CAPÍTULO CUATRO

Santa Rita, Rita, Rita; lo que se da, no se quita

Después de tres días de cabalgata inclemente que puso Tierra Mediocre de por medio entre los Jinetes Cerdos y la compañía, ésta llegó al fin a las pequeñas lomas que rodeaban el valle de Ríendel. Los cerros conformaban una muralla natural que protegía el valle de aquellos saqueadores ocasionales demasiado estúpidos, o paticortos, como para escalarlos. A pesar de ello, las monturas del convoy salvaron con paso firme y seguro estos obstáculos, dando unos saltitos aquí y allá que cortaron la respiración a más de uno. Así, en un periquete Fraudo y sus compañeros llegaron a la cumbre de la última colina y contemplaron el paisaje de techumbres anaranjadas de los bungalós élficos rematadas por cúpulas. Espolearon a los pobres rumiantes, que ya sacaban la lengua por la boca, y galoparon cuesta abajo por la sinuosa carretera alfombrada de rojo que llevaba hasta los dominios de Ebriond.

Aquella grisácea tarde otoñal tocaba a su fin cuando la procesión de jinetes ovejeros alcanzó Ríendel encabezada por Flordintel a la grupa de Masfaloh, un imponente semental lanudo. Soplaba un vendaval terrible y de los nubarrones caía pedrisco de granito. Cuando la comitiva se detuvo ante el pabellón principal, salió al porche y les dio la bienvenida un elfo muy alto que iba ataviado con percal y tela de raso tan lujosa y almidonada que tenía una blancura cegadora.

—Sed bienvenidos a la Última Casa Hospitalaria al Este del Mar: Alojamientos y Tienda de Recuerdos a Buen Precio —les dijo dejando escapar un aliento que apestaba a vinacho rancio—. Hay Muebles Bar en todas las habitaciones.

Flordintel y aquel elfo tan alto se tocaron cada uno la nariz con el pulgar mientras extendían el resto de los dedos de la mano ante ésta y los abrían y cerraban rápidamente, en el antiguo saludo de su raza, e intercambiaron bienvenidas en álfico:

—¿Notev eîades debac elustros. Jelojag, uarllú? —dijo Flordintel, enderezándose un poco sobre la grupa del animal.

Noseratán tojulái. Berigüel, noistosi lluaguein —respondió el otro elfo—. Yo soy Ebriond —añadió volviéndose hacia Trancas.

—Aragan, hijo de Barragan, a su servicio —respondió el llanero mientras se apeaba como si fuera un pato mareado.

—¿Y quiénes son éstos? —dijo Ebriond señalando a los cuatro bobbits que se habían quedado roques sobre las monturas adormiladas.

—Fraudo y compañía, unos bobbits de La Cochambra —contestó Trancas.

Fraudo boqueó y emitió un gorgoteo al oír mencionar su nombre y se cayó de la oveja. El Anillo se le salió del bolsillo y rodó hasta llegar a los pies de Ebriond. Una de las ovejas se acercó al objeto trotando alegremente, lo lamió y el animal se convirtió de inmediato en una boca de incendios.

Vayah, bayah, vallah… —murmuró Ebriond y entró tambaleándose en el edificio.

Flordintel lo siguió y a continuación se oyó una conversación apagada en élfico. Aragan se quedo allí escuchando durante un momento y luego se dirigió hacia Zam, Maxi y Pepsi y los despertó con unos capones y pellizcos de lo más cariñoso. Fraudo recuperó el Anillo y se lo guardó.

—Así que esto es Ríendel —dijo el bobbit frotándose los ojos, maravillado al ver las extrañas casas élficas de bizcocho de jengibre encofrado y acero confitado.

—Mire, señó' Fraudo —dijo Zam señalando la carretera y los edificios circundantes—. Son elfo’, ¡montone' d’elfo’! ¡Debo d’está' soñando! Me gu’taría que el viejo Tío Shota pudiera vem-me ahora.

—Y a mí me gustaría estar muerto —gimoteó Pepsi, deshecho por la cabalgata.

—Y a mí también —añadió Maxi.

—Pué' que la buen’hada madrina que habita’n el sielo o' conseda tó' lo que la pidái' —les deseó Zam.

—Me pregunto dónde estará Grangolf —se preguntó Fraudo en voz alta.

