CAPÍTULO DOS

Tres serán compañía pero cuatro es un coñazo

—Yo, en tu lugar —dijo Grangolf—, emprendería el camino cuanto antes.

—Pues lo tienes bien fácil para ocupar mi lugar —respondió Fraudo sin levantar la mirada de la infusión de tila que intentaba beberse desde hacía horas—, porque yo no recuerdo haberme presentado voluntario para este asunto del Anillo.

—No es momento de hacerse el remolón —le reprendió el mago mientras se sacaba un conejo blanco del sombrero apolillado y lo dejaba triscar por el suelo—. Birlo partió hace días y ya te espera en Ríendel, como voy a hacer yo. Allí todos los pueblos de la Tierra Mediocre decidirán el destino del Anillo.

Fraudo fingía seguir absorto en el tazón cuando Zam entró en el comedor y empezó a revolver en la madriguera, empacando las últimas pertenencias de Birlo para guardarlas en el trastero.

—A la' búa’, señó Fraudo —saludó con voz ronca mientras se echaba para atrás un grasiento mechón del flequillo—. Ahorita mimo acabo de ajuntá tos los tratos de su tío, que se lá' piró tan mi’teriosamente sin deja' ni ra’tro. Qué cosa má' rara, ¿eh?…

Al ver que nadie estaba dispuesto a darle una explicación al respecto, el joven sirviente se fue al dormitorio de Birlo arrastrando los pies por la alfombra.

—¿Es de confianza este Zam? —volvió a la conversación Grangolf, a la vez que recogía velozmente al conejo, que empezó a vomitar tras olisquear la alfombra.

—Por supuesto —le aseguró Fraudo con una sonrisa—. Es mi mejor amigo desde que íbamos juntos al reformatorio.

—¿Y sabe algo del Anillo?

—Nada de nada —respondió el bobbit—. Estoy seguro de ello.

—Aún lo conservas, ¿no? —inquirió Grangolf mirando con recelo hacia la puerta cerrada del dormitorio.

Fraudo asintió y tiró de la cadenilla de clips con la que lo guardaba prendido a la camiseta de la bolera.

—Entonces ten cuidado con él —le advirtió Grangolf—, ya que posee muchos poderes arcanos.

—¿Como llenarme el bolsillo de óxido? —preguntó Fraudo mientras hacía girar la sortija con sus dedos regordetes.

Sin embargo, miraba el anillo con temor, como había hecho siempre durante los días pasados. Estaba hecho de un metal brillante, lucía extraños ingenios e inscripciones y, a lo largo de toda la parte interior, se veía unos caracteres escritos en un lenguaje desconocido para el bobbit.

—No entiendo lo que pone aquí —dijo Fraudo.

—Es que no puedes —le aclaró Grangolf—, pero yo sí. Está escrito en Conya[15], la antigua lengua élfica de Fálicor…

—¡Conya! —exclamó el joven bobbit—. Es verdad. En las clases nocturnas del reformatorio me enseñaron un poco de ella, pero nunca pasé de la primera declinación: conya, conyae, conyae, conyam, conya, conyus

¡Conya! —exclamó a su vez Grangolf—. El caso «lavativo» es conya, no conyus. ¿Cómo quieres ser algo el día de mañana si no sabes hablar Conya ni demás lenguajes «elfor-máticos»? Casualmente tengo por aquí información sobre unos cursillos y másters de la Grangolf’s School of Wonderfulosos Bisinises

—Olvídate de ganarte un sobresueldo a mi costa y dime de una vez lo que pone en el Anillo —atajó Fraudo al viejo mago, que ya se sacaba de la manga un par de folletos publicitarios.

—Vale, vale —refunfuñó Grangolf algo decepcionado por la pérdida de otro cliente potencial—. Vamos a ver, una traducción bastante conseguida[16] de la inscripción sería:

Este Anillo, y ningún otro, es la obra de los Elfos,

venderían a su madre para tenerlo de nuevo.

Soberano de Mortales, de Grelos y del Jamón;

si lo luces en el dedo, queda de lo más fardón.

Único Anillo que tiene un Poder Omnipotente:

todo lo que tú le mandes lo cumplirá mismamente.

Si lo rompes o lo fundes, no podrá ser reparado;

de hallarlo, mándalo a Saurion (los portes ya están pagados).

—Escalofriante, de verdad que me pone los pelos de punta —dijo Fraudo mientras se guardaba apresuradamente el Anillo en el bolsillo de la camiseta y notaba cómo se le ponían los pelos de punta.

—Y sin embargo es una advertencia que no puede estar más clara —añadió Grangolf—. Probablemente ahora mismo los perros de Saurion intentan olfatear el rastro del Anillo por todas partes y cada vez tenemos menos tiempo antes de que lo encuentren aquí. Ha llegado el momento de partir hacia Ríendel…

El viejo mago se puso en pie de un salto, fue hasta la puerta del dormitorio y la abrió de un tirón. En medio de un gran estrépito, Zam se cayó de costado, con la mano todavía apoyada en la oreja y con los bolsillos ya repletos de las cucharillas de mithril de Birlo.

