El conjuro
El condenado hilo destacaba sobre el oscuro fondo como el tímido escote de una quinceañera en el baile del domingo. Sus ojos lo seguían, ¿caminaban por él?…
El desgraciado trenzado de una y mil hebras destacaba una y mil veces sobre el negro diorama. Sus ojos lo recorrían, se trataba del camino de regreso a casa de un borracho compulsivo. Lo recorrían, siempre lo recorrían, siempre avanzaba por él, ¿a través de él?…
Siempre, y siempre se despertaba, empapado en sudor, oliendo a habitación de enfermo.
Se despertaba cuando un nudo aparecía en el hilo. Siempre había un nudo, ¡siempre!…
Como si un escurridizo demonio se entretuviese amargándole la existencia con nudos que lo desvelaban, apestando como el trapo manchado y olvidado bajo los arneses y tablazones donde se engarronan los animales.
Siempre se despertaba.
Sin azar, sin posibilidad, un nudo apareció y los ojos febriles se abrieron sobresaltados a la mortecina luz. Escuálidas llamas temblaban sobre los restos del fuego, ya agonizantes ascuas que pugnaban por obrar el aire.
Gimiendo, sintiendo punzadas en las sienes, se irguió y trastabillando consiguió ponerse en pie. Sintió se desvanecía por un instante, y sólo el frescor del sudor al evaporarse sobre su piel evitó el desmayo.
Las pupilas midriáticas quisieron en vano adaptarse al baile de sombras que el hogar dibujaba por los rincones.
Todos los músculos de su cuerpo se agarrotaron, engarabatándose como los zarcillos de las parras, la lengua, seca, se pegó al paladar, la tensión quebró la espalda, semejaba un muñeco de trapo sin espina dorsal. La arcada se elevó desde lo más profundo de su estómago, quemando la garganta a su paso. Y, lo que no era más que agua biliosa surgió manchándole los pies, como los de un niño travieso que chapotea en el barro. El ruido de las salpicaduras pareció variar su frecuencia al impacto de cada gota, y sintió como los tímpanos se combaban adaptándose y chirriando, un dolor metálico recorrió sus senos para instalarse sobre el puente de la nariz, como al beber apresurado agua muy fría, se derrumbó.
El brazo izquierdo protestó aplastado por el peso del cuerpo, pero, las fuerzas le fallaban. No encontraba el modo de acomodarse, tendido, acurrucado en posición fetal (de la que hubiera sido mejor, quizá, no haber partido jamás) sobre el entarimado de roble, vuelto sobre sus propios desechos, torcida la cerviz, deslavazado el rostro. Una nueva arcada buscó abrirse camino, tratando ya no de arrancar el líquido de sus entrañas, sino las propias entrañas, y el hombre enfermo se convulsionó, rodeado por las estelas humeantes que el calor de sus despojos abría al frío ambiente. Como el humo de los pábilos ardientes de un velatorio rasga el aire de la estancia que guarda el cadáver a medio pudrir llorado hipócritamente por plañideras pagadas, rameras de un llanto ajeno en cuyas caras las sombras bailan, recuerdos imborrables.
Cubierto de suciedad, cubierto de cansancio, quiso quedarse así por siempre, como si la relativa comodidad tras el desahogo engañoso, tras el vómito, fuese la única mejora posible (acaso no era así). Aún debió pasar un buen rato, lo supo porque el escaso fuego del lar perdió parte de su brillo, hasta que reunió las fuerzas para incorporarse. El hedor ácido que lo abrazaba jugó a tentarle con volver a vomitar, pero, en esta ocasión venció la repugnante sensación agazapada en sus intestinos y pudo acercarse hasta el portillo anexo al jergón de lana. Abrió la pequeña contraventana, y aunque al frío de la noche los dientes castañetearon, el aire, limpio y fresco, pareció infundirle fuerzas. Oyó el ulular de los búhos, el cantar del viento en las ramas de los árboles, y los furtivos sonidos de las alimañas buscando su presa.
