CAPÍTULO SEIS

Los jinetes de Froi-Land

Durante tres días Aragan, Gili y Égolas persiguieron a la banda de porcos, haciendo apenas unas cuantas pausas en su persistente caza para comer, beber, dormir, jugar unas manitas al tute y hacer un par de visitas turísticas guiadas. El llanero, el enano y el elfo acosaron, incansables, a los secuestradores de Maxi y Pepsi, muchas veces realizando larguísimas marchas de hasta casi trescientos pasos antes de caer exhaustos. Con frecuencia Trancas perdió el rastro del olor a porco, lo cual era bastante difícil ya que estas criaturas acostumbraban a amontonar sus deposiciones y desperdicios por el camino en grandes pilas apestosas. Y, como colofón, solían esculpirlas y darles formas horrorosas que sirvieran como silente aviso para cualquiera que osara retarlos.

Pero los montículos porcos fueron disminuyendo en número, lo que indicaba que o bien los monstruos habían apresurado el paso o bien se habían quedado sin alimentos ricos en fibra. En cualquier caso, la pista se fue debilitando y el enorme llanero tuvo que apurar al máximo sus habilidades para seguir las leves pistas del paso de la partida: un zueco agujereado, un par de dados cargados y, un poco más allá, un par de porcos cosidos a navajazos.

La tierra era sombría y llana y sólo estaba poblada por estropajos resecos y otras plantas igual de atronadas. De vez en cuando pasaban por un poblacho abandonado, vacío a excepción de uno o dos perros famélicos que pasaban a engrosar las menguadas provisiones del grupo. Descendieron poco a poco hasta llegar a la desolada Planicie de Froi-Land, un lugar árido e inhóspito[40]. A la izquierda tenían los lúgubres picos de la Montañas Trufadas y, a la derecha, muy a lo lejos, el calmoso Efluvium. Al sur se encontraban las legendarias tierras de los froilandin, ovejeros de sin par habilidad a lomos de sus fieros cameros.

En tiempos pretéritos, los señores de los merinos habían sido enemigos encarnizados de Saurion y habían luchado con bravura contra éste en las batallas de La gorda y del Campo de Celofán, pero ahora corrían rumores sobre bandas de jinetes froilandin renegados que asolaban la Gónador septentrional saqueando, violando, quemando, violando, matando y violando.

Trancas hizo un alto en la marcha y exhaló un gran suspiro de pavor y aburrimiento. Los porcos los estaban dejando atrás a pasos agigantados. Desenvolvió con sumo cuidado una porción de una mágica y élfica gallemba y la cortó en cuatro partes iguales.

—Masticadla bien, puesto que es la última que nos queda —dijo mientras se embolsaba el cuarto trozo «para más tarde».

Egolas y Gili masticaron su porción, cariacontecidos y en silencio. Sentían por todo el alrededor la malvada presencia de Salfumán, el perverso mago de Ichingar. Su maligna influencia cargaba pesadamente el aire y sus oscuros poderes les obstruían la búsqueda. Eran las suyas unas fuerzas arcanas que podían adoptar muchas formas y en los presentes encontraron un campo abonado…

Gili, al cual Egolas le caía aún peor si cabía desde lo de Lelauren, empezó a tener arcadas tras atragantarse con su porción de gallemba.

—Malditos sean los elfos y su comida de mierda —renegó.

—Lo mismo sean los enanos —le devolvió Egolas—, cuyo gusto está a la altura de su boca.

Por vigésima vez en lo que iba de día, los dos sacaron las armas, sedientos de las criadillas del otro, pero Trancas intervino antes de que la sangre llegara al río: al fin y al cabo, la comida ya se había acabado.

—Deteneos y deponed vuestra actitud hostil, atrás, adelante, rendid las armas, refrenad vuestros impulsos y estaos quietecitos —dijo el llanero enarbolando un guante con flequillos.

—¡Piérdete, boy scout! —gruñó el enano—. Voy a hacer picadillo de este escaparatista de diseño.

Pero el llanero desenfundó la Apañadita y la discusión se acabó tan rápido como había empezado, puesto que ni al enano ni al elfo les gustaba la idea de acabar con una mojada en la espalda.

En cuanto los pendencieros guardaron las hojas, la voz de Aragan se volvió a alzar:

—¡Mirad! —gritó mientras señalaba hacia el sur—. Se acercan muchos jinetes que galopan como el viento.

—Mejor que galoparan «contra» el viento, puestos a pedir… —respondió Egolas tapándose la nariz.

—Agudas son las narices de los elfos —comentó el llanero.

—Y viperinas sus lenguas —refunfuñó Gili por lo bajini.

Los tres escudriñaron hacia la polvareda que se veía en el lejano horizonte. No cabía duda de que eran los froilandin, señores de los merinos, puesto que el viento ya se había encargado de anunciar su llegada.

—¿Creéis que serán amistosos? —preguntó Egolas temblando como un flan.

—No os lo sabría decir —respondió Aragan—. Si lo son, no tenemos nada de que preocuparnos; y si no vienen en son de paz, tendremos que escapar de su ira a toda costa.