—… Y este cotilla será tu fiel compañero.

Mientras Grangolf entraba en el dormitorio, Zam puso ojos de corderillo, las orejas gachas y sonrió a Fraudo con esa expresión de estupidez ingenua, que el joven bobbit había aprendido a querer tanto, a la vez que intentaba esconder en vano los cubiertos que le caían de los bolsillos.

Ignorando completamente a Zam, Fraudo llamó al mago con un hilillo de voz:

—Pero… pero si aún me quedan muchos preparativos por hacer. Mi equipaje…

—No te preocupes —le interrumpió Grangolf mientras le ponía dos maletas en las manos—. Tomé la precaución de hacértelo. Nos vemos en Ríendel y yo de ti pensaría en lo de esos másters…

Era una noche cuajada de estrellas rutilantes, tan clara y cristalina como un diamante álfico, y bajo esa noche Fraudo se reunía con los compañeros en los pastos de las afueras de la ciudad. Además de Zam se encontraban allí los hermanos gemelos Pepsi y Maxi Brandimamo, tan ruidosos como prescindibles, que triscaban alegremente por la pradera. Fraudo los llamó al orden mientras se preguntaba por qué diablos Grangolf le había hecho cargar con dos idiotas que meneaban el rabo como perritos y a los que nadie de la ciudad confiaría ni una cerilla quemada.

—¡Vamos, vamos! —gritó Maxi.

—¡Sí, venga, vamos! —coreó Pepsi que dio un paso demasiado rápido al frente y se cayó de morros, consiguiendo así sangrar por la nariz.

—¡Tonto’l culo! —se rió Maxi.

—¡Tonto’l culo tú! —gimoteó Pepsi.

Fraudo levantó la mirada hacia el cielo y suspiró: aquello iba a ser toda una epopeya.

Tras muchos esfuerzos el bobbit consiguió atraer la distraída atención del grupo y empezó a pasar revista a sus compañeros y los bártulos que llevaban. Como ya se temía, todo el mundo se había olvidado de las órdenes que les diera y se había traído la tortilla de patatas; todo el mundo excepto Zam, que se había llenado el morral con un montón de novelas sórdidas y con las cucharillas de Birlo.

Al fin consiguieron emprender la marcha y, siguiendo las instrucciones dadas por Grangolf, tomaron el Camino de Rosas de Cagada Grande hacia Bree Tee, la etapa más larga del viaje a Ríendel. El mago les había dicho que viajaran de noche, escondiéndose en el borde del camino, y que mantuvieran los ojos abiertos, las orejas limpias y las narices apartadas de cualquier problema. A juzgar por las circunstancias, ya era imposible que Pepsi cumpliera con éste último consejo.

Durante un rato caminaron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos[17]. Fraudo estaba muy preocupado ante la expectativa del largo viaje que les esperaba. Aunque sus compañeros retozaban por el camino alegres, juguetones y despreocupados, empujándose y dándose pataditas, el joven bobbit sentía que el temor le lastraba el corazón. Recordando tiempos más felices, se puso a tararear y luego a cantar a pleno pulmón una antigua canción enana que había aprendido sentado en el regazo del Tío Birlo, una canción cuyo autor había vivido en los albores de la Tierra Mediocre y que decía así:

Ai-bó, ai-bó,

nos vamos a currar,

aibóo, aibóo, aibóo, aibóo, ai-bó, ai-bó,

ai-bó, ai-bó…

—¡Bien! ¡Muy buena! —jaleó Maxi.

—¡Sí, muy buena! Sobre todo la parte del «ai-bó, ai-bó» —añadió Pepsi.

—¿Y cómo si llama? —preguntó Zam, que conocía muy pocas canciones[18].

—Yo la llamo Ai-bó —respondió Fraudo.

Pero a nadie le hizo ni pizca de gracia. Poco después se puso a llover y todos pescaron un buen catarro.

En el este el cielo cambiaba de negro a un gris nacarado cuando los cuatro bobbits, cansados y estornudando hasta sacar los bronquios, hicieron un alto y acamparon para el descanso diurno en una mata de orégano, a varios pasos de distancia del camino desprotegido. Los viajeros fatigados se tendieron en el suelo resguardado y se regalaron con un copioso tentempié bobbit a costa de las provisiones que Fraudo guardaba de hogazas enanas, cerveza aguada bobbit y chuletitas de cordero empanadas. Después del ágape, gimiendo entre dientes debido al atracón, se quedaron dormidos como troncos y cada uno tuvo sus particulares sueños de bobbit, aunque la mayor parte tenían que ver con chuletitas de cordero.

