CAPÍTULO DIEZ

Colorín colorado, con la música a otro lado

Poco tiempo después de la coronación de Aragan, Fraudo, arrebujado en una túnica élfica raída, recorrió el familiar camino de cabras que llevaba hasta Bribón Encerrado. El vuelo había transcurrido agradablemente y sin incidencias, a excepción de un par de turbulencias y una colisión aérea con una bandada migratoria de pelícanos.

Bobitón estaba hecha un desastre: montones de basura abandonada alfombraban las calles legamosas y los abotargados mocosos bobbits se las habían ingeniado de alguna manera para marcar su rastro hasta en la copa de los árboles. En definitiva, nadie se había preocupado de limpiar la mierda desde que Birlo se marchara. Fraudo se sintió extrañamente complacido de ver lo poco que habían cambiado las cosas durante su ausencia.

—Ah, ¿pero te habías ido? —croó una voz que le resultaba familiar.

—Sí —respondió Fraudo, escupiendo al viejo Tío Chotas con la tradicional formalidad bobbit—. Vuelvo a casa después de estar en la Gran Guerra. He acabado con el Gran Anillo del Poder y he derrocado a Saurion, el malvado gobernante de la lejana Morbor.

—¿No me digas? —se rió el Tío Chotas mientras se hurgaba la nariz a conciencia—. Me preguntaba de dónde habías sacado esas porquerías que llevas puestas.

Fraudo se dirigió hacia su agujero rodeando la montaña de periódicos y botellas de leche que se había formado delante de la puerta. Ya en el interior, hizo una inspección, nada fructífera, de la despensa y volvió a la madriguera para encender un pequeño fuego. Luego tiró la capa élfica a un rincón y se desplomó con un suspiro sobre una silla: había visto tantas cosas… Pero ahora ya estaba en su hogar, dulce hogar.

Justo en ese momento oyó un suave golpeteo proveniente de la puerta de entrada.

—¡Maldita sea! —renegó Fraudo, sacado a golpes de sus ensueños—. ¿Quién es?

No hubo más respuesta que otra llamada, más insistente.

—Vale, vale, ya voy.

Fraudo fue hasta la puerta y la abrió con brusquedad: en el porche había veintitrés ninfas tañendo liras, vestidas con traje cruzado y sentadas en los divanes de una canoa de oro portada entre las frías brumas de un centenar de extintores y tripulada por una docena de achispados duendes uniformados con relucientes camisas de marinerito y ceñidísimas medias de torero. Delante de Fraudo se encontraba un espectro más largo que un día sin pan, amortajado en satén rojo, calzado con botas de vaquero enjoyadas y montado en un obeso unicornio azul marino. Alrededor de él revoloteaban vaquillas aladas, valquirias en miniatura y caduceos aéreos. La enorme figura tendió a Fraudo una mano con seis dedos, de la que colgaba una pulserita identificativa parcamente inscrita con runas arcanas.

—Tengo entendido, joven bobbit —dijo el desconocido con solemnidad—, que os dedicáis a desfacer entuertos.

Fraudo cerró la puerta con un golpetazo ante la sorprendida cara del espectro, echó el pestillo, la atrancó, dio tres vueltas a la llave y se tragó ésta por si las moscas. Entonces se dirigió hacia el acogedor fuego y se derrumbó otra vez sobre la silla. Empezó a pensar en los años de delicioso ocio que tenía por delante. Quizá se dedicaría a eso del Scrabble.

Y es que estaba aburrido hasta el sopor, el Sopor de los Anillos…