—¿Pero cómo? —inquirió Gili al darse cuenta de que no había ningún lugar donde esconderse en aquella llanura—. ¿Luchamos o huimos?

—Ni una ni otra —contestó el llanero tirándose de bruces al suelo—. Nos hacemos los muertos…

Egolas y Gili se miraron mientras negaban con la cabeza: había pocas cosas en las que estuvieran de acuerdo, pero desde luego Trancas era una de ellas.

—¡Llevémonos a unos cuantos por delante! —dijo Gili mientras desenvainaba una cuchilla de carnicero—. Ya que ha llegado nuestra hora, mejor morir con los calzones puestos… y limpios.

Los señores de los merinos se acercaban amenazadoramente y ya se podían oír los fieros balidos de guerra de sus monturas. Altos y rubios eran esos froilandin, portadores de yelmos coronados de púas de aspecto feroz y dotados de finos bigotillos que asemejaban pinceles. Los tres vieron que también llevaban sandalias con calcetines blancos y bermudas sujetas con tirantes y que en la mano empuñaban largas picas que parecían plumeros plomados.

—Una visión sobrecogedora —comentó Egolas.

—Así es —accedió Trancas dejando entrever una pupila tras los dedos con que se tapaba la cara—. Orgullosos y obstinados son los hijos de Froi-Land y aprecian el poder y la tierra por encima de todo… Tierra que suele ser de sus vecinos, lo cual les ha hecho un tanto impopulares. Aunque desconocen la escritura, gustan de canciones, bailes y homicidios premeditados. Pero la guerra no es su única ocupación, ya que construyen campamentos de verano para sus vecinos, campamentos dotados de los hornos más modernos y duchas que funcionan a gas y todo.

—Entonces quizás esos tipos no sean tan malos, al fin y al cabo —dijo Égolas esperanzado.

Justo en ese momento vieron el destello de un centenar de filos al ser desenfundados de un centenar de vainas.

—¿Qué apostamos? —murmuró Gili.

El círculo de jinetes se estrechó en torno a ellos mientras el grupo los miraba con desespero. De repente la figura central, cuyo yelmo rematado en púa también lucía dos grandes astas, hizo una leve señal con la mano para que los jinetes se detuvieran y éstos tiraron de las riendas con una sorprendente muestra de ineptitud merinera: dos de sus camaradas se cayeron y, en medio de la confusión consiguiente, fueron atropellados y pisoteados hasta convertirse en sendos amasijos sanguinolentos.

Mientras las maldiciones y los gritos se desvanecían en el aire, el líder tricornio trotó hacia los tres a horcajadas de un morueco de gran tamaño y blancura con el rabo delicadamente trenzado con cintas tricolores.

—Ese tipo parece un tenedor, con tanta púa —susurró Gili por la comisura del labio leporino.

El caudillo, casi una cabeza más bajo que los demás, los miró con suspicacia a través de dos monóculos —uno en cada ojo— mientras les apuntaba con un plumero de combate. Fue entonces cuando el grupo se dio cuenta de que el líder era una mujer, una mujer cuya enorme coraza insinuaba una figura de cierta envergadura y turgencia.

—¿Adónde irrr und qué estarrr hasiendo aquí cuando suponerrrse que nain poderrr estarrr aquí cuando estarrr aquí? —exigió saber la caudilla con un lenguaje un tanto embrollado aunque sumamente coloquial.

Trancas dio un paso atrás e hizo una gran reverencia, arrodillándose y apartándose el flequillo. Luego besó el suelo y los pies de la señora de los merinos. De paso, le lamió las botas por si las moscas.

—Saludos, bienhallada seáis, oh, dama —dijo Trancas con voz trémula, intentando hacerle la rosca—. No somos más que unos pobres viandantes, de camino por vuestras tierras, que buscan a unos amigos secuestrados por los malignos porcos de Saurion y Salfumán. Quizá los hayáis visto: apenas levantan cuatro palmos del suelo, tienen los pies peludos y colita, posiblemente vayan vestidos con capas élficas y se dirigían a Morbor para acabar con la amenaza que supone Saurion para la Tierra Mediocre.

La capitana de los froilandin miró en silencio al llanero y, luego, volviéndose hacia la compañía, hizo una señal a un jinete.

—¡Sanitarrrio! Haferrr trrrafajo parrra ti. Este homfrrre delirrra: estarrr como una cafrrra.

—No, bella dama —empezó a explicar Aragan—. Se trata de unos bobbits o, como los llaman los elfos, «perillânn». Yo, que era su guía, soy conocido por algunos como «Trancas», aunque tengo muchos nombres.

—Clarrro, clarrro, segurrro que sí… —le concedió la líder mientras se mesaba unas trenzas doradas—. ¡Sanitarrrio! ¿Dónde diantrrre estarr?

Pero finalmente las explicaciones de Aragan se dieron por buenas y todo el mundo pasó a presentarse:

—Yo serrr Kaiserrrin, hija de Rrreichmund y sobrrina de Keteden, Capitana de la Marrrca Patente y Campingführer de prrrimerrra. Esto querrrerrr decirrrr que vostrrros estarrr encantados de conocerrr a mi o nadie saberrr más de vosotrrros nunca más —dijo la rubicunda guerrera.