La fiebre, que trabajaba afanosa hurgando por entre la piel y la carne, se alió con la humedad del ambiente que oreaba al hombre desencajado y enfermo apoyado en la solera del ventanuco, tímidamente el vello de todo el cuerpo se fue erizando. Gélido, tiritando, descubrió la extraña sensación de sentirse un tanto más vivo, pues al percibir tan intensamente las azabachadas agujas de la noche marcando su piel, el ardor parecía no estar tan presente, dejando su mente un tanto menos embotada que sólo instantes antes.
Faltaba poco para que las primeras luces del alba desvelaran el bucólico paisaje salpicado de montañas y bosques. Él conocía, como se conoce todo lo que se ama, cada uno de los picos, cada silueta, cada sombra del panorama que la claridad iría descubriendo. Sintiéndose reconfortado ante su peculiar vuelta a lo real se entretuvo paseando la vista por las umbrías esquinas del murallón que guardaba el cercano Pazo de Lema, en la dirección que miraba, la última casa del pueblo antes de que el espeso bosque se tragase el mundo de los hombres. En el desolado grupo de casuchas, el pazo era la única que iba más allá de una simple construcción con cubierta a dos aguas. Apenas media docena de familias constituían el entero de la población, pero, también era cierto que ninguno de los habitantes echaba de menos cuanto una ciudad pudiera ofrecerles. Toda cuanta información les llegaba sobre las grandes aglomeraciones, era vana y débil, siempre se trataba de simples comentarios que habían corrido de boca en boca tantas veces que ya uno no podía fiarse de cuanta verdad había en ellos. Además, teniendo en cuenta lo asombroso de tales historias, con máquinas, luz eléctrica y mil y un inventos de dudosa procedencia, quién más, quién menos, en los alrededores estaba contento con lo que le había tocado vivir, y no echaban de menos las posibles virtudes de la urbe. La gran guerra no había sido más que vagos rumores, y las desdichas de Europa parecían demasiado lejanas, cuando los países involucrados tenían nombres que apenas podían recordar. El primer cuarto del siglo veinte había sido para la Galicia más profunda, prácticamente igual que los últimos cien años, las cosechas, los salmones en primavera o las anguilas en otoño, marcaban los hitos que cada cual debía conocer, lo que iba más allá de la siembra poco importaba pues no ayudaba a los marranos a crecer.
Por sobre el muro se oían los mugidos de las vacas y los relinchos de alguno de los sementales de las caballerizas, se intuían las luces de los candiles encendidos entrando y saliendo de los establos del pazo, estas y la agitación de los animales explicaban la ocupación de la servidumbre con las labores de ordeño. Así supo que el tiempo se le echaría encima si no se apresuraba, ya faltaba muy poco para que el día comenzase a clarear. Dejando la ventana abierta para que el ambiente de la habitación se fuese renovando, se acercó al hogar aún desnudo y reavivó los rescoldos con un par de soplidos, tendió una piña sobre los tizones calientes, y agregó unas cuantas ramitas, recatadas llamas empezaron a lamer las delgadas tiras de madera. Se echó la manta del jergón a los hombros y fue al pozo a por un caldero de agua que vertió en la olla que pendía con una cadena sobre el fuego. Sin ánimo para poner a prueba su maltrecho estómago buscó en la fresquera un poco de pan de centeno y queso fresco que mordisqueó con calma sentado en una banqueta al calor de la lumbre mientras el agua se calentaba.
El escaso desayuno no calmó el hambre, pero, pareció asentarle las tripas. Se aseó entonces con un trapo humedecido en el agua ya tibia y limpió con esmero el suelo para evitar que la madera quedara apestada con los hedores del vómito. Buscó entonces a los pies del lecho la ropa de diario, y pensando en el trabajo del día fue vistiéndose con una ropa llena de remiendos y tan manchada de harina que había dejado atrás su color original por un desvaído gris cubierto por una eterna neblina blanca, pues a cada uno de sus gestos la harina se desprendía recubriéndolo de una especie de aura inmaculada.
