El gran bacalao de Minas Pil-Pil
El sol poniente se ponía como es su costumbre, por el oeste, cuando Grangolf, Maxi y Pepsi frenaron a sus exhaustas ovejas ante las puertas de Minas Pil-Pil. Los bobbits quedaron aturdidos al ver la famosa capital de Gónador, Baluarte del Oeste y principal productor de aceite de ricino, yoyós y papel de lija de toda la Tierra Mediocre. Rodeando la fortaleza se hallaban las llanuras de Pellejor, una tierra rica en hornos para secar cebada y en estercoleros, por no mencionar los extensos campos siempre recién abonados, los apriscos, los corrales, las charcas estancadas y los helechos putrefactos. El poco caudaloso río Efluvium regaba estas verdes tierras, proporcionando año tras año a sus ingratos residentes cosechas récord de mosquitos y de salamandras. No era de extrañar que la ciudad atrajera a multitud de sureños ceceantes, norteños parcos en palabras y varios periféricos de extraños nombres[47]: era el único lugar donde conseguir un pasaporte para salir del país.
La ciudad en sí databa de los Días Caducos, cuando Tarifplan el Senil decretó —de forma más bien inexplicable— que en esta «llanura» debía construirse una pista de «esquí» de belleza sin igual. Desdichadamente, el viejo rey se fue al otro barrio antes de ver el comienzo de las obras y el cabezón de su hijo, Américo el Incompetente, interpretó mal los borradores de su padre y encargó bastante más hormigón del necesario para el proyecto original. El resultado fue Minas Pil-Pil, también llamada «la locura americana».
Sin razón aparente, la ciudad fue dispuesta en siete círculos concéntricos rematados por una doble estatua conmemorativa de Tarifplan y de su concubina favorita, cuyo nombre era o bien Nefertetas «la Obesa», o bien Anorexia «la Huesuda», nadie lo recordaba muy bien. En cualquier caso, el efecto arquitectónico resultante era la forma de una tarta nupcial[48]: cada «anillo» era más alto que el siguiente, igual que el precio de los alquileres. En el séptimo «anillo», el más bajo, vivían los fornidos alabarderos de la ciudad, a los que a menudo se podía ver sacando brillo a sus alabardas de vivos colores para figurar en algún que otro festival idiota. En el sexto «anillo» vivían comerciantes, guerreros en el quinto y así hasta el nivel primero, y más alto, donde vivían los Grandes Menordomos y los dentistas. A cada nivel se accedía mediante escaleras mecánicas movidas por el viento, que continuamente precisaban de reparaciones, por lo que el trepador social de aquellas épocas antiguas era, justamente, todo un trepador. Cada «anillo» estaba orgulloso de su propia historia y mostraba su desprecio hacia los que tenía por debajo bombardeándolo diariamente con basura[49] y con expresiones del tipo «Vamos a sietear un poco», «Querido, no me seas tan de tercer nivel» o «Un segundo, por favor». Cada nivel estaba protegido oblicuamente por parapetos sobresalientes provistos de cornisas y refuerzos en las junturas impares y cada juntura impar estaba situada perpendicularmente a todas las travesías adyacentes. Ni que decir tiene que, gracias a ello, los habitantes siempre llegaban tarde a las citas, eso si no se perdían irremisiblemente.
Mientras los tres se abrían paso lenta y sinuosamente hacia el palacio del menordomo, los ciudadanos de Gónador los contemplaban brevemente y a continuación iban a visitar al óptico más cercano. A su vez los bobbits, curiosos, miraban a los habitantes: hombres, elfos, enanos, grelos, fantasmas aulladores y no pocos conservadores.
—Toda ciudad que alberga convenciones tiene una gran mezcla de razas —explicó Grangolf.
Ascendieron lentamente por el último y crujiente tramo de escaleras móviles y llegaron al primer nivel. Pepsi se frotó los ojos al ver el edificio que tenía delante: era de un diseño exquisito, con suntuosos jardines y anchas extensiones de césped. El camino bajo sus pies estaba pavimentado en rico mármol y el tintineo de numerosas fuentes asemejaba al de las monedas de plata cuando caen. En la puerta fueron informados, de forma más bien ruda, de que el dentista no estaba en casa y que ellos debían de estar buscando la casa de «el-viejales-aquél-que-vive-allí-atrás».
Allí encontraron un palacio ya añejo, pero construido en el mejor Pladur existente, con sus paredes relucientes a base de flamígeras incrustaciones de caramelo y viejos faros de bicicleta. Sobre la puerta, de cartón reforzado de canutillo, había un letrero que rezaba «EL MENORDOMO NO ESTÁ», debajo se encontraba otro que anunciaba «SALÍ A COMER» y debajo de ése un tercero informaba de que «ME HE IDO A PESCAR».
—Inflamox no debe de estar en casa si interpreto estos signos correctamente —dijo Maxi.
—Pues yo creo que es un truco —dijo Grangolf tocando insistentemente el timbre—, porque los menordomos de Minas Pil-Pil siempre han sido muy huraños. Inflamox «el Atontado», hijo de Frigorif «el Agarrado», viene de una larga línea de menordomos que se remonta a numerosas y áridas generaciones. Llevan mucho tiempo rigiendo Gónador. El primer Gran Menordomo, Pelacagn «el Trepas», trabajaba como fregaplatos de segunda en las cocinas del rey Clorofíndel, cuando el anciano monarca sufrió una trágica muerte. Al parecer, cayó de espaldas de forma accidental sobre una docena de tenedores de ensalada. Simultáneamente, el heredero al trono, su hijo Caroten, abandonó misteriosamente la ciudad tras denunciar algún tipo de complot y una multitud de notas amenazadoras dejadas en su bandeja de desayuno. En aquel tiempo, eso pareció sospechoso, vista la muerte del padre, y se sospechó de su participación en ésta. Sin embargo, poco después el resto de los miembros de la familia real empezaron a morir uno tras otro de forma extraña. Algunos fueron hallados estrangulados con trapos de cocina y otros murieron por salmonelosis. Unos pocos se ahogaron en ollas soperas y otro fue atacado por un asaltante desconocido y golpeado hasta morir con un rosbif. Al menos tres aparecieron con la espalda ensartada en tenedores de ensalada, quizá como gesto de solidaridad ante el imprevisto fin del viejo rey.
Finalmente, no quedó nadie en Minas Pil-Pil que fuera o bien elegible o bien estuviera dispuesto a colocarse la corona maldita y así el gobierno de Gónador quedó a disposición del primero que llegara. El fregaplatos Pelacagn aceptó osadamente la Menordomía de Gónador hasta el día en que un descendiente de la línea de Caroten volviera para reclamar su legítimo trono, vencer a los enemigos de Gónador y reorganizar el sistema postal.
En ese momento se abrió una mirilla en la puerta y un ojillo pequeño y brillante los inspeccionó.
—¿Q-qué q-queréis? —exigió saber una voz tartamuda.
—Somos viajeros que hemos venido a ayudar a Minas Pil-Pil en esta dramática hora. Yo soy Grangolf, el Blanco Nuclear. —El mago sacó un pedazo de papel arrugado de su cartera y lo hizo pasar por la mirilla.
