Epílogo

El Regreso

Era como una gigantesca tortuga de negro caparazón mate dotada de una agilidad inusual para los de su raza. Y estaba igualmente fuera de lugar, en todo caso, y como mucho, lo lógico hubiese sido haber visto un viejo carro, rasgando el aire con los chirridos agudos de su eje, rompiendo la quietud con su lamento continuo por la carga del trabajo.

El bien reglado motor del carísimo vehículo todo terreno japonés, un Toyota Land Cruiser completamente equipado, ronroneaba complacido al bajo régimen de vueltas al que el avezado conductor lo mantenía mientras descendía por la pista de tierra que conducía a la parte baja del verde valle. Por los altavoces del fantástico equipo de música que llevaba instalado, un innovador sistema láser reproductor de discos compactos, se deslizaban los primeros compases del Intermezzo del Concierto para Piano Número 3 del genial Sergei Rachmaninov, precisamente esos en los que los arcos tañen las cuerdas rogando la entrada del piano.

El conductor era un hombre corpulento y proporcionado, sus músculos pectorales, bien torneados, hinchaban la pechera de la camisa oliva de algodón con cada necesario giro del volante para asegurarse librar de un bache o sortear algún obstáculo. Tenía el cabello corto, con puntas desiguales y arreglado con desenfado, de un llamativo color rubio ceniza que junto con sus ojos de un azul triste y profundo, que se escondían en ese momento tras unas gafas de montura de acero con cristales polarizados naranjas, daban lugar a una atractiva combinación. En su rostro, en el que se adivinaba una edad próxima a la treintena, destacaba una prominente mandíbula cuadrada que le otorgaba un gesto permanentemente serio, acentuado aún más por la barba pulcramente recortada, perfilando el maxilar inferior, con el cuello y las mejillas afeitados de modo que revelaban ese leve tono gris verdoso de los hombres que pueden presumir de apurar bien el afeitado de una barba recia y poblada. Su mano derecha, en la que resaltaban las venas hinchadas propias del acostumbrado al ejercicio pesado, descansaba sobre el largo muslo desnudo de la mujer que ocupaba el asiento del acompañante, justo bajo la costura del alegre vestido blanco de lino.

—Él la llamaba su pieza para elefantes… —Dijo el hombre con una sonrisa en la boca, girando un momento el rostro para mirarla. Su voz grave resonaba con ese característico acento neutro de quien ha viajado mucho y habla más de un idioma correctamente.

Ella, absorta en el paisaje de principios de otoño que se deslizaba tras el cristal de la ventanilla, tardó unos segundos en procesar las palabras.

—¿Su pieza para elefantes, pero, de qué estás hablando? —La voz de ella era suave, melosa, poco más de un susurro. Eso, a él, le encantaba. Aunque había pronunciado la pregunta con corrección se notaba, en su forma de hablar, un deje de inglés norteamericano.

El conductor giró de nuevo la cabeza por un instante, desviando sólo un momento la atención de la calzada de grava y tierra suelta, y dijo como si fuese algo evidente.

—De Rachmaninov… Del concierto… —La cara de incomprensión de la joven mujer, con sus ojos del color de la miel marcando los puntos de las exclamaciones, le indicó que sus explicaciones debían extenderse un poco más. Normalmente eso le hubiera molestado, no era muy hablador y no solía entablar conversación, sin embargo, con ella, eso no era importante—. La composición que estamos escuchando, el autor, Rachmaninov, la llamaba «mi pieza para elefantes». Este es, en realidad, el concierto para piano que exige más del intérprete. Es la pieza más difícil de tocar jamás escrita, ¿entiendes?, tiene el mayor número de notas por segundo de todo cuanto ha sido compuesto para piano —ella lo miraba con evidente adoración y él decidió continuar—. En realidad, a mí, siempre me ha parecido como si fuesen dos conciertos en uno, y no soy el único que lo ve de ese modo, es una opinión bastante generalizada entre los melómanos. Es como sí cada mano tocase un concierto distinto, luchando por predominar, como si cada mano fuese uno de los bandos de las batallas de la Ilíada, es…

El insidioso timbre de un teléfono móvil interrumpió su animada exhortación.

