CAPÍTULO OCHO

El antro de Ella-Lahuraña y otros parajes de montaña

Fraudo y Zam llegaron sin aliento hasta lo alto de un pequeño promontorio desde el que echaron una mirada al paisaje que se extendía ante ellos —completamente llano salvo repentinas depresiones y despeñaderos que se alzaban a gran altura— hasta las minas de escoria, las fábricas de uniformes y los telares de hilacha de Morbor. Fraudo se dejó caer pesadamente sobre el cráneo de una vaca y Zam sacó de sus alforjas una bolsa de picnic con queso y galletitas saladas.

En ese momento se oyó el ruido de guijarros cayendo, ramitas rompiéndose y alguien que se sonaba con fuerza. Los dos bobbits se pusieron en pie de un salto y vieron acercarse a una criatura gris y escamosa, que se arrastraba hacia ellos a cuatro patas olisqueando ruidosamente el terreno.

—¡Madre de la Perla! —gritó Fraudo retrocediendo ante la siniestra figura.

Zam sacó su lima de uñas élfica y dio un paso atrás, con los cataplines peleándose en su boca por hacerse un lugar contra la masa pastosa de queso y galletas.

La criatura los miró con ojos ominosamente bizcos. Con una leve sonrisa se puso en pie cansadamente y, cruzando las manos tras la espalda, comenzó a silbar de forma lastimera.

De repente Fraudo recordó el relato de Birlo sobre cómo encontró el Anillo.

—Tú debes de ser Rollum —cloqueó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Bueeeno —dijo la criatura, hablando muy lentamente—. Poca cosssa. Recojo viejasss botellasss de refresssco y luego lasss vendo para pagar el pulmón de acero de mi cuñada. Desssde que me operaron ya no me encuentro tan bien como antesss. ¡Mala sssuerte! Asssí esss la vida, unasss vecesss essstásss arriba y otrasss abajo, qué te voy a contar. Caray, qué frío hace. Tuve que empeñar mi abrigo para pagar el plasssma sssanguíneo de misss massscotasss, losss gansssosss.

Zam intentó desesperadamente mantener abiertos los párpados, que parecían habérsele vuelto de plomo, pero cayó pesadamente al suelo con un gran bostezo.

—Ere' malo —consiguió murmurar antes de caer dormido.

—Vaya, ya essstamos otra vez —se quejó Rollum meneando la cabeza—. En fin, me doy cuenta de cuándo sssobro —dijo mientras se sentaba y luego se comió las gallembas con sabor melocotón de los bobbits.

Fraudo se dio varias bofetadas en la cara y realizó unos cuantos ejercicios de respiración profunda.

—Mira, Rollum —dijo.

—Oh, no tienesss por qué molessstarte. No sssoy querido, lo sssé: nunca lo fui. Mi madre me abandonó en la consssigna de un bosssque encantado cuando tenía dosss añosss. Me criaron unas ratasss muy majasss, pero sssupongo que no hay mal que por bien no venga. Por cierto, una vez conocí a un troll que ssse llamaba Wojtila…

Fraudo se tambaleó, cayó y ya roncaba antes de llegar al suelo. Cuando Fraudo y Zam se despertaron, ya era de noche y no había señal alguna de Rollum. Los dos bobbits se palparon para asegurarse de que aún poseían su surtido original de dedos, piernas y demás apéndices y de que ningún objeto punzante les había sido intercalado inadvertidamente entre las costillas. Para su gran sorpresa, no faltaba nada, ni una mísera alcayata ni unos simples gemelos de puño. Fraudo palpó el Anillo, que aún estaba fuertemente cogido de la cadena, y, poniéndoselo rápidamente, tocó el silbato mágico oyendo el familiar mi bemol.

—No lo entiendo, señó' Fraudo —comentó finalmente Zam mientras se hurgaba los dientes con la lengua por si le faltaba algún empaste—. Ése tío é' un «pendónfilo» o algo peo’.

—Hola-hola —dijo de repente una gran piedra al convertirse paulatinamente en Rollum.

—Hola —susurró Fraudo.

—Ya no' íbamo' —dijo Zam rápidamente—. Tenemo' que serrá' una venta d’arma' en Bosnia, recoge' coca en Colombia o algo asín.

—Qué pena —dijo Rollum—. Sssupongo que habéisss de decirle adiósss al viejo Rollum. Pero ya essstá acossstumbrado.