—¿Q-qué es esto?
—Mi tarjeta —replicó Grangolf.
La tarjeta regresó de inmediato hecha pedazos.
—El m-m-menordomo no está en casa. S-se ha ido de va-vacaciones. ¡No compramos nada! —y la mirilla se cerró de golpe.
Pero Grangolf no era fácil de engañar y los bobbits supieron por los ojos de éste que tanta impertinencia había conseguido irritarlo. Sus pupilas se entrecruzaban como las naranjas de un malabarista. Llamó de nuevo, con fuerza e insistencia. El ojo parpadeó ante ellos, al tiempo que un aroma de ajo les llegaba a través de la mirilla.
—¿V-vosotros otra v-vez? Ya os he d-dicho que estaba en la d-ducha —la mirilla se cerró de nuevo.
Grangolf no dijo nada, sino que metió la mano en la chaquetilla de cuello Mao y sacó de la misma una bola negra que al principio Pepsi pensó que se trataba de un palantivisor del que colgaba una cuerda. Grangolf encendió la cuerda con el puro y dejó caer la bola al otro lado de la mirilla. Después corrió hasta la esquina seguido por los bobbits. Hubo una gran explosión y, cuando los bobbits miraron desde el parapeto, la puerta había desaparecido mágicamente.
Los tres atravesaron orgullosos el humeante portal, encontrándose al otro lado con un viejo guardia de palacio que se estaba limpiando la carbonilla de la cara.
—Por favor, anuncia a Inflamox que Grangolf el Mago espera ser recibido en audiencia.
El chocheante guerrero se inclinó a regañadientes y los llevó a través de los enrarecidos pasadizos.
—Al m-menordomo no le va a g-gustar n-nada esto —rezongó el guardia—. No ha sa-salido de p-palacio en mu-muchos años.
—¿Y no se impacienta la gente? —preguntó Pepsi.
—S-se les ocurrió a-a ellos encerrarlo a-aquí —balbuceó el viejo amo de llaves.
Los condujo a través de una sala de armas cuyos arcos de cartón y bóvedas de escayola se alzaban casi un palmo por encima de sus cabezas. Tapices ricamente xerocopiados mostraban las hazañas legendarias de los reyes pasados. A Pepsi le gustó particularmente uno acerca de un rey muerto tiempo atrás y una mujer-cabra y así lo dijo, ganándose un buen pescozón por parte de Grangolf. Las paredes brillaban con incrustaciones de botellas de refresco e innumerables piezas de bisutería barata y las pulidas armaduras de aluminio se reflejaban brillantemente en el suelo de parqué flotante hundido a mano que había a sus pies.
Por fin llegaron al salón del trono, con sus fabulosos mosaicos de chinchetas. Al parecer, el Salón del Trono Real era a la vez la Real Ducha. El guardia desapareció y, tras unos momentos, fue reemplazado por un paje de idéntica edad provisto de una librea verde oscuro y con el rostro algo tiznado. Hizo sonar un gong y anunció:
—P-postraos y-y arrastraos ante I-inflamox, G-gran Menordomo de G-gónador, re-regente verdadero del R-rey Pe-perdido q-que a-algún día volverá o al menos eso d-dicen.
El hirsuto paje se escondió tras un biombo cerca del cual se movió una cortina. Un rato después de ella salió el avejentado Inflamox en una destartalada silla de ruedas tirada con dificultad por un puñado de tejones. Llevaba pantalones de esmoquin, una chaquetilla roja y una pajarita de las que llevan el nudo ya hecho. En su cabeza, prácticamente calva, reposaba una gorra de chofer blasonada con la cimera de los menordomos: un símbolo más bien pretencioso con un unicornio alado llevando una bandeja de té. Maxi percibió un fuerte olor a ajo…
Grangolf carraspeó, puesto que era obvio que el menordomo estaba dormido:
—Saludos y felices fiestas —comenzó—. Soy Grangolf, Mago de la Corte de las Testas Coronadas de la Tierra Mediocre, Gran Obrador de Maravillas y Quiromante Diplomado.
El viejo menordomo abrió un ojo lleno de carbonilla, mirando a Maxi y Pepsi con disgusto.
—¿Q-qué son esos? Hay un c-cartel en la p-puerta que dice q-que no se admiten p-perros.
—Son bobbits, mi señor: nuestros pequeños pero fieles aliados del norte.
—Haré q-que la g-guardia p-ponga p-papeles por el s-suelo —murmuró el menordomo mientras la arrugada cabeza le caía pesadamente sobre el pecho.
Grangolf carraspeó de nuevo y continuó.
—Temo ser portador de tristes y malas nuevas. Los aborrecibles porcos de Saurion mataron a vuestro adorado hijo Bamorir y ahora el Señor Oscuro desea arrebataros también vuestra vida y vuestro reino para sus propios e innombrables designios.
—¿Bamorir? —dijo el menordomo incorporándose sobre un codo.
—Vuestro hijo del alma —apuntó Grangolf. Un parpadeo de reconocimiento pasó a través de unos ojos viejos y cansados.
—Ah, él. S-sólo m-me escribe p-pa-para pedirme di-dinero, igual q-q-que el otro. M-mala suerte.
—Así pues, hemos venido al frente de un ejército, que se encuentra a unos días de marcha tras nosotros, a fin de vengar vuestro pesar contra Morbor —le explicó Grangolf.
El menordomo agitó las débiles manos irritadamente.
—¿Mo-morbor? N-no he oído n-nunca hablar de ese si-sitio. Ni tampo-po-co de n-ningún m-mago de tres al cuarto. La audiencia ha t-terminado —dijo el menordomo.
—No oséis insultar al Mago Blanco —le previno Grangolf mientras sacaba algo del bolsillo—, puesto que es poseedor de grandes poderes. Escoged una carta, cualquiera…
Inflamox escogió uno de los 52 sietes de corazones y lo convirtió en confeti.
—L-la audiencia ha te-terminado —repitió solemnemente.
—Viejo chocho —gruñó Grangolf más tarde en una habitación de la posada, bajándose de la pared a la que llevaba subiéndose más de una hora.
—¿Pero qué podemos hacer si no nos ayuda? —preguntó Maxi—. Ese tío está más colgado que un mono con el síndrome de abstinencia.
Grangolf hizo chasquear los dedos como si una idea hubiera despuntado en su astuto cerebro.
—¡Eso es! —rió entre dientes—. Es público y notorio que está como un cencerro.
—No hay que ser muy sagaz para notarlo —observó sagazmente Pepsi.
—Y también psicótico —murmuró el mago—. Estoy seguro de que tiene un montón de psicosis suicidas. Es auto-destructivo. Un caso clínico, vamos…
—¿Suicida? —dijo Pepsi sorprendido—. ¿Cómo lo sabes?
—Sólo es una corazonada —respondió Grangolf, ensimismado—, sólo una corazonada.
