CAPÍTULO TRES

Un buen atracón bajo el logo del Poni Posador

El resplandor dorado de las postrimerías de la mañana ya caldeaba la hierba cuando al fin se despertó Fraudo con la cabeza espesa y la boca tan pastosa y apestosa como la bandeja de la jaula de una cacatúa. Miró a su alrededor, resintiéndose del dolor en toda y cada una de las articulaciones y vio que él —y sus tres compañeros que dormían como troncos— estaban en la mismísima linde del bosque y ante ellos pasaba la carretera que los conduciría directamente a Bree Tee. No había ni rastro de Tom Colgadín y a Fraudo se le ocurrió que quizá los acontecimientos de la noche pasada no se debieran más que a la pesadilla de un bobbit con la panza atiborrada de tortilla de patatas algo pasadita. En aquel momento sus ojos enrojecidos se posaron sobre una pequeña bolsa de papel que estaba al lado del zurrón y que tenía pegada una nota llena de garabatos. Fraudo se puso a leerla lleno de curiosidad:

K-kerido Fraulio:

Ké penna ke te kedaras roke tann pronnto. Te perdiste algunnos biajes mmui uauis. Espero k-ke lo del ani-io os baia de puta mmmadre.

Paz i Amor por un tubo,

Tommm

P. S. Te e puesto probisiones de una merkanzía de la ke ia no se aze. Te dejo, k-ke me bu-bubbe el su-su-subi-dónnn OhDiosmíoOhDiosmíoOhDios míoOh-Diosmío$5Q%°@+= 1

Fraudo echó un vistazo al contenido de la roñosa bolsa y vio un montón de algo que era como semillas o habichuelas de caramelo coloreadas, muy parecidas a las que se había comido la noche anterior. «Qué extraño —pensó el bobbit—; pero ¿quién sabe? Puede que nos sirvan para algo». Tras invertir una hora más en hacer recobrar el «sentido» a los compañeros, Fraudo y el grupo emprendieron el camino hacia Bree Tee mientras pensaban largo y tendido en la aventura del día anterior.

Bree Tee era la villa y corte principal de las Tierras de Bree Tee[26], una región pequeña y pantanosa, poblada en su mayor parte por topos y tipos que soñaban con estar en cualquier otro sitio excepto en donde estaban. El villorrio había disfrutado de una popularidad pasajera cuando, debido al hipido fortuito de un ingeniero de caminos, construyeron el Camino de Rosas de Cagada Grande[27] atravesando directamente todo el centro de este patético poblacho. Así, durante un tiempo los lugareños vivieron a todo tren gracias a la venta de detectores de radares, motores trucados, aparcamientos ilegales y algún que otro atraco a cara descubierta. Un pequeño flujo de turistas provenientes de La Cochambra propició la construcción de chiringuitos de comida rápida, paradas de douvenirs para suegras y monumentos históricos prefabricados. Pero la creciente marea de «problemas» venidos del este acabó de golpe y porrazo con el comercio tal y como se conocía hasta entonces: de las tierras orientales comenzó a llegar un goteo continuo de refugiados, trayéndose consigo pocas posesiones y aún menos neuronas. Dispuestos a aprovechar cualquier oportunidad por pequeña que fuera, los Hombres y los Bobbits trabajaron juntos y en armonía para vender a esos inmigrantes —de acentos tan marcados— apellidos más cortos y participaciones en la fábrica de motores de movimiento perpetuo. También se ganaron algún dinerillo extra vendiendo tarjetas de crédito falsas (o robadas) de La Cochambra a aquellos pocos desventurados que no estaban familiarizados con esa población bobbit.

Los hombres de Bree Tee eran chepudos, chaparros, chafados de pie y chabacanos. Debido a la gran protuberancia ósea que les circundaba los ojos y a su comportamiento bastante primitivo, con frecuencia se los tomaba por hombres de Neanderthal, una confusión bastante habitual que éstos últimos lamentaban mucho. Como les costaba mucho enfadarse, o hacer cualquier otra cosa, convivían en paz con los vecinos bobbits que, por otra parte, no cabían en sí de gozo por haber encontrado a alguien que estaba más abajo que ellos en la escala evolutiva.

Estos dos pueblos vivían ahora de los pocos chavos que se ganaban a costa de los espaldas mojadas y del subsidio por el cultivo del «paro», una fruta bastante corriente con la forma de un páncreas y casi tan apetitoso como éste.

La aldea de Bree Tee constaba de unas seis docenas de casuchas, la mayoría construidas de cartón piedra y corcho reciclado. Estaban dispuestas en una especie de círculo tras un foso protector del que emanaba una peste que podía abatir a un dragón desde un centenar de pasos.

Tapándose las narices, la compañía cruzó el puente levadizo que crujió bajo sus pies y leyó el cartel que se encontraba en el portalón de entrada:

BIENVENIDOS AL HISTÓRICO

Y PINTORESCO BURGO DE BREE TEE

1004 388 96 HABITANTES

¡Y SEGUIMOS CRECIENDO!

Dos guardias de mirada soñolienta movieron el culo lo mínimo indispensable para aligerar al reticente Zam del peso de las cucharillas que le quedaban. Fraudo se dejó confiscar la mitad de las habichuelas mágicas, que los guardias se zamparon llenos de curiosidad.