—¡Vaya!, pensé que aquí podría librarme de ese maldito chisme, supuse que no tendría cobertura —él le indicó con un gesto de fingida indignación que se callase mientras palmeaba los bolsillos de su pantalón en busca del celular—. Oh… Acaso pretendes que me cele… —Y el gesto de ella también mostró una falsa irritación, sólo que siendo su rostro de rasgos tan dulces como era, la expresión resultaba más cómica que intimidatoria.

Mientras se acercaba el teléfono al oído con la mano izquierda usó la derecha para apartar el automóvil del camino y estacionarlo en la tosca cuneta cubierta de hierbajos y retamas, de modo que el paso quedase libre; en la improbable eventualidad de que algún otro vehículo usase la misma pista.

—¿Sí?… Ah, hola Asdrúbal… No, no te preocupes —aunque sus palabras eran afables era fácil percibir el fastidio en su tono de voz— …No, da igual. Venga, dime, ¿qué pasa?… Entiendo, pero… Ya, bueno —dijo mirando el reloj de pulsera que adornaba su muñeca, un Breitling de aviador con la corona grabada de infinidad de números. Calculó la diferencia horaria y pensó con rapidez—, no te apures, aún tienes un par de horas antes de que llegue el cliente, avisa a Sebastián, sácalo de la cama si es necesario y que termine la revisión del otro hidroavión… —Ella se inclinó hacia él y tras acariciarle el revuelto cabello con sus largos y finos dedos arreglados con manicura francesa le dio un beso en la mejilla derecha con sus labios carnosos y llenos. Luego, le indicó con un gesto vano que se apeaba para pasear un poco mientras él arreglaba sus asuntos, el hombre asintió y continuó hablando—. Claro, el vuelo hasta Las Ardillas no es largo, si lo entretenéis un poco en el lodge ni siquiera se dará cuenta de que lleva retraso… Ah, pues aún mejor, con ese viento recuperaréis el tiempo perdido en el trayecto… No, no te preocupes, has hecho bien en llamar, era mejor que me lo consultases… Sí, muy bien… De acuerdo, venga, un abrazo… Ah, acuérdate de animarle a usar la Bitch Creek montada con chenille rojo y negro, en ese lago es el streamer que mejor funciona para las truchas grandes… Sí, bueno, sólo te lo recordaba… Muy bien… Venga, adiós.

Colgó y se guardó el aparato en el amplio bolsillo lateral con cierre de velcro de su pantalón de loneta. Echó la cabeza atrás hasta apoyar el cogote en el reposacabezas tapizado en basta tela de campaña y suspiró. Por el parabrisas contempló la delgada silueta de la mujer caminando, alejándose unos metros del coche, por la vera del camino, se detuvo frente a un campo de cereales con un gesto propio de una modelo en una pasarela, haciendo bailar los delgados tobillos. La suave brisa que ascendía desde el cauce cercano del río le agitaba el cabello y hacía que el sencillo vestido holgado se pegase a su cuerpo haciendo evidente la sensual curva de sus senos.

Él decidió apearse e ir al encuentro de ella, pero, antes, se tomó un minuto para liarse un cigarrillo, al modo al que había aprendido tantos años atrás (tal y como él le había enseñado), y como venía siendo habitual, la congoja le apretó el pecho con un lazo corredizo de melancolía sincera. Nada podía achacársele, era lógico, el dolor todavía estaba fresco, necesitaba algo más de tiempo. Siempre le sucedía cuando se disponía a fumar, pero, no quería dejarlo (él no lo había dejado a pesar de lo que le habían dicho los médicos), le traía demasiados recuerdos, ensalzados especialmente, sin duda alguna, por el lugar en el que se encontraba (en cierto modo esperaba verle aparecer en cualquier momento).

Sus dedos prendían las virutas de tabaco y su pecho se agarraba al pasado, los primeros con delicadeza, el segundo con la amargura de la nostalgia.

Su feliz infancia regresaba para justificar una vez más su deseo de encontrarse donde se encontraba. La rutina de aquellas tardes se mantenía fresca en su memoria, envuelto el recuerdo en una delicada seda de gazar, y rememorarlo era siempre un placer (le echaba de menos, mucho).