Esa noche la noticia del suicidio del viejo menordomo conmocionó la ciudad. Los tabloides llevaban en portada una enorme fotografía de la ardiente pira en la que saltó después de haberse atado ingeniosamente y tras haber escrito una temblorosa nota de despedida para sus súbditos. Los titulares de ese día afirmaban «EL INSANO INFLAMOX, INCINERADO» y ediciones posteriores informaban «UN MAGO, ÚLTIMO EN VER AL MENORDOMO, APUNTA A SAURION COMO CAUSA DEL TORMENTO DE INFLAMOX». Como quiera que todo el personal de Inflamox había desaparecido misteriosamente, Grangolf en persona se ocupó de organizar un funeral de estado y proclamar un cuarto de hora de luto nacional en memoria del dirigente desaparecido. En los confusos días que siguieron, llenos de agitación política, el persuasivo mago dio numerosas ruedas de prensa para tranquilizar a la población. A cada poco se reunía con altos funcionarios para explicarles que el último deseo de su viejo amigo fue que él, Grangolf, sostuviera las riendas del gobierno hasta que volviera Famobil, su último hijo. En los escasos momentos que el mago tenía para sí, se le podía encontrar en el lavabo de ejecutivos del palacio intentando quitarse de encima un persistente olor a ajo y a queroseno entremezclados.
En un tiempo notablemente corto, Grangolf consiguió galvanizar a la soñolienta capital y levantar la milicia. Haciéndose cargo de los recursos de Minas Pil-Pil, el mago organizó personalmente el racionamiento, trazó planes de fortificación y firmó lucrativos contratos de defensa consigo mismo. Al principio hubo un clamor de protesta contra los poderes extraordinarios de Grangolf, pero poco después una densa nube negra empezó a concentrarse sobre la ciudad, lo cual consiguió silenciar a «esos malditos aislacionistas» como Grangolf los denominó en una entrevista ampliamente divulgada y acompañada con unas cuantas explosiones inexplicadas en las redacciones de los principales diarios de la oposición. Poco después, refugiados de las provincias orientales informaban de que hordas de porcos habían atacado y conquistado Menudahost, el puesto avanzado de Gónador en la frontera. Pronto, y el reino lo sabía, los perros de Saurion comenzarían a olisquear las faldas de la ciudad.
Maxi y Pepsi aguardaban, impacientes, en la sala de espera de las oficinas de Grangolf en palacio, con los pies colgando a un palmo o más de la lujosa alfombra. Aunque orgullosos de su nuevo uniforme (Grangolf los había nombrado a los dos Teniente Coronel de Gónador), los bobbits casi no habían visto al mago y los rumores acerca de los porcos les habían puesto nerviosos.
—¿Aún no puede recibirnos? —gimió Pepsi.
—¡Llevamos horas esperando! —añadió Maxi.
La esbelta recepcionista elfa se ajustó los adornos de su blusa ceñida, indiferente.
—Lo siento —dijo por octava vez esa mañana—, pero el Mago sigue reunido.
El timbre de la mesa sonó y, antes de que pudiera tapar la bocinilla con la mano, los bobbits oyeron la voz de Grangolf:
—¿Se han ido ya esos pesados?
La elfa se puso como un tomate mientras los bobbits pasaban por su lado y se colaban en el despacho de Grangolf. Allí se encontraron al mago con un grueso habano entre los dientes y un par de sílfides de cabello teñido, una sobre cada rodilla. Miró a Maxi y a Pepsi con fastidio.
—¿No veis que estoy ocupado? —les soltó—. Reunido. Muy importante —Grangolf hizo ademán de reanudar la reunión.
—No tan deprisa —dijo Pepsi.
—Eso, deprisa —enfatizó Pepsi, a la vez que se servía caviar del plato que había sobre el escritorio de Grangolf.
Grangolf suspiró hondamente e hizo marchar a las lánguidas sílfides.
—Bien, bien —dijo con fingida amabilidad—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—No tanto como pareces haber hecho por ti mismo —dijo Maxi con una sonrisa manchada de negro.
—Bueno, no me puedo quejar —replicó Grangolf—. La fortuna me sonríe. Servíos de mi almuerzo.
Maxi ya había acabado con éste y registraba los cajones de Grangolf en busca de más pitanza.
—Tenemos miedo —dijo Pepsi acomodándose en una cara silla de piel de troll—. Por la ciudad se rumorea que los porcos y otros monstruos del Mal se aproximan desde el este. Una nube negra ha aparecido, ominosa, sobre nuestras cabezas y el índice general de la Bolsa ha caído un 45%.
Grangolf le dio una chupada al cigarro y seguidamente proyectó al aire un grueso anillo de humo.
—Esos no son asuntos para los pequeños —dijo—. Además, esa manera de hablar la tengo patentada.
—¿Y la nube negra? —preguntó Pepsi.
—Bah, unos cuantos botes de humo que planté en el Bosque Tocamadera. Hace que la gente de aquí tenga algo en que pensar.
—Entonces, ¿la caída de la Bolsa…?
—Ejem… Bueno… —el mago empezó a perder la compostura—. Yo no tengo la culpa… Lo invertí todo en Gelfcartera y el administrador, un tal Troll-Dán, se marchó con toda la pasta… Pero bueno, al menos ahora tengo acciones para cambiar el empapelado de todo el palacio…
—¿Y los rumores de invasión? —dijo Maxi
—Simplemente rumores —respondió Grangolf recobrando la compostura—. Saurion no atacará Minas Pil-Pil todavía y, para cuando lo haga, el resto de nuestra compañía habrá llegado con los refuerzos.
—Entonces, ¿aún no hay peligro? —inquirió Pepsi.
—Confiad en mí —dijo Grangolf mientras los acompañaba hasta la puerta—. Los magos sabemos muchas cosas.
El ataque por sorpresa al amanecer del día siguiente pilló desprevenidos a todos en Minas Pil-Pil. Ninguna de las fortificaciones previstas había sido completada y ni los materiales ni los hombres encargados por Grangolf (y pagados por adelantado) habían hecho aún acto de presencia. Por la noche, una vasta horda había rodeado por completo la bella ciudad y sus negros campamentos cubrían las verdes llanuras como una costra. Banderas negras con el Ojo Morado de Saurion ondeaban por doquier. Entonces, cuando los primeros rayos del sol iluminaron la tierra, el ejército negro asaltó las murallas.
Centenares de porcos, con la mente inflamada a base de moscatel barato, se lanzaron contra las puertas. Tras ellos marchaban compañías de trolls renegados y osos panda salvajes, babeantes de odio. Brigadas enteras de fantasmas aulladores psicóticos y trasgos alzaban sus chillonas voces en un horrendo grito de guerra. Tras ellos avanzaban cocineros y pinches que podían dejar tieso a cualquier gonadoriano con un solo golpe de sus mortíferos mazos para ablandar la carne. Desde lo alto de un promontorio apareció una masa sanguinaria de mecanógrafos y el ballet de Don Lurio al completo. Una visión de lo más horrible, en suma.
Este panorama era el que se extendía ante la vista de Grangolf, Maxi y Pepsi, que lo contemplaban desde los baluartes. Los bobbits estaban cagados de miedo.