Los bobbits los redujeron después de que los caramelos surtieran efecto y, siguiendo las instrucciones de Grangolf, se encaminaron hacia el logotipo de neón naranja y verde que parpadeaba en el centro de la ciudad. Allí encontraron una posada hortera hecha de plexiglás y cromo, cuyo logo intermitente mostraba un caballito encabritado con los brazos en jarras y que pisaba con uno de los cuartos traseros una cagada de vaca descomunal[28]. Bajo éste se encontraba el nombre del hostal: La Pisada del poni Posador. Tras cruzar la puerta giratoria la compañía se acercó al recepcionista, en cuya plaquita identificadora se podía leer: «Hola, soy Cebadita Gordinflona. No me escupas, por favor». El tal Gordinflona iba disfrazado de caballito —al igual que el resto del personal— con un hocico de cartón, unas orejas de burro y una cola de paja.

—A la' búa' —saludó cansino el hombre gordinflón—. ¿Un’abitasión?

—Sí —respondió Fraudo guiñando el ojo disimuladamente a todos los compañeros—, hemos venido a tomarnos unas pequeñas vacaciones, ¿no es así, chicos?

—Vacaciones, eso es —coreó Maxi guiñándole a su vez el ojo a Fraudo, aunque lo hizo como si tuviera un ataque de epilepsia en el párpado.

—Sí, unas pequeñas vacaciones —matizó Pepsi, asintiendo con la cabeza como si fuera un idiota con un martillo pilón en la nuca.

—¿Me firman aquí, pó favo? —masculló el recepcionista tras el hocico postizo.

Fraudo tomó la pluma, que estaba sujeta al mostrador con una cadenilla, y garabateó los nombres «ALIAS SEUDÓNIMO, HOMBRE DE PAJA, DON NADIE y PERICO DE LOS PALOTES».

—¿Tiene alguna bolsa que quiere que le subamo' señó… Ehm… Seudónimo?

—Sólo las que tengo bajo los ojos, gracias —masculló Fraudo dirigiéndose hacia el comedor.

—Tranquilo’mbre, que no se me caerán lo' «anillo’» pó hacel-lo. Dejen su equipaje aquí y ya llamaré al botone’.

—Bueno, vale —respondió Fraudo mientras se alejaba a toda prisa en pos de sus compañeros.

—Que tengan una felí estansia —les gritó el recepcionista desde el mostrador—. Si quieren alguna cosa má, pregunten por «Juanillo» que es su botone’. ¡«Juanillo», «Juanillo!». —llamó éste mientras hacía sonar incansable la campanilla—, «Juanillo», el equipaje de lo' señore…

—¿Crees que este tipo se huele algo? ¿O no? —Fraudo preguntó a Zam cuando ya estaban a una distancia prudencial para no ser oídos por el recepcionista.

—No, señó' Fraudo —se apresuró a responder el bobbit mientras se frotaba la panza—. Vamo' a vé si hay algo pá' hin-cal-le’l diente.

Los cuatro entraron en el comedor y se sentaron en un reservado de plexiglás transparente, cerca de la chimenea de butano que asaba eternamente un caballo de resina ensartado en un espetón giratorio. Los suaves acordes de una música ambiental bastante desafinada resonaban por toda aquella habitación atestada de gente mientras los bobbits estudiaban el menú, que tenía la ingeniosa forma de una bosta de vaca. Al tiempo que Fraudo consideraba en regalarse con una merecida Tofa’s Chisberguere flambeada aux fines herbes, Zam se comía con los ojos ávidamente a las macizonas «potrancas» que se encargaban de atender las mesas vestidas con una minifalda de raso y el hocico de cartón, las orejas de burro y la cola de paja de rigor. «Pero qué burro m’i istoy poniendo con tanta potranca», pensó el bobbit para sus adentros mientras se «arreglaba el paquete».

Una de estas camareras se acercó hasta la mesa donde se encontraban a la par que Zam devoraba con la mirada esos ojazos rojos y brillantes, la peluca rubia de paja y las piernas peludas enfundadas en medias de lycra.

—¿Ké va a ser? —preguntó la «potranca» mientras se tambaleaba torpemente sobre unos zapatos de tacón alto que al parecer le quedaban algo pequeños.

—Pues un héroe o un muerto, quizás ambas cosas —respondió Fraudo pensando en voz alta.

—¡De papeo, leshe! No me explikej tu vida, venga, ke no tengo todo el día —espetó la camarera con una voz de estibador portuario que no hizo más que aumentar la «tensión superficial» de la entrepierna de Zam.

—Pues… para mí una Tofa’s Chisberguere flambeada aux fines herbes —dijo el bobbit.

—Una Tofa’s deLuxeTM[29]… —la «potranca» anotó con esmero en un cuadernillo.

—Yo quiero una… Trash Berguere pero sin pepinishos y con la Sobac’s Flavour Sauce —añadió Zam embobado—… Una Gourme’s Trash™

—¡Uno de tortilla de patatas! —gritaron los mellizos al unísono.

—… «Dos» Folkloric National Sandgüiches sin «TM». ¿Algún «bocanisho»… ¡perdón!… bocadisho máj?

—No grasia, salerosa… —se apresuró a contestar Zam.

—¿Yde beber?

—Cuatro Orca-Colas, bonita —volvió a piropearla el bobbit.

—Oído.

Tras tomar nota la camarera se marchó, tambaleándose sobre los tacones, andando como un pato mareado y tropezando a cada paso con la vaina larga y negra que le pendía del cinto.

—¡Qué mujé! ¡Pero qué pedaso de mujé! —exclamó Zam rebosante de testosterona—. ¿No l’habéis oío? ¡Pué' m’ha llamao «gurmé’»! Y é’ que’s verdá, ¡Soy un «simbarita»! ¡Tengo musho ojo yo!

Mientras tanto Fraudo se había dedicado a inspeccionar a todo bicho viviente en busca de alguien sospechoso. Había un par de bobbits, algunos hombres de tez oscura y un troll borracho como una cuba tirado en un rincón: nada fuera de lo normal. Un poco más aliviado, Fraudo permitió a los compañeros que se mezclaran con la gente, advirtiéndoles de que no dijeran ni pío sobre «lo que ya sabían».

