoción. Y, fijó sus ojos en la agazapada techumbre del cobertizo, anexo al muro sur de la casa, que era servidumbre del ganado, no recordaba que los do Santo, tuvieran vacas, sin embargo, presintió que aquel revuelo tenía que ver con algún animal.

A medida que se acercaba, el rumor de las voces pareció querer tener sentido y por entre las luces sombrías de la tarde escuchó frases que hablaban de imposibles y de lo nunca visto. Una mujer salió por la puerta principal de la casa tapándose la boca con un vuelo levantado del mandil. El repiqueteo de los zuecos se intensificó en sus oídos y la cabeza comenzó a palpitarle con fuerza, sintió ahogarse en su malestar, cada uno de los sonidos del ambiente quiso buscar su propio eco en el interior de su cabeza. A su vez, de la triste y desvencijada puerta de madera del establo surgió con el cuello encogido y la barbilla rozando el pecho el dueño de la casa, Pepe do Santo, no pudo adivinar su gesto por tener aquel el rostro vuelto hacia el suelo, sin embargo, la pregunta se descubrió por entre los recovecos de su cerebro,

(¿qué carallo habrá sucedido?, ¿qué es…?).

Surgieron las preguntas, pero, no llegó a formularlas en voz alta.

Se acercaba y a pesar de los ojos que le saludaron, nadie le dirigió la palabra, así como si cada cual pretendiese ser el único frente a la humilde casucha, lo que, cómo no, agradeció infinitamente. En cuanto no le faltaban más allá de diez pasos para llegarse hasta la entrada del establo el hedor se hizo notar, un desagradable olor de escatológicas consideraciones que penetraba por sus fosas nasales queriéndose instalar en su garganta. Se acordó de cuando ayudaba a su madre tiempo atrás en los días de matanza, bajaba con ella al río para limpiar las tripas del marrano recién sacrificado, tripas que saladas podían aguantar meses antes de decidirse a consumirlas, tanto en aquel entonces como en los días presentes nada podía desaprovecharse, la comida era demasiado escasa. El desagradable deje a metano reimpresionó en su cerebro la imagen de los intestinos del animal siendo estirados y vueltos del envés para asegurarse de no dejar restos de excrementos.

Los perros habían descubierto el olor a muerte en el aire, se le habían adelantado, anunciando su acierto con múltiples ladridos lastimeros que más parecían aullidos callados. Sólo cuando estuvo al borde de las jambas de la entrada percibió a su vez el tufo de la carne recién abierta, de la sangre caliente, el inconfundible olor cálido del cadáver recién destripado. Pepe, apoyado en la pared de la casa se limitaba a negar una y otra vez con la cabeza sin fijar la mirada en lugar alguno, de su mujer se ocupaban otras, lamiendo al tiempo la desgracia ajena, procurando el consuelo también. Nadie le dijo nada, se limitó a entrar.

Los ojos hubieron de acostumbrarse a la oscuridad, sólo una pequeña rendija entre dos piedras dejaba pasar la luz, a fin de cuentas ningún animal se había quejado de falta de ventanas en un establo. Su cerebro fue asimilando la peste del ambiente y nuevos olores lo abofetearon, la paja pisada, húmeda, a medio fermentar, de la gorrinera quiso hacerse un hueco en su nariz. Los contornos difusos reverberaban haciéndose indistintos al fondo oscuro, entornó los ojos. Repartidos por la estancia descubrió tres bultos amorfos, tardó un tanto en darse cuenta de lo que eran, de lo que parecían ser, quizá de lo que pretendían haber sido.

(¿Pero, qué demonios…?).

Semejaba como si hubiesen sido desollados, o más bien como si los hubiesen vuelto de dentro a fuera, como un calcetín viejo. Desde luego no tenía demasiado sentido, pero, así lo parecía. De cada uno de los montones de deshechos se elevaba un mortecino vapor. Cada cual podía plantearse sus propias dudas, sin embargo, un hecho único era innegable, en la casa do Santo había sido día de matanza, o al menos algo parecido (en todo caso, sin duda, matanza).