La pequeña casucha tenía dos habitaciones más a parte de la estancia principal, dos modestos dormitorios vacíos desde hacía años, ya casi una docena.
A la pobre Carmen se la había llevado la muerte antes de darle hijos, y la de la guadaña, no sólo le robó la esposa y los descendientes aún no nacidos, sino también las ilusiones y el valor de volver a dormir en la cama donde su querida mujer había padecido hasta desvanecerse tan sólo unos meses después de casarse. El mismo día del entierro se olvidó de las dos habitaciones, en una olía a muerte, en la otra todavía se escuchaba el llanto de las plañideras durante el velatorio. Aquel día la noche le sorprendió apaleando la lana que habría de meter en una nueva márfega que desde entonces descansaría en la única dependencia de la casa donde la angustia no lo buscaba por las esquinas para recordarle que siendo poco más viejo que el siglo ya había perdido cuanto un hombre de su tiempo y lugar podía anhelar, su familia. Aquella noche, el insomnio fue su compañero de duelo, y sentado sobre el que desde entonces sería su lugar de descanso, buscó en las llamas del fuego la explicación a tanta desdicha sin atreverse a volver los ojos hacia las puertas de madera ahumada que guardaban celosas tanto llanto y dolor.
Abrigado, abrió del portalón de entrada, tan sólo la parte superior, al uso de la clásica puerta gallega partida en dos. Se acodó en la parte inferior y lio con calma el primer cigarro del día que fumó deleitándose mientras contemplaba la jornada nacer por entre las negras pizarras que techaban las casas vecinas. Los gallos cantaron, algún cochino gruñó, y un perro pastor azuzaba a las ovejas que avanzaban apelotonándose por delante de su puerta. La vieja Emerenciana, caminaba pesadamente combando la vara de aliso que usaba de bastón, la cabeza cubierta por una pañoleta, la cara cubierta por mil arrugas. Enjuta, de pies pequeños que se camuflaban en los grandes zuecos, pasaba ante él como si el cansancio pudiese llegar antes que ella a todas partes. De colores indefiniblemente discretos la falda larga y el blusón ancho dejaban ver tan sólo el rostro y las manos, unas manos cubiertas por mil manchas que anunciaban la senilidad, macabros lunares que se escondían entre las abultadas venas palpitantes, encorvándose estas, sobre unos dedos agarrotados por la artrosis. La derecha apresaba el improvisado báculo como si tuviese la intención de estrangularlo, saliendo tan sólo de un rítmico acompañamiento del paso para azuzar a alguna oveja demasiado curiosa que se descarriaba. La siniestra arrebujada en una extraña amalgama sobre los picos del mantón de tejido basto que cubría los hombros caídos de la vieja.
Chistándole a los animales a cada paso tan sólo desvió la atención del rebaño para erguir un tanto la cabeza y dedicarle por un instante una mirada a modo de saludo. Lo miró como si aún viese al niño que correteaba por el manzanal del cementerio con las rodillas raspadas y los asideros de la honda colgando del bolsillo trasero del pantalón corto. Y, él hubo de buscar en lo profundo de aquellas cuencas hundidas por la edad para encontrar los ojos de la vieja mujer, ojos garzos que los años habían clareado, para encontrar el cariñoso saludo de la anciana.
Recordó con afecto como la mujer le había parecido igual de vieja cuando no era más que un mocoso, y sonrió al pensar en las pequeñas tortas de pan que Emerenciana regalaba a los cuatro chicuelos del pueblo cada domingo cuando al volver de la iglesia sacaba el pan recién hecho del horno de leña. Con la boca un tanto pastosa balbució un, buenos días nos dé Dios, y la contempló alejarse, preguntándose cuántos días podían quedarle si ya parecía haber vivido demasiado. El pensamiento le robó la poca alegría que el nacer del día le había traído, aun en su trato seco, la buena mujer se había ganado un pedazo de corazón del que fuera compañero de juegos de su nieto.