Flordintel salió al porche dando grandes zancadas y se sacó un silbato diminuto con el que emitió una sola nota sostenida que casi les reventó los tímpanos y que tuvo como extraño efecto hacer que las ovejas se retiraran mansa y desordenadamente.

—¡Y adema' tienen magia! —suspiró Zam.

—Seguidme —les ordenó Flordintel y condujo a Trancas y a los bobbits por un estrecho sendero embarrado que serpenteaba entre parterres floridos de rodoengendros y pinos más altos que la copa de un ídem. Al recorrerlo, Fraudo olió la fragancia evanescente del heno recién segado mezclada con el aroma a lejía y mostaza y oyó los delicados acordes de un arpa de boca en la lejanía y unas cuantas estrofas de una canción élfica que le desgarró el alma:

¡Oh Albeber! ¡Hidromiel!

Se livran penas y biél.

Yalmear, yaenelbar,

no-chis tanipant agruêl

Al final del sendero se encontraba una cabana hecha de adobe adobado y pulido rodeada por un parterre de flores de cristal. Flordintel abrió la puerta del pabellón de los invitados de piedra e hizo pasar a la compañía. Los bobbits se encontraron en el interior de una gran habitación que ocupaba toda la cabaña. Había muchos camastros dispuestos contra las paredes y en todos parecía que hubiera dormido un canguro que sufriera de priapismo y eyaculación precoz. En los rincones había sillas y mesas de extrañas formas que parecían deberse a la mano, y al pie, de los peores artesanos elfos. En el centro de la cámara se encontraba una gran mesa cubierta por los restos de una violenta partida de canasta a tres barajas y varios cuencos de fruta de plástico que sólo podría confundirse con fruta de verdad si se miraba con los ojos cerrados. Maxi y Pepsi se abalanzaron sobre ésta y empezaron a comérsela.

—Como si estuvierais en vuestra casa —les dijo Flordintel—. Las habitaciones se han de dejar a las doce en punto.

Trancas se dejó caer con pesadez sobre una silla, que se combó bajo el peso con un chasquido sordo.

No hacía ni cinco minutos que Flordintel se había ido cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta y Zam se levantó a abrir un tanto irritado.

—Mejó que sea comida —refunfuñó—, po’que si no, me lo como a é’.

Abrió la puerta de un tirón dando paso a un hombre misterioso que vestía una capa gris con capucha y unas gruesas gafas de pasta negra de las que colgaba precariamente una nariz de plástico. La extraña figura lucía un mostacho de cartulina, un plumero a modo de peluca y una enorme corbata pintada a mano que mostraba a una elfa ligerita de ropas. El conjunto quedaba completo con un palo de golf del número nueve que llevaba en la mano y unas zapatillas de goma para la ducha a modo de calzado. Fuera quien fuera, exhalaba continuas bocanadas de humo de un habano que le colgaba de la comisura del labio.

Zam dio un paso atrás sorprendido mientras Trancas, Maxi, Pepsi y Fraudo gritaban al unísono «¡Grangolf!». El viejo entró arrastrando los pies y se quitó el disfraz para mostrar la familiar figura de aquel consejero espiritual y trilero en los ratos libres.

—¡Ajajá! Me habéis pescado, soy yo —admitió el mago quitándose decepcionado el resto de plumones que aún le quedaba en el cabello.

Cuando acabó, se dedicó a saludarlos uno por uno dándoles un fuerte apretón de manos y electrocutándolos con el pequeño descargador eléctrico de broma que siempre llevaba escondido en la palma de la mano.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Grangolf—. Ya estamos todos aquí.

—Y yo pronto estaré en el colon de algún dragón —replicó Fraudo deprimido.

—Espero que aún lo tengas —añadió Grangolf clavando la mirada en el bobbit.

—¿Te refieres al Anillo?

—¡Calla! —le ordenó el mago con un grito—. No digas ni pío del Gran Anillo aquí o en cualquier otro lugar. Todo estará perdido si los espías de Saunon descubren que tú, Fraudo Bribón, natural de la Cochambra, tienes el Anillo Único. Ten en cuenta que sus espías están por todas partes: los Nueve Jinetes Cerdos vuelven a campar a sus anchas y algunos dicen haber visto a los Ocho Puntos Cardinales, los Siete Magníficos, los Cuatro Evangelistas y la familia Trapp al completo, con perro y todo. Hasta las paredes tienen oídos —dijo señalando a los dos pabellones auditivos que asomaban por debajo del empapelado.