De repente, su cara se ensombreció al volver a ver a Gili y se puso a examinarlo con suspicacia.

—Otrrra vez, ¿cuál serrr tu nomfrrre?

—Gili, hijo de Orín, Señor Enano Bajo la Montaña y Real Inspector de Minas y Puentes —le respondió el fornido enano.

Kaiserin bajó del carnero y lo inspeccionó minuciosamente, de pies callosos a cabeza puntiaguda.

—¡Qué currrioso! —dijo la guerrera al fin—. No parrreces un «jodío» enano.

Entonces la mujer se volvió hacia Trancas y continuó indagando:

—¿Und tú? Harrragán hijo von Farrragana, ¿ehin?

—¡«Aragan»! —exclamó el llanero—. Aragan, hijo de Barragan. —Con un centelleo extrajo a la reluciente espada de la pistolera y la esgrimió sobre la cabeza mientras gritaba—: Y ésta es Panduril, «la Apañadita», la que tiene muchos nombres perteneciente al que tiene muchos nombres, que es conocido como Elpesao, Cálculo Renal de Elfo, por los elfos; Tolondrín, heredero del trono de Gónador e hijo legítimo de Barragan de Artenaif, Conquistador de Miles y estirpe de Zascandil, el Más Molón Rey del Mambo.

—Fueno, «Don Titulitis» —dijo Kaiserin mirando al sanitario por el rabillo del ojo—. Yo ya crrreerrr que fosotrrros no serrr espías con Salfumán: él serrr un cafrrrón, perrro no serrr tan estúpido.

—Venimos de muy lejos —señaló Egolas—, nos guiaba Grangolf el Monótono, Mago Consejero de Reyes y Hado Padrino en prácticas.

La merinera arqueó ambas cejas y dejó que los monóculos se le cayeran de sus ojos azul marino.

—¡Chttt! ¡Achtung! Éste no serrr un nomfrrre para irrr diciendo porrr aquí. El Rrreyführer, mi tío, perderrr su monturrra faforrrita —Cojitrrranca, la Turrrfo— jugando con mago und después descufrrrirrr que dados estarrr más trrrucados que un «jodío» enano con zancos. La pofrrre ofeja folferrr una semana después flaca, llena de pulgas und olfidando todo lo que haferrr enseñado a ella: hacérrrselo en nueva alfomfrrra von Rrreyführer. Cuando Rrreyführer pillarrr mago, mago serrr carrrne muerrrta.

—Vuestras palabras rezuman una triste sabiduría, bella Dama —le dijo Aragan—; puesto que Grangolf ya no está con nosotros: encontró su destino arrollado en desigual refriega contra un calvrog en Minas Noria. La criatura no jugó limpio con el Monótono y lo venció con mil tretas y artimañas.

—¡Ah, la justicia poética! —exclamó Kaiserin—, perrro echarrré de menos a ése fiejo pillastrrre.

—Y ahora —prosiguió Aragan—, estamos tras la pista de dos compañeros que fueron capturados por los porcos, que se los han llevado a no sabemos dónde.

¡Mein Gott! —exclamó la guerrera—. Nosotrrros pasarrr cuentas con unos porrrcos ayerr y no encontrrrarrr foffits, perrro encontrrarrr huesecillos en sarrrtén und no crrreerrr que ellos estarrr comiendo chuletas von corrrderrro prrrecisamente.

Los tres compañeros guardaron el minuto de rigor, como despedida silenciosa de sus amigos.

—¿Qué tal si nos llevas con tu jauría de carneros?

—Falen —accedió la guerrera—, perrro nosotrrros irrr a Ichingarrr a ajustarrrle las cuentas tamfién a ese maldito Salfumán.

—Entonces lucharemos a vuestro lado contra él —dijo Trancas—, aunque pensábamos que los señores de los merinos habían unido su suerte a la del maligno mago.

—Nosotrrros nunca trrrafajarrr parrra esa escorrria —protestó Kaiserin—; und, aunque echarrrle una manita «al prrrincipio», nosotrrros sólo seguirrr órrrdenes und pnrofaflemente no serrr nosotrrros porrrque nosotrrros estarrr en otrrrro sitio entonces. Además, Salfumán no hacerrr más que perrrderrr tiempo fuscando estúpido Anillo que no falerrr una mierrrda von cafrrra. Yo no crrreerrr en cuentos von hadas ni tonterrrías de cosas mágicas.

La amazona hizo taconear las botas, acompañada por un tintineo de espuelas, y les miró por encima del hombro con cara inquisitiva, diciéndoles:

—Fueno, ¿qué? ¿Fenirrr con nosotrrros o quedarrr aquí hasta morrrirrr von hamfrrre?

Trancas jugueteó con el último trozo de gallemba mágica que tenía en el bolsillo y sopesó las alternativas, sin desestimar tampoco los carnosos encantos de Kaiserin.

—Nosotrrros irrr con fosotrrros —dijo el llanero pensativamente.

