PRÓLOGO

De los bobbits[1]

Este libro trata principalmente de hacer dinero y el lector descubrirá en sus páginas mucho del carácter y algo de la escasa integridad moral de los autores. Sin embargo, de los Bobbits descubrirá bien poco, ya que cualquiera que esté en sus cabales admitirá rápidamente que tales criaturas sólo pueden existir en las mentes de esa clase de niños que se pasan la infancia metidos boca abajo en papeleras de mimbre y que, cuando crecen, se convierten en atracadores, ladrones de chuchos y vendedores de seguros. No obstante, a juzgar por el número de ventas de las interesantísimas novelas del profesor Tolkien, éstos conforman un grupo de presión bastante nutrido y lucen en los bolsillos cierto tipo de quemaduras que sólo pueden deberse a la combustión espontánea de enormes fajos de billetes apretujados. Para dichos lectores hemos compilado aquí algunos fragmentos de calumnias raciales relativas a los Bobbits, extraídos a base de apilar en el suelo todos los libros del profesor Tolkien y repasarlos incontables veces con toda suerte de vistazos, hojeadas y lecturas rápidas. En atención a ellos también hemos incluido un breve extracto de la narración[2] de las primeras aventuras de Birlo Bribón, que él mismo bautizó como Mis viajes con Rollum a lo largo y ancho de la Tierra Mediocre; pero que el editor, con más visión comercial, decidió titular Amanecer Troll. Los Bobbits son un pueblo indeseable y muy irritante, más numerosos en tiempos remotos que en la actualidad debido a que han mermado vertiginosamente desde que cayera en picado el mercado de los cuentos de hadas. Son lentos, huraños, bastante cortos y pesados y prefieren llevar una sencilla vida de miseria y sordidez pastoril aunque, eso sí, muy bucólica. No entienden ni gustan de maquinarias más complicadas que un garrote, una porra o una 9 mm Parabellum. En otros tiempos (y ahora) desconfiaban (y desconfían) de la Gente Grande o Grandullones, como suelen llamarnos. Nos eluden con terror por norma general, excepto en aquellas raras ocasiones en que se reúnen un centenar o más para tender una emboscada a un campesino o un cazador solitario. Los Bobbits son gente diminuta, más achaparrada que los Enanos, que los consideran unos canijos tramposos e inescrutables y con frecuencia se refieren a ellos como el «peligro de la bobbalización». Rara vez superan los tres pies[3] de alto, pero son bien capaces de tumbar a criaturas que casi les lleguen a la altura de la cintura cuando las pillan desprevenidas. En cuanto a los Bobbits de la Cochambra, de quienes tratan estas delaciones, son increíblemente desaboridos, visten ropajes de color gris brillante y de solapas estrechas, sombreritos tiroleses y corbatines. Nunca llevan zapatos y caminan sobre un par de protuberancias peludas y callosas que sólo se reconocen como pies gracias al lugar que ocupan al final de las piernas. En general, sus rostros llenos de granos lucen una expresión malévola que sugiere una gran afición a hacer llamadas telefónicas obscenas y, cuando sonríen, hay algo en el modo de mover su larguísima lengua que, de la incredulidad, hace tragar saliva a los dragones de Komodo. Tienen unos dedos largos y diestros, del tipo que uno asocia con la gente que se pasa cantidad de tiempo con las manos en los pescuezos de animalitos peludos y en los bolsillos de los demás. Son muy mañosos construyendo cosas complicadas y útiles, como dados cargados y trampas explosivas. Les encanta comer y beber, jugar a las chapas con cuadrúpedos cortos de mollera y contar chistes verdes de enanos. Son aficionados a dar fiestas que resultan un coñazo, a hacer regalos comprados en el «todo a cien» y gozan de la misma estima y consideración general que una hiena muerta.

Es en verdad evidente que, a pesar de un alejamiento posterior (y afortunado), los Bobbits guardan un parentesco con nosotros: están en algún lugar de la cadena evolutiva que empieza en las ratas, pasa por los glotones y acaba en los franceses, mas ahora es imposible descubrir en qué consiste nuestra relación con ellos. El origen de los Bobbits viene de muy atrás, de los Días Caducos, ya perdidos y olvidados, cuando poblaban el planeta toda suerte de criaturas pintorescas que para verlas hoy en día te tienes meter al menos un litro de cazalla entre pecho y espalda. Sólo los Elfos conservan algún registro de esa época, felizmente desaparecida, que únicamente nos revelan culebrones élficos, fotos de trollas en pelota picada y referencias sórdidas a orgías con «orcas», siendo una tal Willy una de sus favoritas. Sin embargo, es obvio que los Bobbits vivían en la Tierra Mediocre mucho antes de que cualquier otro pueblo advirtiese (o quisiera advertir) que existían. Pero en los días de Birlo y Fraudo empezaron a meter cizaña en los Concilios de los Pequeños y los Tontos, dando a conocer su presencia de pronto cual salami revenido.