De zagal, desandaba cada día el camino a la modesta escuela con una gran sonrisa en la boca y disfrutaba del azafranado rojo de los ñires en el otoño y del intenso de su verde en el verano. Una vez en el amplio caserón construido de troncos labrados, al más puro estilo de la Columbia Británica, se sentaba en la gran mesa de madera del comedor al amor de la chimenea y hacía, disciplinado, sus tareas del día (de no ser así sabía que la regañina sería de órdago). Una vez repasados los deberes y tras haberse asegurado de no haber cometido errores, corría hasta la estantería y, poniéndose de puntillas, se hacía con la petaca de cuero viejo y el librillo de papel. Se sentaba de nuevo y preparaba una docena larga de cigarrillos, todos impecablemente rematados, para cada uno se tomaba todo el tiempo que fuese necesario hasta conseguir un cilindro perfecto, frunciendo el ceño en un intenso gesto de concentración. Luego, los metía en la pitillera de alpaca y aspiraba el aroma dulce del excelente tabaco de Java que él se hacía traer aún a pesar de lo desorbitado del precio y salía al porche a esperarle pasando complacido las páginas de alguna edición barata de las grandes obras clásicas que él le instaba a leer. Mientras el viejo Willis destartalado, desecho de la segunda guerra mundial, no aparecía por el camino de entrada con los tubos de aluminio en los que los clientes guardaban las cañas tintineando en la trasera, soñaba con los grandes héroes homéricos y aspiraba a convertirse en uno de ellos. Entre párrafo y párrafo, mientras se asentaban las palabras, se dedicaba a contemplar los riscos adyacentes y el fantástico panorama de enormes montañas andinas, repasando los nombres de cada árbol y cada planta al alcance de la vista, porque sabía que cuando él llegase, una vez los clientes estuviesen en el comedor discutiendo los lances del día ante una cena caliente, se encendería el primero de los cigarrillos y al tiempo que se lo fumaba sentado a su lado le preguntaría esos mismos nombres con gesto serio, luego, le pediría que le explicase lo que había aprendido en la escuela aquel día mientras cotejaba las respuestas con los libros de texto, y, si a lo largo de la semana, las respuestas habían sido las correctas y las lecciones habían sido aprendidas bajarían hasta el villorrio para que el chiquillo escogiese el libro que más le gustase de entre la exigua colección de que disponía el colmado del pequeño pueblucho patagónico. Cada tarde intercambiaban el par de pitilleras gemelas, la una vacía y la otra recién atiborrada. Pasadas unas horas, tras cenar, mientras los clientes cambiaban las truchas por los cubitos de hielo del fondo de un vaso de alcohol, el anciano le contaría historias de su Galicia natal y el niño soñaría, y le asaltarían las dudas, pero, no preguntaría, porque sabía de sobra que el abuelo no contestaría, sólo contaba lo que deseaba y no respondería a cuestión alguna, el pasado, según decía, era un animal salvaje al que había que alimentar con cuidado pues en un descuido uno podía quedarse sin un brazo.

Encendió el cigarro con un sobado Zippo de acero pulido, gastado y plagado de pequeños rayones, y exhaló el humo con delectación, era el aroma de su niñez, y lo adoraba.

Caminó hacia ella buscando en los reflejos de su melena trigueña la luz de la tarde crecida, se sentía afortunado por haberla encontrado. Ella comprendía sus silencios y aceptaba sin protestas que se marchase de vez en cuando a pasar unos días en la soledad de las montañas, por eso y porque siempre conseguía arrancarle una de sus escasas sonrisas él la amaba profundamente.

La abrazó por la estilizada cintura haciendo una leve presión con sus fuertes brazos, hundió la cara en el pelo sedoso y la besó en el cuello cariñosamente. Ella ronroneó complacida y, cerrando los ojos, le preguntó.

—¿Va todo bien?

—Sí, no te preocupes, una avería sin importancia en uno de los hidroaviones, pero, ya está resuelto, Asdrúbal se encargará de coordinarlo todo.

—Ajá… —En realidad, ella hubiese querido preguntar algo más, sentía curiosidad, quería saber, pero, era consciente de que el dueño de las fuertes manos que acariciaban su vientre, con una ternura impropia para su corpulencia, era un hombre reservado, por lo que decidió cambiar de tema—. ¿De qué es esta plantación?

Él se tomó un instante para levantar el rostro y fijarse en los altos tallos dorados.

—Es centeno.

—¿El qué?

—Centeno, eh… Vosotros lo llamáis rye, ya sabes, como en el libro de J. D. Salinger «The catcher in the rye».

—Ah, ya, y y y… ¿para qué lo cultivan? —Preguntó ella inocentemente.