La «potranca» volvió con la Tofa’s de Luxe™ para Fraudo mientras Zam intercambiaba algunas anécdotas estúpidas con un par de duendes que estaban en un rincón y los gemelos entretenían a un puñado de grémlins de aspecto sórdido con la ingeniosa pantomima Experiencia-X: la virilidad está aquí dentro, un éxito que había arrasado en La Cochambra. A medida que más y más gente se partía de risa con las posturas obscenas de Pepsi y Maxi, Fraudo se zampaba la hamburguesa meditabundo, pensando en cuál sería el destino del Gran Anillo cuando llegasen hasta Ríendel y Grangolf.

De repente, los dientes del bobbit rechinaron al morder un pequeño objeto duro. Maldiciendo para sí, Fraudo se hurgó la boca llena de comida a medio mascar y sacó un diminuto cilindro metálico. Desenroscó la tapa y extrajo una minúscula tira de «pergamicro», en el que pudo intuir, más que leer, las palabras siguientes: «¡Ten mucho cuidado! Corres un gran peligro. Estás embarcado en un viaje muy largo. Muy pronto conocerás a un llanero solitario, alto y misterioso. Pesas exactamente cincuenta y nueve libras».

Al bobbit se le cortó la respiración del susto y buscó con la mirada al remitente de este mensaje. Finalmente dio con un llanero alto y misterioso que estaba sentado ante la barra y tenía delante una cerveza de regaliz que apenas había probado. La delgaducha figura vestía completamente de gris y ocultaba la cara tras un antifaz negro. Tenía en el pecho dos bandoleras cruzadas llenas de balas de plata y un espadón con la empuñadura cuajada de perlas le colgaba amenazador de una pantorrilla escuálida. Como si notara que los ojos de Fraudo se posaban sobre él, se volvió lentamente girando sobre el taburete y le devolvió la mirada poniéndose un dedo enguantado sobre los labios, en un gesto que sugería discreción. Entonces señaló hacia la puerta del lavabo de caballeros y extendió los cinco dedos de la mano. «Cin-co mi-nu-tos», parecía leerse en su boca. Luego señaló a Fraudo y finalmente a sí mismo. A aquellas alturas la mitad de la clientela se había vuelto para mirarlos y, pensando que se trataba de un juego de charadas, animaban a Fraudo con gritos como «¿Una película?» o «¡El Silencio de los Borregos!».

El joven bobbit hizo ver que hacía caso omiso del extraño y volvió a leer el mensaje: «Corres un gran peligro…». Fraudo miró pensativo el poso de chinchetas que se había acumulado en el fondo de su Orca-Cola así como la extraña espumilla verde que flotaba entre los cubitos de hielo. En un alarde de intuición vació discretamente el vaso en la maceta de una enorme planta de plástico que tenía al lado y luego lo dejó en el suelo asegurándose de que nadie lo viera. El ficus se marchitó al instante y al agostarse descubrió un periscopio de lo más decorativo plantado en medio del centro floral. «Pues suerte que la planta ésa era de plástico: si llega a ser de verdad, se deshace», se dijo Fraudo. Ahora que todas sus sospechas habían demostrado ser fundadas, se escabulló sigilosamente hacia el servicio de caballeros para esperar allí a aquel hombre tan misterioso.

Después de que Fraudo esperara algunos minutos, varios clientes que usaban los urinarios empezaron a mirarlo con curiosidad mientras él seguía apoyado en las baldosas de la pared y silbando con las manos metidas en los bolsillos. Fraudo, para alejar sospechas, se dirigió hacia la máquina expendedora que colgaba de un rincón.

—Bueno, bueno, bueno —dijo con un suspiro teatral—. ¡Justo lo que buscaba! —y entonces, con una meticulosidad estudiada, procedió a llenar la máquina con la calderilla que le quedaba en la bolsa.

Quince pitos, ocho brújulas, seis mecheros y cuatro baratijas de látex más tarde oyó que alguien llamaba a la puerta furtivamente. Al final, uno de los clientes, oculto tras una mampara gritó:

—¡Dejad entrar de una puta vez a ese capullo, a ver si deja de gritar!

La puerta se abrió de golpe y la visión enmascarada del extraño misterioso apareció ante Fraudo, lo tomó de la mano y se encerró con él en uno de los retretes.

—Tengo un mensaje para vos, maese Bribón —dijo el desconocido.

Al oír su verdadero nombre Fraudo contuvo la hamburguesa, que pugnaba por salir por donde había entrado.

—Pero, pelo… cleo que se ha equivocado señol —empezó a decir el bobbit sin ninguna convicción—. Sí, cleo que se ha equivocado, mi honolable nomble sel…

—Tengo un mensaje para vos de parte de Grangolf, el Mago —insistió el extraño—. Si el nombre al que respondéis es el título de «Fraudo el Bribón».

—Yo… somos… éste —respondió al fin Fraudo, algo confundido con tanto plural arcaico y bastante asustado por el inesperado interrogatorio.

—¿Aún obra en vuestro poder el Anillo?

—Puede que sí, puede que no —remoloneó el bobbit intentando ganar algo de tiempo. El extraño agarró a Fraudo por las solapas.

—¿A-ún-o-bra-en-vues-tro-po-der-el-A-ni-llo?

—¡Sí, lo tengo! —chilló Fraudo—. ¡Demándame si quieres!

—No temáis, aplacad vuestro miedo, no os amedrentéis y contened a vuestros picapleitos —se rió el hombre—. Soy vuestro amigo.