—¿Entonces no nos queda ninguna esperanza? —masculló Fraudo con la voz quebrada—. ¿No hay ningún lugar seguro?

—¿Quién sabe? —le respondió Grangolf y una sombra pareció adueñarse de sus pensamientos—. Te daría más detalles, pero parece ser que una sombra se ha adueñado de mis pensamientos —y con estas palabras se quedó sumido en un silencio inquietante.

Fraudo se puso a lloriquear y hacer pucheros y Trancas fue hasta él, le puso la mano sobre el hombro para consolarlo y le dijo:

—No temáis, bienamado bobbit, pues estaré con vos lo que haga falta, no importa a qué costa.

—Lo mim-mo digo —afirmó Zam y se quedó dormido.

—Nosotros también —le animaron Maxi y Pepsi bostezando hasta enseñar la amígdala.

Pero ninguna de estas sinceras muestras de solidaridad consoló a Fraudo.

Para cuando los bobbits despertaron de la cabezadita, Grangolf y Trancas se habían marchado y la luna rielaba a través de las ventanas de caramelo esmerilado. Ya se habían zampado todas las cortinas e iban a pasar a las pantallas de las lámparas en el momento en que volvió Flordintel, vestido elegantemente con algodón en crudo de lo más lujoso, y los condujo al pabellón principal que habían visto cuando llegaron. Este edificio era enorme, estaba iluminado hasta el último rincón y la noche se llenaba del guirigay que brotaba del interior. Cuando se acercaron, se hizo el silencio y a continuación desgarró el aire el gemido quejumbroso de una zampoña que les produjo la misma dentera que si hubieran oído arañar una pizarra.

—E como si e’tuvieran degoshando a un serdo —dijo Zam tapándose las orejas.

—Chitón —le cortó Fraudo y en aquel instante se elevó una voz que empezó a entonar una canción, llenando a los bobbits con una vaga sensación de náuseas:

Solothien eveinthelus trosyll aesthâ

c’ansadod ecurrâ,

perocons uescas osuel dohadep agâ

supis oyfac ulthâ.

Piensaquêl despidolib resoloê

un-troz odepapê,

al-goquenunc apueded etenê

susans iasdemed râ.

La serenata se apagó con un postrer gemido gorjeante y media docena de gorriones aturdidos cayeron de bruces al suelo ante Fraudo.

—¿Qué ha sido eso?

—Es un antiguo lamento en la lengua de los Aptos Elfos —suspiró Flordintel—. Habla de Zagal-dûlapec y su larga y amarga búsqueda de un empleo digno: «¿Pero hasta cuándo me voy a estar rompiendo los cuernos por una paga de mierda?» —se pregunta quejumbroso—. «¿Es que nunca podré llegar a fin de mes? Nadie parece saber la respuesta».

Tras explicarles esto, Flordintel condujo a los bobbits a la Casa de Ebriond. Al entrar se encontraron en un vestíbulo espacioso, con un alto techo de vigas bajo el que se extendía una mesa interminable. En un extremo de la sala había una chimenea de roble y en lo alto pendía un candelero de latón en el cual ardían alegremente velas de cerumen. Alrededor de la mesa se sentaba la mezcolanza de razas habitual en la Tierra Mediocre: elfos, hadas, grelos, marcianos, diversas ranas, enanos, un par de hombres del saco, un puñado de cumularios, varios trolls con gafas de sol, una pareja de trasgos que el Opus Mei había reinsertado en la sociedad y un dragón barrigón que había confundido Ríendel con una sala de musculación.

Presidían la mesa Ebriond y Dama Juanen, ataviados con ropajes de una blancura y brillo mareantes. Aunque parecían muertos y momificados, Fraudo se dio cuenta de que no era cierto puesto que vio brillar sus ojos cual champiñones perlados de matinal rocío. Mechado tenían el cabello para que rutilara como oro bruñido y unas caras tan pálidas y llenas de cráteres como la superficie de la luna. Enjoyados estaban profusamente con circonios, granates y pirita que titilaban al igual que si fueran estrellas fugaces. Tocadas llevaban las cabezas con pantallas de seda para lámparas y en los ribetes se leían muchas cosas reconfortantes e inquietantes a la par, como «Pez-queñines, no, gracias: Chanquete ha muerto» o «Ríendel ba vien». Como dos angelitos caídos, estaban dormidos.