Él sonrió, la urbana naturalidad de la mujer no dejaba de sorprenderlo.

—Claro, a veces olvido que los neoyorquinos sólo habéis visto el campo en los documentales de la televisión por cable. La mayoría debéis pensar que las vacas son una especie de adorno y que las hamburguesas las fabrican en alguna factoría…

Ella le pellizcó el antebrazo sin hacer excesiva fuerza, fingiéndose ofendida.

—Eh… No te pases, yo al menos no soy un paleto que se crio en el último rincón del mundo, al sur de Tierra de Fuego —dijo encorvando los labios y bajando el tono, parafraseando las palabras de él en una mala imitación de la contestación que le había dado la mañana de once meses atrás, cuando se habían conocido en el lujoso despacho de una prestigiosa firma de abogados de Manhattan—, y que no llegó a ver una boca de metro o un edificio de más de dos plantas hasta que se fue a la universidad.

—Vale, vale, no te enfurruñes, era broma, ¿quieres la explicación larga o la corta?, quiero decir, ¿tengo que explicarte también lo que es una planta y en qué se diferencia de un animal o puedo ir directamente al grano?… —Interpeló él sonriendo.

—Pero, pero… Serás, serás… ¡asshole! —terminó por decir al no conocer la traducción del insulto al castellano.

Él la obligó a darse la vuelta con un gesto firme, pero suave, y la besó con dulzura en los labios, ella recibió su lengua ansiosa y se apretó contra su pecho. Cuando sus bocas se separaron ambos sonreían.

La cogió de la mano y caminaron mientras él le explicaba lo que sabía acerca del centeno.

—Verás, aquí sigue sin haber supermercados y por supuesto no hay ningún mall, como vosotros lo llamáis, cerca. Esto es más como Montana, u Oregón, supongo que entiendes a lo que me refiero. El caso es, que aquí, mucha gente sigue preparando su propio pan y en toda Europa, especialmente en las zonas de inviernos fríos, el que se hace con centeno es más apreciado que el cocido de otros cereales. Aquí, en las montañas gallegas siempre ha estado muy considerado porque se da mejor que el trigo en estos suelos ácidos y de climatología adversa, además, el pan de centeno tarda mucho más en endurecerse —y, recordando las palabras de su abuelo añadió—. Aquí, y merece la pena clarificarlo, se cultiva una variedad concreta que tiene los tallos un poco más bajos y el grano un tanto más grueso, que es propia de estas montañas.

—Vaya, que curioso. Claro, supongo que aquí la gente no sabe lo que es un McDonald’s…

—Ja ja ja… Pues no, claro que no, al menos la mayoría, pero si hay muchos pueblos de la zona que aún no tienen suministro eléctrico, tienes que entenderlo, no es como en tu país. Aquí las cosas llevan su propio ritmo.

—Ya, bueno y qué más, ¿no hay nada más que puedas contarme?

Él medito unos instantes. Mientras caminaban ya de regreso al todo terreno iba acariciando la palma de la mano de ella con suaves pasadas de las yemas de sus dedos medios, tal y como hacía su abuelo cuando lo llevaba a pasear, con la única diferencia de que su abuelo lucía en ambos dedos unas curiosas cicatrices luengas que le llegaban a la primera falange (de cuyo origen jamás pudo el nieto saber razón) y él no.

—Bueno, en realidad sí. Hay testimonios asirios que se remontan incluso al siglo séptimo antes de Cristo refiriéndose a una plaga maldita debida al consumo del centeno. Es un tema muy interesante, con muchas leyendas revoloteando alrededor. Verás, hoy en día, el ergotismo, que así se denomina esa llamada plaga, se evita controlando las cosechas y usando fertilizantes con base de cobre y antimicóticos —ella lo escuchaba admirada, una vez más sorprendida por la gran cantidad de datos que aquel apuesto hombre parecía retener en la cabeza. Se prometió seguir su ejemplo y leer más—. Sin embargo, durante siglos no hubo forma de controlarlo, la llamaban el ignis sacer, el fuego sagrado, o también fuego de San Antonio, que es un santo que fue enterrado en la ciudad francesa de Dauphiné y que era un tipo raro muy conocido por sus visiones demoníacas… Eh… ¡Vaya!, ya me ha pasado lo de siempre, he mezclado una explicación dentro de otra, ¿por dónde iba?… —Ella sonrió con dulzura, encantada por sus palabras—. Ah, sí, bueno pues en el siglo XI se fechó, precisamente en ese lugar, Dauphiné, la primera noticia fehaciente de una epidemia de ergotismo. Pero, ahí no acaba la cosa, durante toda la edad media se le atribuyeron muchísimas muertes e intoxicaciones, hubo una famosísima y tristemente recordada, «la gangrena de los soloñeses». Más aún, hace poco más de treinta años que se registró la última.