—¡Hay tantos allí abajo y nosotros somos tan pocos! —gritó Pepsi, apretando las piernas.
—Un corazón puro proporciona tanta fuerza como la de diez hombres —dijo Grangolf tapándose la nariz con un pañuelo perfumado y censurando con la mirada al bobbit.
—¡Nosotros somos tan pocos y allí abajo hay tantos! —las piernas apretando gritó Maxi.
—Un caldero que se vigila nunca hierve: silba una canción feliz —observó Grangolf, conteniendo el aliento—. Demasiados cocineros estropean un buen caldo.
Tranquilizados, los bobbits se pusieron las grebas, corseletes y guanteletes sobre los jubones de armar, aplicándose además y por si acaso, dosis liberales de Betadine. Cada uno de ellos iba armado con una espátula para plastilina de doble filo, cuya hoja era a la vez recta y afilada. Grangolf llevaba un viejo traje de buzo del más recio látex. Sólo la bien recortada barba era reconocible tras la ventanilla redonda del casco. En su mano llevaba un arma antigua y fiable, a la que los elfos denominaban Kalashnikov.
Pepsi tuvo un atisbo de una sombra por encima de ellos y gritó. Se oyó un potente batir de alas y los tres se agacharon justo a tiempo. Un sonriente Narizgul sacó a su pelícano asesino del picado. De repente el cielo se llenó de los negros pajarracos, cada uno de ellos pilotado por un Jinete Negro provisto de gafas de aviador. Los merodeadores volaban de aquí para allá, tomando fotos aéreas y atacando hospitales, orfanatos e iglesias con guano. Mientras circundaban la aterrorizada ciudad, los pelícanos abrían sus colmilludas fauces dejando caer folletos de propaganda en blanco sobre los analfabetos defensores.
Pero los gonadorianos no sólo eran hostigados desde arriba, sino que las fuerzas terrestres del enemigo batían la puerta principal, derribando a defensores de las murallas con bolas de pan ácimo en llamas y las obras completas de Antonio Gala[50]. El aire bullía con el zumbido de bumeranes envenenados y de galletas para perro vitaminadas, algunas de las cuales rebotaron en el casco de Grangolf, abollándolo y, de paso, causándole un dolor de cabeza casi mortal.
De repente las primeras filas se abrieron ante los muros y los bobbits gritaron de asombro. Un monstruoso pécari azabache galopó hasta la puerta montado por el Señor de los Narizgul, que iba vestido completamente de negro y llevaba una chupa de cuero adornada con cadenas. El enorme cumulario desmontó y sus botas Dr. Martin’s se hundieron una cuarta en la dura tierra. Maxi tuvo un atisbo de una cara grotesca y llena de acné; de colmillos y grasientas patillas que brillaban húmedos al sol de mediodía. El Señor hizo una mueca maléfica dirigida a los gonadorianos que lo contemplaban desde los baluartes y se llevó un silbato negro a una de las fosas nasales, con el que emitió un pitido agudo, que les pareció que les iba a romper los tímpanos.
Inmediatamente, una escuadra de grémlins semienloquecidos a base de jarabe para la tos trajeron a una dragona enorme, que llevaba puestos unos negros patines en línea. El jinete le acarició el duro hocico y subió a su lomo escamoso, dirigiendo la atención del único ojo de la bestia, inyectado de sangre, hacia la puerta principal. El enorme reptil asintió y, torpemente, se dirigió patinando a la puerta de madera. Horrorizados, los gonadorianos vieron cómo el Narizgul encendía la llama piloto, después espoleaba su montura y un torrente de propano llameante salía de las abiertas fauces. El muro se cubrió de llamas y en unos instantes quedó reducido a cenizas, desplomándose. Los porcos saltaron, ansiosos, sobre las lenguas de fuego que les lamían todo el cuerpo y, después a regañadientes, se adentraron en la ciudad.
—¡Todo está perdido! —sollozó Maxi, preparándose para tirarse desde la muralla.
—No desesperes —le ordenó Grangolf a través de la mirilla de la escafandra—. ¡Tráeme mi túnica blanca, rápido!
—¡Ah! —exclamó Pepsi—. Una túnica blanca para hacer magia blanca.
—No —dijo Grangolf mientras grapaba la vestidura a un taco de billar—. Una túnica blanca para hacer una bandera blanca…
Justo cuando el mago agitaba la túnica frenéticamente, como si de un semáforo naval se tratara, se oyó el sonido de un centenar de cuernos procedente del oeste, al que contestaron otros tantos procedentes del este. Un fuerte viento retiró la nube negra, dispersándola, y dejó ver un gran cartel que sentenciaba «LAS AUTORIDADES SANITARIAS ADVIERTEN: EL HUMO DE LOS CIGARRILLOS ES PERJUDICIAL PARA LA SALUD»; las rocas se abrieron y del cielo, aunque despejado, se oyó un trueno como el producido por un millar de tramoyistas golpeando un millar de hojas metálicas y se soltaron miles de palomas.
Desde los cuatro puntos cardinales, los sorprendidos gonadorianos vieron grandes ejércitos aproximándose, acompañados de bandas de música, fuegos artificiales y una lluvia de serpentinas de colores. Desde el norte llegaba Gili, al frente de un millar de enanos, desde el sur la familiar masa de Kaiserin al mando de tres mil froilandin sedientos de sangre; desde el este aparecieron dos grandes ejércitos: uno el de los aguerridos boinadáin de Famobil y otro, al mando de Egolas, compuesto de cuatro mil decoradores de interiores de afiladas uñas. Por último, del oeste, apareció Aragan, vestido de gris y al mando de un grupo de cuatro tejones de guerra y un boy scout achacoso.
En un abrir y cerrar de ojos los ejércitos convergieron sobre la asediada ciudad y se lanzaron sobre el enemigo, que era presa del pánico. La batalla se redobló en violencia mientras los atrapados atacantes eran masacrados con espadas y garrotes. Los trolls, que se habían quedado de piedra por el temor, huyeron de los temibles merinos solo para ser reducidos a gravilla por los picos y las palas de los enanos. El suelo estaba cubierto de cadáveres de porcos y de espectros aulladores, mientras que el Señor de los Narizgules se veía acorralado por elfos que le arañaban los ojos y le tiraban del pelo hasta que, muerto de vergüenza, se hizo el haraquiri con un cuchillo de postre. Los pelícanos negros y sus pilotos Narizgul fueron derribados por gaviotas antiaéreas y la dragona fue acribillada con flechas de punta de goma por el boy scout hasta que ésta sufrió una crisis nerviosa y se derrumbó con un sonido ominoso.
Mientras tanto, los revigorizados gonadorianos bajaron de las murallas y se lanzaron contra los enemigos que aún se encontraban en el interior de la ciudad. Maxi y Pepsi sacaron sus espátulas para plastilina y las utilizaron diestramente. Pronto, ni uno de los cuerpos caídos tenía una nariz reconocible. Grangolf pasó el rato estrangulando porcos por la espalda con la manguera de la escafandra y Aragan estaba probablemente haciendo alguna que otra heroicidad. Sin embargo, cuando más tarde se le preguntaba acerca de la batalla, solía contestar con evasivas.
