Huida y santuario
Halloran no tuvo necesidad de preguntarle a Poshtli; sabía que la columna de humo negro que se elevaba en la distancia marcaba la ciudad de Palul. A varios kilómetros de la localidad, se habían encontrado con los primeros mazticas que escapaban hacia Nexal. Los refugiados echaban a correr y se ocultaban en los campos de maíz y los matorrales a la vera del camino en cuanto divisaban a dos hombres montados en una yegua.
Lleno de aprensión, Hal sentía vergüenza de su propia apariencia, al ir vestido con el uniforme del invasor. Los niños, al verlo, comenzaban a chillar horrorizados. Vio a una anciana con las piernas heridas que se arrastraba fuera de la carretera, tratando de esconderse entre los hierbajos.
Pero el enorme miedo que sentía por la seguridad de Erix lo obligaba a seguir adelante.
—¡Jamás la encontraremos! —gimió Hal, cuando les faltaba un par de kilómetros para llegar al pueblo. Podían ver la pirámide y el templo que ardía en la cima. Los incendios habían destruido manzanas enteras de casas, y los pocos pobladores que ahora encontraban a su paso presentaban heridas muy graves, o estaban tan aturdidos que vagaban sin rumbo fijo.
—¿Crees que nos habría reconocido? —preguntó Poshtli, en la suposición de que tal vez ya se habían cruzado con Erix entre la masa de refugiados.
—No lo sé —respondió Hal—. No la culpo si echó a correr para ocultarse en cuanto vio el caballo.
—Quizá deberíamos separarnos —opinó Poshtli—. Podemos rodear Palul cada uno por un lado y encontrarnos al otro lado del pueblo. Si no damos con ella, entonces intentaremos entrar y ver si todavía está allí.
—¡La casa de su padre! —exclamó Halloran, al recordar la descripción de Erix—. Dijo que estaba en el risco que domina Palul, cerca de la cresta. Es posible que haya ido allí.
Los jóvenes observaron la empinada ladera cubierta de vegetación en el lado más alejado del pueblo.
—De acuerdo. Nos encontraremos al pie de la ladera. —Poshtli miró a la distancia, mientras desmontaba—. Allá, cerca de la cascada. —Señaló el salto de agua donde desembocaba un arroyo a través de una garganta, al costado del risco.
—Muy bien —dijo Hal. Le dio la mano al guerrero—. Mantén los ojos bien abiertos. Habrá legionarios por todas partes.
Poshtli asintió con brusquedad; después le volvió la espalda y caminó hacia el lado derecho del camino para desaparecer entre la espesura. Hal tiró de las riendas y guió a la yegua hacia la izquierda, a través de un campo de maíz, sin dejar de mirar en todas direcciones en busca de algún rastro de Erix.
Cabalgó durante unos minutos, intentando no arrollar a los mazticas que encontraba: patéticas familias escondidas entre el maíz o parejas de ancianos, mudos y aturdidos por los sucesos del día. Lo más terrible era los niños abandonados, algunos tan pequeños que ni siquiera eran capaces de ocultarse del enemigo.
Intentó mirar por encima de sus cabezas, buscando a Erix en algún altozano, pero no pudo. Tenía la sensación de que, con esta batalla, algo profundo e irrevocable lo separaba para siempre de sus antiguos camaradas. Ahora no se consideraba un fugitivo; sólo estaba preocupado por evitar a los soldados de la legión, a quienes veía como sus enemigos.
De pronto aguzó los sentidos, atento a una cosa que le llamó la atención, más allá de una línea de árboles: un destello de color, nada más, que le recordó la capa de Erix. Clavó las espuelas, y la yegua echó a galopar hacia la arboleda. Tal como sospechaba, marcaba el curso de un arroyo. Tormenta entró en el agua y, levantando una cortina de espuma, alcanzó la otra orilla.
Los ojos de Hal brillaron de furia al descubrir a Alvarro que sujetaba a alguien contra el suelo. Había con él otro legionario que sostenía las riendas de los animales. Este último miró en dirección a Halloran con una sonrisa malvada, convencido de que era uno de sus camaradas. Hal vio que se trataba de Vane, un tipo bravucón y pendenciero, y compañero favorito del capitán.
—¡Hal! —gritó Erix, sin dejar de resistirse a las intenciones de su agresor. Alvarro se volvió y miró a Halloran, atónito, mientras Vane montaba de un salto y, espada en mano, salía al encuentro del joven.