—¿Y tienes un recado de Grangolf para mí? —Fraudo tragó saliva y notó como la hamburguesa empezaba a aposentarse un poco.

El enmascarado abrió un compartimento secreto en la alforja que llevaba al hombro y le dio a Fraudo un trozo de papel en el que se leía:

—¿«Tres calzoncillos, cuatro pares de calcetines, dos camisetas, una cota de mallas y almidón por un tubo»?

Lleno de impaciencia, el extraño arrebató al bobbit este gag tan viejo y lo cambió por un pergamino doblado. Fraudo echó un vistazo a los sellos de los tres Reyes Magos y la runa en forma de «X» de Grangolf grabada en un trozo de chicle endurecido, detalles que le confirmaron la identidad del remitente. Abrió impaciente la carta de un rasgón y se guardó el chicle «para más tarde», pensando en Zam. Descifró con dificultad los familiares trazos taquigráficos que rezaban:

Queridísimo Fraudo:

Empieza el baile. ¡Eramos pocos y parió la abuela! Haciendo honor a su nombre, los Narizgul de Saurion ya se han olido nuestra pequeña estratagema y están peinando la zona en busca de «cuatro bobbits, uno de ellos con una colita rosa». No se ha de ser ningún genio de la lámpara maravillosa para imaginar que alguien se ha ido de la lengua. Pon pies en polvorosa de donde quiera que estés y no pierdas «lo que tú ya sabes». Intentaré reunirme contigo en la Cima de los Aspavientos; de no poder ser así, no te rompas demasiado los cuernos y búscame en Ríendel. No tengas miedo de Trancas: es un buen mozo aunque un poco ped/arcaiz/altison/rimbomb/redund/ante, no sé si me explico.

Debo cerrar porque me he dejado algo encendido en el mechero Bunsen.

Grangolf

P. S. ¿Qué te parece mi nuevo papel de cartas? ¿A qué es una cucada? Me lo dieron en el Corte de Ingles a cambio de presentar la nueva caja de Magia Forras («¡Y quédate con los amigos!»).

A Fraudo se le hizo un nudo en la garganta y una vez más la Tofa’s de Luxe™ se puso a la altura de las circunstancias. Luchando contra la inoportuna reaparición de ésta, el bob-bit consiguió mascullar:

—Pues entonces no estamos a salvo aquí.

—No temáis nada, desamparada criatura —le animó Trancas—; puesto que yo, Aragan hijo de Barragan, estoy aquí para velar por vos. Sin duda alguna, Grangolf os debe de haber hablado largo y tendido sobre mí en esta misiva. Se me conoce por muchos nombres…

—Estoy seguro de ello, señor «Haragán» —le interrumpió Fraudo—, pero estamos con la mierda al cuello y acabaremos por hundirnos en ella si no salimos pronto de aquí. Me parece que alguien en este antro quiere mi cuero cabelludo. ¡Y no será precisamente para darme un masaje con champú anticaspa!

El bobbit regresó al comedor y encontró a los tres compañeros que aún se estaban poniendo las botas. Ignorando al extraño enmascarado, Zam dedicó una sonrisa grasienta a Fraudo.

—Me taba preguntando ande s había metió, señó' Fraudo —le dijo el joven sirviente—. ¿Quiere un bocao de mi Gourme’s Trash™?

La Tofa’s de Luxe™ de Fraudo pugnó por reunirse con la hamburguesa de Zam, pero consiguió someterla una vez más y el joven dejó espacio para que Trancas acomodase sus largas zancas debajo de la mesa. Los demás bobbits lanzaron al llanero una mirada aburrida y soñolienta.

—Y yo que creía q’aún quedaban musho' mese' pa’l Carnavá —dijo Zam.

—Escuchad —dijo Fraudo mientras detenía la mano del colérico Aragan—. Os presento a Trancas, es un amigo de Grangolf y también de nosotros…

—Y se me conoce por muchos nombres… —empezó éste.

—Y lo conocen por muchos nombres —concedió Fraudo—. Pero lo que ahora tenemos que hacer es… —el bobbit notó como una mole imponente se alzaba tras él.

—¿Loj señorej me harán el favor de pagarme sha? —se oyó que decía una voz ronca tras una peluca de paja amarillenta y un hocico de cartón.

—Ah, claro —respondió Fraudo—. Y aquí tienes la pro-pinaaaah!… —de repente el bobbit notó como una garra enorme y brutal se le metía en el bolsillo.

—No pasa nada, tío —gruñó la voz—. Me bajta con otra kosa ke tienej y ke me va «komo anisho al dedo». ¡Jo, jo, jo, jo, jo!

Fraudo dejó escapar un grito estridente mientras veía que una peluca caía de la cabeza de aquella falsa «potranca» para revelar los ardientes ojos rojos y la sonrisa macabra de un Narizgul. El bobbit contempló embobado la mirada lasciva del espectro mientras se fijaba en que todos y cada uno de aquellos aguzados dientes habían sido amolados hasta parecer puñales. «No me gustaría conocer a su dentista», pensó. Fraudo buscó ayuda con la mirada mientras aquel coloso lo levantaba y empezaba a registrarle los bolsillos en busca del Gran Anillo. En aquel mismo instante Zam sintió que se le partía el alma y se moría un mito erótico. «No te joé la tía ésa, si resulta que tenía más rabo q’un dragón empalmao», barruntó el bobbit tristemente sobre lo engañoso de las apariencias.

—Venga, vamoj —renegó el monstruo impaciente—. ¡Dámelo d’una puta vez!