Por fin todos los enemigos fueron abatidos y los pocos que consiguieron abrirse paso a través del mortífero anillo de soldados fueron pisoteados y rápidamente despachados a golpes de mopa y plumero por los señores de los merinos. Los cuerpos de los porcos fueron recogidos y amontonados, dando después Grangolf instrucciones de que fueran envueltos individualmente para regalo y enviados a Morbor, a contrarrembolso. Los gonadorianos comenzaron a limpiar a manguerazos las sucias murallas y el cuerpo aún tembloroso de la dragona fue acarreado hasta las cocinas de palacio para el banquete de la victoria de esa noche.
Pero no todo fue bien en Gónador. Muchos y bravos guerreros habían caído: los hermanos Manillar y Pedalier y el tío de Kaiserin, el fiel Keteden. Enanos y elfos tuvieron también sus pérdidas y los tristes gemidos del duelo se mezclaron con los vítores triunfales.
Aunque los líderes se reunieron, felices, para la celebración, ni siquiera ellos se libraron de sufrir graves heridas.
Famobil, hijo de Inflamos y hermano de Bamorir, había perdido cuatro dedos de un pie y tenía un chichón en la cabeza. La bella Kaiserin lucía un tajo en su enorme bíceps y sus dos monóculos habían sido brutalmente pisoteados. Maxi y Pepsi habían perdido cada uno un pedazo de lóbulo auricular derecho en la batalla y el meñique izquierdo de Égolas estaba gravemente dislocado. La puntiaguda cabeza de Gili había sido ligeramente aplanada por un mazo de ablandar carne, pero el pellejo que el enano lucía ahora como babero daba fe del resultado de ese duelo en particular. Por último, Grangolf iba cojeando, apoyándose en un milagrosamente inerme Trancas. Los pantalones blancos acampanados del viejo mago habían resultado alevosamente arrugados y había una horrible mancha en la parte delantera de su chaquetilla estilo Nehru y, lo que era más grave, las botas de plataforma no tenían arreglo. También llevaba el brazo derecho en un cabestrillo a juego con el atuendo, pero cuando más tarde le dio por cambiárselo de brazo, esa herida perdió algo de credibilidad.
Las lágrimas corrieron como la cerveza cuando se saludaron unos a otros. Incluso Gili y Égolas consiguieron limitar su enemistad a un gesto obsceno o dos. Hubo muchas risas y abrazos, particularmente entre Aragan y Kaiserin. El llanero, sin embargo, no dejó de notar ciertas miradas que se cruzaron cuando Kaiserin fue presentada al fornido Famobil.
—Y éste héroe es el bravo Famobil —dijo Grangolf por fin a Aragan—, heredero de la Menordomía de Gónador.
—Encantado, es todo un placer —replicó Aragan glacialmente mientras le daba un apretón de manos al herido guerrero y a la vez un pisotón en su pie herido—. Yo soy Aragan, hijo de Barragan, heredero de Artenaïf y «legítimo rey de todo Gónador». Ya habéis tenido el placer de conocer a la bella Kaiserin, «mi novia y futura reina» —el énfasis que Trancas puso en este saludo formal no pasó desapercibido a nadie.
—Saludos y salutaciones —respondió el boinadáin—. Que vuestro reinado y vuestro matrimonio sean tan largos como vuestra vida —añadió, aprovechando el apretón de manos de Aragan para crujirle la ídem.
Los dos se miraron mutuamente con un odio para nada contenido.
—Vayamos todos a la Casa de la Curación —dijo Aragan por último, inspeccionando sus magullados dedos—, puesto que hay muchas heridas y aflicciones que se os han de tratar como es debido.
Cuando la compañía hubo llegado al palacio, muchas cosas habían sido dichas. Grangolf había sido felicitado por todos por haber dado la señal de ataque con la bandera. Muchos se maravillaron de su sabiduría al saber que la ayuda estaba de camino, pero el mago guardó un extraño silencio al respecto. La compañía también estaba entristecida por el hecho de que Nárdol no pudiera compartir su victoria en ese día, puesto que el gigante verde y sus fieles Hombres-Cardo habían caído en una emboscada de vuelta de Ichingar en orejas de una negra horda de los conejos-cumulario de Saurion. Del que antes fuera un poderoso ejército, no quedaba ni un solo tallo. Maxi y Pepsi derramaron amargas lágrimas por la pérdida de sus flores fecundadas y bailaron una pequeña danza funeraria en señal de duelo.
—Y ahora —dijo Aragan haciendo señas a los guerreros para que se dirigieran a un bunker de hormigón—, retirémonos a la… hummm… Casa de la Curación, donde podremos arreglar todas las cosas que se han torcido —prosiguió, clavando la mirada en Famobil.
—Currrarrr, ¡tonterrías! Mi no nesesitarrr currra —objetó Kaiserin mientras miraba a Famobil como lo haría un pastor alemán con medio kilo de carne picada.
—Vengaaa… Haced lo que os digo —les ordenó Aragan dando una patadita en el suelo—, que hace tiempo que no juego a los médicos.
La compañía protestó débilmente, pero obedeció para no herir sus sentimientos. Allí, Aragan se puso un delantal blanco y un estetoscopio de plástico y corrió de un lado a otro atendiendo a los pacientes. Puso a Famobil en una habitación privada, lejos de los demás.
—Sólo puedo reservar lo mejor para el Menordomo de Gónador —le dijo.
Pronto fueron atendidos todos, salvo el nuevo menordomo. Aragan explicó que había sufrido una recaída mientras se hallaba en la habitación y que era necesaria una intervención de urgencia. Dijo también que se reuniría con ellos más tarde, en el festín de la victoria.
La fiesta en la cafetería principal del palacio de Inflamox fue todo un espectáculo. Grangolf había desenterrado gran cantidad de delicatessen; las mismas, al parecer, que antes habían sido racionadas por él mismo. Metros de cadenetas de papel crepé y brillantes farolillos plegables deslumhraban a los invitados. El propio Grangolf contrató a un cuarteto de cuerda[51] para que amenizara la velada desde una tarima formada por viejas cajas de naranjas. Todos bebieron abundantemente de las garrafas de hidromiel de garrafa y entonces los invitados, elfos achispados, enanos trompa, hombres tambaleantes y unos cuantos no identificables con un pedal de consideración, se dirigieron pesadamente, cargados con sus respectivas bandejas atiborradas de rancho, hasta la larga mesa del banquete y empezaron a devorar como si fuera su última comida.
—No son tan tontos como parecen —señaló Grangolf a Egolas, que estaba a su izquierda.
El mago, brillantemente ataviado con unos pantalones acampanados nuevos, se sentaba a la cabecera de la mesa, acompañado de los bobbits (que ya no podían ni silbar), Egolas, Gili y Kaiserin en las sillas plegables de honor. Sólo la ausencia de Famobil y Aragan retrasaba el inicio de la celebración oficial.
—¿D-dónde creesh que eshtán? —preguntó finalmente Maxi por encima del ruido de las bandejas y las jarras de cerveza de plástico.