Sin arredrarse, Halloran desvió a su yegua para interceptar la carga de Vane y, desenvainando a su vez, lanzó una estocada en el momento en que chocaban los animales. El golpe desmontó a Hal a pesar de que la yegua no había perdido el equilibrio.
El caballo de Vane trastabilló y cayó al suelo, pero su jinete no se movió: la espada de Hal le había atravesado el corazón.
Alvarro no perdió ni un segundo en entrar en acción. Se apartó de Erix, dispuesto a batirse contra Halloran, que avanzaba hacia él. El joven se había torcido un tobillo, pero el odio y la furia le hicieron olvidar la cojera, y no demoró el paso.
—¡Veo que tu traición es total! —gritó Alvarro, haciendo retroceder a Halloran con un fortísimo mandoble—. ¡Hasta peleas en favor de los salvajes!
Se cruzaron los aceros, y Hal sintió un dolor agudo en el brazo derecho. Retrocedió, tambaleante, pero no consiguió desviar el sable de Alvarro, que se deslizó por el costado de su coraza, cortando la carne entre las costillas.
El dolor le estremeció el cuerpo, y la sangre le empapó el brazo y el flanco mientras luchaba por no perder el equilibrio. Con un esfuerzo supremo, se concentró en el rival.
Desesperado, devolvió golpe tras golpe, consciente de que la victoria era la única manera de salvar a Erix de las garras del brutal legionario. Una y otra vez se sucedieron las embestidas, cada uno buscando la abertura fatal. El dolor paralizaba el brazo de Hal, pero la fuerza de voluntad le daba nuevos ánimos, y el odio estimulaba sus ataques.
El choque del acero resonó con estrépito, y Hal apeló a todas sus fuerzas para acercar la hoja al rostro de Alvarro. La sonrisa del hombre se transformó en una mueca de miedo ante la potencia del ataque, y de pronto la muñeca del capitán cedió, incapaz de resistir la presión.
Alvarro soltó un grito y dejó caer su espada. Hal dio un paso adelante dispuesto a rematar la faena, pero Alvarro fue más rápido y echó a correr hacia su caballo. El dolor de la herida en las costillas y el tobillo lastimado impidieron a Halloran perseguir al capitán, que, en aquel momento y sin darse cuenta de que su rival se encontraba de rodillas, clavaba las espuelas y escapaba a todo galope en busca de la seguridad de Palul.
Poco a poco, Halloran se puso de pie y se volvió hacia Erix, que se echó en sus brazos. Por fin, la muchacha pudo dar rienda suelta a toda su pena, y su cuerpo se estremeció con terribles sollozos.
—Ya no hay ninguna duda de que Halloran se ha pasado al enemigo —afirmó Cordell en voz baja. A su lado, en la ensangrentada plaza de Palul, Alvarro mostró una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Y, mi general, está muy cerca! ¡Si nos damos prisa podríamos atraparlo ahora mismo! ¡Dadme treinta jinetes, y mañana por la mañana lo habré conseguido! —Los ojos de Alvarro mostraban un odio feroz mientras hacía la petición.
Cordell miró al capitán, y su sonrisa no tuvo nada de agradable.
—Es una lástima que con la ayuda de Vane no hayáis podido capturarlo. A estas horas, consciente de que lo hemos descubierto y provisto de un buen caballo, debe de estar muy lejos. Además, los hombres acaban de librar una batalla y tendrán que ponerse en marcha antes de lo que creen. No tengo ningún interés en fatigarlos con una persecución nocturna, que no tiene sentido.
Alvarro arrugó el gesto. Había captado el reproche en las palabras del comandante.
—¡Ya os he dicho, señor, que lo ayudaban un centenar de salvajes! ¡He tenido mucha suerte de escapar con vida!
—Al menos es algo que sí has conseguido —replicó Cordell, desabrido. Hasta Alvarro tuvo el sentido suficiente para no hacer más comentarios. Sin embargo, rabiaba para sus adentros. Tenía la impresión de que el capitán general no deseaba la captura ni la muerte de Halloran.
Daggrande se acercó a los dos hombres, con la armadura reluciente. Su espada, limpia y afilada, colgaba de su cinturón. Aunque el enano había encontrado repugnante la batalla, había mandado a sus ballesteros con la eficacia acostumbrada, y había obedecido las órdenes de Cordell sin rechistar. El disgusto se lo guardó para sí mismo.