A la izquierda de Ebriond estaba sentado Grangolf, tocado con un fez rojo y revelado al fin en todo su esplendor como Masón de 32° Grado y Custodio Honorario del Pulcro Sepulcro. A la diestra de éste se hallaba Trancas, ataviado con el impoluto traje ranchero blanco del Llanero Solitario. A Fraudo le ofrecieron asiento casi al final de la mesa, entre un enano más deforme de lo habitual y un elfo que olía como una pocilga llena de cerdos con diarrea. Maxi y Pepsi fueron relegados a la mesita del rincón, en compañía de Papá Noesél y el ratoncito Pérez.

Como suele ocurrir con todas las criaturas míticas que viven en los bosques encantados sin medios de subsistencia aparentes, los elfos comieron frugalmente y Fraudo se desilusionó un poco al ver en su plato un montoncito de bellotas, barro y mugre. A pesar de todo, como cualquier bobbit que se preciara de serlo, era bien capaz de alimentarse de cualquier cosa que consiguiera pasarse por el buche y prefería los platos que no opusieran demasiada resistencia, puesto que hasta una rata medio churruscada solía vencer a un bobbit dos de cada tres veces. En cuanto acabó de comer, el enano que se sentaba a su derecha se dirigió a él y le ofreció a modo de saludo una mano de lo más inmunda. «Se encuentra al extremo de su brazo —pensó Fraudo mientras se la estrechaba hecho un flan de nervios—; por tanto, ha de ser una mano».

—Gili, hijo de Orín, para servirle a usted —dijo el enano mientras se inclinaba, revelando así una gran chepa—. Que siempre compre de saldo y venda a precio de escándalo.

—Fraudo, hijo de Drogo Pendiente, para servirle a usted y… —dijo algo confundido mientras se devanaba los sesos para dar con la respuesta más apropiada—… que sus hemorroides mengüen sin necesidad de intervención quirúrgica.

Al enano le asombró la respuesta, aunque la perspectiva no le desagradó en absoluto.

—Entonces, ¿tú eres el bobbit del que habló Grangolf? ¿El del Anillo? —siguió el tal Gili.

Fraudo asintió.

—¿Y lo llevas encima?

—¿Te gustaría verlo? —se ofreció cortésmente el bobbit.

—Ah no, gracias —respondió el enano—. Un tío mío tenía un alfiler de corbata que era mágico y una vez estornudó y se le cayó la nariz.

Fraudo se frotó la nariz lleno de aprensión.

—Perdonad que os interrumpa —dijo el elfo que se encontraba a su izquierda mientras dirigía un escupitajo certero al ojo del enano—, pero no he podido evitar oír lo que le decíais al Torrebruno ése. ¿De verdad sois el bobbit que lleva esa joyita tan coquetona?

—El mismo —respondió Fraudo y estornudó con violencia.

—Con permiso —el elfo se adelantó servicial, ofreciéndole a Fraudo la barba de Gili para que se sonase, mientras el bobbit no paraba de soltar un estornudo tras otro—. Me llamo Egolas y soy de los Elfos del Bosque Mado del Norte.

—Perro elfo —masculló Gili mientras recuperaba la barba.

—Cerdo enano —le respondió Egolas.

—Juguetero de pacotilla.

—Escoria de carbonero.

—Mariposón.

—Jorobado.

—¿Queréis oír un chiste, una canción o algo así? —saltó Fraudo alarmado—. Esto es un dragón rojo errante que llega a una granja y el granjero le…

—Una canción —coincidieron por una vez Égolas y Gili.

—Vale —accedió Fraudo mientras intentaba desesperadamente recordar algo del repertorio de Birlo. Casi sin pensarlo se puso a cantar con voz trémula:

Hubo un rey elfo en tiempos remotos,

Guil-Lado de llamó.

En una llanura mató a muchos porcos

y a Saurion de enfrentó.