—¡Muy grrracioso! —respondió la amazona—. Por cierrto, ¿y tú porrr qué llamarrrte «Trrrancas»?

Aragan se puso rojo como un tomate…

Pepsi era una cereza confitada y rellena de licor que coronaba una copa de seis bolas de helado. Tembloroso, en la cima de una montaña de nata montada, vio una boca monstruosa de puntiagudos colmillos que se cernía sobre él, rezumando grandes goterones de saliva. Intentó gritar para pedir ayuda, pero tenía la boca llena de caramelo líquido. Las fauces empezaron la acometida, exhalando un aliento fétido y bajaron… bajaron… bajaron hasta llegar a él.

—¡Dejpierta, ejkoria! —gruñó una voz ronca—. Er jefe kiere hablar contigo sha. ¡Jo, jo, jo!

Un zueco de hierro pateó las costillas de Pepsi, que ya estaban bastante amoratadas. El bobbit abrió los ojos y se encontró con la penumbra de la noche y la mirada maligna de un porco brutal. Intentó gritar, pero de su boca sólo salió un gorgoteo lleno de miedo, y, mientras se debatía, se acordó de que estaba atado como un chorizo.

Entonces todos los recuerdos se le agolparon en la cabeza: Maxi y él habían sido tomados prisioneros por una banda de porcos que les obligaron a marchar hacia el sur, hacia un lugar que temían más que a cualquier cosa: las tierras de Morbor. Pero un centenar de jinetes montados en ovejas de guerra les habían cortado el paso y ahora los porcos se disponían a hacer frente a un ataque que vendría con los primeros rayos de sol.

Pepsi recibió otra patada y entonces oyó una segunda voz porcina que hablaba con la primera.

¡Kataklak pushkin, bobbit kaka, mariudska freak! —gritó la otra voz, más profunda, que Pepsi reconoció como perteneciente a Iglük, el líder de los porcos de Salfumán, que acompañaban a la partida de Saurion, mucho mayor y con esbirros mejor equipados.

¡Kartoffen kolza! —chasqueó el porco más grande, que volvió su atención a los aterrorizados bobbits. Sonriéndoles malévolamente, sacó un curvado cortacésped tachonado de púas y se rió—. Me juego lo ke kieraj a ke tuj shicoj darían un braso y una pie’na por salir d’akí.

El porco blandió el arma por encima de su cabeza —embutida en un cuerpo sin cuello— con una brutalidad burlona y se regocijó con los gemidos y protestas de los bobbits.

—Sho, Iglük, seré kien tenga el plaser de shevar a ejtoj topoj ante la presensia del mijmíjimo Salfumán, Señor de los guerreroj Pupuk-Ay, el Máj Malo entre los Maloj, Amo del Imperio del Dragón y Portador de la Mano Manka, ke pronto será el Mega Jefe de toda la Tierra Mediocre.

—Ti voy a dar sho a ti «Mega Jefe de toda la Tierra Mediokre» —escupió una voz más baja y profunda.

Maxi y Pepsi alzaron la vista para encontrase con un porco del tamaño de un verraco, de unos siete pies de alto y más de cuatrocientas libras de solomillo en canal. Alzándose sobre el porco tumbado, el monstruo señaló el arrogante Ojo Morado que le blasonaba el pecho. El que había derribado a Iglük no era otro que Krishnák, guerrero Ku-Klux-Kain y líder del contingente de Saurion.

—Ti voy a dar «Mega Jefe de toda la Tierra Mediokre» sho a ti —repitió el bruto.

Iglük se puso de pie, haciendo resonar los zuecos de acero, y le dedicó un gesto de lo más obsceno al otro, que lo había golpeado.

¡Karakul blue-tack kierkegaard! —le gritó, montando en cólera.

¡Nohaikojoné! —resopló Krishnák mientras sacaba cabreado su guadaña plegable de siete muelles y arteramente le cortaba las uñas a Iglük… hasta llegarle al hombro. El otro porco, más pequeño, se escabulló en pos de su brazo, dejando tras de sí un reguero azulado que ya empezaba a formar un charco viscoso.

—Y ahora vosotroj —dijo el Ku-Klux-Kain volviéndose hacia los bobbits— Laj ovejaj de Norit ésaj noj atakarán al alba, asín ke kiero jaberlo todo jobre eje Anisho mágiko «ahorita mijmo».

Tras estas palabras, el porco echó mano de un gran macuto de cuero y extrajo un puñado de instrumentos relucientes y los dispuso frente a Pepsi y Maxi. Ante ellos tenían un largo vergajo, una empulguera, un látigo de nueve colas, una manguera de goma, dos «potros salvajes», un gran surtido de bisturíes y una parrilla portátil con un par de hierros de marcar que ya brillaban al rojo vivo.

—Tengo métodoj para haceroj kantar komo pajaritoj —gruñó mientras comprobaba la temperatura de los hierros con la yema humedecida del índice—. Podéij ejcoger uno de la kolumna A y doj de la kolumna B. ¡Je, je, je, je!

—¡Je, je, je, je! —coreó Pepsi sin mucho convencimiento.

—¡Piedad! ¡Pío, pío, pío! —gritó Maxi, que había optado por un acercamiento más sincero.