—Los hombres están formados, general. ¿Puedo ordenarles que vayan a descansar?
—Un momento, capitán. —Cordell despachó a Alvarro con un movimiento de cabeza—. Quiero hablarles.
Más allá de la pirámide, los legionarios esperaban a su comandante. Cordell se aproximó a la formación y pasó revista. Paseó entre las filas de soldados en posición de firmes, con el corazón rebosante de orgullo. Estos valientes habían conseguido transformar lo que podría haber sido un desastre en una aplastante victoria, acatando sus órdenes con celeridad y total determinación. Estaba seguro de que ahora los mazticas lo pensarían dos veces antes de intentar tender una emboscada a sus hombres.
Al reflexionar sobre lo ocurrido, Cordell comprendió que la victoria de hoy podía tener una importancia fundamental en sus planes de conquista.
La Legión Dorada tenía que aprovechar la ventaja conseguida y atacar de nuevo, mientras el enemigo estaba desmoralizado y confuso.
Muchos de los legionarios habían resultado heridos, si bien la mayoría se encontraban en la formación, con vendajes improvisados en la cabeza, brazos o piernas. El capitán general sabía que al menos dos de sus hombres habían muerto en combate, y unos cuantos más presentaban heridas graves. Fray Domincus se ocupaba de ellos, y Cordell confiaba en los poderes curativos del sacerdote.
En una situación normal, habría concedido a la tropa unos días de descanso, después de una batalla tan dura como ésta. Reparar las armas y los equipos, atender las heridas menores, eran cosas que contribuían al bienestar y la eficacia de las tropas.
Sin embargo, Cordell sabía que, pese al esfuerzo realizado, la Legión Dorada estaba dispuesta a reanudar la marcha. Los infantes y ballesteros, la caballería, todos librarían otra batalla ahora mismo si daba la orden. ¡Por Helm, cómo estimaba a estos hombres! Comprender la capacidad de su tropa lo ayudó a comprender lo que podían pensar sus enemigos. Sin duda, el gran Naltecona se encontraría pasmado y confuso después de escuchar los informes llegados de Palul. Era una ventaja que no podía desperdiciar.
El capitán general acabó la revista, y una vez más se colocó delante de sus tropas. Por un momento, la emoción le impidió hablar. Por fin se aclaró la garganta, y se dirigió a ellos con voz clara y fuerte.
—¡Hoy hemos conseguido una gran victoria! —dijo—. ¡Una victoria contra la superchería y la traición! La vigilancia del todopoderoso Helm nos dio el aviso, y vosotros habéis estado listos para actuar. ¡Por Helm que sois los mejores soldados sobre la faz de la tierra! ¡Juntos, somos invencibles! Esta ciudad, Palul, será recordada siempre en los anales de la Legión Dorada por la batalla que se libró aquí. Pero, aparte de la cita histórica, este lugar no significa nada. ¡No significa nada, no vale nada, y no tenemos nada más que hacer aquí!
Hizo una pausa para recuperar el aliento e intentar controlar las emociones que lo ahogaban.
—El objetivo real de esta larga marcha está al alcance de nuestras manos. ¡Dos días más de camino nos llevarán a Nexal! ¡Allí, en medio de montañas de plata y oro, allí, en Nexal, encontraremos la justa recompensa a nuestro valor!
Shatil se despertó de pronto, asustado por la oscuridad que lo rodeaba. Se incorporó de un salto, y su cabeza chocó contra el techo de piedra. Soltó una maldición y volvió a sentarse, masajeándose el chichón.
Al menos, el golpe le había servido para recordar que aún se encontraba en el túnel secreto debajo del templo de Zaltec. Cuando Zilti había cerrado la puerta a sus espaldas, Shatil había bajado por la empinada escalera, en medio de las tinieblas, hasta el fondo. Allí, palpando las paredes, había encontrado el contorno de una pequeña portezuela. Mientras aguardaba la caída de la noche, agotado por la tensión, la inmovilidad y el miedo, se había dormido.