Fraudo se despertó sobresaltado, ya anochecía y una punzada persistente en el estómago le hizo escudriñar entre las plantas el camino, lleno de pavor. Más allá del follaje vio un bulto sombrío y oscuro en la distancia que se movía lenta y cuidadosamente por el resalto del pavimento: parecía un jinete alto y negro que montaba sobre una bestia enorme y abotargada. El bobbit contuvo el aliento mientras la figura, recortada contra el sol poniente, barría el terreno con unos ojos ominosos y rojizos. Por una vez creyó el bobbit que aquellos carbones ardientes lo habían visto, pero luego se entrecerraron como si sufrieran de miopía y pasaron de largo. La montura pesada, que ante los ojos aterrorizados de Fraudo parecía un sobrealimentado cerdo descomunal tan alto como un campanario, olisqueó la tierra húmeda en un intento de rastrear algún olor que los bobbits pudieran haber dejado. Los demás se despertaron en aquel momento y se quedaron helados de miedo. Mientras lo miraban, el jinete espoleó la montura, dejó caer un enorme pedo maloliente y partió al trote cochinero. No los había visto.

Los bobbits esperaron largo rato antes de hablar y después de que el remoto gruñir de la bestia se hubiera apagado.

—Vale, ya se ha ido —susurró Fraudo mientras se volvía hacia los compañeros, que estaban escondidos dentro de los morrales. Dubitativo, Zam asomó del saco.

—¡Que mi cuelguen de la' pelota' si é’te tío no ha hesho que mi cagara en lo' calsone! —el fiel amigo de Fraudo soltó una risita nerviosa y emergió del refugio—. ¡Ha si’o de lo má molé’to y procupante!

—¡Sí, de lo más molesto y preocupante! —llegó un coro de voces desde el resto de los sacos.

—Má molé’to é' tené' que oí' un eco cada vé' q’uno abre la boca —Zam pateó los morrales y se oyeron unos grititos, pero los sacos no dieron muestra de querer soltar su contenido.

—¡Qué mala leche tiene! —exclamó uno.

—¡Qué mala leche tiene y qué hostias da! —precisó el otro.

—Me pregunto qué terrible criatura era aquella —comentó Fraudo.

—Mi párese qu’era uno d’eso' tipo' de ló' que mi popó, el Tío Shota mi dijo que l’avisara, señó' Fraudo —al darse cuenta de que había metido la pata, Zam levantó la mirada hacia el cielo mientras se rascaba el mentón con disimulo.

Fraudo lo interrogó con la mirada.

—Bueeeenoooo —respondió el sirviente echándose hacia atrás el flequillo y chupando los pies de Fraudo a modo de disculpa—, é que m’acabo d’acordá de lo que’l viejo mi dijo ante' de que nó marsháramo’:

«—Y no t’olvide’ —mi dijo— de desil-le al señó' Fraudo que un e’tranjero ape’toso con ló ojo' rojo preguntaba por é’.

»—¿Un e’tranjero ape’toso? —pregunté sho.

»—Asín é’ —dijo é—, yo m’is’el tonto[19], y entonée' si puso de pie, si alisó el mostacho, soltó un bufío y dijo: «¡Cagüenla…! ¡Ya m’an vue’to a dá e’quinaso!». Y aluego mi saludó con la porra y montó sobre un serdo y si lá piró de La Mala Yerba gritando algo asín como: «¡Arre Coshinito, arre, arre, arre; arre Coshinito que llegamo' tarde!».

»—Eto é muy estraño, li dije yo».

—Mi párese qu’é tardao un poquito en desírselo, señó Fraudo. Lo siento.

—Bueno no importa —le consoló éste—, ahora ya es demasiado tarde para lamentarse. No estoy seguro, pero me da en la nariz que existe alguna relación entre ese forastero y el jinete apestoso que acabamos de ver —Fraudo enarcó las cejas pero, como siempre, se le cayeron otra vez por su propio peso—. En cualquier caso, ya no es seguro ir por el Camino de Rosas hasta Bree Tee. Tendremos que tomar el atajo que atraviesa el Bosque Pellejo.

—¿El Bosque Pellejo? —corearon Pepsi y Maxi, que seguían ensacados como larvas en capullos.

—Pero, señó' Fraudo —añadió Zam—, disen qu’ese sitio’tá… embrujao.

—Puede que sea cierto —respondió Fraudo tranquilamente—, pero más cierto es que, de quedarnos aquí, nos convertiremos en el plato especial del día.

Fraudo y Zam movilizaron rápidamente a los gemelos con unas cuantas patadas cordiales y la compañía buscó afanosamente los restos de las chuletitas que quedaban dispersos por la zona, los sazonaron con unas cuantas hormigas y dieron buena cuenta de ellos. Partieron cuando todo estuvo dispuesto y entonces los gemelos empezaron a emitir chillidos agudos con la esperanza —no del todo vana— de que en la oscuridad los confundieran con un grupillo de cucarachas nómadas. Caminaron hacia al oeste, encontrando incansablemente cualquier lugar donde fuera posible caerse de bruces, pero continuando tenazmente para alcanzar, antes de que amaneciera, la seguridad que les ofrecía el bosque. Fraudo calculaba que habrían viajado un par de leguas en otros tantos días, lo que no estaba nada mal para unos bobbits, aunque no resultaba lo bastante rápido. Durante aquella vigilia debían atravesar el bosque de un tirón para poder estar en Bree Tee al día siguiente.