La mañana aún no era propiamente tal, sino más bien madrugada, y él debía marcharse también. Se decidió, tiró la colilla al camino embarrado, cubierto ahora por las pequeñas deposiciones redondas que recordaban el paso del rebaño de la vieja Emerenciana. Acomodó los rescoldos, cogió la boina del colgador anexo a la puerta y subiéndose el cuello de la chaqueta salió.
El diminuto pueblo se alzaba a los pies de un otero dominado a su vez por el inmenso pazo, sin orden alguno, cada cual construyó su morada como se le había dado a entender, formando así pasos allá más estrechos, acá más anchos, sin que aquello tuviese importancia alguna, pues la única medida que había de respetarse era el ancho de un carro cualquiera, para que con su eterno chirriar anunciase por las casas que alguno venía de cortar la hierba, o de recoger leña, y así en la estable comunidad cada cual supiese si el vecino llevaba o no al día sus tareas.
De las familias del pueblo, que era casi lo mismo que decir, de los hombres del pueblo, tan sólo él trabajaba en algo distinto de las labores propias del campo, molinero como su padre, únicamente se desviaba de su profesión como improvisado techador, cuando alguno de los vecinos necesitaba repasar alguna gotera, o en las raras ocasiones en las que por los alrededores alguien se decidía por construir una casa nueva. A trabajar con la pizarra había aprendido de zagal cuando en la rebeldía de la juventud había decidido no le interesaba seguir la tradición familiar y trabajar en el viejo molino. Los años le habían dado la razón a su padre, y el hijo del molinero se convirtió a su vez en molinero, pero, él nunca se arrepintió del tiempo que pasó como aprendiz de louseiro, pues junto con el oficio conoció bien la comarca al acudir allá a donde llamaban a la cuadrilla del maestro, y desahogó sus primeros amoríos por ferias de pueblos donde sus compadres jamás habían estado. Incluso un par de veces fue hasta la capital para trabajar por pequeñas temporadas, lo que le permitió ver cosas tan asombrosas como la enorme muralla romana que cobijaba a los habitantes de la ciudad igual que lo hiciera con las legiones romanas casi dos mil años antes.
De no ser por la enfermedad de su padre quizá no hubiese regresado al pueblo y hubiera buscado fortuna convirtiéndose a su vez en techador con una cuadrilla propia. No le gustaba echar la vista atrás y preguntarse que habría pasado, aceptaba su suerte y en cierto modo se sentía orgulloso de haber relevado a su padre cuando este más lo necesitaba, de modo que lo que pudo semejar una simple ayuda temporal se convirtió en algo permanente haciendo de nuevo su hogar de la villa que lo viera nacer.
La suya era de hecho la única de las viviendas que no tenía era, así como tampoco la entrada de la casa estaba cobijada por una extensión de tojos y estiércol fermentándose para ser usados como abono. Se sentía orgulloso de ser distinto, al menos en parte, incluso desde que la viudedad lo tomó por compañero había renunciado a la idea de tener animales en casa, pues no se veía con ganas de cuidarlos con el cariño y el esmero que hubiera puesto Carmen. Así mismo, la suya era también la única vivienda que no guardaba en su trasera una huerta, tan importante en el resto de los casos como cualquier otra dependencia de la casa, y es que tampoco se sentía con fuerzas para preocuparse por aquello de lo que hubiera debido hacerlo su esposa.