Ahora su mente recordaba con espanto los sucesos que lo habían conducido a este lugar. ¡Palul! ¿Quedaría algo de su pueblo? ¿Habrían conseguido algunos de sus paisanos escapar a la matanza? No lo creía posible. Se frotó las manos, y entonces tocó el rollo de pergamino que le había dado Zilti. ¡El mensaje! Tenía que llevarle el mensaje a Hoxitl.
Convencido de que ya era de noche, empujó la poterna de piedra. Poco a poco, la puerta giró sobre sus bisagras.
Shatil salió al exterior y se acurrucó junto a la base de la pirámide; echó una mirada a la plaza, y el panorama lo horrorizó. Manzanas enteras de casas no eran más que un montón de cenizas humeantes y restos de adobe calcinado. Había cadáveres por todas partes. En un primer momento, y confundido por la oscuridad, le pareció que algunos se movían, pero después advirtió que eran buitres y cuervos que picoteaban los cuerpos.
De pronto se quedó de una pieza al escuchar un gruñido feroz. Shatil soltó una exclamación de espanto al ver que una de las bestias de los extranjeros se acercaba. El animal volvió a gruñir, mostrando sus terribles colmillos. Se parecía a un coyote, sólo que mucho más grande y feroz.
Entonces la bestia saltó sobre él en busca de la garganta del hombre. La reacción de Shatil fue instintiva; empuñó su daga y se hizo a un lado. El choque del animal contra su cuerpo lo aplastó contra la pared de piedra, pero sus mandíbulas erraron el blanco. Desesperado, el clérigo clavó el puñal entre las costillas del monstruo.
El mastín volvió al ataque con la celeridad del rayo. Shatil alzó una mano y gritó de dolor cuando las terribles mandíbulas le aprisionaron la muñeca. Esta vez, el joven hundió la daga en el pecho del animal; por fortuna, la puñalada atravesó el corazón y la bestia cayó muerta.
Shatil se recostó contra el muro y, de un tirón, libró el brazo de las fauces del animal. Gimió de dolor mientras intentaba permanecer consciente. Sintió el goteo de la sangre sobre los muslos, aunque todavía no se había dado cuenta de la gravedad de la mordedura.
Sacudió la cabeza en un intento de despejar el velo que le nublaba la visión, y se levantó con un esfuerzo tremendo. Desgarró un trozo de su túnica, y lo empleó para improvisar una venda con la que proteger la herida. Si bien la tela se empapó de sangre en un segundo, confiaba en que sería suficiente para contener la hemorragia y permitirle caminar. Estuvo a punto de caer varias veces cuando se apartó de la pirámide, pero poco a poco salió de la plaza.
Vio que casi la mitad de las casas del pueblo se habían incendiado. En las demás, dormían los vencedores de la batalla.
«Si es que se la puede llamar batalla», pensó Shatil con amargura. Su paso se hizo más vigoroso a medida que pasaba por delante de las últimas casas, y entraba en la carretera a Nexal. Miles de mazticas habían huido por el mismo camino, y sin duda Naltecona ya tenía noticias del desastre. No obstante, él tenía su propia misión. Llevaba un pergamino para Hoxitl, patriarca de Zaltec en la ciudad de Nexal.
Aceleró el ritmo. Para aliviar el dolor de la herida, mantuvo la mano contra el pecho. Comenzó a trotar y, sin saber cómo, consiguió mantener el paso durante el resto de la noche. Al amanecer, hizo un alto para beber, pero no se preocupó de buscar comida, pues no tenía hambre. Consciente de la importancia de su cometido, reanudó una vez más su carrera.
Su dios, Zaltec, se encargaría de darle las fuerzas necesarias.
Poshtli se deslizó en la oscuridad, atónito por la magnitud de la tragedia. Su camino lo llevó por el sector más devastado de Palul, y se encontró con muchos supervivientes con el cuerpo cubierto de quemaduras. Gemían e imploraban un poco de agua; el joven ayudó a todos los que pudo, hasta que su cantimplora quedó vacía.
No vio ningún rastro de Erixitl, y se preguntó si no se habría embarcado en una tarea imposible. Quizás había muerto o podía estar inconsciente entre las sombras, a unos pasos de distancia, sin que él pudiese verla.
Sin muchas esperanzas, Poshtli se dirigió hacia el punto de encuentro con Halloran, al pie del risco. Iba a reunirse con él, dominado por un extraño sentimiento de repulsión hacia su amigo, sólo por el hecho de que Hal perteneciera a la gente capaz de semejantes atrocidades, aunque no olvidaba la vergüenza de la traición planeada por los suyos, agravada ahora por el fracaso de la emboscada.