—Adió' —dijo Zam firmemente.

—Adiósss, adiósss, ¿qué esss una dessspedida, sssino una efímera llama? —dijo Rollum mientras agitaba un pañuelo grande y sucio de un lado a otro, agarraba a Fraudo de la mano y comenzaba a hacer pucheros.

Zam agarró el otro brazo de Fraudo y empezó a arrastrarle, pero Rollum permanecía fuertemente asido y el bobbit, al cabo de unos minutos, tuvo que abandonar y dejarse caer exhausto sobre una piedra.

—Algo ssse muere en el alma cuando un amigo ssse va —canturreó Rollum, aplicando el pañuelo liberalmente sobre su cara, tan expresiva como un plato de natillas—. Osss acompañaré un ratito.

—Vámonos —dijo Fraudo desanimado, y las tres pequeñas figuras emprendieron el camino a paso rápido a través de unas marismas musicales; así llamadas por sus habitantes, «Los Marismeños».

Al poco rato, llegaron a un lugar donde el suelo, bien regado por un arroyo de color verde brillante, se volvía húmedo y encharcado, y Rollum avanzaba por delante de ellos. Al cabo de unas decenas de pasos, el camino quedaba completamente bloqueado por una ciénaga espesa y fétida, atiborrada de brezos bien ahumados (al humo de pipa) y de lirios salvajes (de la variedad sueños húmedos).

—Ésssta esss la Ciénaga de losss Fiambresss —dijo Rollum con solemnidad.

Tanto Fraudo como Zam vieron misteriosamente reflejadas en los charcos cenagosos extrañas visiones de cuerpos con dagas adornadas en las espaldas, agujeros de bala en las cabezas y botellas de veneno en las manos.

El pequeño grupo avanzó como pudo a través de la infame marisma, desviando la vista de los macabros cadáveres y, después de una hora de duro trayecto, llegaron, empapados y sucios, a terreno más seco. Allí encontraron un estrecho sendero que llevaba, recto como una flecha, a través de una vacía llanura, hasta llegar a una enorme punta de flecha. La luna se había puesto y el amanecer coloreaba el cielo con un leve tono marrón cuando llegaron a la roca de tan curiosa forma.

Fraudo y Zam dejaron caer sus alforjas bajo una pequeña repisa de roca y Rollum se aposentó tras ellos tarareando una tonadilla.

—Ah, esss como essstar en casssa de nuevo —dijo, casi contento.

Fraudo sólo pudo gemir.

Los bobbits se despertaron a media tarde al oír el estruendo de los timbales y el insistente sonido de las trompetas que tocaban una marcha militar:

Cumularios a luchar,

cumularios a morir…

Fraudo y Zam se pusieron en pie de un salto y vieron, amenazadoramente cerca, el portalón de Morbor, más arriba, en la alta montaña. La puerta propiamente dicha, flanqueada por dos altas torres rematadas con focos y un enorme cartel luminoso con el nombre, estaba abierta y una enorme columna de gente entraba por ella. Fraudo se encogió de temor y se parapetó tras una roca.

Era de noche cuando la última de las hordas había vuelto al interior de Morbor y la puerta se había cerrado con un gran estruendo tras pasar por ella una cabrita rezagada. Zam echó una mirada desde detrás de un saliente y se acercó a rastras hasta Fraudo con una comida frugal de panes y peces. Rollum apareció de inmediato procedente de una grieta próxima y sonrió obscenamente:

—No hay mejor manera de llegar al corazón de un hombre que a travésss del essstómago —dijo.

—Ju’to lo que taba pensando yo —comentó Zam llevándose la mano a la empuñadura de la espada.

—Sssé lo que te ocurre —la criatura continuó, impasible—. Yo también essstuve en la guerra, inmovilizado en medio de una lluvia letal de fuego japonésss…

Zam se atragantó y su brazo cayó inerme:

—Mué… re… te… —le sugirió.

Fraudo tomó una hogaza de pan de uva de dimensiones considerables y la introdujo violentamente en la boca de Rollum.

—Mmmmf, mfffl, mmblgl —dijo la bestia con voz ininteligible.