Escabechina, degolladero, riza, quizá matanza no era la palabra adecuada.

De cada marrano se adivinaban las piezas de carne entremezcladas con los menudos, a medio despellejar la carne se mantenía milagrosamente unida por hebras de músculo desgarrado y correas de piel tensa. Y lo que hubiera supuesto las reservas de todo un año y unos pequeños ingresos por cada uno de los jamones se veía desperdiciado por entre hebras de paja. Era una desgracia, peor aún, no era una desgracia natural, y entre tanta superstición eso podía significar mucho más que algo de hambre y miseria. Mientras los perros ladraban, las primeras moscas de la estación bendecían su suerte zumbando ansiosas sobre los hediondos despojos. Quién se atrevería a aprovechar una carne sacrificada de ese modo, no es que los habitantes de las montañas gallegas tuvieran que seguir algún tipo de rito kosher, simplemente había cosas que podían pasarse y otras que no, un poco de moho en un pan cocido de viejo, o una carne algo pasada no suponían un problema pero aquello, aquello era algo muy distinto.

Hubiese preferido no hacerlo, no lo deseaba, y, a su pesar, no podía dejar de mirar el mayor de los cadáveres, observó sin desearlo como astillas de las costillas quebradas relucían bañadas en sangre sobresaliendo sobre la carne dejándose teñir de un macabro color tinto. Siguió la línea de lo que hubo de ser la espina dorsal descubriendo por entre los bultos de las vértebras gajos del lomo, encontraron sus ojos las extremidades, rotos los huesos, y sobre lo que parecían las pezuñas de las manos, apoyada en un giro sin sentido la cabeza del animal con el cráneo hendido y jirones de cuero colgando sin orden. De las cuencas de los ojos los humores vítreos translucían cambiando allá por donde se habían ido escurriendo dando un tono distinto al color de la carne. Las largas líneas de dientes aparecían descaradamente blancas, montándose los colmillos en un absurdo ademán agresivo que sin lugar a dudas estaba fuera de lugar. No quería seguir mirando, sentía un cosquilleo que recorría la piel de sus antebrazos erizándole el vello, la inoportuna sensación de que uno se ha equivocado de lugar y de momento.

Al barullo de los perros, acompañados por la escotada noche que preparaba su venida, quisieron responder desde la lejanía los lobos allá en los oteros que rodeaban el pueblo desde las cimas que encerraban el valle por el que discurría el río en el que el molinero se ganaba el pan. Oportunos como siempre los mejores cazadores de los bosques se ilusionaban ante el posible festín, probablemente lo único que los retenía ya entre los bosques era el olor a hombre.

El molinero seguía hipnotizado mirando absorto la carnicería que le rodeaba, una mano cautelosa se posó en su hombro, no se asustó, se limitó a girar su cabeza, lentamente, como despegándose de una de esas desagradables tiras adhesivas para atrapar insectos. Era uno de los vecinos, le invitó con los ojos a salir. Entendió que querían hablarle. Aunque no supo adivinar el motivo, a fin de cuentas, todos sabían que nada quería tener que ver con persona alguna del pueblo. Sobre las copas de los árboles el ocaso prendía velas que incendiaban el horizonte con tonos naranjas, sus ojos se conmocionaron por la claridad. A unos metros de la casa un corro con los cabezas de familia del pueblo discutía acaloradamente, no pudo distinguir entre ellos al dueño de los gorrinos muertos. Palabras sueltas llegaban a sus oídos y no hizo mucho por comprender sobre qué hablaban o qué querían de él, en su mente la imagen del tenebroso establo seguía buscando toda su atención. Desde la lejanía de su propia abstracción pudo entender que el pueblo se disponía a hacer una colecta para la familia do Santo, no le preocupaba demasiado. Se limitó a asentir queriendo dar por sentado que aquel era el camino más lógico y echó a andar dejando al grupo tras de sí y buscando el sendero que corría por el pueblo, deseaba llegar a casa y pensar en lo que acababa de ver.