Aquellos días —la Tercera Edad de la Tierra Mediocre, o Edad de Hojalata— han quedado muy atrás y la conformación de las tierras en general ha cambiado mucho: la mayoría de éstas ha quedado anegada bajo el mar y sus pobladores están en potes de formol y se exhiben en la colección de mutantes y rarezas del Museo Etnográfico. En los tiempos de Fraudo, los Bobbits ya habían perdido todos los archivos referentes a su patria original, en parte debido a que su nivel literario y desarrollo intelectual era comparable al de un besugo alevín y en parte debido a que su afición por la genealogía les hizo desdeñar la idea de que sus elaborados árboles familiares, más falsos que un duro de goma, podían tener unas raíces casi tan profundas como las de un bonsái. Está perfectamente claro, no obstante —a juzgar por sus acentos marcados y la afición a los platos típicos de Bree Tee—, que en algún momento del pasado emigraron hacia el oeste en pateras. Sus leyendas y antiguas baladas, que nos hablan básicamente de elfos lujuriosos y dragonas en celo, mencionan de pasada la zona aledaña al Río Andurnalin, entre los lindes del Gran Bosque Merde y las Montañas Trufadas. Quedan otros registros en las grandes bibliotecas de Gónador que dan crédito a estas habladurías, así como alguna que otra circular interna de la Policía Nacional y documentos similares. No se sabe con certeza por qué emprendieron más tarde el arduo y peligroso cruce de las montañas y entraron en

Elhedor, aunque los relatos de los Bobbits hablan de una Mala Sombra que cayó sobre la floresta y les dio al traste para siempre con la cosecha de patatas.

Antes de cruzar las Montañas Trufadas, los Bobbits ya se habían dividido en tres ramas, a cual más repelente: los Dedazos, los Fondones y los Aviesos. Los Dedazos, con mucho los más numerosos, eran de tez oscura, mirada torva y achaparrados; tenían manos y pies más duros que palanquetas, quizá porque los solían usar como tales. Preferían vivir en las colinas, donde podían agenciarse conejos y cabritas, y se ganaban la vida alquilando sus servicios como matones a la población enana del lugar. Los Fondones eran más grandes y grasientos que los Dedazos y vivían en las tierras fétidas de la boca, y demás orificios, del Río Andurrialin, en donde habían levantado varaderos, y sarpullidos, para el comercio ribereño. Tenían el pelo largo, negro y brillante y les encantaban los cuchillos. Guardaban relaciones más estrechas con los humanos, para quienes hacían «trabajitos» de vez en cuando. Los Aviesos eran menos numerosos, pero más altos y tenían el cabello más claro (aunque igual de mugriento) que los otros Bobbits y vivían en los bosques, donde mantenían un próspero comercio de artículos de cuero de curiosas formas, sandalias y otros productos de artesanía. Llevaban a cabo trabajos periódicos de decoración de interiores para los Elfos, aunque se pasaban la mayor parte del tiempo cantando baladas folk subidillas de tono y acosando a ardillas menores de edad.

A los Bobbits les faltó tiempo para establecerse una vez cruzaron las montañas. Se acortaron los nombres y se abrieron paso a codazos por todos los tugurios de la campiña, desprendiéndose de su antiguo lenguaje y tradiciones como de una granada humeante. Casi al mismo tiempo, una inexplicable emigración hacia el este de Hombres y Elfos, que llegaron hasta Elhedor, permite fijar con cierta precisión la fecha en que los Bobbits entraron en escena. Pues fue en ese mismo año, el mil seiscientos veintitrés de la Tercera Edad, cuando los hermanos aviesos Macho y Bianco condujeron un gran séquito de bobbits disfrazados de profanadores de tumbas ambulantes, cruzaron el Río Brandiaguado y secuestraron al gran rey de Fornicios[4]. Con el beneplácito (a regañadientes) de Su Majestad pusieron zonas de peaje en puentes y caminos, asaltaron correos reales y le enviaron cartas salpicadas con amenazas de lo más sugerente. En pocas palabras: se instalaron para quedarse mucho tiempo.