Anduvieron casi en completo silencio, a excepción de un gimoteo continuo proveniente de Pepsi. «El pobre imbécil ya ha vuelto a hacerse sangre en los morros —pensó Fraudo—, y para postres Maxi se está volviendo tarumba».

Pero, a medida que transcurría tan larga noche y el este se iluminaba, la llanura empezó a dar paso a montículos, ranúnculos y forúnculos mil. Mientras la compañía avanzaba a trancas y barrancas, los matorrales se transformaron en una arboleda de vástagos y luego en un inconmensurable bosque de árboles de muy mal aspecto, castigados y abatidos por las inclemencias del tiempo y de la artritis. En poco rato fueron privados de la luz del amanecer y una nueva noche los cubrió como una toalla maloliente caída de un ropero.

Muchísimos años antes, aquel bosque había sido un sitio feliz y agradable, de sauces bien podados, piceas acicaladas y pinos emperifollados, el lugar de recreo ideal para topos ociosos y ardillas rabiosas. Pero los árboles habían envejecido demasiado mal, estaban achacosos de hongos en pies y troncos, tenían el cuerpo carcomido y, para más inri, les habían retirado la pensión. Así, no era de extrañar que un bosque que había llegado a la «Tercera Edad» con dignidad y que todos conocían como el Bosque Viejo, se hubiera transformado en un Bosque Pellejo, cascarrabias y resentido. También había otra razón para que lo llamasen así: se decía que uno podía dejarse la piel en él si no andaba con cuidado.

—Tendríamos que estar en Bree Tee por la mañana —dijo Fraudo mientras hacían una pausa para tomarse un pequeño tentempié de tortilla de patatas.

Pero el susurro malévolo que la menuda compañía oía soplar entre las copas de los árboles los invitó a no quedarse allí durante demasiado tiempo. Se fueron rápidamente, moviéndose con cuidado para evitar las andanadas ocasionales de deposiciones que les arrojaban los inquilinos, invisibles aunque enojados, de la bóveda forestal.

Tras diversas horas de sortear toda clase de obstáculos —a Pepsi le tocaron unos cuantos— los bobbits se dejaron caer en el suelo exhaustos. El lugar no le resultaba familiar a Fraudo, pues ya hacía horas que el sentido de la orientación se le había desorientado.

—Deberíamos de haber salido de este bosque hace rato —dijo con preocupación—. Me parece que nos hemos perdido.

—Puede que tenga rasón, señó Fraudo —observó el criado mientras se miraba abatido las uñas de los pies, afiladas como cuchillas. Al levantar la vista de ellas se le iluminó la mirada de repente—. Pero n’hase fa’ta procuparse: alguien má ha e’tao por aquí hase una' cuanta' hora' a ju’gá' pó ló re’to de l’acampá. Y s’han sampao una to’tilla de patata' ransia, como nosotro’.

Fraudo inspeccionó esos rastros tan evidentes con detenimiento: era verdad, alguien había estado allí tan solo unas horas antes y se había regalado con un papeo bobbit.

—Quizá podamos seguir estos rastros tan evidentes y encontrar la salida de una maldita vez —aventuró.

A pesar de lo molidos que estaban, emprendieron la marcha de nuevo y patearon el bosque persistentemente, llamando a gritos —y en vano— una y otra vez a la gente cuyas pistas de paso se les aparecían constantemente por delante: un hueso de chuletita de cordero empanada, una sórdida novela bobbit, una de las cucharillas de Birlo («¡Qué casualidad!», pensó Fraudo al ver esta última). En aquel calvario se toparon con un enorme conejo blanco que consultaba febrilmente un reloj de bolsillo de plástico y al cual perseguía una pequeña ninfómana rubia, un chaval que estaba siendo atracado a punta de navaja por tres osos pardos muy malcarados («Mejor que no nos metamos» —aconsejó Fraudo sabiamente) y una casita de chocolate desierta, a excepción de un enjambre de cien mil moscas, de cuya puerta de mazapán colgaba un cartel que ponía «SE VENDE POR DEFUNCIÓN DE LA DUEÑA». Pero no encontraron ni una maldita salida y mucho menos al grupo que seguían. Al final los cuatro se dejaron caer, derrengados, cuando ya era de buena mañana en aquel bosque gris y deprimente. No podían dar ni un paso más si no echaban una cabezadita y, como si estuvieran bajo los efectos adormecedores de alguna pócima, los pequeños vagabundos se enroscaron hasta formar compactas bolas de pelo y, uno a uno, se quedaron fritos bajo las acogedoras ramas de un árbol enorme, viejo y verde.