—Pero, eso no tiene sentido, el centeno no puede hacer eso, si fuese así, Europa sería un erial, tiene que ser otra cosa, ¿no?

—Ah, claro, si es que no te he dicho lo más importante. Verás, el problema no está en el centeno en sí, como bien has dicho, de ser así, en el continente no quedaría nadie con vida. No, el problema está en los alcaloides del Claviceps Purpurea —e hizo una pausa esperando con intención la pregunta de la mujer.

Ella, encantada por el juego de preguntas y respuestas se hizo de rogar, esperó a que completasen su regreso al automóvil y sólo cuando se hubieron puesto de nuevo en marcha, con las primeras notas arrancadas a las cuerdas del piano vibrando en las membranas de los altavoces preguntó.

—Del Clavi… ¿qué?…

Él sonrío, la miró por un instante, se repitió a sí mismo cuán afortunado era por haberla encontrado y se explicó.

—Claviceps Purpurea… Es un hongo, una seta, algo así como las Russulas que recogimos el otro día para cenar, ¿te acuerdas?, cuando acampamos al lado del río Neira, con las que acompañamos aquella trucha tan grande que no devolví al agua…

—Vale, sí me acuerdo, pero no veo yo qué tienen que ver las setas con el centeno.

—Verás, al Claviceps Purpurea se le conoce vulgarmente como Cornezuelo del Centeno y es un hongo parásito de algunas plantas productoras de grano, como el trigo, o la cebada y, especialmente, del centeno…

—Ya, bien —dijo ella interrumpiendo—, pero y qué tiene que ver, el otro día nos hinchamos a comer esas Ruselas…

—Russulas, en concreto Russulas Cyanoxanthas… Espera, ahora verás… —La miró por un instante y se aseguró de tener su atención—. El Cornezuelo del Centeno no se trata de un hongo inocuo, al contrario, es muy peligroso, presenta una gran cantidad de alcaloides muy dañinos. La cuestión es que, no recuerdo ahora mismo los nombres de esos alcaloides, pero, sus efectos van desde sencillas migrañas hasta una terrible gangrena debido a su acción vasoconstrictora, todo eso pasando por graves perturbaciones mentales en las que se pueden incluir ataques epilépticos y alucinaciones.

—¡Vaya con la setita!

—Bueno, sí, pero ahí no acaba la cosa. Hay mucho más, verás, en pequeñas cantidades esos mismos alcaloides son usados por la medicina actual, de hecho, y de modo controlado, en la edad media se uso para controlar la regla, e incluso como abortivo. Pero, hay mucho más que contar. Si esas dosis no son controladas los efectos se vuelven terriblemente perniciosos. Como dichas substancias sobreviven… Bueno, esa no sería la palabra adecuada, digamos, perduran tras el proceso de moler el grano y cocer el pan surgieron en la antigüedad un montón de leyendas relacionadas con el denominado «pan maldito», todas con algún fundamento real, de hecho, en un pueblo de Francia… Eh, no recuerdo el nombre, bueno, en un pueblo de Francia murieron casi cincuenta mil personas…

—¡Wow!

—Sí, escalofriante, parece ser que en primer lugar llegan los dolores de cabeza y la sensación de frío, debido en particular a sus efectos vasoconstrictores, de los que ya te he hablado. Luego las migrañas empeoran y empiezan las alucinaciones, de todo tipo, incluso existen teorías que abogan por la relación de las intoxicaciones por Cornezuelo y las leyendas de hombres lobo que plagan toda Europa…

—¿En serio?

—Sí, claro, bueno, al menos es lo que dicen algunos, yo no sé cuanto hay de cierto en ello o no, lo que sí está más que demostrado es que es tremendamente alucinógeno y dañino, de hecho, si no me equivoco, la síntesis del LSD partió del estudio de los hongos de esa familia, aunque no estoy muy seguro.