—Va, venga, shikoj —dijo Krishnák decidiéndose por un hierro con la triple «S» barrada de Saurion—, dejad ke me divierta un poko antej de ke hablen.

—¡No, por favor! —chilló Maxi.

—¿Kién kiere jer el primero? —se rió el cruel porco.

—¡Él! —gritaron al unísono los bobbits, señalando cada uno al otro.

—¡Jur, jur, jur! —se desternilló el porco mientras se cernía sobre Maxi como si fuera un ama de casa evaluando las posibilidades de un entrecot de oferta.

Krishnák alzó el hierro ardiente y Maxi gritó cual poseso al oír el contacto del acero con la carne. Pero, cuando abrió los ojos, su torturador aún continuaba quieto y de pie ante él, aunque su expresión tenía algo raro. Entonces fue cuando el bobbit se dio cuenta de que al porco le faltaba la cabeza. El cuerpo se derrumbó como una muñeca inflable pinchada y, sobre él, triunfante, apareció la contrahecha figura de Iglük: con la mano buena sostenía una cuchilla de las que suelen usarse para descuartizar cachalotes.

—¡Si tú erej Tokyo, sho soy Godchila! —vitoreó, saltando con regocijo con una y otra pierna—. Y ahora —susurró en la cara de los bobbits—, mi amo Salfumán desea jaber todo lo del Anisho —mientras decía esto, metió un chute a la cabeza de Krishnák para dar más énfasis a sus palabras.

—Anillo, anillo… —dijo Pepsi—. Oye, ¿tú sabes algo de un anillo, Maxi?

—No, a menos que te refieras a lo prieto que tengo el culo —le respondió el gemelo.

—Venga, venga, vamoj —les apremió Iglük chamuscando un poco el vello del pie derecho de Pepsi.

—Vale, de acuerdo. Si me desatas, te dibujaré un mapa.

El porco accedió y se apresuró a deshacer las ataduras de las manos y los pies del bobbit.

—Ahora, acércame un poco la antorcha para que pueda ver algo —le dijo el bobbit.

¡Txuli, txuli, yuk, yuk! —exclamó emocionado el porco en su propia lengua cacofónica mientras intentaba sostener, torpemente, la antorcha y la espada con la única mano que le quedaba.

—Venga, dame… Ya te sostendré yo la espada —se ofreció Pepsi.

¡Thánk yuk! —farfulló el monstruo agitando, expectante, la antorcha.

—Mira, éstas son las Montañas Trufadas y éste es el Efluvium… —le explicó Pepsi haciendo un esquema en el suelo con la punta de la brillante cuchilla.

¡Krish-Snark!

—… Éste, el Camino de Rosas de Cagada Grande…

¡Gurka, gurka, Gorka-Park!

—¡Y ésta es tu vesícula biliar, algo más arriba de tus intestinos!

—¡Kuak! —objetó el porco mientras se desplomaba, despanzurrado como un colchón de plumas. Mientras los menudillos de aquél caían como una tromba en el suelo, Pepsi liberó a Maxi y ambos empezaron a escabullirse entre las filas de los porcos, rezando para que no los vieran mientras los guerreros se preparaban para la batalla que vendría con los primeros rayos de sol. Pasaron de puntillas por el lado de una banda de porcos enfrascados en el afilado de unos cuchillos de lo más «agorero» y oyeron una estridente canción, medio cantada y medio gorgoteada y más o menos acompasada por los ritmos espasmódicos que marcaba uno de los porcos golpeando un casco de hierro contra su propia cabeza. Las palabras les sonaron extrañas y rudas mientras se perdían en la oscuridad:

De las Salas de Morbo’

a laj kojtaj de Gonadó’

lucharemoj por Rey Saurion

sembrando musho doló’.

—¡Chitón! —susurró Pepsi mientras se arrastraban hacia el campo abierto—. No hagas ningún ruido.

—Vale —susurró a su vez Maxi.

—¿Qué son todoj esoj susurroj? —gruñó una voz en la oscuridad y Pepsi notó como unas zarpas lo agarraban por las solapas. Sin pensárselo dos veces, el bobbit se puso panza arriba, lo cosió a arañazos con los dedos de los pies y salió a todo correr dejando al guardia agarrándose una parte de su anatomía que no le protegía ni la armadura ni la póliza de seguros. Así, los dos hermanos huyeron a toda pastilla de los sorprendidos porcos.

—¡Al bosque! ¡Al bosque! —gritó Pepsi esquivando una flecha por los pelos, pero que le hizo la raya justo por el medio.

Gritos y confusos alarums brotaron por doquier mientras corrían hacia el refugio que les ofrecía el bosque. Como si los hados hubiesen decidido ayudarlos, entonces se oyó el estrepitoso «Tu-tú, tu-túúú» de los cuernos de guerra de los froilandin que anunciaba el inicio del ataque. Los bobbits se tiraron cuerpo a tierra y desde allí observaron con ojos aterrorizados cómo los señores de los merinos, sedientos de sangre, avanzaban sobre los porcos entre un centenar de trompetazos que conmovieron a la luz del alba.