Al principio Zam no se dio cuenta de que estaba despierto. Había sentido como si algo blandito y gomoso lo desnudase por completo, pero lo atribuyó a un sueño nostálgico de aquellos placeres «draconianos» que tan poco tiempo atrás disfrutara en La Cochambra. Pero ahora estaba seguro por completo de que había oído claramente un sonido «absorbente» tras un rasgar de ropas. Se le abrieron los ojos de golpe para mostrarle que estaba en pelota picada y atado de pies y zarpas por las raíces carnosas del árbol. Gritando a viva voz para despejar su atolondrada cabeza, consiguió despertar a los compañeros que, al igual que él, habían sido atados como cerditos y despojados de toda ropa por la planta malintencionada que en ese mismo momento los arrullaba. El extraño árbol masculló algo para sí, apretando cada vez más a sus presas y, mientras los bobbits la contemplaban con repulsión, la canturreante ensalada viviente hizo bajar hasta el suelo unas flores con forma de labios carnosos. Las vainas bulbosas se acercaron poco a poco, emitiendo unos sonidos nauseabundos de besuqueos y arrumacos a medida que empezaban a enrollarse en torno a los cuerpos de los desvalidos bobbits que, apresados en este fatal abrazo, pronto serían sorbidos hasta la médula. Pero, en un último esfuerzo hicieron acopio de todas las fuerzas que les quedaban y gritaron pidiendo socorro.

—¡Socorro, socorro! —pidieron a gritos.

Nadie respondió a esta llamada desesperada. Los floripondios naranjas, jadeantes y babeantes de deseo, se extendieron sobre los cuerpos inermes de los bobbits. Un capullo orondo se aferró a la entrepierna de Zam, empezó un implacable movimiento de absorción y el bobbit sintió como la médula le era succionada hacia el centro de la flor. Después, mientras Zam contemplaba la escena aterrorizado, los pétalos se soltaron con un «¡plop!» retumbante y le dejaron un brote, maligno y tenebroso, allá donde habían estado unos segundos atrás. El bobbit, incapaz de salvarse a sí mismo o a sus compañeros, miró con impotencia y terror cómo los sépalos, ahora resollantes, se preparaban a administrarle una última chupada mortal: le iban a charrupar hasta dejarlo seco.

Justo cuando el estambre, largo y rojo como una lengua, acometía para consumar la inefable tarea, Zam creyó oír el fragmento de una cadenciosa canción no muy a lo lejos que se hacía cada vez más y más audible. Provenía de una voz farfullante y borracha que mascullaba unas palabras que, a oídos de Zam, no parecían tales:

¡Líate un peta! ¡Que rule la china!

¡Peta ya el porro! ¡Fuma y alucina!

¡Tómate un tripi y salta una colina!

¡Que llega el Viejo Tom con la planta de María!

¡Que viene Colgadín y te trae la mercancía!

Aunque todos estaban enloquecidos por el miedo, se esforzaron por escuchar la creciente melodía que sonaba como si quien la cantara estuviera comiendo polvorones y sufriera de paperas en fase terminal:

Resoplante, jadeante, cruza el bosque volando,

hasta que la gente harta te tire por el barranco.

Chillando como un cerdo, veloz cual golondrina,

¡ven a ver cómo el cerebro de te hace fosfatina!

Allá en el fin del mundo, donde no llegue ni Dios,

pondremos una tienda hippy para nodotros dos.

Cada vez hay más colegas con flores y chancletas,

mas si alguno me la juega, por el culo se las meta.

Por el Amor y la Gran Paz hagamos peta y raya,

y si las cosas pintan mal ¡nos vamos a Jamaica!

De repente irrumpió entre el follaje una figura de colores chillones recubierta de una gran mata de pelo que tenía la misma consistencia de un moco. Era algo parecido a un hombre, pero no demasiado, y tendría unos seis pies de alto, aunque no pesaría más de treinta y cinco libras, mugre incluida. Aquel cantor estaba de pie, con los larguísimos brazos que le colgaban hasta casi alcanzar el suelo, lo que permitía ver su cuerpo pintarrajeado de motivos y tonos cantones, que variaban del rojo psicópata al azul esquizoide. Alrededor de aquel cuello de pipeta colgaba una docena de talismanes de abalorios y en el centro brillaba con luz propia un amuleto con la runa élfica «LSD[20]» inscrita. Entre los mechones grasientos asomaban dos globos oculares gigantescos que parecían salirse de las órbitas, tan inyectados en sangre que más bien se asemejaban a dos pelotas de tenis hechas con sendos bistecs.

—¡Ooooooooh! ¡Uau! —dijo la criatura, haciéndose cargo de la situación rápidamente.

Y entonces medio saltó y medio rodó hasta los pies del árbol asesino, se puso de cuclillas, atravesó al vegetal con una mirada de iris descoloridos y grandes como platos y entonó una cantinela que a Fraudo le sonó como si fuera una tos tuberculosa:

¡Maldita remolacha! ¡Suelta ya a tus presas!,

camada de gatitos que tan ufana aferras.

Quizá voy muy pasado con tanta cocaína,

¡pero no tan volado como esta puta encina!

¡Basta de cachondeos! ¡Los quiero ver abajo!