Regados por manantiales, sempiternos bosques resguardaban al pueblo por los cuatro costados, a excepción de unos cuantos campos de labor salpicados sin orden aparente. Heridos los bosques por los caminos que desde y hacia el pueblo, comunicaban con las pequeñas aldeas de los alrededores, o con las tierras de cada cual. Caminos de tierra, llagados por las rodadas de los carros y las pisadas de los bueyes y caballos, caminos que enlazaban con senderos que se perdían en atajos, de modo que, si uno no conocía bien allá donde ponía el pie pronto se encontraba ahogado por un mar de árboles que gimiendo al viento anunciaban su potestad sobre la tierra donde hincaban las raíces.
Esos bosques, los bosques de las montañas gallegas, umbríos y húmedos, guardaban mil secretos. En cada rincón de cada pueblo cualquier lugareño podía contar a quién se interesase oscuras leyendas sobre seres fantásticos, malvada brujería o espíritus que penaban aterrorizando a los vivos. Alternaban toda la gama de verdes para jugar con todos los ocres imaginables a lo largo del otoño, y parecía posible encontrar la historia adecuada para contar ante el fuego en función del tono con el que el bosque hubiese decidido engalanarse. Contos, tradición oral que otorgaba a cada animal y cada árbol un papel en las infinitas representaciones que la imaginación de los habitantes de aquellas vegas había podido crear.
El cielo, de un clamoroso azul eléctrico siempre aparecía adornado por nubes, la lluvia era compañera del paso de los días y el agua caída envolvía el suelo con una frondosa vegetación. El clima, y los inmensos bosques de pobladas copas cubrían las tierras del interior en un aire de magia y misticismo. Como si cada gota de agua regase no sólo la fértil y oscura tierra sino también el alma de cuantos allí vivían. Así, curanderos, santeros, supuestas brujas y personajes varios se refugiaban en cuevas o casuchas en las montañas a donde la gente acudía a pedirles consejo, sanar sus dolores o conseguir malolientes tónicos ponzoñosos. El sincretismo entre el más puro cristianismo católico y las más arraigadas supersticiones era inevitable. Así parecían indicarlo las oquedades sombrías de cada árbol que el rayo abatía, el lugar invitaba al pagano a explicar lo desconocido haciendo uso de mil recursos retóricos. Como si cada cual llevase en su pecho un trocito del misterio que cada roble centenario podía inspirar.
Siglos antes, el pueblo de los celtas había llegado desde las tierras norteñas para descubrir secretos encerrados en esos bosques que hacían de Galicia un inmenso tapiz verde rodeado por las aguas bravas de un océano inquieto. Trajeron consigo su cultura, y pronto se rindieron al embrujo de las montañas que los envolvían levantando monumentos megalíticos, y tallando en los grandes bloques de granito que colgaban de los precipicios nuevas creencias imbuidas por su lugar de acogida. Tejiendo mil y un mitos, olvidando los conceptos llanos de los politeísmos contemporáneos, ansiando la creencia en el sol, la tierra, la luna, el fuego, el agua y la armonía entre los elementos.
Heredaron e inventaron sus propias simbologías, constituyeron cultos perdidos y abonaron la fantasía de las gentes. Los pueblos norteños habitaron las inmensas playas bravías donde la leyenda atribuiría el desembarco de los atlantes.
Tapizaron los acantilados con sus castros, y nacieron los pueblos que habrían de perdurar por siglos embaucando a los intelectuales y los hombres de letras con la magia de cada leyenda. Así, El Viejo cuenta en su compendio Historia Natural sobre la fortaleza de Noela y pormenoriza las vidas de los celtas yuxtaponiendo la universal idea del diluvio con el pueblo de la ría gallega de Noia, donde la tradición canta el bienhallado desembarco de la nieta de Jafet, bisnieta, por tanto, de Noé.
Se alzaron dólmenes imposibles milenios antes de que el mesías cristiano se proclamase hijo del cielo, megalitos de entidades, culto y funciones dudosas. Complejos en ocasiones, montantes poligonales dentro de cámaras subterráneas, minimalistas en otras. Muchos orientados de modo preciso para que bien los equinoccios o bien los solsticios manifestasen los oscuros significados de los cambios de las estaciones y sus influencias en el orden de la vida cotidiana.