—Es asombroso…

—Bueno, no tanto, hay muchas plantas y hongos así. Egipto estuvo plagado de sauces porque Ramsés II así lo ordenó, pues su médico le aliviaba los terribles dolores de muelas que sufría con infusión de corteza de sauce y el faraón en reconocimiento a la bondad del árbol ordenó que fuesen dispersados retoños de la especie por todo su país. En realidad, lo que tomaba era una versión de la aspirina, ácido acetíl salicílico, ¿entiendes?, salicílico, salix, sauce…

—¡Vaya!

—Y hay mucho más, con una suave infusión de dedalera —alzó el brazo señalando con la mano abierta—, como esa que ves allí de flores púrpura puedes mitigar los problemas de tensión, con una dosis más alta puedes provocar un infarto. Con las plantas puedes conseguir que un hombre sane o enferme, imagínate cuanto bien o cuanto mal puede hacerse con la combinación correcta.

—Estás hecho todo un, un… ¿Cómo se dice?… Ah, todo un listillo.

—Bueno, no, en realidad es sólo que he leído mucho. Ya te he contado que mi abuelo me inculcó ese amor por la naturaleza. Él siempre me decía que hay que conocer lo que te rodea…

—Le echas mucho de menos, ¿verdad?

Él tardó en contestar, esa era la clase de preguntas que solía evitar. Ella se arrepintió casi al instante de haber sacado el tema, sabía de sobra que el último año había sido muy duro para él.

—Sí, mucho. No sólo era mi abuelo, era mi mejor amigo. Pero, no se puede volver la vista atrás… Creo que esto le hubiese gustado, ¿sabes?, él nunca quiso regresar, pero… Tengo el presentimiento de que le hubiese gustado saber que ahora yo estoy aquí, donde él nació… —Era evidente que la melancolía lo dominaba al tratar el tema y se forzó a darle un giro un poco más animado—. Aunque no creo que le gustase saber que me he gastado buena parte de los ingresos de la empresa que tanto le costó sacar adelante en abogados, notarios y demás ratas… —Dijo él sonriendo.

—¡Eh…! Te recuerdo que si no fuese por mi magnífico trabajo ahora mismo no tendrías en tu poder las escrituras legales que afirman que ese molino medio derruido del que tanto me hablas y la pequeña casucha por la que acabamos de pasar sean tuyas.

Él recuperó el buen ánimo e ironizó con sorna al tiempo que comenzaba el Finale Alla Breve del fantástico concierto.

—No, si tu trabajo es magnífico, cierto, eso no lo pongo en duda, el problema es que no te llegas a imaginar a cuántos ricos sin idea de posar una mosca a más de diez metros he tenido que aguantar para sufragar tus elevadísimos, y recalco elevadísimos, emolumentos.

Se rieron.

Por unos momentos ambos se quedaron absortos con la única compañía de las notas vibrantes que eran arrancadas al piano.

Ella iba a abrir la boca para decir algo, pero, tras un giro un tanto brusco vio los restos de piedra y se dio cuenta de que la mano que él apoyaba en su muslo se contraía. Así que, se cayó.

Frente a ellos se alzaba la mole de piedra de la vieja aceña.

La anciana cubierta de pizarra aparecía dañada en algunos puntos, y las piedras de los muros exteriores atesoraban avariciosas algo más de líquenes y musgos, sin embargo, a simple vista, y si uno no se fijaba en la podredumbre que comía los armazones interiores de los aparejos y guindastes podía imaginarse que el molinero iba a salir por la puerta a recibir a su nieto con una sonrisa en la boca.

—Sabes, a mí me pusieron su nombre… —Dijo él como si con eso lo explicase todo.

Ella quiso añadir algo, sin embargo, no tuvo tiempo, antes de que pudiese decir nada él había detenido el coche donde cincuenta años antes lo habían hecho los carros cargados de grano para ser molido y se había bajado. Cuando ella consiguió apearse él ya caminaba por el viejo puente de piedra que cruzaba el río, observando las aguas con la atención que sólo saben poner aquellos que aman los cursos de los valles con todo su corazón.

Ella sabía que él siempre le sería infiel, sin embargo, estaba convencida de que los ríos trucheros de montaña eran amantes con las que, de un modo u otro, podía convivir.