Escuchó el suave relincho de la yegua, y fue en la dirección del sonido, intentando mantener el rostro inexpresivo para no revelar el tormento emocional que lo carcomía por dentro.
En aquel momento vio a Erixitl y no pudo contener las lágrimas de alegría. La muchacha corrió hacia él y lo estrechó entre sus brazos, mientras Poshtli miraba a Halloran. La expresión de alivio y contento en el rostro del exlegionario disipó el dolor de Poshtli.
—¡Estás viva! —exclamó el guerrero, emocionado—. ¡Tenía tanto miedo de no volverte a ver!
—Hal está herido —dijo Erix. Le había quitado la coraza, y se veía el corte por donde había penetrado la punta del sable, por debajo de la axila izquierda.
—Me pondré bien —gruñó Hal, intentando no hacer caso del dolor—. No es grave.
—¡Tanta gente muerta! —se lamentó Erix con pesar. El guerrero asintió, aturdido; él había visto las pruebas—. ¡Qué monstruosa carnicería! —Se volvió hacia Hal—. ¿Por qué? ¿Qué los empuja a cometer semejantes asesinatos?
Halloran bajó la mirada, incapaz de soportar el reproche en los ojos de su amada.
—El que te capturó es un asesino nato. Está loco y es capaz de cualquier atrocidad. En cuanto al resto… —No acabó la frase, avergonzado.
—La emboscada… —dijo Poshtli—. ¿Quién atacó primero?
—Los extranjeros —repuso Erixitl—. Habíamos preparado una fiesta en su honor, y su líder, Cordell, asesinó a Kalnak de un solo golpe. Dijo algo referente a una traición, y entonces lo mató.
—Es evidente que estaba al corriente del ataque, ordenado por Naltecona. La fiesta era una añagaza —explicó Poshtli en voz baja— para llevar a los invasores a una trampa. En cambio, el cazador resultó cazado.
Erix lo miró, atónita. Recordó las armas que, de pronto, habían aparecido en las manos de los guerreros en la plaza, y comprendió que su amigo no mentía. Sin embargo, saber la verdad no la consoló de su pena por la masacre.
—Darién, o el fraile; cualquier de los dos pudo descubrir la trampa gracias a la magia —declaró Hal.
—¡Mi padre! —exclamó Erix—. Tengo que averiguar si no está en peligro.
—Iré contigo, si dejas que te acompañe —ofreció Hal—. Al abrigo de la oscuridad, podemos movernos sin muchos riesgos.
—Tendrás que venir conmigo, quieras o no —respondió la joven—. Hay que curar la herida, y necesitas descansar antes de que puedas viajar a cualquier parte.
Poshtli escuchó las palabras de Erix y, por un momento, miró en otra dirección. Cuando volvió a mirarlos, su rostro mostraba una expresión decidida, pero también apenada.
—Ya no hay ninguna duda de que tendremos guerra —afirmó—. Las obligaciones para con mi patria están claras. Debo volver a Nexal y ofrecer mis servicios a Naltecona.
—Llévate a Tormenta —dijo Hal, que comprendía los sentimientos de su amigo—. Es la única manera de poder llegar a la ciudad antes que Cordell. La legión no tardará en ponerse en marcha.
—Pero… —Poshtli vaciló, mientras interrogaba con la mirada a sus compañeros.
—Hal necesita descansar. La herida es profunda —afirmó Erix—. Se quedará en casa de mi padre. No habrá problemas para esconderlo, si te llevas el caballo.
—De acuerdo —asintió Poshtli—. Cuidaos mucho. Os deseo que salgáis con bien de los desastres que se avecinan. Que… Qotal os proteja.
—Adiós, amigo mío —dijo Halloran. Sin preocuparse del dolor, se puso de pie y abrazó al guerrero. También Erix abrazó al nexala durante unos segundos y, cuando se apartó, había lágrimas en sus ojos.
—Cuídate —susurró—, para que los tres podamos volver a encontrarnos.
Poshtli esbozó una sonrisa. Después se volvió para montar en la yegua y, sin perder un segundo, partió a todo galope en medio de las sombras.
—La casa no está lejos… Es allá arriba —indicó Erix, señalando hacia el risco.