El pequeño grupo se adentró de nuevo en la noche y caminó largo tiempo hacia el sur, evitando siempre el pétreo anillo que rodeaba Morbor con un anillo de piedra. El camino que seguían era llano y liso —restos de alguna antigua autopista pavimentada con linóleo— y, para cuando la luna dominaba el cielo, ya habían dejado muy atrás la puerta de Morbor. Cerca de la medianoche las estrellas se taparon con gruesas nubes del tamaño de la mano de un hombre y, poco después, un tremendo chubasco azotó la región, dejando caer cántaros, botijos y otras piezas de cerámica sobre los miserables viajeros. Pero los bobbits continuaron tras Rollum y, tras un cuarto de hora francamente penoso, la tormenta pasó y, dejando caer sus últimas macetas, continuó hacia el este.

Durante el resto de la noche viajaron bajo estrellas apenas visibles, ateridos por el frío y por el inacabable chorro de chistes de leperos que contaba Rollum. La noche estaba ya muy avanzada cuando se vieron en el lindero de un gran bosque y, abandonando el camino, se refugiaron en un claro. Con toda rapidez se quedaron rápidamente dormidos.

Fraudo se despertó sobresaltado al ver el pequeño claro del bosque completamente rodeado por hombres altos y de aspecto amenazador, vestidos de pies a cabeza con ropa verde oscura metalizada. Llevaban enormes arcos de color esmeralda y se tocaban con abultadas pelucas de pelo verde brillante. Fraudo se puso de pie tambaleante y dio una patada a Zam.

En ese momento, el más alto de los arqueros dio un paso adelante y se acercó a él. Llevaba un gorrito con una pequeña hélice, adornado con una larga pluma verde y una gran chapa de plata adornada con tórtolas yacentes, en la que lucía la palabra «Jefe», lo que permitió a Fraudo adivinar que se trataba del jefe.

—Estáis completamente rodeados; no tenéis posibilidad alguna; salid con las manos en alto —dijo el capitán con severidad.

—A ver si tenéis huevos de venir a atraparme —Fraudo dio la respuesta correcta haciendo una reverencia.

—Soy Famobil, de los Boinadáin —dijo el capitán.

—Yo soy Fraudo, ¿qué es una boina? —masculló el bobbit, tembloroso.

—¿Puedo matarles un poquito? —chilló un hombre bajito y fornido, que lucía un parche negro en la nariz, acercándose a Famobil con una cuerda de piano en las manos.

—No, Blaupunkt —le respondió el jefe—. ¿Quiénes sois? —dijo volviéndose hacia Fraudo—. ¿Y qué planes maléficos maquináis?

—Mis compañeros y yo vamos a Morbor a tirar el Gran Anillo a las Cosas del Destino —le explicó Fraudo.

Al oír eso, el rostro de Famobil se ensombreció y, mirando primero a Rollum y a Zam, y luego de nuevo a Fraudo, salió de puntillas del claro con una sonrisa, desapareciendo con sus hombres en el bosque circundante mientras todos cantaban alegremente:

Son los Boinadáin guerreros sigilosos,

duermen de día y acechan por la tarde.

Son un comando de lo más silencioso

y dicen que Saurion es un cobarde.

Esquiva los disparos,

ataca por el flanco,

y jode a los Malos,

¡Qué bien nos lo pasamos!

Jugar sucio es cosa hecha:

Trampas, lazos, mil estacas…

Ser menos no nos arredra:

por la espalda va la faca.

Dos-cuatro-seis-ocho…

¡En la nuca, con el tocho!

Uno-tres-cinco-siete…

¡Si se gira, se la metes!

No faltaban muchas horas para que se hiciera de noche cuando los hombres de verde se fueron y, tras un ligero ágape de buñuelos de aire comprimido y orejones, Fraudo, Zam y Rollum volvieron a la carretera principal y salieron rápidamente del bosque, adentrándose en el amplio yermo de asfalto que había más allá de la ladera oriental de Morbor. Al anochecer habían llegado bajo la sombra de las grandes chimeneas de Minas Perol, la temible ciudad-dormitorio que se encontraba frente a Minas Pil-Pil. De las profundidades de la tierra llegaba el «chumba-chumba» producido por la estremecedora industria que fabricaba polainas y fiambreras para la máquina de guerra de Saurion.