Ocho imponentes camareras más los rodearon, cada una con un juego completo de cuchillos de carnicero afilados impecablemente, e inmovilizaron a los otros tres bobbits contra el parqué con la mayor crueldad y al grito de «¡Todos al suelo, coño!». No se veía ni rastro de Trancas, a excepción de dos espuelas tintineantes y temblorosas que asomaban por debajo de una mesa.

—¡Vale, ejpecie de ardisha, tú lo haj kerido! —espetó el malo enarbolando una gigantesca maza negra—. O me lo das o te… ¡Uaiaiaiaiaaaay! —gritó el Narizgul sorprendido por el dolor, pegando un respingo y dejando caer a Fraudo a la vez. De debajo de la mesa se vio aparecer una hoja afilada aunque algo mellada y oxidada. Trancas se puso de pie con un salto de lo más gallardo.

¡Oh Albeber! ¡Hidromiel! —cantó como si fuera un berserker tirolés mientras enarbolaba el espadón frenéticamente. Acometió al espectro que tenía más cerca con esa hoja tan impracticable—. ¡Banzai! —gritó—. ¡Corneta, toca a degüello! ¡Malditos torpedos! ¡A la carga mis valientes, con la espada y con los dientes!

Tras esta animosa arenga pegó un mandoblazo artero, pero falló su objetivo casi por una yarda y tropezó con la vaina de la espada.

Los nueve engendros se quedaron mirando fijamente con unos ojillos rojos a aquel maníaco que se retorcía y echaba espumarajos por la boca. La visión de Trancas les sobrecogió de tal manera que se quedaron allí de pie, sin decir nada. De repente una de las perplejas criaturas empezó a soltar risitas tontas y ahogadas, otra prorrumpió en carcajadas y dos más se le unieron, mondándose. Al final los nueve estaban poseídos por unas risotadas tan desternillantes que tenían que sujetarse el abdomen con las manos del daño que les hacía. Trancas se puso de pie bufando de cólera, pero se pisó la capa, cayó de bruces otra vez y las balas de plata se desparramaron por el parqué. Todos los comensales reían a mandíbula batiente, sin poder dar crédito a sus ojos. Dos Narizgul cayeron al suelo, tronchándose a carcajadas, otros se tambaleaban mientras unos lagrimones rojos les descendían por las mejillas escamosas, boqueando en busca de aire e incapaces de sostener las mazas.

—¡Ja, ja, ja!

Trancas se levantó de nuevo, con el rostro amoratado por la rabia y alzó su espada justiciera, pero la hoja se desprendió de la empuñadura.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Los Narizgul se retorcían y rodaban por el suelo, sujetándose los costillares. Trancas volvió a poner el filo en su sitio, asestó una estocada brutal y la hoja se quedó clavada hasta la guarda en el caballo de resina.

—¡JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO, JO!

En ese momento, al ver que nadie le prestaba atención, Fraudo tomó una de las enormes mazas que había quedado en el suelo y se dedicó a aporrear tranquilamente algunas cabezas. Maxi, Pepsi y Zam siguieron el ejemplo y se pasearon entre los farfullantes espectros asestando golpes indiscriminados a todas las ingles y panzas que se encontraron por el camino.

—¡Toma, toma, malo! ¡E’to ti pasa pó' pone' cashondo a un pobre bobbi' soltero! ¡Ti debería dá' vergüensa! —Zam había aprovechado la oportunidad para ajustar las cuentas a la «potranca» que había sido objeto de su deseo hasta hacía tan poco.

Al final el frenético Aragan cortó por accidente las cuerdas que sujetaban el candelero más grande del comedor, con lo que consiguió hacer ver las estrellas a los espectros, que ya estaban medio inconscientes, y a la vez sumir la habitación en una oscuridad absoluta. Los bobbits se abalanzaron a ciegas hacia la puerta, arrastrando a Trancas consigo a través del apagón. Anduvieron a tientas y serpenteando entre los ojos brillantes, salieron de la habitación y corrieron jadeantes por los callejones, pasaron por delante de los guardias noqueados, salvaron el puente levadizo y al fin se hallaron en campo abierto. Mientras Fraudo huía, notó cómo los pueblerinos los seguían con la mirada y el bobbit cruzó los dedos para que no informasen a los sicarios de Saurion. La suerte estaba de su parte, pues se dio cuenta de que los lugareños les prestaban poca atención y volvían rápidamente a los quehaceres cotidianos: encender hogueras de alarma en las torres almenaras y soltar bandadas de palomas mensajeras.

Cuando estuvieron a una distancia prudente de la aldea, Trancas les hizo esconderse en un seto tupido y les ordenó que se agazaparan y se quedaran callados para que los agentes de Saurion no los viesen, pues muy pronto éstos recobrarían la conciencia y emprenderían la cacería.

La compañía aún resollaba como un fuelle asmático cuando Trancas, «el del oído agudo[30]», ajustó el volumen de su audífono y apoyó la oreja contra el suelo.

—Alto y claro —susurró éste—, así es como oigo a los Nueve Jinetes yendo a galope tendido camino abajo y completamente pertrechados para la refriega.

Unos instantes más tarde una yunta de bueyes resignados pasó cansinamente pero, para ser justos con Trancas, iban armados con unas cornamentas de aspecto muy mortífero.

—Los malditos Narizgul deben de haber embrujado mis oídos —murmuró Trancas[31] a modo de disculpa mientras, avergonzado, le cambiaba las pilas al audífono—, mas, por el momento, tenemos vía expedita para proseguir nuestro avance.

El batir de los cascos de las monturas de los temidos Jinetes Cerdos resonó por el camino en ese mismo instante. La compañía apenas tuvo el tiempo justo para tirarse cuerpo a tierra y esconderse antes de que los vengativos perseguidores pasaran de largo a galope tendido. Cuando el tintineo de las armaduras se hubo apagado en la lejanía, cinco cabezas reaparecieron por encima de los arbustos con los dientes castañeteando como maracas de segunda mano.