Hal asintió, arrugando el gesto ante un súbito espasmo de dolor en el pecho. La muchacha lo guió por las estribaciones del gran risco que dominaba Palul; mientras escalaban, apartaba las zarzas y ramas para facilitar el paso al herido.
—No podemos utilizar el sendero —le explicó, cuando se detuvieron a descansar—. ¿Crees que podrás aguantar?
—No te preocupes por mí —respondió Hal con una sonrisa débil, y ella lo cogió de la mano. El contacto de su piel le dio fuerzas para levantarse y reanudar la marcha.
—No falta mucho. Estamos muy cerca —dijo Erix al cabo de unos minutos, mientras apartaba unas ramas espinosas. La oscuridad era total. Por fin, se detuvo en una pequeña cornisa—. Allí está la casa de mi padre.
Hal recuperó el aliento y miró hacia la choza.
—Tu hogar —exclamó con ternura. Ella lo miró en la oscuridad, y Hal se preguntó si Erix habría adivinado sus sentimientos.
Deseaba poder estrecharla entre sus brazos y no dejar que se apartara de él nunca más. Abajo, en el pueblo, los hombres de su raza habían instalado su campamento, pero se habían convertido para él en seres tan extraños como los despiadados sacerdotes que cada noche practicaban sus sangrientos sacrificios en la gran pirámide de Nexal. La joven que abrazaba era lo único importante de su vida, lo que le daba propósito y sentido. Quería decirle todo esto, pero la expresión de dolor en sus ojos lo obligó a permanecer en silencio.
—¡Hija mía! ¡Estás viva! —La voz que procedía del portal en sombras sonaba llena de energía y felicidad. Un anciano salió al patio, y Halloran lo vio a la luz de la media luna, que acababa de asomar por el horizonte. El hombre caminaba como un ciego, aunque Hal tuvo la impresión de que podía ver mejor que cualquiera de los demás.
—¿Y Shatil? ¿Está contigo? —El tono de Lotil mostraba que ya sabía la respuesta.
—No, padre. Creo que murió en el templo. Los soldados asaltaron la pirámide, y lo arrasaron todo.
El plumista se encorvó de espaldas y caminó hacia la choza, antes de volverse hacia ellos una vez más.
—¿Quién es tu acompañante? —preguntó.
—Es Halloran, el hombre del que te hablé, el extranjero. Vino desde Nexal para ver si me había pasado algo. —Erix hizo un rápido resumen de los sangrientos episodios de la tarde.
—¿Y las sombras, hija mía, todavía persisten? —inquirió el viejo.
—No…, no lo sé, padre —contestó Erix, sacudiendo la cabeza, afligida—. No puedo verlas en la oscuridad, y no he vuelto a mirar hacia el pueblo después del anochecer.
—Yo tampoco puedo ver más que un poco —dijo Lotil. Pese a ello, el viejo no tuvo dificultad para coger las manos de los jóvenes—. Pero hay algunas cosas que puedo ver, y esto es lo que veo para vosotros dos.
Halloran sintió la sorprendente fortaleza del anciano. La fuerza de Lotil lo consoló, y devolvió el apretón, consciente del profundo vínculo de amistad que acababa de surgir entre ambos. No sabía cómo expresarlo, pero no hacía falta las palabras. El apretón definía y simbolizaba sus sentimientos.
—Mis ojos de ciego pueden ver que estáis unidos —añadió Lotil—. Una parte del vínculo está formado por sombras; una oscuridad que no se ha disipado después de los hechos de hoy.
»Pero también hay otra, y confiemos que sea la parte más fuerte, formada de luz, Quizá vosotros dos juntos podríais ser capaces de traer la luz a este mundo tenebroso. Al menos, creo que lo intentaréis.
—¿Luz? ¿Traer la luz al mundo? Padre, ¿de qué hablas? —preguntó Erix, mirando asombrada a Halloran, que le devolvió la mirada, confortado por la expresión de sus ojos y las palabras del viejo.
—No lo sé, niña. Ojalá lo supiera. —El hombre se volvió hacia Hal—. ¡Estás herido! Pasa, debes acostarte.
Halloran miró asombrado al ciego, y de pronto volvió a sentir el dolor agudo en el pecho. Erixitl lo sujetó del brazo y lo acompañó hacia una estera en un rincón de la choza.