Rollum condujo a Fraudo y a Zam a través de la neblina marrón hasta llegar a una empinada escalera salmón, muy desgastada por el paso de centenares de aletas, que ascendía hacia la enorme masa de Etu Brutus, los enormes acantilados de Morbor. Subieron durante una hora al menos y, por lo menos una hora más tarde, llegaron a la cima, exhaustos y atragantándose con el espeso aire, dejándose caer en una estrecha repisa ante la boca de una gran caverna que dominaba el negro valle.

Sobre sus cabezas giraban enormes bandadas de pelícanos negros y a su alrededor caía el rayo, las tumbas se abrían y, bostezando, caían dormidas de nuevo.

—Hay que ve' lo negro que se e’tá poniendo e’to —dijo Zam.

Un olor acre a rosbif demasiado marinado y a pepinillos rancios flotaba en el aire procedente de la cueva y, desde las profundidades de alguna cámara oculta de la misma, llegaba el sonido siniestro de unas agujas de tricotar.

Fraudo y Zam se adentraron inseguros en el túnel con Rollum tras ellos, quien arrastraba los pies y lucía una extraña sonrisa en la cara.

Hace muchos años, cuando el mundo era joven y el corazón de Saurion aún no se había endurecido como una tarta de queso rancia, éste había tomado como esposa a una joven doncella troll. Su nombre era Maizena, a quien los elfos llamaban Avalancha, y se casó con el joven y apuesto rey brujo contra la opinión de sus padres, que objetaban que Saurion, sencillamente, no era troll y nunca podría satisfacer sus necesidades especiales. Pero los dos eran jóvenes y tenían la cabeza llena de pájaros[46]. Los primeros siglos los pasaron bastante felices; vivían en una mazmorra de tres habitaciones con vistas y, mientras el ambicioso marido estudiaba demonología y administración de empresas en la academia nocturna, Maizena tuvo nueve bebés espectros.

Después llegó el día en que Saurion se enteró de la existencia del Gran Anillo y de los muchos poderes que podría aportarle en su ascenso a lo más alto. Olvidando todo lo demás, sacó a sus hijos de la facultad de medicina, en contra de la estridente opinión de su madre y los rebautizó como Narizgules. Pero la Primera Guerra del Anillo acabó como el Rosario de la Aurora y tanto Saurion como sus nueve «pin-ganillos» tuvieron suerte de salir de ella con vida. Desde ese momento, las relaciones maritales de la pareja fueron de mal en peor: Saurion pasaba todo el tiempo dedicado a sus brujerías y Maizena se quedaba en casa realizando hechizos maléficos y viendo culebrones por palantivisión, empezando a engordar. La cosa se aguantó hasta que un día Saurion encontró a Maizena y a un reparador de palantivisores en situación comprometida, faltándole tiempo para pedir el divorcio, tras el cual consiguió la custodia de los nueve Narizgules.

Maizena, ahora confinada en sus austeras habitaciones, en lo más profundo de Etu Brutus, dejó que su odio creciera y se enquistara y así empezaron a llamarla Ella-Lahuraña. Durante milenios se dedicó a cultivar su aborrecimiento atracándose de bombones, revistas de cine y algún que otro espeleólogo despistado. Al principio, Saurion cumplía con el pago de la pensión mensual acordada, consistente en una docena de porcos voluntarios, pero dichos pagos se acabaron en cuanto quedó de manifiesto qué quería decir exactamente una invitación a cenar con la ex de Saurion. Entonces su furia no conoció límites y se dedicó a recorrer su guarida con intenciones asesinas, maldiciendo eternamente la memoria de su marido y los chistes de éste, siempre de humor negro. Durante milenios su único interés había sido la venganza mientras penaba en la oscura, oscura guarida y dejarla sin su aperitivo preferido fue el fin de sus escasas luces.

Fraudo y Zam descendieron a las profundidades de Etu Brutus con Rollum pegado a sus talones, o eso creían ellos. Se internaron más y más profundamente entre los vapores espesos y oscuros de los cavernosos pasadizos, tropezando de continuo con montoncitos de calaveras y cofres del tesoro podridos e intentaron escrutar, sin éxito, en la oscuridad.

—E’to e’tá mú' o’curo —susurró Zam.

—Brillante observación —acotó Fraudo—. ¿Estás seguro de que es por aquí, Rollum?

No hubo respuesta.