La pregunta de Maxi se vio respondida, al menos a medias, cuando las puertas batientes de la sala de banquetes se abrieron de par en par y una figura desastrada y manchada de sangre apareció en el dintel (llevándose, de paso, un buen golpe al cerrarse las puertas de nuevo).
—¡Trancash! —gritó Pepsi.
Los centenares de invitados interrumpieron el banquete. Ante ellos se hallaba Aragan, aún con el delantal, cubierto de sangre desde la mascarilla hasta las botas. Llevaba una mano vendada y un ojo a la funerala.
—¿Qué pasharrr? —dijo Kaiserin—. ¿Dónde eshtarrr guapo herrr Famofilh?
—¡Ay! —suspiró el llanero—. Me llena de dolor informaros de que Famobil no es ya de este mundo. Largamente traté de curar sus heridas, pero todo fue en vano. ¡Tantas y tan graves eran sus lesiones!
—¿Perrro qué errra lo que tenerrr? —sollozó la froilan-din—. Él eshtarrr fien cuando irrrse.
—Abrasiones y contusiones terminales —dijo Aragan suspirando de nuevo—, con complicaciones cardiovasulares: sus cutículas estaban terrible y completamente seccionadas. ¡Pobre! No hubo nada que hacer: ninguna fuerza, humana o divina, de esta Tierra Mediocre podía salvarlo.
—Hubiera jurado que no tchenía másh que un shishón en la cabeza —murmuró Egolas por debajo de la manga.
—Bien cierto es —replicó Aragan al tiempo que lanzaba al elfo una mirada asesina—. O al menos tal parecería a quien no estuviere versado en el difícil arte de la curación. Pero ese chichón, ese fatal chichón, fue su perdición. Tenía un charco de agua en el cerebro: fatal en un noventa por ciento de los casos. Era una cuestión de vida o muerte y me vi obligado a amputar. Una pena, una gran pena.
Aragan avanzó hasta su silla plegable con el rostro lleno de preocupación. Como si estuviera preparado, una claca de duendes de aspecto sospechoso se pusieron en pie de un salto y gritaron:
—¡El último menordomo ha muerto! ¡Viva Aragan, hijo de Barragan, Rey de Gónador!
Aragan se llevó la mano al ala del sombrero en una humilde aceptación de la flamante alianza de Gónador y Kaiserin, que sabía ver de dónde soplaba el viento, se echó en brazos del nuevo rey con un gritito de felicidad bastante creíble. El resto de los invitados, demasiado confusos o borrachos, hicieron eco a los vítores con sus voces.
Pero entonces, procedente del fondo de la cámara, se oyó una voz aguda y penetrante:
—¡No, no! —chilló alguien.
Aragan escrutó la mesa y la achispada multitud calló de repente. En el otro extremo había una figura bajita que lucía un parche negro en la nariz y vestida de verde. Era Blaupunkt, fiel fanático del finado Famobil.
—Hablad —le ordenó Aragan, esperando que no se atreviera.
—Si queréish ser el auténtico rey de Gónador —dijo Blaupunkt con voz aflautada por el alcohol—, completaréish la profecía y destruiréish a nuestrosh enemigosh. Esto deberéish hacer antes de sher rey, eshta hazaña deberéish llevar a cabo.
—Esto no me lo pierdo —se rió Gili. Aragan parpadeó, nervioso.
—¿Enemigos? Pero si aquí todos somos camaradas, compañeros, amigos…
—¡Pssst! —le apuntó Grangolf—. ¿Y Saurion? ¿Y Morbor? ¿Y los Narizgules? ¿Y «lo que tuya sabes»?
Trancas se mordió los labios, presa de los nervios, y pensó rápidamente.
—Bien, creo que es forzoso y obligado que marchemos contra Saurion y le desafiemos a singular combate en el campo del honor.
La boca de Grangolf se abrió, incrédula, pero antes de que éste pudiera saltarle a la yugular a Trancas, Kaiserin se puso de pie encima de la mesa:
—¡Ashí hablarrr los mensch! ¡Nosotrrrosh marrrcharrr contrrra Shaurrrion und darrrle en todosh los morrosh!
Los gritos de desesperación de Grangolf quedaron apagados por el clamor alcohólico de aprobación que llenó la sala.
A la mañana siguiente, los ejércitos de Gónador marcharon hacia el este cargados de largas lanzas, puntiagudas picas y retumbantes resacas. Los miles de guerreros iban conducidos por Aragan, quien montaba lánguidamente en la silla, con la cabeza a punto de estallarle. Grangolf, Gili y el resto cabalgaban a su lado, rezando para que su final fuera rápido, indoloro y, a ser posible, que otro palmara por ellos.
Durante muchas horas los ejércitos avanzaron, con los merinos de guerra balando bajo su pesada carga y los soldados gimiendo bajo las bolsas de hielo que, como un solo hombre, llevaban en la cabeza. Al acercarse a la Puerta Negra de Morbor, la devastación de la guerra fue patente a uno y otro lado: carros volcados, villas y ciudades saqueadas y quemadas y calendarios de Pirelli en los que a las chicas se les habían pintado horrendos bigotes negros.
Aragan miró con tristeza a las ruinas del que fuera un bello país.
—Mirad las ruinas del que fuera un bello país —sollozó, casi cayendo de la oveja—. Mucho habrá que limpiar cuando volvamos.
—Si volvemos —masculló Gili—, me ocuparé personalmente de limpiarlo con un cepillo de dientes.
El rey en período de prueba se irguió en su silla de monta hasta adoptar una postura más o menos erecta.
—No temáis, pues fuerte y valeroso es nuestro ejército.
—Esperemos llegar allí antes de que estén serenos —gruñó Gili.
Las palabras del enano resultaron ser premonitorias, porque el ejército empezó a vacilar en su marcha y hacía horas que no se sabía nada del escuadrón de froilandin que Trancas había enviado a retaguardia para azuzar a los remolones.
Finalmente, Aragan decidió poner fin a la situación arengando y avergonzando a los dubitativos guerreros. Tras ordenar al único heraldo restante que tocara el cuerno dijo:
—¡Hombres del Oeste! La batalla ante la puerta negra de Morbor enfrentará a pocos contra muchos; pero los pocos somos puros de corazón; y los muchos, no. Sin embargo, aquellos de vosotros que se arredren y quieran huir de la lucha, ahora pueden hacerlo y no harán más que aligerar nuestra marcha. Los que aún cabalguen junto al rey de Gónador, vivirán para siempre en las leyendas y en las canciones de gesta para inspiración y ejemplo de las generaciones venideras. El resto podéis iros.
Se cuenta en las leyendas y en las canciones de gesta que la nube de polvo tardó varios días en despejarse…
—¡Bufa! Pó' lo' pelo' otra vé' —dijo Zam, que aún temblaba al acordarse del encuentro con Ella-Lahuraña de unos días atrás.
Fraudo asintió débilmente, pero seguía sin recordar del todo lo que había pasado.