Olvidados ya los prisioneros evadidos, los porcos se concentraron en mantener la posición contra una oleada tras otra de muerte lanuda que se estrellaba contra ellos. Los gritos y trompazos distantes llegaron hasta los oídos de los bobbits mientras miraban boquiabiertos la consiguiente matanza. Los porcos, en clara desventaja, acabaron por romper sus líneas y los merinos se abalanzaron sobre ellos, coceándolos y mordiéndolos; en definitiva, luchando tan sucio como sus jinetes berserker. Vieron cómo un puñado de porcos deponían las cachiporras y agitaban una bandera blanca y también vieron cómo los vencedores sonreían de oreja a oreja, los rodeaban y empezaban a descuartizarlos y trocearlos, pateando las cabezas como si fueran pelotas de fútbol. Riéndose como locos, los alegres jinetes aliviaron piadosamente a los cadáveres del peso de sus carteras y demás pertenencias. Pepsi y Maxi apartaron la mirada de la carnicería, sin poder contener las náuseas.

—Los merinos no son demasiado «Suchiles» que digamos. ¡Jo, jo, jo!

Maxi y Pepsi levantaron la mirada, sorprendidos, hacia el verdor de los árboles. Sabían que habían oído una voz profunda y retumbante, pero no veían a nadie.

—¿Quién va? —preguntaron al unísono, algo dubitativos—. Más bien «liquen va»… ¡Jo, jo, jo, jo! —les respondió la voz. Los hermanos se pusieron a buscar entre el follaje pero, hasta que no se abrió un enorme ojo verde, no fueron capaces de distinguir al gigantón que se erguía entre los árboles, justo delante de ellos. Se quedaron boquiabiertos al ver tan inmensa figura, alta como un pino y plantada frente a ellos con los brazos en jarras, posando coquetona. Era de un color turquesa de la copa a los pies (talla 257), esbozó una sonrisa verde pastel y volvió a reírse otra vez. Mientras los bobbits intentaban cerrarse la boca, se dieron cuenta de que el gigante estaba desnudo, a excepción de un «tapanabos» y unas cuantas hojas de repollo que hacían las veces de cabello. En cada mano sostenía una lata de guisantes precocinados y, a lo largo de su pecho, un gran cartel pregonaba: «GIGANTE VERDE, OFERTA ESPECIAL DEL DÍA: LATAS DE GUISANTES PELADOS A CUATRO CHAVOS».

—No, no… —gimoteó Pepsi—. «No» es posible.

—Pues «sí» que lo es, pequeñín… Los estamos saldando. ¡Jo, jo, jo! —se carcajeó aquel monstruo mitad hombre mitad lechuga—. Me llamo Nárdol, Señor de los Hombres-Cardo[41], al que también llaman…

—¡No lo digas! —gritó Maxi tapándose horrorizado las pilosas orejas.

—No temas, pequeñín —le consoló el colosal vegetal—. No quiero «partir peras» contigo.

—¡No, no! —aulló Pepsi royéndose de impotencia el alfiler de la corbata.

—Venga, vamos —les dijo el gigante—. Que no te «carcoma» la duda: vamos a ver a mis colegas, que viven en el bosque. Son unos tipos muy «savios»… ¡Jo, jo, jo! —la aparición verde se dobló sobre sí misma presa de la risa.

—Por favor, por favor… —le rogó Pepsi—. No podremos soportarlo, no después de todo lo que hemos pasado.

—Me temo que debo insistir, pequeñines —dijo el gigantón—. Las criaturas de mi reino están «plantando» cara al malvado Salfumán, devorador de celulosa, deforestador galopante y causante de la lluvia acida que nos corroe más y más cada día que pasa. Sabemos que también es vuestro enemigo y debéis venir con nosotros y ayudarnos a derrotar a ese maníaco «herbicida».

—Bueno, vale… —suspiró Pepsi—… Si no tenemos más remedio.

—No lo tenemos. Pero basta de chistes malos, ¿vale? —suspiró Maxi a su vez.

—No suspiréis más, pequeñines —les reconfortó el gigante mientras aupaba a los bobbits y los colocaba en sus verdes hombros—. Tampoco es muy fácil ser un Señor de los Hombres-Cardo: no puedes «echar raíces». ¡Jo, jo, jo!

Los bobbits chillaron y patalearon, en un último intento de escapar de ese gigantón.

—No os resistáis —les dijo conciliador—. Os presentaré a un par de «flores» que saciarán todos vuestros apetitos. Os encantarán, ya que…

—… No cuentan chistes «verdes» —masculló Pepsi.