Así comenzó la historia de La Cochambra y los Bobbits, con un ojo puesto en la caducidad de los derechos de propiedad intelectual, empezaron un nuevo calendario a partir del cruce del Brandiaguado. También se quedaron bastante contentos con su nueva tierra y, una vez más, se esfumaron de la historia de los Hombres, acontecimiento que fue recibido con la misma sensación de alivio generalizada que la muerte repentina de un perro rabioso. La Cochambra quedó marcada con tres grandes cráneos rojos en todos los mapas de carreteras y, si alguien la atravesaba de vez en cuando, se debía a que estaba muy despistado o completamente majara. Aparte de estos pocos visitantes, el mundo dejó que los Bobbits fueran a su rollo hasta la época de Fraudo y Birlo. Cuando llegó la hora de la última batalla de Forniciost contra el Señor Vago de Amimir, como aún había un rey y los Bobbits eran súbditos suyos en teoría, éstos enviaron a algunos francotiradores, aunque nunca quedó demasiado claro a qué bando dispararon. En esa guerra el Reino del Norte llegó a su fin y entonces los Bobbits volvieron a la rutina, tan sencilla y ordenada como siempre: comer y beber, cantar, bailar y librar cheques sin fondos.

A pesar de todo, la vida fácil de La Cochambra apenas había cambiado un ápice a los Bobbits, pues aún eran tan duros de pelar como una patata fosilizada y más difíciles de tratar que una rata acorralada. Aunque sólo eran proclives a matar a sangre fría y por una buena suma, siguieron siendo consumados maestros de los golpes bajos, de la organización criminal y unos tiradores muy expertos, de lo más habilidoso con toda suerte de «pipas». Vamos, que cualquier bestezuela lenta y peluda que cometiera el error de dar la espalda a una turba de bobbits estaba pidiendo a gritos que la convirtieran en un bolso.

Los Bobbits habían vivido desde el principio en agujeros infectos; lo que no resulta tan extraño, después de todo, viniendo de criaturas estrechamente emparentadas con las ratas. Pero lo cierto es que, en tiempos de Birlo, los Bobbits ya construían la mayor parte de las moradas sobre el suelo, al uso de Elfos y Hombres, aunque éstas aún conservaban muchos de los rasgos de sus hogares tradicionales y eran prácticamente indistinguibles de los cubiles de esas especies cuya función principal en la vida reside en encontrarse con sus hacedores, alrededor de agosto, en lo más profundo de las paredes de las casas antiguas. Como norma general, estas viviendas tenían forma de plasta y estaban construidas de mantillo, sedimentos, delincuentes infantiles y demás desperdicios de la sociedad y con frecuencia se encontraban blanqueadas gracias a las donaciones de palomas desinteresadas. En consecuencia parecía como si alguna criatura muy grande y desaseada —un dragón, por ejemplo— hubiera sobrevolado pocos días atrás la mayor parte de las ciudades bobbits aquejada de una desagradable incontinencia intestinal.

En toda La Cochambra había al menos una docena de estos asentamientos tan curiosos, comunicados por una red de carreteras, con oficinas de correos y un sistema de gobierno que le habría parecido burdo hasta a una colonia de mejillones de roca. La propia Cochambra se dividía en cuadernos, cuadernillos y libritos de lomo, gobernados por un alcalde elegido en una agitada jornada gastronómico-electoral durante la Fiesta del Árbol. Había una fuerza policial bastante numerosa para ayudarlo en sus deberes, aunque se limitaban a arrancar confesiones, mayormente a las ardillas. La Cochambra no mostraba más señales de civilización que estos pocos vestigios de gobierno. Así, los Bobbits se pasaban la mayor parte del tiempo buscando comida y zampándosela, destilando licor y bebiéndoselo. El resto del tiempo se lo pasaban vomitando todo lo anterior.