Ante ellos se extendían las grandes llanuras saladas de Morbor, hasta el pie de una topera gigante sobre la que se alzaba Barandell, el rascacielos donde Saurion tenía su cuartel general. La llanura estaba salpicada de cuarteles, explanadas para desfiles y aparcamientos para vehículos militares. Miles de porcos se afanaban en excavar hoyos, y volverlos a rellenar, y en pulir el polvoriento suelo con enormes cepillos. Lejos, en la distancia, en las Cosas del Destino, el Pozo Negro escupía los restos tiznados de cientos de años de Páginas amarillas al aire de Morbor. Justo ante ellos, al pie del acantilado, había una negra y amplia poza de alquitrán, que burbujeaba ruidosamente, emitiendo de vez en cuando un fuerte eructo.
Fraudo permaneció allí de pie mucho rato, cubriéndose la cara con las manos, pero mirando entre los dedos al lejano y humeante volcán.
—Mira que queda lejos el puñetero Pozo Negro —dijo jugueteando con el Anillo.
—Decí' verdá, bwana —dijo Zam.
—Esa poza de alquitrán de allí cerca me huele más bien a pozo —continuó Fraudo.
—Redondo —asintió Zam—, abie’to, p’ofundo.
—Oscuro —añadió Fraudo.
—Negro —remató Zam.
Fraudo asió el Anillo que le colgaba del cuello y lo hizo girar descuidadamente al extremo de la cadena.
—Cuidadín, señó' Fraudo —dijo Zam, a quien le llovieron media docena de cadenazos en el brazo.
—Sí, claro —dijo Fraudo, lanzando el Anillo al aire y recogiéndolo de nuevo certeramente tras su espalda.
—Mú' arrie’gado —apuntó Zam quien, cogiendo una piedra de grandes dimensiones, la tiró al centro del pozo, donde se hundió con un húmedo «¡Glop!».
—Qué pena que no tengamos un peso para anclarlo bien al fondo —comentó Fraudo haciendo girar la cadena sobre su cabeza—. Si no, luego ocurren accidentes…
—Pó' si acaso… —corroboró Zam, buscando en vano en su mochila algún objeto pesado—. Un peso muet-to… Algo que s’hunda… —murmuró para sí.
—Hola —dijo una masa gris tras ellos—. Cuánto tiempo sssin verosss.
—Rollum, vieho amigo —croó Zam, dejando caer una moneda a los pies de Rollum.
—Este mundo es un pañuelo —dijo Fraudo ocultando el Anillo en la palma de la mano y dando palmaditas en la espalda a la sorprendida criatura.
—¡Mira! —gritó Fraudo señalando al vacío cielo—. ¡Dama Gallardel en pelotas!
Y mientras Rollum se daba la vuelta, el bobbit le colgó al cuello la cadena con el Anillo.
—¡Anda! —gritó Zam—. ¡Un doblón doro da ocho! —y se dejó caer a cuatro patas frente a Rollum.
—¡Uy perdón! —dijo Fraudo.
—¡Aaaaaaaaay! —añadió Rollum.
—¡Floop! —les agradeció el pozo de alquitrán. Fraudo suspiró profundamente y ambos bobbits dieron el último adiós al Anillo y a su lastre. Conforme se alejaban corriendo del pozo, empezó a oírse un estruendo procedente de las oscuras profundidades y el suelo comenzó a temblar.
Las rocas se resquebrajaron y la tierra se abrió bajo sus pies, lo que les dejó muy azorados. En la distancia, las torres empezaron a venirse abajo y Fraudo vio las oficinas de Saurion en Barandell temblar y resquebrajarse hasta quedar reducidas a un amasijo humeante de acero y escayola.
—Ya no se con’truye como ante’, no señó' —observó Zam mientras esquivaba un expendedor de agua para oficinas.
Grandes grietas empezaron a aparecer alrededor de los bobbits, que pronto quedaron aislados y sin posibilidad de escapatoria. La tierra misma pareció agitarse y gemir en sus pétreas tripas que, tras milenios de letargo, por fin habían comenzado a moverse. El suelo se inclinó en un ángulo empinado y los bobbits empezaron a deslizarse hacia una grieta llena de hojas de afeitar usadas y botellas rotas de vino.
—¡Chao, mundo cruel! —dijo Zam agitando la mano en señal de despedida.
—¿Precisamente ahora? —sollozó Fraudo.
Entonces, sobre sus cabezas vieron pasar una mancha de brillantes colores y allí, en el cielo, vieron un águila gigante, con las alas totalmente desplegadas y pintada de rosa fosforito. En los costados llevaba escrito en color oro metalizado «LÍNEAS AÉREAS DEUS EX MACHINA».
Fraudo gritó mientras el enorme pájaro daba una pasada a ras de suelo y los recogía con unas garras recubiertas de goma.
—Me llamo Gwano —dijo el águila mientras ascendían verticalmente para alejarse de la tierra que se desintegraba—. Siéntense, por favor.
—¿Pero cómo…? —comenzó Fraudo.
—Ahora no, tío —le cortó el pájaro—. Tengo que trazar un plan de vuelo para salir de este agujero.
Las potentes alas los llevaron a gran altura, permitiendo que Fraudo pudiera mirar, asombrado, la convulsa tierra que dejaban atrás. Los negros ríos de Morbor se agitaban como gusanos, enormes glaciares hacían patinaje artístico sobre yermas llanuras y las montañas jugaban al caballito.
Momentos antes de que Gwano iniciara un viraje, Fraudo creyó ver una gran forma oscura, con la forma y el color de un plum cake, retirándose por encima de las montañas mientras arrastraba el baúl de sus recuerdos.
El glorioso ejército que formó ante la Puerta Negra contaba con bastantes menos efectivos que los originales. Para ser exactos, éstos eran siete y aún habrían sido menos si siete merinos no hubieran desmontado a sus jinetes y huido a la carrera. Aragan miró con precaución hacia la Puerta Negra de Morbor. Era muchas veces más alta que un hombre y estaba pintada de color rojo sangre. En ambas hojas estaba escrita la palabra «SALIDA».
—Intuyo que saldrán por aquí —explicó Aragan—. Icemos nuestro estandarte.
Obedientemente, Grangolf montó el taco de billar, al que grapó la túnica blanca.
—Pero éste no es nuestro estandarte —dijo Aragan.
—¿Ah, no? —respondió Gili.
—Vale más Saurion en amo que ciento volando —dijo Grangolf convirtiendo su espada en un arado.
De repente los ojos de Aragan amenazaron con salirse de sus órbitas:
—¡Mirad allí! —gritó.