¡Y así podremos todos rayarnos a destajo!

Que estos animales son los colegas de mí menda,

¡déjalos ya, te digo! ¡Vaya lechuga de mierda!

Tras estas palabras la aparición rocambolesca alzó una mano arácnida, puso dos dedos huesudos en forma de «V» y pronunció un conjuro arcano y fantasmal:

¡Tom, Tom! ¡Tom Colgadín!

¡Hash! ¡Crack! ¡Jaco y speed!

¡Do! ¡Mí! ¡La vida es así!

De repente se detuvo en medio de una cabriola, adoptó un semblante de seriedad y espetó al vegetal que apresaba a los bobbits:

¡Musgo infecto, vade retro!

¡O verás qué hostia te meto!

La planta monstruosa se estremeció hasta las raíces y los zarcillos que aferraban a las víctimas se soltaron y cayeron como si fueran espaguetis algo pasados. Los bobbits fueron puestos en libertad entre gritos de júbilo y contemplaron fascinados como la gran amenaza verde hacía pucheros y sorbía para adentro los pistilos, cabreadísima. La compañía recogió los bártulos y Fraudo suspiró aliviado al encontrar el Anillo aún «enclipado» firmemente al bolsillo.

—¡Gracias! ¡Gracias! —chillaron todos meneando las colitas—. ¡Gracias! ¡Gracias!

Pero su salvador nada dijo y, como si permaneciera ajeno a la presencia del grupo, se dedicó a husmear el árbol.

—Gaga, gaga —empezó a gaguear aquél al cabo de un rato mientras las pupilas se le abrían y cerraban cual paraguas epilépticos.

Las rodillas se le torcieron, luego se le enderezaron y, finalmente, se le torcieron de nuevo y cayó hecho una bola de pelo enmarañado sobre el suelo musgoso

—¡Oh Dios mío! ¡Sacádmelos de encima! —empezó a gritar mientras sacaba espumarajos por la boca—. ¡Están por todas partes y son verdes! ¡Argh! ¡Urgh! ¡OhDiosmíoOhDiosmíoOhDiosmíoOhDiosmíoOhDiosmío! —aullaba mientras se sacudía con las manos el cabello y el cuerpo tal y como haría un monje bonzo reclutado a la fuerza.

Fraudo parpadeó lleno de asombro y aferró el Anillo, aunque no se lo puso. Zam se inclinó sobre el engendro postrado, le sonrió y le tendió la mano.

—Con pe’miso —dijo el sirviente haciendo acopio de todas las reservas de educación que pudo aunar[21]—, ¿podría u’té' indica’nos pande…?

—¡Oh, no, no, no! ¡Miradlos, están por todas partes! ¡Apartadlos de mí!

—¿Apartar a quién? —preguntó Maxi educadamente[22].

—¡A ellos! —gritó el extraño colapsado señalándose la cabeza con el índice.

Un segundo después se puso de pie calloso con un salto y arreó directamente hacia el tronco de un nogal, corriendo como alma que lleva el diablo y con la cabeza por delante, le sacudió al árbol un sonoro testarazo y, ante los asombrados ojos de los bobbits, recuperó la compostura.

Fraudo llenó su sombrero de ala estrecha con el agua cristalina que brotaba de un manantial cercano y se acercó hasta la figura aturdida, pero ésta abrió los ojos vidriosos y emitió otro chillido agudo:

—¡No, no! ¡«Agua» no!…

El bobbit saltó hacia atrás asustado y la criatura pellejuda se estremeció mientras se ponía sobre pies y nudillos.

—Mutxas grazias de todas formas —dijo el desconocido que parecía haber recuperado su verdadera personalidad—, es ke siempre me okurre lo mismo kuando «me paso de la raía» i me da el subidón —el extraño, que también parecía haber recobrado su verdadero y peculiar acento, les ofreció la mano y esbozó una sonrisa desdentada—. Tom Colgadínnn, a buestro serbizio.

Fraudo y el resto de compañeros se presentaron con toda solemnidad, aunque de vez en cuando aún lanzaban miradas de pánico hacia la planta chupadora que hacía ademanes de abalanzarse sobre ellos.

—¡O, uau! No tenéis porké preokuparos por eia —jadeó Tom—, sólo está un poko kabreada. ¿Y ké azen unos gatitos komo bosotros en un sitio komo éste?

Fraudo le explicó que iban de camino a Bree Tee pero que se habían perdido.

—¿Nos podrías decir cómo salir de aquí? —preguntó cuando acabó de contar la historia.

—¡O, uau! ¡I tanto! —rio Tom—. ¡Está txupado! Pero vaiamos a mi txabola primero, kiero ke konozkáis a mi txorba. Se iama Raia de Oro.