—¡Bufa, po' los pel-los! —exclamó Zam—. ¡Un poco má y me caguen los pantal-lone!

El grupo optó por proseguir hacia la Cima de los Aspavientos antes de que se levantara el sol. La luna permanecía arropada por un chal de nubes espesas mientras viajaban en dirección al descollante pico, un dedo solitario de granito cerca de las faldas meridionales de las legendarias Colinas de los Advientos, que muy pocos osaban escalar, salvo alguna que otra pareja jadeante y falta de recursos.

Trancas caminaba dando largas zancadas en la fría brisa nocturna y sin mediar palabra, sumido en un completo silencio, a excepción del leve cascabeleo de sus espuelas galvanizadas. Los mellizos estaban fascinados por esa espada de empuñadura de perlas a la que el llanero llamaba Fársil, Conquistadora de Miles. Maxi se acercó disimuladamente al delgaducho enmascarado.

—Bonita faca la que usted luce, señor Aragan —comentó el indiscreto bobbit.

—Sí —respondió Trancas con parquedad mientras apretaba un poco el paso.

—No parece de las que venden en los mercadillos. Debe de ser un modelo especial, hecho a medida, ¿no?

—Sí —contestó el hombre alto a la vez que se le hinchaban un poco las narices.

Rápido como una rata de cloaca, Maxi le desenfundó la espada.

—¿Puedo echarle un vistazo?

Trancas, sin pestañear, se sacó una bota y le pegó al joven bobbit tal botazo en la nuca que lo envió rebotando hacia delante como si fuera una pelota de jai-alai.

—Ni hablar —le espetó el llanero mientras le arrebataba la espada y se calzaba de nuevo la bota.

—Creo que Maxi no pretendía ser impertinente, señor Aragan —dijo Fraudo mientras ayudaba al bobbit a ponerse de pie.

Siguió un silencio embarazoso. Al final Zam —a pesar de que todos sus conocimientos bélicos se limitaban a haber torturado a los pollos de la granja de la familia cuando era un tierno infante— empezó a tararear una canción que había aprendido no sabía muy bien dónde:

Zascandil, rey de Gónador, hombre de grandes hazañas,

a casi mil enemigos atravesó con la espada.

Hasta que, un día aciago, toda ella se oxidó

y Saurion, muy cabreado, de una hostia la rompió[32].

Y entonces, para gran sorpresa de los bobbits, un lagrimón cayó del ojo de Trancas y su voz sollozó en la oscuridad:

Y así la gran Gónador se fue a tomar mucho viento

al no tener a ese rey que obraba tantos portentos.

Y la vil Morbor nos dará diempre pa’l pelo

hasta que Fársil renazca y construya un nuevo imperio.

Los bobbits miraron boquiabiertos a su compañero como si lo viesen por primera vez. Así reconocieron sin lugar a dudas aquel mentón prominente y aquellos incisivos de rata que identificaban a Aragan como descendiente de Zascandil.

—¡Tú debes de ser el auténtico Rey de Gónador! —exclamó Fraudo.

El alto llanero los miró impasible.

—Las cosas que afirmáis serán desveladas en su día —le respondió—, pero no deseo hacer más declaraciones por el momento ya que hay otra estrofa, harto olvidada, que remata esta canción tan triste como dolorosa:

Contra el legítimo rey, Saurion conspira, el canalla;

así avisáis estéis: guardaos siempre un as en manga

pues no más que un triste réquiem depara la fortuna

a los que rápido prosperen y quieran alcanzar la luna.

Al contemplar al monarca recién descubierto bajo aquellas vestiduras tan cutres, el joven Fraudo no pudo evitar ponerse filosófico y meditar largo y tendido sobre las innumerables ironías que guardaba la vida.

Ya se veía el sol asomar por el horizonte y los primeros rayos tanteaban la superficie de la Cima de los Aspavientos. Tras una hora de escalada extenuante, coronaron la cumbre y descansaron agradecidos sobre la plana cúspide de granito mientras Trancas inspeccionaba el lugar en busca de algún rastro de Grangolf. El llanero se detuvo al olisquear una gran roca gris y llamó a Fraudo. Éste miró la piedra y distinguió una calavera con las tibias cruzadas que alguien había grabado hoscamente en la superficie: al lado de ésta se encontraba la runa en forma de «X» del viejo mago.

—No ha mucho tiempo que Grangolf ha pasado por aquí —dijo Trancas—. Y, a menos que malinterprete estas runas, parece que nos ha querido decir que este lugar es un sitio seguro para acampar y pernoctar.

A pesar de esto, Fraudo se acostó sumido en un mar de dudas azorantes. «Aunque —se dijo—, al fin y al cabo él es el rey». El puente que cruzaba el Brandiaguado y el camino que llevaba a Ríendel estaban a un tiro de piedra: sin duda aquí se encontraban a salvo de los infectos Jinetes Cerdos. Ya no podía demorar por más tiempo el merecido descanso y dejó escapar un suspiro de agradecimiento mientras se acurrucaba bajo un saliente de la roca. Al cabo de unos instantes dormía a pierna suelta, arrullado por el sonido de los leves roces y el tintineo de las armaduras que subían por la montaña.

—¡Despertad! ¡Despertad! —susurraba alguien, arrancando a Fraudo de sus sueños húmedos.

—¡Peligro! ¡Enemigos! ¡Sálvese quien pueda! —la mano de Trancas zarandeó al joven bobbit sin contemplaciones.