Con éste marchaban chaparros enanos,

mineros del carbón.

Pero, en la batalla, el piro de dieron,

como una exhalación.

[Coro]:

Pies para qué os quiero, vaya un escaqueo…

¡Cómo una exhalación!

Guil-Lado, furioso, quería matarlos,

¡menuda que montó!:

«Gallinas de mierda, si puedo atraparlos,

¡no quedará ni Dios!»

Cobardes gallinas eran los enanos,

pero arteros también:

«No hay otro remedio que bien los «untemos

para salvar la piel».

[Coro]:

Bolsa bien repleta, soborno y maleta

¡para salvar la piel!

«Perdona colega, por la jugarreta»

—dijeron ante el rey—

Leales te somos, toma aquesta prueba,

un regalo de ley».

«Es Fársil, la espada, martillo de herejes,

¡nunca de romperá! Con ella esperamos que ya no te quejes:

¡Pelillos a la mar!»

[Coro]:

Fársil «la Irrompible», ¿es eso posible?

¡Pelillos a la mar!

«Es un detallazo, queridos enanos»

—Guil-Lado sentenció—

Y con el regalo, recién estrenado,

a todos se cargó.

Así se ha quedado, en cantos y versos,

el quid de la cuestión:

«No distingamos enanos o elfos:

¡Cuanto más lejos, mejor!»

[Coro]:

Los elfos y enanos, todos son hermanos:

¡Cuanto más lejos, mejor!

En el mismo momento que Fraudo exhalaba la última nota, Ebriond se levantó de súbito e hizo un gesto pidiendo silencio:

—Empieza el bingo en el Saloncito Élfico —dijo y el festín se dio por concluido.

Fraudo se dirigía hacia la mesa donde estaban Maxi y Pepsi cuando una mano huesuda apareció tras una planta tupida que brotaba de una maceta y asió al bobbit por el hombro.

—Ven conmigo —le dijo Grangolf apartando la maleza y condujo al sorprendido bobbit por el piso inferior hasta llegar a una pequeña habitación que estaba ocupada casi por entero por una mesa de cristal. Ebriond y Trancas ya habían tomado asiento alrededor de ésta. Mientras el mago y Fraudo se sentaban, éste no salía de su asombro al ver cómo sus compañeros de cena, Egolas y Gili, entraban y ocupaban sillas en lados opuestos de la mesa. A éstos los siguió rápidamente un hombre muy corpulento enfundado en unos pantalones de pinza inmaculados y rematados por unos zapatos en extremo puntiagudos. Por último, apareció una pequeña figura con una camiseta hortera, fumando un purito élfico maloliente y con un tablero de Scrabble bajo el brazo.

—¡Birlo! —exclamó Fraudo.

—Ah, Fraudo, chavalote —dijo el envejecido bobbit dándole con fuerza una palmada en la espalda—. Así que lo conseguiste a pesar de todo. Bueno, bueno, vale…

Ebriond extendió una mano sudorosa y Birlo rebuscó en los bolsillos hasta que sacó un fajo de billetes arrugados.

—¿Eran dos, no? —preguntó al elfo.

—Diez —respondió éste impertérrito.

—Sí, claro, diez… —dijo a regañadientes Birlo mientras dejaba caer los billetes en la mano de Ebriond.

—Ha llovido mucho desde aquella fiesta… —les interrumpió Fraudo—. ¿Qué has estado haciendo mientras tanto?

—No gran cosa —respondió el anciano bobbit—. Un poquito de Scrabble, otro poco de pederastia. Estoy retirado, ya lo ves.

—Pero ¿de qué va este embrollo? ¿Quiénes son los Jinetes Cerdos y qué quieren de mí? ¿Y qué tiene que ver el Anillo con todo esto?

—Mucho y poco, más o menos, querido bobbit —le aclaró Ebriond—. Pero todo se explicará a su debido tiempo. Se ha convocado este Gran Corrillo para dar respuesta a esas cuestiones y muchas otras. Por ahora sólo voy a decir que, para nuestra desgracia, se están gestando unas cuantas cosas preocupantes.

—No mientas —dijo Grangolf con gravedad—. El Innombrable Inaceptable se está alzando de nuevo y ha llegado la hora de actuar: Fraudo, el Anillo.