—Debe de ir más adelante —confió el bobbit. Durante mucho rato se abrieron camino, pasito a pasito, por los mugrientos túneles; Fraudo apretaba fuertemente el Anillo. En un momento dado, oyó un suave chapoteo túnel adelante. Se detuvo en seco y, como quiera que Zam iba agarrado de su cola, ambos tropezaron y cayeron, haciendo un ruido que fue amplificado por el eco a través de las negras cavidades. El chapoteo bajó de volumen y luego subió, acercándose.

—¡Rápido, por el otro lado! —dijo Fraudo con la voz quebrada.

Los bobbits huyeron del ominoso chapoteo durante muchos giros del pasadizo, pero éste seguía acercándose, mientras un enfermizo olor a bombones rancios llenaba el aire. Siguieron corriendo a ciegas hasta que un gran estruendo por delante de ellos les cerró la escapatoria.

—¡Mira! —susurró Fraudo— una patrulla de porcos. Zam se dio cuenta rápidamente de que ése era el caso, puesto que el sucio vocabulario y el ruido metálico de las armaduras eran inconfundibles. Como de costumbre, iban discutiendo entre sí y explicándose chistes verdes mientras se acercaban. Fraudo y Zam se apretaron contra la pared en un esfuerzo por escapar sin ser vistos.

—¡Joder! —primó una primera voz en la oscuridad—. ¡Ejte lugar siempre me da jodido' ejcalofrío!

—Puej que te den —secundó una segunda—. El vigilante dice que el bobbit con el Anisho anda por aquí.

—Sí —terció una tercera—. Y, si no loj trincamoj, Saurion noj degradará a pesadillaj de segunda.

—O de tercera —cuarteó una cuarta.

Los porcos se acercaron aún más y los bobbits contuvieron el aliento mientras pasaban. Cuando Fraudo creía que ya se habían ido, una mano fría y legamosa le agarró del pecho.

—¡Hey, tíoj! —exclamó un porco—. ¡Loj he trincao, loj he trincao!

En un abrir y cerrar de boca los porcos, todos equipados con porras y esposas, los habían rodeado.

—Saurion estará contento de veroj —cloqueó un porco, acercando su rostro, y su aliento, al de Fraudo.

De repente un enorme gemido gutural hizo estremecer el oscuro túnel y los porcos dieron un paso atrás, aterrados.

—¡Mierda! —gritó un porco—. ¡La hemoj cagado!

—¡Ella-Lahuraña, Ella-Lahuraña! —gimió otro, perdido en la oscuridad.

Fraudo sacó a Trasto de su vaina, pero no podía ver nada a lo que atacar. Pensando rápidamente, recordó el globo de nieve mágico que le regalara Gallardel y, extendiendo el brazo con el orbe en la mano, apretó el botoncito de la base. Inmediatamente, una cegadora luz fluorescente inundó los sombríos recovecos, revelando una enorme cámara con paneles de fórmica y cortinajes baratos. Y allí, ante ellos, se alzaba la terrible masa de Ella-Lahuraña.

Zam lanzó un grito ante la horrible visión. Era una masa enorme e informe de carne palpitante. Sus ojos rojos brillaban al arrastrarse hacia los porcos, mientras los jirones de su bata de boatiné se arrastraban por el suelo de piedra. Cayendo con un grueso cuerpo sobre las víctimas, inmovilizadas por el terror, las hizo pedazos con unas zapatillas de tacón de aguja y con unos afilados colmillos de los que caían amarillos goterones de sopa de pollo.

—¡Lávate detrás de las orejas! —aulló Ella-Lahuraña, mientras descuartizaba a un porco y tiraba su armadura como si fuera el envoltorio de un caramelo.

—¡Nunca me llevas a ningún lado! —dijo, echando espuma por la boca al meterse en la boca el torso aún palpitante.

—¡Te he dado los mejores años de mi vida! —gritaba alargando sus afiladas uñas, manicuradas y pintadas en rojo, en busca de los bobbits.

Fraudo dio un paso atrás, pegándose a la pared, y tiró un par de estacadas a las ansiosas uñas, consiguiendo tan solo desconchar el esmalte. Ella-Lahuraña gritó aún más enfurecida:

—¡Cómo se nota que no me pagas tú la manicura!

Conforme la hambrienta criatura se acercaba, lo último que Fraudo conseguiría recordar después fue a Zam echando frenéticamente insecticida en el interior de las fauces insondables de Ella-Lahuraña.