No había dado más que un par de pasos cuando una necesidad de inexplicable origen surgió en su pecho, debía volver, algo no cuadraba. Giró sobre si mismo y desando el camino, dejó al grupo de hombres que seguían alborotando a un lado, se dirigió con el paso fijo hacia el establo, sentía como si llevase una cuerda a la cintura de cuyo cabo alguien tirase con fuerza suficiente como para obligarle a moverse en esa dirección.

Todo parecía igual que momentos antes.

Se maldijo por haberse dejado llevar.

Debía regresar a casa, buscar un trozo de tocino y freír las senderuelas. Aquello carecía de sentido, y lo sabía, eso era lo peor de todo, lo sabía. En su fuero interno un cosquilleo incómodo azuzaba la necesidad de echar un nuevo vistazo al establo, como si hubiese perdido algo y lo buscase aquí y allá desordenadamente. Una vez de nuevo en el interior de la pestilente estancia intentó ver lo que antes no había visto, percibir lo que antes no había percibido, pero, obviamente nada había cambiado y difícil era encontrar algo que significase una diferencia cuando todo el diorama que ante él se presentaba era de por sí suficientemente estrambótico. Cómo, se preguntó, juzgar algo de lo que no tengo conocimiento. Sin embargo no logró convencerse, algo más allá de la pura extravagancia intrínseca a semejante carnicería estaba fuera de lugar, algo sobraba o algo faltaba, no supo el qué, en todo caso le resultó extrañamente familiar.

Dio media vuelta y buscó la salida.

La mayoría de los vecinos quedaron atrás, el pequeño tranco del camino de vuelta esperaba su andar cansino y decaído, la boina ahuecada con los hongos se mecía con el vaivén de los pasos al compás de los brazos, fue sintiéndose mejor con cada paso. La humilde casa del molinero no estaba lejos, se distinguía por encima del valado que rodeaba el grupo de casas de las tres familias, con un escaso bosque ralo entremedias, hasta el comienzo del muro de una vara escasa de alto que rodeaba la casa del molinero. Sin embargo, pudo permitirse dejar que el tiempo se escurriese al tanto que las mortecinas luces del día, pensando en el trabajo, echando cuentas de tales o cuales sacos de grano, ya que debía tomar el pequeño sendero entreverado entre las tres casas hasta el camino principal, desandar un trecho en sentido al molino, y luego recorrer el más pequeño sendero desde el primario hasta su propia casa. Con tan diáfanos pensamientos llegó al fin hasta su hogar, el suave calor y la familiar estancia sirvieron para reconfortarle.

El grueso olor del tocino haciéndose al fuego lento comenzaba a llenar el ambiente y sus tripas quisieron encogerse aquejadas por su enfermedad, no se dejó llevar y venciendo una vez más la desgana acomodó las senderuelas y unos nabos troceados en la grasa fundente. A un lado del fuego tendió un par de rebanadas de pan y las dejó tostar. La estancia aparecía decorada por las sombras de las llamas, o se olvidó o no quiso encender el candil, quizá porque en la penumbra del hogar se sentía un tanto más aislado, o quizá porque de ese modo la habitación no le parecía un enorme espacio vacío. La fiebre aparecería pronto con rabia, y lo sabía, los últimos días había resultado la puntual compañera para su cita con las sábanas de modo que intentó convencerse a sí mismo de que la comida le haría sentirse mejor y de que esa noche su estado mejoraría. Sólo por si acaso no era cierto se levantó del taburete arrimado al calor y buscó en las alacenas una botella de aguardiente, en un vaso sucio que descansaba olvidado sobre la mesa se sirvió una ración generosa que bebió de un trago, volvió a llenar el vaso y regresó al asiento mientras hurgaba en los bolsillos en pos de tabaco. Fumó, bebió y no quiso pensar mientras la leña crujía, las setas se doraban y el pan se tostaba. No cenó con agua como acostumbraba, esta vez dejó que el alcohol regase cada bocado y de ese modo el dolor en el pecho pareció una simple molestia, la tos tuvo que agazaparse en los rincones de su garganta y la fiebre no pudo por más que lo intentó hacerse notar.