Grandes bloques indómitos se rindieron al taimado propósito desconocido de los moradores de los bosques en lugares de topónimos que en muchos casos resultan de impensable explicación etimológica: Dombate, Bardota, Cabaleiros, Dumbria, Axeitos o Ageltus eran sólo algunos de ellos, los que habrían de conservarse en pie, e incontables más, perdidos ya en el tiempo y la historia. Dólmenes y menhires, en ocasiones mostrando apenas un codo por sobre la tierra y escondiendo cuatro o cinco varas bajo la madre Gea, haciendo, para muchos, inexplicable su transporte y uso. Pero, en todo caso, marcando la tradición a fuego de tal modo que cuatro y cinco mil años después los labriegos delimitarán las franjas entre las tierras de cada uno con grandes piedras asentadas sobre la tierra.
Galicia, recluida entre los mares bravíos y las más ancianas de las montañas europeas. Y, entre sus montes el campo de estrellas, o el compost alquímico, o el composition ela (es decir, zona de enterramientos), o el quién sabe de la mágica Compostela, con veinte siglos de leyendas, con un camino supuesto a unas reliquias de incierto origen y dudoso reconocimiento que quizá sólo cobran sentido si se comprenden como sitas a tan sólo una jornada más de peregrinaje del inmenso océano Atlántico, allá en la que se conocía como la tierra del fin del mundo, el cabo donde la tierra se ahogaba en la plataforma del mar tenebroso que daba y quitaba la vida. Descendiendo del Monte Facho donde la arqueología desvela la incierta y magnificente Dugium, insignia urbana de los nerios celtas con su castro amurallado de la edad de hierro, absorbida por las legiones romanas para instaurar allí, restaurando el rito caldeo, su Aras Solís, su altar al sol, en la población que la lluvia sumergió por castigo divino, donde el ciclo de la leyenda se muerde la cola y el mito del arca y la leyenda judeocristiana se ve de nuevo velada por el sincretismo. Allá en el extremo de la tierra, donde el peregrino debía llegar para contemplando el oeste morir como el sol muere, perdiéndose en la profundidad del océano, morir para renacer al alba como un nuevo ser.
En Galicia se conservarán ajenos al hombre los ritos, pervivirá el más antiguo de los conocidos cultos al fuego, de origen y razón ignotos en el que de nuevo se completa el ciclo crédulo de los hombres, sintetizando el trisquel, triskell o trisquele celta. La espiral lobulada a su vez en tres espirales o formas ahusadas, la conexión mística de la tierra, el agua y el fuego. Para combatir las enfermedades, los embrujos, el mal de ojo, los meigallos o quizá tan sólo para contentar el alma las noches de frío con la fuerza del alcohol. La tierra imbuida y presente en la cerámica del cuenco de barro al que han dado causa aristotélica final las manos desnudas del hombre; el agua como símbolo de la entrega de los frutos de la tierra, la fuerza escondida en los restos de la uva para el vino una vez fermentados, el enlace ritual que habrá de unir al hombre con el suelo de sus ancestros, con su historia; el fuego que habrá de bailar libre en el barro, prendido en el aguardiente, el fuego que habrá de purificar el alma y calentar el cuerpo. La pócima escondida en el refugio del conjuro…
… Mouchos, coruxas, sapos e bruxas.
Demos, trasgos e diaños,
espritos das nevoadas veigas.
Corvos, pintigas e meigas,
feitizos das menciñeiras.
Podres cañotas furadas,
fogar dos vermes e alimañas.
Lume das santas Compañas.
Mal de ollo, negros meigallos,
cheiro dos mortos, tronos e raios.
Ouveo do can, pregón da morte…
Y así, en sus tierras de lujurioso verde se vivieron las leyendas.