Fraudo le hizo caso y escudriñó montaña abajo, entreviendo nueve figuras negras que se acercaban sigilosas, avanzaban palmo a palmo por la ladera y se acercaban irremisiblemente al escondrijo de la compañía.

—Al parecer, sí que malinterpreté las runas —murmuró el guía cariacontecido—. Pronto estarán sobre nosotros a menos que consigamos distraer su injusta cólera.

—¿Cómo? —preguntó Pepsi.

—Sí, ¿cómo? —«adivina quién» coreó.

—Alguien deberá quedarse aquí para retrasarlos hasta que consigamos traspasar el puente —Trancas repasó a los bobbits con la mirada.

—Pero ¿quién?

—No temáis —atajó Aragan—. En mi guantelete atesoro cuatro pajitas que uso para limpiar la pipa, tres de ellas son largas y una corta. Quien saque la corta será el gilip… ejem… el elegido cuyo nombre figurará para siempre en el panteón de los héroes.

—¿Cuatro? —espetó Zam—. ¿Y «tú» qué?

El llanero se irguió con la mayor dignidad posible:

—Seguro que no querréis que juegue con ventaja pues, al fin y al cabo, fui yo quién hizo las pajitas.

«Sí, musha' pajita' ti hase' tú», pensó Zam.

Aún así el argumento persuadió a los cuatro bobbits, que procedieron a sacar los limpiadores de pipa y Zam cogió el más corto.

—¿Lo hasemo' a tre' ronda’? —gimoteó éste, pero los compañeros ya habían desaparecido del pico y corrían falda abajo con tanta rapidez como les permitían las piernas. Mientras resoplaba y jadeaba, una lagrimita se deslizó del ojo de Fraudo: iba a echar de menos a su camarada.

Zam bajó la mirada hacia el otro lado de la ladera y vio a los Narizgul, sin las monturas, que avanzaban rápidamente hacia él. Se agazapó tras una roca y les espetó con valentía:

—¡De se' vosotro' no m' asercaría má! ¡O lo lamentaréi! Los fieros caballeros hicieron caso omiso de las bravuconadas y prosiguieron la marcha, acercándose más y más.

—¡Vais a pishá ha’ta debajo d’la lengua! —les gritó Zam sin ningún convencimiento.

Los jinetes seguían acercándose y Zam al fin se cagó en los pantalones. Se sacó un pañuelo blanco y lo agitó, señalando con la otra mano la polvareda que sus amigos habían levantado.

—¡No perdái' el tiempo conmigo! —aulló desesperado—. ¡El del Anisho s’ha pirao por ashí!

Fraudo lo oyó desde el pie de la montaña y apretó a correr haciendo una mueca de dolor por el esfuerzo. Las largas y esbeltas zancas de Trancas ya casi habían llevado a éste hasta el puente y la seguridad que prometía el otro lado del río, el territorio neutral de los elfos. Fraudo volvió la mirada sin dejar de correr: él no lo conseguiría.

Trancas contempló la cabalgata mortífera de los jinetes tras el escondrijo que había alcanzado entre los brezos que crecían a la orilla del río.

—¡Apresuraos! —quiso alentarle—. Que tenéis a los Malos pegados a los talones —y entonces el llanero se tapó los ojos con las manos—. ¡Ay, ay, ay!…

El retumbar de los pies de los cerdos se hizo más y más intenso en los oídos de Fraudo y hasta llegó a oír el silbido que producían los Narizgul al blandir las mazas contra el aire. Hizo un último intento desesperado por redoblar la velocidad, pero tropezó y se quedó tendido de bruces tan sólo a unos pocos pies de la orilla. Los nueve lo rodearon soltando horrísonas risotadas mientras las monturas gruñían con los ojos entrecerrados pidiendo la sangre de Fraudo.

—Sangre… ¡Sangre! —pidieron a gruñidos con los ojos entrecerrados.

Fraudo levantó la mirada lleno de terror y los observó resignado mientras cerraban el círculo lentamente: estaba a un palmo de palmarla. El líder de la mesnada, un espectro alto y de cara bovina que lucía unas grebas cromadas, se reía a mandíbula batiente y enarbolaba una maza.

—¡Je, je, je, rata inmunda! ¡Es hora de divertirse!

Fraudo se encogió de miedo.

—Puede que zí, puede que no —dijo el bobbit, tirándose su farol favorito.

—¡Aaargh! —gritó impaciente un Narizgul que, por casualidad, se llamaba Argh—. ¡Venga, vamoj a hacer papisha a ejte kobardika! El jefe dijo que robáramoj el Anisho y que nos peláramoj al bobbit.

La mente de Fraudo se puso a trabajar a toda pastilla y decidió jugar la última carta que le quedaba:

—Puez bueno, eztá clado que me habéiz atdapado, pero no be hagáiz bucha pupita, pod favod, que be da biedo.

—¡Jor, jor, jor! —rió complacido otro Jinete—. ¿Así ké kreej que ej lo peor ke podemoj hacerte?

Los desalmados se acercaron hasta que pudieron oír latir el terrible miedo que anidaba en el pecho de Fraudo. El bobbit silbó, hizo ver que tocaba la zambomba y cantó una estrofa de Soy Minero a la vez que iba arriba y abajo arrastrando los pies, se rascaba la lanuda cabeza y se marcaba un chotis mientras se quitaba enormes tapones de cera de las orejas, todo ello sin perder el ritmo que le había dado la madre naturaleza.

—Sho diría ke sabe bailar —masculló uno de los jinetes.

—¡Y sho diría ke la va a diñar! —gritó otro, ávido de la sangre de Fraudo.