Lo que no sabía es que no le quedaba tanto tiempo como pensaba como para demostrarle su amor.

Mientras ella descargaba del maletero el material de acampada y él, caballeroso, regresaba para ayudarla las sombras avanzaban por el bosque y el murmullo de las pisadas se atenuaba en el rumor del viento.

—Esto parece un pueblo fantasma de esas viejas películas de vaqueros de Sergio Leone, sólo que en lugar de madera, todo está hecho en piedra —había dicho ella.

—Sí, espero que el molino esté en mejor estado, el pueblo está hecho un desastre, la última casa habitada debió de ser abandonada hace años.

Ella se había detenido un momento para fijarse en algo que había llamado su atención.

—¿Qué es eso?

—¿El qué?

—Allí, colgado en la puerta, ¿no lo ves…? Es como un vaso de esos que te dan en las hamburgueserías. —Y, él sonrió por lo urbano de la comparación.

—Pues no lo sé…

Se habían acercado hasta allí y ella, de natural curioso, había extendido el brazo para coger el extraño objeto.

—Eh, mira, está clavado a la puerta… Es como un envoltorio de corteza o algo así… ¿Qué será? —Había preguntado ella intrigada.

—No tengo ni idea.

Ella lo asió con fuerza y tiró, el clavo oxidado y la madera avejentada cedieron casi al instante.

—¡No!, no hagas eso… No me parece que esté bien, esta no es la casa de mi abuelo, no deberíamos andar por aquí, es la propiedad de alguien.

Pero, era tarde, ella ya había desenvuelto la corteza de abedul y se había desechó de los hilachos de bramante que pendían de la misma. Observaba intrigada el pergamino enrollado del interior.

—Anda, déjalo como estaba y vamos al molino, me da mala espina, a lo mejor eso es algún símbolo importante o yo que sé, no deberíamos cogerlo.

—Vamos, ¿no sientes curiosidad? —Replicó ella.

Una vez desenrollado el pellejo no se encontraron más que con lo que parecían borrones de tinta corrida por la humedad y una fila de agujeros que recorrían la mitad del pedazo de piel, todos ellos con un reborde anaranjado de óxido.

—¿Había judíos por aquí?

Él había tardado en responder, en un principio no había entendido la pregunta. Luego había añadido.

—Ah, no, no había, además esto parece un establo o algo así y si no recuerdo mal el rito judío habla de colocar los mezuza en el dintel de la puerta de la casa, no de las dependencias de los animales, además, no se hacían así, creo que eran juncos huecos, no estoy seguro… Y creo recordar que debería tener grabadas en el exterior unas letras… Bueno, venga, déjalo como estaba y vamos al molino, estoy impaciente por verlo…

—Vale…

Un par de latas de legumbres en conserva se hacían en un hornillo de alcohol que violaba la naciente noche con sus pequeñas llamas azules, él no había querido matar ni siquiera una trucha del río de su abuelo, aunque sí había añadido al potaje unas cuantas ortigas recogidas en la ribera. Ambos hablaban animadamente, ella empezaba a preguntarse cuándo él se decidiría a llevársela a la tienda de campaña y hacerle el amor.

El bosque recibía amoroso a la noche, con el cariño del ciego al acariciar a su perro lazarillo tras la oreja. La oscuridad crecía dejando entrever una magnífica luna menguante en el límpido cielo de las montañas del norte. Los rumores del día cesaban agotados y los susurros de la oscuridad se alzaban desde sus madrigueras.

Un aullido prolongado se sostuvo en la quietud de la noche.

Ella se asustó.

Él, al verla, sonrió con un gesto paternal.

Los ruidos a su alrededor cesaron.

Ellos no llegaron a darse cuenta, estaban muy ocupados besándose torpemente mientras procuraban descorrer la cremallera de la tienda de campaña sin querer abandonar las dulces caricias y el ansia mutua de la piel desnuda, pero, unos ojos negros como el azabache los observaban.

Eran dos cenagales sin fondo preñados de la oscuridad que observa impertérrita el temblor que recorre las piernas trémulas del minero que aguza el oído tras escuchar el primer rugido del derrumbe, con el escroto encogido y el alma apenada por el dolor de sus hijos sentenciados a la orfandad; dos pozos inmundos sin más reflejo que el halo neblinoso de un aliento caliente y fétido.

El molinero se revolvía inquieto en su tumba.