El bobbit asintió y sacó del bolsillo la cadenilla de clips eslabón a eslabón. Con un tirón final, dejó caer la maldita baratija sobre la mesa, donde se posó emitiendo un leve tintineo.

—El Callo de Misildur —exclamó boquiabierto Ebriond.

—¿Y qué pruebas tenemos de que éste sea el Anillo? —preguntó el hombre de los zapatos puntiagudos.

—Hay muchos signos que los sabios pueden interpretar, Bamorir —le informó el mago—. La brújula, el detector y el decodificador mágico: cuento con todos ellos. Y, además, hay una inscripción:

Seat polo, chup-a-chup,

grundig blaupunkt, bubalu.

Uzi cetme, pim-pam-pum,

Rian xeira, del-atún.

La voz de Grangolf se había vuelto ronca y distante. Un ominoso nubarrón negro inundó la habitación. Fraudo empezó a tener náuseas en medio de aquella fumarola grasienta.

—¿Era imprescindible? —preguntó Égolas mientras sacaba a patadas por la puerta la granada de humo del mago.

—Los anillos siempre funcionan mejor con unos pocos pases mágicos y algo de puesta en escena —protestó Grangolf con vehemencia.

—¿Y qué significa esto? —inquirió Bamorir, un poco harto ya de que en el diálogo se le conociera como «el hombre de los zapatos puntiagudos».

—Pues hay varias interpretaciones posibles —le aclaró Grangolf—. Me decantaría por «Jovencito emponzoñado de whisky, qué mala figurota exhibes» o «No me pises, por favor».

Nadie añadió palabra alguna y la habitación se llenó de un extraño silencio.

Al final Bamorir se puso de pie y se dirigió al Corrillo:

—Ahora todo está mucho más claro —dijo—. Una noche soñé que en Minas Pil-Pil había siete vacas que se comían siete caparazones de pienso y que, cuando acabaron, escalaron una torre azul coronada por quince estrellas y se arrojaron desde allí tres veces cantando «Soy una vaca, pero estoy como una cabra». Entonces una figura embozada en una túnica blanca y que llevaba una balanza se acercó hasta mí y se puso a leer de una tira de papel:

Bamorir,

por tu nombre naciste marcado.

¡Ay de ti!,

que te aguarda ridículo sino.

¡Infeliz!,

como mucho la habrás espichado,

¡c’est la vie!,

acabando el capítulo cinco.

—Muy «lapidario» —sentenció Ebriond.

—Bueno —dijo Trancas—, creo que ha llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

Tras decir esto empezó a vaciar el contenido de una saca de correos desgastada y a amontonarlo ante él. Cuando hubo acabado, tenía ante sí una pila enorme de objetos extraños, incluyendo una espada quebrada, una naranja mecánica, el Santo Grial, el vellocino de oro, la cruz de Caravaca, la Sábana Santa y un zapatito de cristal.

—Aragan, hijo de Barragan, heredero de Zascandil y legítimo rey de Minas Pil-Pil; a vuestro servicio —dijo un tanto jactanciosamente.

Bamorir levantó la mirada y miró la parte superior de la página donde se encontraba:

—Y aún me queda otro capítulo por delante al menos… —rezongó con un suspiro.

—Entonces, el Anillo te pertenece —exclamó Fraudo y tiró ansioso la sortija en el sombrero de Aragan.

—Bueno, no exactamente —dijo Trancas haciendo oscilar la joya desde el extremo de la cadenilla—. Ya que tiene poderes mágicos, ha de pertenecer a alguien más versado en el abracadabra y el arte de la prestidigitación y la fullería: un mago, por poner un ejemplo. —Y, con un rápido movimiento, ensartó el Anillo en la punta del bastón de Grangolf.

—Ah, sí, claro, y tanto, es cierto —respondió el hechicero rápidamente—. Es decir: sí, pero no. Como cualquier inepto sería capaz de ver, nos hallamos ante un caso flagrante de babeas corpus o Freak Trivia[33]; ya que, a pesar de que el artefacto en cuestión sea obra de un mago —Saurion, para ser exactos—, este aparatejo fue inventado por los elfos y él sólo era un concesionario de la patente, por así decirlo.

Ebriond sostuvo el Anillo en la mano como si éste fuera una tarántula epiléptica.