—¡Jo, jo, jo, jo, jo! —rio el coloso—. ¡Ése ha estado muy bien! Me gustaría haberlo contado yo…

—Ya lo has hecho —sollozó Maxi—, ya lo has hecho…

Aragan, Égolas y Gili se frotaron sus músculos doloridos, a la sombra de un bosquecillo, mientras los froilandin abrevaban a las babeantes monturas y seleccionaban a la más débil para la cena. Habían cabalgado durante tres largos días, descendiendo una pendiente de rocas y más rocas en dirección a la temida fortaleza de Salfumán, «el Manco[42]», y las relaciones de los compañeros se habían maleado un poco. Égolas y Gili no se cansaban de meterse puyas: cuando el primer día el elfo se rió porque el enano se había caído de la montura y fue arrastrado hasta que el culo le quedó en carne viva, Gili se vengó por la noche vertiendo un fuerte laxante en el pasto del merino de Égolas. Así, al día siguiente, el elfo se encontró a lomos de un animal que no paraba de dar saltitos sobre los cuartos traseros (con las manos se tapaba los anteriores) y, por la noche, éste se vengó serrando un poco la pata trasera derecha del rocín merino de Gili. El enano pasó la cabalgata de la jornada siguiente con una palidez cadavérica y siendo víctima de fuertes mareos. Desde luego, no había sido un viaje tranquilo.

Como colofón, tanto a Gili como a Égolas les parecía que Aragan se había vuelto un poco raro desde que se encontraran con los señores de los merinos: se sentaba lánguidamente en la silla y no hacía nada más que musitar cosas para sí, sin dejar de echar miradas furtivas a la líder de los froilandin, que desdeñaba todos los acercamientos del llanero.

La última noche de la cabalgata, Égolas se despertó para encontrarse con que Trancas había desaparecido de la tienda de campaña y con que se armaba un gran revuelo en unos arbustos cercanos. Antes de que el elfo pudiera quitarse la redecilla para el pelo y desenvainar la espada, Aragan ya había vuelto, más melancólico que nunca, acariciándose una muñeca retorcida y luciendo dos ojos amoratados.

—Me he caído por las escaleras —fue la única explicación que dio.

Pero ahora tenían otras cosas en que pensar: Ichingar y la fortaleza de Salfumán se encontraban ya muy cerca y podían detener la inclemente cabalgada para regalarse con una noche de descanso.

—¡Ouch! —exclamó Gili dolorido mientras desmontaba sobre un montículo mohoso—. Seguro que este maldito estofado de cuadrúpedo ha acabado con mi coxis.

—Pues siéntate sobre tu cabeza —le dijo Égolas con un tono de voz burlón—: es mucho más dura y mucho más prescindible.

—Piérdete, peluquera.

—Renacuajo.

—Palomo cojo.

—Ladilla.

El tintineo de unas espuelas y el chasquido de una fusta interrumpió la discusión. Los tres compañeros contemplaron a Kaiserin mientras subía resoplando el montículo para reunirse con ellos. Se sacudió el polvo y la lanolina de las botas de montar con punteras de metal y negó con los cuernos mientras los miraba recelosa.

—¿Aún jugarrr a decirrr nomfrrres estúpidos al otrrro? —la guerrera evitó despectivamente los ojillos ardientes de Aragan y se río a mandíbula batiente—. En las tierrrrrras von mi familia nain haferrr lugarrr parrra los que discuten —les regañó, jugueteando con un par de estiletes para dar más fuerza a sus palabras.

—Los chicos no están más que un poco cansados tras tan luenga cabalgata —le dijo con dulzura el prendido llanero, mordisqueándole las espuelas juguetonamente—; y ansiosos de entrar en liza, como lo estoy yo para probar mi valía ante vuestros ojos de azur.

Kaiserin gargajeó sonoramente y soltó un enorme escupitajo marrón cara al viento. Un segundo después, se apartó de un salto, disgustada con el resultado.

—Mala suerte —le dijo Gili.

—No os preocupéis, joven doncel —le dijo Egolas a Aragan, compadeciéndose de él y pasándole un brazo más que amigable alrededor del hombro—. Todas las damiselas son iguales: de la primera a la última, ninguna se salva de la quema.

Trancas estalló, sollozando inconsolablemente.

—Este pofrrre muchacho tenerrr la cafeza llena de pájarrros —dijo Gili tocándose la suya con el índice.

La oscuridad caía y las hogueras de los froilandin empezaron a brillar. Tras la siguiente colina se encontraba el valle de Ichingar, al que el ambicioso mago había rebautizado como Salfumanía. Rechazado y con el corazón partido, el llanero optó por mezclarse entre los guerreros que se desahogaban, cantando ruidosamente y entrechocando jarras espumosas, aunque, a pesar del estrépito, apenas los oía.

Serrr los señorrres de los merrrinos,

alegrrres, jofiales, con pocos amigos.

Gustarrr de fotas, saludos und fanderas,

cafalgarrr salfajes al lomo de ofejas:

crrruces, espuelas und fudtas de cuerrro,

derrr todas señales de fierrro guerrrrerrro.

Cantarrr, failarrr und el paso marcarrr,

marrrciales y brrrafos desfilarrrr.

Sólo querrrerrr parrra todos la paz,

aunque parrra ello tengamos que matarrr.

Frrroi-Land, Frrroi-Land, Frrroi-Laaand…

Los hombres jugueteaban alrededor de los fuegos en un ambiente de cordial camaradería, riendo e intercambiando bromas: dos duelistas cubiertos de sangre se descuartizaban a sablazos entre los gritos de regocijo de los espectadores y, un poco más allá, unos guerreros resoplaban alegres mientras le hacían una perrada a un perro.