Antes de que pudiera alcanzarla, Hal sintió que el mundo daba vueltas a su alrededor. Soltó un gemido y le fallaron las piernas. Lotil y Erix lo sostuvieron, mientras el joven perdía el conocimiento.
Chical, jefe de los Caballeros Águilas, se presentó ante Naltecona sin vestir los harapos exigidos a los visitantes del salón del trono.
Esta vez no hacían falta. Las marcas de la batalla señalaban las piernas, los brazos y el rostro del guerrero. Su capa de plumas no era más que un sucio pingajo. Mientras caminaba hacia el trono, su fatiga resultaba tan evidente que era un milagro verlo de pie. A pesar de su agotamiento, el caballero había sido capaz de llegar desde Palul hasta Nexal.
Ahora lo mantenía el orgullo, y sostuvo la cabeza erguida hasta que se arrodilló delante de la gran litera de pluma, que era el trono de Naltecona.
—¡Levántate y habla! —ordenó el reverendo canciller.
—¡Oh, mi señor, ha sido un desastre! ¡Mil veces peor de lo que podríamos haber imaginado!
—¡Explícate! —Naltecona abandonó la litera de un salto. La capa de plumas flotó en el aire mientras se acercaba al guerrero en hinojos—. ¿Dónde está Kalnak?
—Muerto, asesinado con el primer golpe de la batalla. Mi señor, estaban advertidos de la emboscada. Se habían preparado, y desencadenaron su propio ataque sin darnos tiempo a actuar. —Con lágrimas en los ojos, Chical narró todos los detalles del combate, y Naltecona volvió a su trono. Su rostro perdió toda expresión y un velo le cubrió la mirada, hasta el punto de que parecía no escuchar.
—Entonces, crearon un humo asesino, una niebla que se coló en los escondites de nuestros hombres, que murieron al respirarlo. Reverendo canciller, debemos preparar de inmediato nuestras defensas si pretendemos hacer frente a estos hombres…, en el caso de que lo sean.
—No, no lo son —replicó Naltecona, resignado—. Ha quedado claro que no son hombres.
Se levantó para recorrer el estrado. Los cortesanos y sirvientes que se encontraban a sus espaldas contemplaron con horror y pena el rostro de Chical, bañado en lágrimas.
—Mi señor —dijo el Caballero Águila, poniéndose de pie—. Dejad que reúna a todos nuestros guerreros. Podemos contenerlos en los puentes. Evitaremos que entren en la ciudad.
Naltecona suspiró, un sonido que resonó en el silencio de la sala. Las sombras del atardecer aparecieron en el suelo mientras el gobernante se paseaba arriba y abajo. Por fin se detuvo y miró a Chical.
—No —dijo—. No habrá batallas en Nexal. Pedí a los dioses que nos favorecieran con una victoria en Palul, para poder demostrar que los invasores eran mortales como nosotros. El resultado ha confirmado lo contrario.
»La prueba es evidente —añadió Naltecona—. Los extranjeros no son hombres sino dioses. Cuando lleguen, los recibiremos con todos los honores que su condición merece.
—Pero, mi señor… —Chical se adelantó, dispuesto a protestar, pero enmudeció ante la mirada del reverendo canciller.
—Es mi decisión. Ahora, dejadme en paz con mis oraciones.
De las crónicas de Coton:
Escritas en las últimas y tristes semanas del Ocaso, a medida que se aproxima el final.
Permanecí mudo mientras escuchaba las palabras de Chical, un relato terrorífico acerca de la matanza en Palul. Una vez más, Naltecona ordenó a sus cortesanos que se retiraran, y me pidió que permaneciera con él.
Después se paseó inquieto y temeroso a mi alrededor. Me acusó de engañarlo y lloriqueó ante la inminente llegada de los extranjeros. Espantado, no se le ha ocurrido otra salida que la cobardía de la rendición.
Por primera vez, maldigo mi voto. Ojalá pudiera cogerlo de los hombros y sacudirlo, gritarle a la cara todo lo que sé, para despertarlo de su ceguera. ¡Tengo ganas de maldecirlo, de decirle que, si abre las puertas de la ciudad, no hará más que ayudar a la destrucción de sí mismo y de su pueblo!
Pero debo mantener mi silencio, y al final él se ha dormido. Es un sueño inquieto, porque, mientras descansa, grita y llora.