Del descubrimiento del Anillo

Tal y como se cuenta en el volumen previo a esta joya, titulado Amanecer Troll, Birlo Bribón partió de viaje con una banda de enanos dementes y un masón de infausto nombre, Grangolf, para privar a un dragón de su montaña de pagarés y obligaciones del Tesoro y bonos basura. La empresa resultó todo un éxito y el dragón, un basilisco veterano de la guerra que apestaba como un autobús en hora punta, fue atacado por la espalda mientras miraba en el periódico si le había tocado la lotería. Pese a las sorprendentes e inútiles gestas que se llevaron a cabo, esta aventura nos importaría un comino —de importarnos algo— si no fuera por una pequeña muestra de latrocinio de la que hizo gala Birlo, aunque quizá solo lo hiciera para justificar su nombre. Una manada errante de porcos tendió una emboscada al grupo mientras atravesaba las Montañas Trufadas y, al acudir Birlo en ayuda de sus compañeros, el bobbit de algún modo se desorientó y acabó perdido en una caverna, curiosamente a una distancia bastante respetable de la contienda. Al encontrarse ante la boca de un túnel, que era obvio que se adentraba en la tierra, Birlo sufrió una recaída temporal de un viejo achaque en el oído interno y se apresuró subterráneo abajo en socorro de sus amigos, o al menos eso creía. Después de correr hasta que los juanetes se le pusieron en carne viva y no encontrarse nada más que pasadizo tras pasadizo, cuando ya empezaba a olerse que se habría equivocado al doblar algún recodo, se dio cuenta de que el pasillo por donde iba desembocaba en una caverna muy grande.

Cuando los ojos de Birlo se acostumbraron a la escasez de luz, percibió que la gruta estaba ocupada casi en su totalidad por un lago enorme de forma amarronada donde chapoteaba ruidosamente un payaso de aspecto estrafalario llamado Rollum, subido en un viejo caballito de mar hinchable. Este ser de aspecto monstruoso (el payaso, no el caballito) se alimentaba de pescado crudo acompañado en ocasiones de algún que otro viajero perdido del mundo exterior, así que acogió la inesperada aparición de Birlo en su sauna subterránea con el mismo alborozo que si hubiera llegado el repartidor de pizzas. Como cualquiera que tenga sangre bobbit, Rollum prefería la aproximación alevosa cuando tenía que agredir a criaturas que midieran más de cinco pulgadas[5] o pesaran más de diez libras[6] y, en consecuencia, retó a Birlo a un concurso de acertijos sólo para ganar tiempo mientras pensaba en algo mejor. El bobbit aceptó, pues al parecer sufrió un ataque súbito de amnesia respecto al hecho de que fuera de la cueva estaban haciendo picadillo a sus amigos.

Se plantearon innumerables adivinanzas como quién ganó el festival de la OTI en 1979 o dónde estaba Krypton. Finalmente Birlo venció en el concurso ya que, al quedarse bloqueado pensando en qué acertijo preguntaría a continuación, su mano fue a dar con el cacharrillo del 38 corto que tenía guardado, mientras decía para sí: «Adivina, adivinanza… Mmmh… ¿Qué demonios tengo en el bolsillo?». Pero Rollum lo oyó y no supo responder a esto y, picado por la curiosidad, chapoteó hacia él gimoteando: «Déjame verlo, déjame verlo». Birlo le respondió sacando la pistola y vaciando el cargador en dirección hacia él. La oscuridad le hizo errar los tiros pero, aún así, consiguió pinchar el flotador de Rollum, con lo que éste empezó a hundirse como una piedra, pues no sabía nadar. Así que el desecho de bobbit rogó a Birlo que lo sacara de allí y, mientras éste lo hacía, se fijó en el anillo de aspecto tan tentador que Rollum lucía en el dedo y se lo mangó. Birlo lo habría matado allí mismo, por aquello de no dejar pruebas, pero no lo hizo porque le dio lástima. «Lástima que me haya quedado sin balas», pensó el bobbit mientras huía túnel abajo perseguido por los gritos coléricos del siseante Rollum.

Se debe hacer notar un hecho curioso: que Birlo nunca explicase esta historia y dijera, en vez de ello, que se había encontrado el Anillo colgando de la nariz de un cerdo o que le había tocado en una tómbola, que no lo recordaba demasiado bien. Grangolf, suspicaz por naturaleza, consiguió finalmente arrancarle la verdad gracias a una de sus pócimas secretas[7]. Lo que más le sorprendió al mago fue que Birlo, un bobbit tan mentiroso compulsivo y crónico como era, no se hubiera inventado una patraña más espectacular desde el principio. Fue entonces, unos cincuenta años antes de que empiece nuestra historia, cuando Grangolf se dio cuenta por primera vez de la importancia del Anillo. Como de costumbre, estaba completamente equivocado.