Seguramente el tratamiento no hubiese sido del agrado de médico alguno, pero, qué importancia podía tener cuando en aquel valle perdido entre montañas lo más parecido a un doctor en medicina era el descuidado veterinario con sempiterna barba de tres días y pelo revuelto que muy de vez en cuando acudía a echar un vistazo a las vacas del Pazo de Lema. Se fue atontando y la modorra hizo presa de él, una sutil sensación de levedad le hizo sentirse ajeno. A los efectos del destilado todo parecía encajar mostrando su futilidad. Su mente divagó y quiso entretenerse buscando un sentido a lo ocurrido por la tarde. Quizá, pensó, los cerdos habían intentado comerse los unos a los otros, pero, cómo podía ser entonces que aún herido uno de ellos no hubiese sobrevivido, o cómo podía ser entonces que los tres gorrinos apareciesen casi por completo despellejados, y de no ser así podrían haberse automutilado en un arrebato de locura. Las venas de la frente comenzaron a palpitar y un dolor sordo hizo presa de su cabeza, sintió los sesos apretujarse, revolverse.

Ni se molestó en cambiarse, se echó a dormir vestido y se aseguró de dejarse a mano la botella de orujo no fuera a escaparse sin su permiso. Al tender la cabeza en la almohada sin ahuecar buscó en su memoria queriendo asegurarse apacibles sueños para esa noche. Atontado, su mente divagaba por entre los recuerdos mientras el sopor inducido por el fuerte licor iba privándolo de conciencia.

Soñó, más bien padeció, las pesadillas corroyeron su noche.

El bosque estaba oscuro, noche de luna nueva, nubes cubriendo las estrellas y el frío de la helada limándole los huesos. Venus, o como lo hubiesen llamado los druidas celtas, Merra, el lucero, se escondía en la cópula del cielo y la tierra, desvanecido su brillo ostentoso de la tarde ya fallecida.

No reconoció el lugar, los robles acompañaban a los abedules y los castaños en el ulular del viento, y en el recodo que un grupo de alisos dibujaban sobre una mata de zarzas un perro indefinible mordisqueaba un hueso. Animal sin raza aparente, medio pastor medio lobo, medio engendro, tiñoso, tan avanzada la enfermedad que en la escasa luz podía distinguir los parches de piel sin pelo, anillos carmesí de piel escamosa inflamada. Las patas traseras tensas, vibrando, las delanteras haciendo presa en el hueso, las mandíbulas se abrían y cerraban compulsivamente intentado que los dientes ensartaran el desecho, hincando los colmillos en la fisura que la insistencia había abierto, buscando histéricamente quebrar el periostio, tronchar el hueso, y sin duda lamer el tejido medular. Los ojos eran cristales pulidos de azufre, piedras inflamables, que semejaban arder con llamas convulsas de brillos añilados. El chucho giró sobre si mismo, lo buscó con sus ojos miopes y venteó el aire. De la quijada surgieron espumarajos que brillaron a la escasa luz, los ojos refulgieron incomprensiblemente en la escasa luz, con un furibundo brillo ambarino. Inmensos goterones de baba jabonosa mezclada con gargajos espesos pendían de los colmillos, palpitantes.

Rabia.

El vello de los antebrazos se le erizó, y una fría corriente eléctrica le atravesó la columna vertebral como un relámpago de tarde de verano.

Inconscientemente buscó una vía de escape…

…rabioso, está rabioso…

…miró a ambos lados, sabía que en el bosque el animal tenía las de ganar, necesitaba un refugio, quizá un arma, algo contundente…

…rabia.