Nastis —aseveró el elfo con gravedad—. No puedo pretender para mí este gran tesoro ya que, como dicen en mi pueblo: «Al César lo que es del César…» —y, enjugándose una lagrimita invisible, puso la cadenilla alrededor del cuello de Birlo.

—Pues en el mío dicen: «Santa Rita, Rita, Rita; lo que se da, no se quita». Así que… —con estas palabras Birlo dejó caer el Anillo en el bolsillo de Fraudo.

—No se hable más, está decidido —anunció Ebriond—: Fraudo Bribón deberá custodiar el Anillo.

—¿Bribón? —inquirió Égolas—. Es curioso… Por el Bosque Mado corría a cuatro patas un payaso patético y siseante, llamado Rollum, que le iba siguiendo el rastro a un tal señor Bribón. Era algo «grotesssco».

—Sí que es extraño —dijo Gili—. El mes pasado un grupo de gigantes negros montados en cerdos enormes atravesó las montañas en busca de un bobbit que se llamaba Bribón. No le di más importancia.

—Esto sí que es delicado —sentenció Ebriond—: es cuestión de tiempo que se planten aquí —añadió cubriéndose la cabeza con el chal y haciendo un gesto como si arrojara algo de naturaleza conciliatoria a un tiburón hambriento—. Y como neutrales que somos, no tendremos más opciones que…

Fraudo se estremeció al pensarlo.

—Así pues no nos queda más remedio que el Anillo y su portador se vayan de aquí —accedió Grangolf—; pero ¿adónde? ¿Y quién los protegerá?

—Los Elfos —dijo Gili.

—Los Enanos —apuntó Égolas.

—Los Magos —decidió Aragan.

—Los Hombres de Gónador —opinó Grangolf.

—Así pues, sólo queda Morbor —concluyó Ebriond—. Pero ni un troll subnormal se atrevería a ir allí.

—Ni tan siquiera un enano —admitió Égolas.

De repente, Fraudo tuvo la sensación de que todas las miradas se centraban en él.

—¿Y no lo podríamos tirar a una cloaca? ¿O empeñarlo y comernos el resguardo? —preguntó el bobbit con un atisbo de esperanza.

—¡Ay! —anunció el mago con solemnidad—, no es tan fácil como parece.

—Pero ¿por qué?

—¡Ay! —le aclaró Grangolf.

Nastis, nanay —reconoció Ebriond apesadumbrado—. Aún así, no temas nada, estimado bobbit —prosiguió Ebriond—, puesto que no estarás solo en esta empresa.

—El buen Gili irá contigo —dijo Égolas.

—Y el indómito Égolas —añadió el enano.

—Y el noble rey Aragan —matizó Bamorir.

—Y el fidelísimo Bamorir —comentó Trancas.

—Y Pepsi, Maxiy Zam —apuntó Birlo.

—Y Grangolf el Monótono —sentenció Ebriond.

—Por supuesto —admitió el mago dirigiéndole tal mirada al semielfo que, si las miradas pudieran matar, Ebriond habría sido fulminado allí mismo.

—Que así sea. Deberéis partir en cuanto los hados os sean propicios —respondió éste consultando un almanaque de bolsillo—. Y, a menos que vaya muy errado, os dejarán de ser favorables de aquí a una media hora.

—Hay días en los que me gustaría no haber nacido —dijo Fraudo quejumbroso.

—No digas eso, querido Fraudo —se lamentó Ebriond—. El amanecer del día en que naciste fue una gran alegría para todos.

—Bueno, supongo que esto es un adiós —le dijo Birlo a Fraudo en un aparte mientras salían de la habitación del corrillo—. Quizá debería decir «hasta luego», pero creo que «adiós» es bastante más apropiado para la ocasión.

—Adiós, Birlo —le respondió Fraudo conteniendo las lágrimas—. Ojalá pudieras venir conmigo.

—Me gustaría, pero ya no estoy para estos trotes: soy demasiado viejo —respondió el anciano bobbit fingiendo un estado de paraplejía absoluta—. Sin embargo, tengo algunos regalitos para vosotros.