Los bobbits accedieron a ello, pues se les habían acabado las provisiones de tortilla de patatas. Sin más dilaciones, recogieron los bártulos y siguieron con curiosidad a Colgadín, que zigzagueaba sin parar y de vez en cuando se detenía para charlar con una piedra o un tocón dispuestos a ello, cosa que les daba tiempo para alcanzarlo. Mientras deambulaban sin rumbo aparente entre los árboles amenazadores, la garganta de Tom se abrió para croar alegremente:

¡Oh desnutrido esqueleto y astronauta, sin cohete, del espacio sideral!,

¡Oh mi chusca damisela siempre pasada de vueltas y montándome elpercal!

Que de tu boca reseca nunca saldrán palabras, sino incontables burbujas,

¡oh espectro pellejudo de uñas tan afiladas cual desechables agujas!

Mugre y pelo enmarañado que muestra dos sumideros en vez de hermosas pupilas,

¡Tienes mi amor bien prendado aunque pocas veces te bañas y menos aún te depilas!

Pastillera impenitente que siempre estás de palique con todos los animales…

Eres Raya, eres de Oro, ¡y ambos somos carcamales[23]!

Unos instantes después salieron a un claro que había sobre un altozano. En éste se encontraba una chabola destartalada que tenía una forma parecida a una barca hinchable vuelta del revés y coronada por una pequeña chimenea que emitía un denso nubarrón de humo verde con pinta de ser muy contaminante.

—¡O, uau! —exclamó Tom lleno de alborozo—. ¡Eia ia iegado!

La compañía, con Tom en cabeza, se acercó hasta esa chocita de aspecto tan poco acogedor. Tras el único ventanuco que tenía, en la parte de arriba, se veía parpadear una luz tornasolada. Al traspasar el umbral, alfombrado de papeles de fumar, pipas rotas y neuronas quemadas, Colgadín entonó una melodía:

Para abrir esta muralla…

¡Voy a hacerme una Gran Raya!

Para hacerme una Gran Raya…

¡Tráiganme todos los gramos!

Los milis, sus miligramos;

los kilos, sus kilogramos,

con la pasta que ajuntamos…

Desde las profundidades humeantes una voz respondió:

Una Gran Raya que vaya,

desde el monte hasta la playa,

desde la playa hasta el monte,

¡ay amor el horizonte!

Tom hizo como si llamara a la puerta con la mano huesuda mientras decía:

¡Pum, pum!

Al principio Fraudo no consiguió distinguir nada entre el empapelado fluorescente y las velas estroboscópicas pero, al final, le pareció ver una pila de harapos inmundos que preguntaba aún canturreando:

—¿Quién es?

Los estupas del cuartel… —respondió Tom guiñando un ojo inyectado en sangre a los pequeños bobbits.

—¡Tira la Gran Raya! —gritó asustado el montón de inmundicia.

—¡Pum, pum! —insistió Tom.

—¿Quien es?

Los colegas en tropel

—¡Pasa la Gran Raya!

Entonces, mientras los bobbits aún escudriñaban la oscuridad con ojos incrédulos, el montón de mierda se enderezó y se puso de pie, revelando que era una mujer increíblemente chupada y con los ojos hundidos casi hasta tocarle la nuca. Los miró durante un momento y murmuró:

—¡Guau, qué pasada! —y después volvió a caer en un sopor catatónico entre un tintineo de cuentas y abalorios y una nube de polvo blanco y dorado.

—Debéis perdonar a Raia —dijo Tom—, pero es ke el martes es su día de bajón —les aclaró.

Un tanto desconcertados por la humareda acre, la polvareda blanquidorada y las velas relumbrantes, los bobbits se sentaron con las piernas cruzadas en un colchón cochambroso y pidieron educadamente algo de zampar[24], puesto que habían caminado tanto y tenían tanta hambre que estaban a punto de comerse las garrapatas.

—¿Algo de papeo? —rio entre dientes Tom, revolviendo en una bolsa artesanal de cuero—. Sí, poneos kómodosy os buskaré algo para pikar. A ber, a ber… O, o, ¡uau! Kreía ke se me abían akabado. ¡Ké suerte! —les dejó ver el contenido de la bolsa con las manos temblorosas y lo volcó formando un montoncito dentro de un tapacubos abollado que tenían delante. Aquello se contaba entre las setas de aspecto más dudoso que Zam había visto en la vida.

—Son la' seta' d’a’pecto má' dudoso qu’e vi’to’n la vida —afirmó el bobbit.

A pesar de todo, en la Tierra Mediocre había pocas cosas que Zam no hubiera mordisqueado distraídamente y no hubiera vivido para contarlo[25], así que se abalanzó sobre las setas, atiborrándose a dos carrillos y con toda clase de ruidos. Tenían un color extraño y un olor más extraño aún, pero sabían bien, aunque eran un poco insípidas en la parte más mohosa. Después del ágape, Tom les ofreció unas grageas dulces que tenían letras diminutas impresas habilidosamente.

—¡Se deshacen en tu koko, no en tu mano! —rio Tom.

Atiborrados y a punto de reventar, los satisfechos bobbits se amodorraron mientras Raya de Oro tañía una melodía con algo que tenía el aspecto de un telar embarazado. Serenado por la comilona, Zam se sintió especialmente honrado cuando Tom le ofreció un poco de su propia «pikadura espezial» para la pipa. «Qué sabó tan e’traño —pensó Zam—, pero’tá mú' rico».