Pero ni siquiera estas escenas pudieron reconfortarlo y, enfermo de amores, se adentró en la oscuridad suspirando para sí «Kaiserin, Kaiserin»: mañana llevaría a cabo tales hazañas que ella no tendría más remedio que hacerle caso. Se apoyó en un árbol y suspiró una vez más.

—Mira al «llanero solitario»… Realmente estás bien pillado, ¿ehin?

Trancas pegó un salto y un chillido, pero se relajó al ver la familiar cabeza puntiaguda de Gili asomar entre el follaje.

—No he visto cómo os aproximabais —dijo Aragan envainando la espada—. ¿Qué hacéis por aquí?

—Sólo trataba de perder de vista a ese capullo un rato —renegó el enano.

—¿Quién es un capullo, caballerete? —saltó Égolas, que había estado escondido tras un árbol, abusando de una ardilla.

—Hablando de la reina de Roma… —masculló Gili.

Los tres se sentaron bajo las tupidas ramas y se pusieron a pensar en el duro viaje que habían hecho, un viaje que ahora apenas parecía tener propósito: ¿Qué sentido tenía derrotar a Salfumán si Saurion se hacía con el Anillo de Fraudo? ¿Quién podría resistir su poder entonces? Durante mucho rato rumiaron sobre ello.

—¿No va siendo hora de un pequeño deus ex machina argumental? —suspiró Égolas, cansado y desesperado.

De súbito se oyó un gran «¡Plop!» a la vez que un estallido de luz brillante cegó por un momento a los tres perplejos. Un olor acre a ambientador barato inundó el aire y los compañeros oyeron un claro «¡Pum!» seguido por un desgarrador «¡Uf!». Y entonces, atravesando una lluvia de confeti, vieron una rutilante figura vestida completamente de blanco que se sacudía el polvo y las ramitas de unos inmaculados pantalones de campana y unas camperas con lentejuelas. Sobre la chaquetilla tipo Nehru y un medallón de quincalla se veía una inmaculada barba gris rematada por unas gafas de sol envolventes. El conjunto estaba rematado por un blanco sombrero de ala ancha con una pluma de avestruz a juego.

—¡Salfumán! —exclamó Aragan incrédulo.

—Casi, pero no hay purito de premio para ti —se rió la brillante figura mientras se quitaba con la mano una mota de polvo invisible que no tenía en su hombrera hecha a medida—. Por favor, inténtalo otra vez: es muy triste ver que los viejos camaradas ya no son capaces de reconocerle a uno.

—¡Grangolf! —exclamaron los tres al unísono.

—El mismo que viste y calza —respondió el veterano tahúr—. Parecéis sorprendidos de que haya vuelto.

—¿Pero cómo… te…? —empezó Égolas.

—Creíamos que el calvrog… —prosiguió Gili.

El viejo mago parpadeó, haciéndose el inocentón, y jugueteó con el medallón de plástico dorado.

—Mi historia es bien larga y yo ya no soy el mismo Grangolf el Monótono que conocisteis antaño. Ahora soy Grangolf, el Blanco Nuclear, puesto que he atravesado muchos cambios y no precisamente gracias a vosotros, debería añadir…

—Psé… Un poco Just for men en las sienes y un corte de pelo —susurró el observador enano.

—¡Que te he oído! —le dijo el mago rascándose una patilla rasurada—. No tomes a la ligera mi presente forma, puesto que mis poderes son más míticos aún si cabe…

—¿Pero cómo…?

—Mucho es lo que he viajado desde que nos separáramos, mucho lo que he visto y muchas las cosas que debo contaros y deciros —explicó Grangolf.

—Espero que todo, excepto el nombre de tu sastre —comentó Gili—. Por cierto, ¿de dónde has sacado estas baratijas? Pensaba que el carnaval ya había pasado.

—De la boutique más exquisita y elegante de toda Lelauren. ¿A que me queda perfecto?

—Sí… Haces un «blanco perfecto» —accedió el enano.

—¿Pero cómo…? —insistió Egolas otra vez. El mago pidió silencio con un gesto.

—Sabed, pues, que ya no soy el mago de antaño. Mi espíritu ha sido purgado, mi naturaleza ha sido alterada y mi imagen ha sido remodelada. Muy poco de mi antiguo ego permanece en mí —con un grácil gesto, Grangolf se sacó el sombrero e hizo una gran reverencia—. ¡Tachaaán! Estoy transformado completamente.

—Seguro… —gruñó el enano en cuanto vio caer cinco ases del sombrero.

—¡Grangolf! —exclamó el elfo impacientemente—. Aún no nos has contado cómo te libraste del abrazo del calvrog, sobreviviste a las llamas, te recobraste de la caída en la sima ardiente y escapaste de los belicosos porcos hasta llegar aquí.

Mientras las estrellas rutilaban con más fuerza sobre un cielo aterciopelado, el enano, el elfo y el llanero se apiñaron en torno al radiante sabio para oír la historia de su salvación, tan milagrosa como imposible.

—Bueno —empezó el mago—. Cuando salí del abismo…