Birlo le puso en las manos un paquete abultado y cochambroso. Fraudo lo abrió sin demasiado convencimiento en vista de la generosidad previa que le había mostrado su tío. El fardo solo guardaba un abrecartas mellado al que el viejo bobbit había apodado «Trasto», un chaleco antibalas apolillado y vanas noveluchas manoseadas, con nombres tan sugerentes como Los Follares de la Tierra[34] o El Sexo Sentido[35].

—Adiós, Fraudo —repitió Birlo mientras conseguía fingir un espasmo bastante convincente—. Ahora el destino del mundo depende de ti, ¡argh! Decidle que la amo y enterradme, ¡aaah!, enterradme bajo las jubeas en flor…

—Adiós, tío Birlo —y, despidiéndose con la mano, partió en pos de la compañía.

Tan pronto como el joven bobbit hubo desaparecido, Birlo se puso en pie de un salto y se fue brincando al saloncito mientras tarareaba:

Me siento en el suelo, me hurgo la napia,

pienso en muchas cochinadas:

Enanos perversos se chupan los pies

y elfos que se la machacan.

Me siento en el suelo, me hurgo la napia,

sueño con extravagancias:

Dragonas vestidas con trajes de látex,

trolls triscando a carretadas.

Me siento en el duelo, me hurgo la napia,

de emoción estoy sediento:

Un trasgo chalado que busca terapia

y otro esnifa pegamento.

Y mientras me hurgo sentado en el suelo

imagino cosas buenas:

Mordazas y fustas, calzones de cuero,

frotamientos y cadenas.

—Es una pena que tengáis que iros tan pronto —dijo Ebriond en cuanto la compañía estuvo reunida en torno al rebaño de ovejas, unos minutos más tarde—. Pero la Sombra arrecia cada instante que pasa y tenéis un largo viaje por delante. Es mejor que partáis ahora, mientras sea de noche, porque el Enemigo tiene ojos por todas partes —mientras acababa de pronunciar estas palabras, un globo ocular peludo cayó ominosamente desde un árbol cercano y se reventó al golpear contra el suelo con un gran estallido.

Aragan desenfundó a Fársil —la espada quebrada que le habían arreglado los elfos pegándola con miga de pan mascada[36]— y la enarboló por encima de la cabeza:

—¡Adelante! —gritó—. ¡Rumbo a Morbor!

—Adiós, chicos, adiós… —dijo Ebriond impaciente. —¡Excelsior! —vociferó Bamorir mientras arrancaba una nota ensordecedora de un silbato de caramelo.

Sayonara, beibi —respondió Ebriond—, aloha, avaunt, arroint.

Khazád Kardi, Khazád K’hay menú —bramó Gili.

As talavis taluc as —chilló Egolas.

Habeas corpua —añadió Grangolf agitando el bastón.

—Tengo pipí —dijo Pepsi—. Yo también —coreó Maxi.

—Sus voy a da' pi-pi… piedra a lo' do' —les espetó Zam mientras se agachaba para agarrar una roca.

—Venga, vamos —indicó Fraudo.

Y así, el grupo empezó a descender por el camino que partía de Ríendel. En unas cuantas y breves horas ya habían puesto un centenar de palmos entre ellos y la choza desde la que aún estaba Ebriond contemplándolos con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando la compañía descendió la primera loma, Fraudo volvió la mirada hacia Ríendel. En algún lugar entre aquella negrura se encontraba la Cochambra y sintió un gran anhelo de volver allí, el mismo que sentiría un perro al recordar un zurullo que hubiera dejado tras de sí mucho tiempo atrás. Mientras miraba, ensimismado en sus pensamientos, se levantó la luna, hubo una lluvia de meteoritos, se desplegó la sin par belleza de una aurora boreal, un gallo cantó tres veces, tronó, una bandada de gansos cruzó el cielo volando en formación de esvástica y una mano gigante escribió con letras de plata en el firmamento «Que la fuerza te acompañe, joven bobbit». De repente, Fraudo tuvo la abrumadora sensación de que había llegado a un punto de quiebra con el pasado, que se cerraba un antiguo capítulo de su vida y que se abría uno nuevo ante él.

—Arre, bicho —dijo taconeando en los riñones del animal. Mientras el cuadrúpedo avanzaba cansino y volvía la grupa al negruzco este, desde el bosque circundante se oyó el sonido de un pájaro enorme que vomitaba breve y estrepitosamente.