—Ia aze más de media ora ke estáis así —dijo Tom—, ¿no keréis un poko de palike?

—¿Palique? —preguntó Zam.

—Sí, ia sabes, es komo… ablar kon la boka —aclaró Tom mientras se encendía la cachimba, que era como un enorme colador repleto de válvulas y diales—. ¿Estáis akí porke las kosas van txungas?

—Sí, sería una manera de decirlo —dijo Fraudo con prudencia—. Tenemos este Anillo de Poder y… ¡ay! —el bobbit se mordió la lengua, pero era demasiado tarde: ya no podía desdecirse.

—¡O, ké uai! —exclamó Tom—. ¿A ber…? Fraudo le tendió el Anillo a desgana.

—¡Baia baratija! —concluyó Tom, devolviéndoselo—. Asta las txutxerías ke les koloko a los enanos son mejores.

—¿Vendes anillos? —le preguntó Maxi.

—I tanto, a porradas —respondió Tom con rotundidad—. Iebo una tienda de inzienso i amuletos májicos durante la temporada turístika, me dá para bibir durante el imbierno. ¿Sabes a ké me refiero?

—Pues no quedaremos muchos para visitar los bosques —murmuró Fraudo—, si no desbaratamos los planes de Saurion. ¿Te unirías a nosotros?

—No me des la murga, tío —negó Tom con la mata de pelo que tenía por cabeza—. Soi «objetador» de konzienzia… No kiero más guerras. Me bine akí para pasar de malos roios, ¿bale? Si alguien me kiere kalentar el kulo, le diré «¡Pues de puta madre!» y le daré flores y kuentas de kolores del amor. «¡Amor!» le diré. ¡No más guerras!, eso es. Si te dan una ostia en una meji-ia, ¡invítale a otra pasti-ia! Éste es mi lema. ¡No más guerras! —insistió exasperado.

—«No má guerra’»… ¡No má güebo’! —rezongó Zam a Maxi por lo bajo.

—¡No! Tengo uebos ¡I bien puestos! —espetó Tom señalándose la mollera—. ¡No más sesos! Eso es lo ke pasa.

Fraudo esbozó una sonrisa diplomática, pero de repente se dobló debido a una punzada muy aguda en el estómago. Los ojos empezaron a girarle y notó que la cabeza emprendía un vuelo supersónico. «Será que el pasodoble de la bruja ésa me ha cortado la digestión», pensó mientras los oídos le tañían como una caja registradora enana. Sentía la lengua hinchada y reseca como un trapo y su colita empezó a menearse ella sola.

Volviéndose hacia Zam, intentó preguntarle si tenía las mismas sensaciones:

—¿Blesh glo flishmo gle glio? —masculló Fraudo. Pero no insistió más en ello porque entonces vio que a Zam se le había ocurrido convertirse en un enorme dragón rosa con un traje de tres piezas y un sombrero de paja.

—¿Qué dise u’té, señó' Fraudo? —preguntó el lagarto acicalado, aunque sonaba la voz de Zam.

—¿Fligash flantosh florolesh glo flalushino? —respondió Fraudo adormecido, pensando en qué extraño era que Zam llevase un canotier a finales de otoño. Al echar un vistazo a los gemelos, el bobbit se dio cuenta de que se habían convertido en dos cafeteras de caramelo a juego que borboteaban enloquecidas.

—Pobrecito, no se encuentra demasiado bien —dijo una de ellas.

—Es que está «indispuesto» —aclaró la otra.

Tom, ahora una zanahoria de seis pies de altura bastante guapetona, se rió estrepitosamente y se transformó en un parquímetro retorcido. Fraudo, cada vez más descompuesto a medida que una gran oleada de puré de patatas le inundaba el cerebro, permanecía ajeno al creciente charco de baba que se le iba formando en el regazo. Sucedió una explosión sin ruido en el interior de sus oídos y contempló aterrorizado cómo la habitación empezaba a estirarse y palpitar como si fuera un trozo de plastilina a fuego lento. Las orejas de Fraudo comenzaron a crecer sin parar y los brazos se metamorfosearon en sendas raquetas de badminton. En el suelo se hicieron agujeros de los que empezaron a brotar cacahuetes azucarados y colmilludos. Un combo de cucarachas a topitos se marcó un rock’n' trol en su panza. Un queso de Cabrales le sacó a bailar un vals y giraron como peonzas pasadas de vueltas por toda la habitación. Fraudo abrió la boca para dar las gracias y de ella salió un enjambre de lombrices voladoras. Su vesícula biliar rompió a cantar un aria y, al terminar, le dio unos pasos de claque encima del miembro viril. Entonces el bobbit empezó a perder la consciencia pero, antes de caer redondo, oyó como un molde pastelero de seis pies de alto se mofaba:

—Pues si aora flipas, ¡espera a ke te dé el subidónnn!