Las negras torres enarbolaron gallardetes negros y la puerta se abrió como unas fauces, vomitando su maléfico contenido. De allí salió un ejército como nunca se había visto. De la puerta surgieron cien mil porcos rabiosos armados con cadenas de bicicleta y llaves de neumático, seguidos por babeantes batallones de trasgos trasechadores, zombis zumbados y licántropos lunáticos. Hombro con hombro avanzaban un centenar de grifos fuertemente acorazados, tres mil momias que marchaban al paso de la oca y una columna de yetis montados sobre motos de nieve; a sus flancos avanzaban seis compañías de necrófagos neuróticos, ochenta vampiros avejentados que lucían corbatas blancas y el Fantasma de la Ópera. Por encima de todo ello, el cielo se ennegrecía con las oscuras formas de pelícanos salvajes, moscas cojoneras del tamaño de una plaza doble de garaje y Puff, el Dragón Mágico. A través del portal siguieron saliendo más enemigos de diversas formas y descripciones, incluyendo un diplodocus de seis patas, el Monstruo del Lago Ness, King Kong, Godzilla, la Criatura de la Laguna Negra, la Bestia del Millón de Ojos, Alien, Predator, tres variedades diferentes de insectos gigantes, la Cosa, la Masa y por último, pero no menos temible, ¡José Luis Moreno! El gran tumulto de su carga hubiera sido capaz de levantar a los muertos si no fuera por que éstos eran quienes cerraban la marcha.
—¡Mirad allí! —repitió Trancas—. El enemigo se acerca presto a la batalla…
Grangolf aferró el taco de billar con mano de hierro mientras los otros se arracimaban a su alrededor en una imagen final y temblorosa frente a la acometida del enemigo.
—Fien, momento de desirrr auf wiedersehen —dijo Kaiserin abrazando por última vez a Aragan y dejándole de paso medio aplastado.
—Adiós —balbuceó Aragan—. Moriremos como héroes.
—Quizá… —sollozó Maxi—, quizá podamos encontrarnos en un lugar mejor que éste.
—Eso no será nada difícil —matizó Pepsi mientras hacía su testamento.
—Hasta luego, capullo —dijo Égolas a Gili.
—Nos vemos, tontolaba —respondió el enano.
—¡Mirad allí! —exclamó Aragan, poniéndose de pie de un salto.
—Si vuelve a decir eso —afirmó Gili—, me lo cargo yo mismo.
Pero todos los ojos siguieron la dirección en la que apuntaba el tembloroso dedo de Trancas. El cielo estaba lleno de una espesa niebla, que fue barrida por un gran viento cuyo origen lejano era un sonido como el «¡Puf!» que hacen ciertos Anillos al entregar el alma. Las negras columnas temblaron en su marcha, se detuvieron y comenzaron a deshacerse. De repente, gritos de angustia se oyeron desde el cielo y los pelícanos negros comenzaron a caer en barrena, con los Jinetes Negros tirando desesperadamente de las anillas de los paracaídas. Las hordas de porcos aullaron, dejaron caer las llaves de neumático y volvieron a la carrera hacia la abierta puerta. Pero mientras los porcos y sus escamosos aliados corrían hacia la segundad, se transformaron como por arte de magia en ristras de ajos. El terrible ejército se había desvanecido y todo lo que quedaba de él eran un puñado de ratoncitos blancos y una calabaza mojada.
—¡El ejército de Saurion ya es historia! —gritó Aragan, dándose cuenta de por dónde iban los tiros.
Entonces una oscura sombra recorrió la llanura. Alzando la vista vieron una enorme águila rosa que trazaba un círculo por encima del campo de batalla, corregía el rumbo en función de la velocidad del viento y realizaba un aterrizaje casi en el centro del círculo entre los aplausos de los allí congregados, llevando como pasajeros a dos personajes familiares, si bien bastante demacrados.
—¡Fraudo, Zam! —gritaron los siete.
—¡Grangolf, Aragan, Maxi, Pepsi, Égolas, Gili, Kaiserin! —gritaron los bobbits.
—Ya vale —gruñó Gwano, «el Señor de los Vientos»—. No quiero acumular más retraso.
Felices, el resto de la compañía y Kaiserin subieron a bordo del amplio lomo del águila, deseosos de llegar pronto a Minas Pil-Pil. La gran ave tomó carrerilla en la llanura y, sacudiéndose algo de hielo de sus plumas de cola, salto grácilmente al aire.
—Abróchense los cinturones —les previno Gwano y, mirando a Aragan por encima del ala remachó—. Y utiliza las bolsas de papel, que para eso están.
Los viajeros, ya reunidos, ascendieron a gran altura donde tomaron una corriente en chorro en dirección al oeste que les llevó hasta la bella ciudad de Minas Pil-Pil en pocas palabras.
—Bonito viento de cola el que hemos tenido hoy —gruñó Gwano.
La sobrecargada águila inclinó sus alas y realizó un maravilloso aterrizaje de emergencia ante las mismísimas puertas de la ciudad de los siete «anillos».
Cansada, pero feliz, la compañía desembarcó y acepto la adulación de las enormes multitudes, que con lágrimas en los ojos los agasajaban tirándoles vitolas de cigarro y krispis. Sin embargo, Aragan no podía aún responder al recibimiento porque estaba ocupado utilizando su bolsa de papel. Pese a ello, un plantel de hermosas doncellas elfas se acercó al desmejorado llanero portando una corona del más puro aluminio, incrustada con muchos vidrios brillantes.
—¡Es la corona! —gritó Fraudo—. La corona de Nazarion.
Entonces las sicalípticas elfas colocaron la corona real sobre los ojos de Trancas y lo invistieron con la brillante hojalata del autentico rey de Gónador. Aragan abrió la boca, pero la corona se deslizó hacia su cuello estrangulando así el discurso de aceptación. Las alegres multitudes interpretaron esto como un buen augurio y se fueron a casa. Aragan se volvió hacia Fraudo y le sonrió sin decir nada. El bobbit se inclinó con una reverencia, agradeciendo el silencioso agradecimiento de su rey, pero había algo que aún le angustiaba.
—Has destruido el Gran Anillo y toda la Tierra Mediocre te lo agradece —dijo Grangolf, poniéndole con aprobación la mano en la cartera—. Ahora te concedo un deseo como pago a tu heroísmo, pídeme lo que quieras.
Fraudo se puso de puntillas y susurró algo que sólo el anciano mago pudo oír.
—Al fondo a la derecha —asintió Grangolf—. No tiene pérdida.
Y así fue cómo acabó el Gran Anillo y el poder de Saurion fue destruido para siempre. Aragan, hijo de Barragan, y Kaiserin se casaron en breve tiempo y el viejo mago profetizó que ocho retoños con antifaz y un par de monóculos pronto se dedicarían a destrozar los muebles del palacio. Complacido, el rey nombró a Grangolf Mago Sin Cartera de los recientemente conquistados territorios de Morbor, con una generosa cuenta de gastos, nombramiento sólo revocable si alguna vez decidía volver a poner pie en Gónador. A Gili, el enano, el rey le concedió la franquicia de la chatarra a extraer de la maquinaria de guerra de Saurion; a Égolas le concedió el derecho a rebautizar Minas Perol como «Anillolandia» y a regentar la tienda de souvenirs de las Casas del Destino. Por último, a los cuatro bobbits les dio el Real Apretón de Manos, así como billetes de vuelta a La Cochambra a bordo de Gwano. De Saurion no se supo gran cosa más aunque, si volvía, Aragan le prometió una amnistía total y un cargo directivo en los laboratorios de defensa de Gónador. Del calvrog y de Ella-Lahuraña tampoco se supo mucho, pero los rumores locales daban por hecho que en pocos siglos se oirían campanadas de boda.