—Ya que voy a bodid, no be hagáiz bucho daño. No be tiréiz contra ezoz caddoz de allá, que pican, tengo alergia y be azuztan bucho.

Todos los sádicos jinetes se rieron, burlándose de esta declaración de principios.

—Pues si ejto ej lo que maj te akojona —bufó una voz cargada de malicia—, ej lo ke haremoj contigo, ¡kapusho!

Fraudo notó como una mano negra y huesuda lo levantaba, lo lanzaba disparado al otro lado del Brandiaguado y aterrizaba en medio de la mata de cardos borriqueros, en la orilla opuesta. Encantado de la vida por su pequeña estratagema, se levantó y tiró de la cadenilla para cerciorarse que el Anillo aún estaba atado a ella.

Pero los arteros Narizgul se resistieron a ser burlados por la artimaña del bobbit y espolearon los cochinos babeantes en dirección al puente en un intento de recuperar al magullado Fraudo y el preciado Anillo. El bobbit contempló para su asombro cómo los Nueve Negros eran detenidos al pie del puente por una figura ataviada con una vestimenta inmaculada.

—El peaje, por favor —ordenó la figura a los boquiabiertos jinetes. Los perseguidores se quedaron atónitos de nuevo cuando les indicó un cartel pintado a toda prisa y clavado en uno de los postes que rezaba:

Peajes y Pontazgos del Término Municipal de Elfboro

Peatones ……1 chavo
Carretas de doble eje ……4 chavos
Jinetes Cerdos y demás escoria ……45 doblones de a ocho

—¡Déjanoj pasar! —espetó un Narizgul enojado.

—Claro —replicó el pontazguero con amabilidad—. Vamos a ver; son uno, dos… ajá, nueve jinetes a cuarenta y cinco por barba suman… eeeh, cuatrocientas cinco gambas exactamente. En efectivo, por favor.

Los Narizgul rebuscaron apresuradamente en las alforjas mientras el líder maldecía en voz baja y se encogía de hombros lleno de frustración.

—Ejcushe —saltó furioso el jefe—. Ujté no sabe kién soy sho. ¿Ej ke no hay dejkuentoj para lakashos y ejbirros del Mal Más Malvado?

—Me temo que no… —el responsable se excusó con una sonrisa.

—¿No aceptan Shekej de Viajero Bandolero? En todaj partej valen tanto como el oro.

—Lo siento, pero esto es un puente, no una casa de cambio —respondió impasible la figura.

—¿Y si le firmo un pagaré? M’avala el Tesoro de Morbor.

—Mira pavo: si no hay dinero en mano, aquí no pasa un marrano.

Los Narizgul se estremecieron de cólera mal contenida pero volvieron la grupa a las monturas, dispuestos a largarse. Aún así, antes de partir, el líder levantó el puño y gritó:

—¡Ejto no va a kedar asín, ejcoria! ¡Noj volveremos a ver laj karas!

Tras decir esto, los Nueve espolearon a los atufantes puercos y se perdieron en la distancia dejando tras de sí una gran estela de polvo y estiércol.

Mientras contemplaba incrédulo como había conseguido escaparse de una muerte casi segura, Fraudo se preguntó durante cuánto tiempo proseguirían con esa bufonada los autores de ella. Pero no eran «autores»: tan sólo había uno.

Trancas y los compañeros corrieron hasta el maltrecho bobbit, prodigando sus felicitaciones por esta milagrosa escapada. Después todos se acercaron a la figura misteriosa, que a su vez caminó hacia ellos y, al distinguir a Trancas, lo saludó con los brazos abiertos y canturreó:

¡Aleluya! ¡Osana! ¡Ohmai darlin, güelcom!

¡Plistu mitllu, ful ana, Telecom.com! —respondió Aragan alzando las manos a su vez.

Y de este modo se encontraron, se abrazaron y se dieron el apretón de manos secreto de los Jóvenes Cantores.

Los bobbits observaron con interés al recién llegado, que se presentó como Flordintel, de los elfos. Cuando éste se desprendió del disfraz, la compañía contempló llena de curiosidad sus manos llenas de anillos, el polo de cuello abierto Laboste y las playeras y las bermudas ribeteadas en plata.

—Os esperaba desde hace días —dijo el elfo, que ya se estaba empezando a quedar calvo—. ¿Acaso habéis tenido algún problema durante el viaje?

—Se podría escribir un libro. Qué digo un libro: ¡Una trilogía! —Fraudo le respondió proféticamente.

—Bueno, pues mejor que pongamos pies en polvorosa —concluyó Flordintel—, antes de que estos villanos de opereta vuelvan. Quizá sean estúpidos, pero pueden ser muy persistentes, os lo aseguro.

—Vaya novedad —murmuró Fraudo para sí y desde aquel momento se sorprendería murmurando para sí cada vez con más frecuencia, como un viejo verde que acechara el paso de jovencitas descocadas.

—¿Sabéis montar en un animal, chicos? —el elfo miró dubitativo a los bobbits y, sin esperar a que respondieran, emitió un silbidito entre unos dientes enfundados en oro. Un seto se abrió para dejar salir retozando a varias ovejas merinas sobrealimentadas que balaban algo remolonas.

—¡Pues arriba! —Flordintel les ordenó sin más.

Fraudo, más o menos gracias a un ungulado poco cooperante, cabalgaba el último en aquella procesión que remontaba el Brandiaguado en dirección a Ríendel. Se metió la mano en el bolsillo, encontró el Anillo y lo sacó a la luz del anochecer. El artefacto ya empezaba a obrar su lenta transformación sobre el bobbit, aquella transformación contra la que Birlo le había prevenido: Fraudo estaba resfriado y moqueaba como un troll con alergia a la roña.