8

Un festín para los buitres

Halloran y Poshtli montaron en la yegua, y le dieron rienda suelta. Alegre por encontrarse otra vez en el campo, después de tantas semanas en la ciudad, Tormenta galopó con el entusiasmo de una bestia salvaje que ha conseguido escapar de una jaula.

Los dos hombres llevaban sus espadas de acero. Halloran vestía su coraza, y Poshtli, la cota de algodón de los guerreros nexalas. Las otras posesiones de Hal —las pócimas, el libro de hechizos y la cuerda de piel de víbora— se encontraban enterradas en el jardín de su casa de Nexal.

Cabalgaron en silencio a través del valle de Nexal, pasaron por Cordotl y comenzaron el ascenso por el camino de la montaña. Sus rostros —uno pálido y barbado, enmarcado por la cabellera castaña; el otro, cobrizo, facciones aquilinas y cabellos negros— reflejaban su tumulto interior.

Los dos tenían miedo por el destino de Erixitl.

Palul quedaba a sólo dos días de marcha a pie desde Nexal, y, por lo tanto, sabían que los guerreros enviados por Naltecona para tender la emboscada habían arribado a su destino. La pregunta decisiva era saber si podrían o no llegar antes que Cordell.

Halloran no dejaba de reprocharse amargamente por su comportamiento con la muchacha. ¿Por qué la había dejado marchar? Preocupado solamente por su orgullo herido, había cometido un acto de negligencia imperdonable con la mujer que amaba.

¡Y cuánto la amaba! Su amor por Erix convertía en insoportable el miedo de que ella pudiera sufrir cualquier daño.

—Le pregunté si quería ser mi esposa —dijo Poshtli, en un momento en que la yegua avanzaba al trote. Halloran se irguió en la montura, avergonzado al recordar que había sido testigo oculto del encuentro.

—Eres un hombre muy afortunado —comentó el legionario.

—Me rechazó —añadió el guerrero con toda franqueza y rió forzado—. Un honor que cualquier familia de Nexal habría recibido con agrado, pero ella dijo no.

Asombrado, Halloran no se atrevió a hablar. Su incomodidad se transformó en vergüenza al comprender que se había dejado arrastrar por una suposición equivocada. Poco a poco, fue consciente de que su estupidez había obligado a Erix a apartarse, empujándola a la decisión de regresar a su pueblo, donde ahora se avecinaba una terrible tragedia.

Furioso, clavó los talones en los flancos de la yegua, que aceleró el paso. A pesar de llevar una carga doble, el animal mantuvo el ritmo hora tras hora.

—Oscurecerá antes de que lleguemos al pueblo —dijo Poshtli.

—Lo importante es estar allí antes que Cordell, y lo conseguiremos. —Halloran intentó demostrar una confianza que no sentía. En realidad, no sabía cuánto tardaría la legión en llegar a Palul, o si la emboscada se demoraría.

Ninguno de los dos quería pensar en la otra posibilidad —que la batalla de Palul ya hubiese comenzado—, pero no podían evitarlo. Una y otra vez aparecía en sus mentes, aumentando su nerviosismo.

¿Qué pasaría si llegaban demasiado tarde?

Para Erixitl, la fiesta era un éxito. Comieron melones, cítricos, venado, maíz, alubias y chocolate. A los extranjeros parecían gustarles las viandas. Comían haciendo mucho ruido, y no dejaban de hacer comentarios y bromas y soltar carcajadas estentóreas. Podía ver la plaza iluminada por la luz del sol, sin el ominoso manto de sombras como había ocurrido antes. No obstante, no conseguía olvidar del todo la amenaza de aquellas sombras.

Erix estaba sentada en una gran manta de plumas en compañía de Cordell, fray Domincus, el Caballero Jaguar Kalnak y el Caballero Águila Chical. El malhumorado clérigo de Helm permanecía en silencio, pero los tres guerreros parecían disfrutar con el intercambio de relatos de batallas, que Erix se encargaba de traducir. Los nexalas mostraron un interés muy grande por el equipo de Cordell, y el general les permitió examinar el filo de su espada.

A poco de comenzada la fiesta, la maga elfa se unió a ellos. Al contemplar su delgada figura —Darién era más baja que Erix, y mucho más pequeña que los legionarios humanos—, la nativa sintió curiosidad por saber qué se ocultaba debajo de la capucha. Erix podía comprender la inquietud de Halloran cuando se encontraba en presencia de la hechicera.

Darién se sentó junto a Cordell y se inclinó hacia el general; si bien Erix no escuchó nada, le parecía que la hechicera transmitía un mensaje silencioso al comandante. No se había equivocado, porque de pronto Cordell se mostró alerta. Sus ojos se convirtieron en dos puntos negros y, con los párpados entornados, observó a Kalnak y Chical y después a Erix. La muchacha se removió inquieta ante la fuerza de la mirada, animada ahora por la ira y una amenaza repentina.

Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en el súbito cambio de humor del general, porque Kalnak y Chical querían decir muchas cosas y necesitaban sus servicios de intérprete.

—Los kultakas son una pandilla de viejas comadres —dijo Kalnak—. No es de extrañar que pudierais derrotarlos. ¿Os sirven bien como esclavos?

—Son mis aliados, no mis esclavos —replicó Cordell, recalcando las palabras. Su tono era duro—. En mi opinión, lucharon como auténticos hombres: en el campo de batalla, en una lucha entre ejércitos.

Chical se agitó incómodo junto a Erix. La muchacha percibió que el Caballero Águila deseaba poder estar en alguna otra parte. En cambio, Kalnak no hizo caso de la observación.

—Quizá los kultakas sepan luchar —admitió Kalnak, sin mucho entusiasmo. Después, en un tono cargado de desprecio añadió—: Pero son bárbaros y salvajes comparados con la cultura de Nexal.

Erix tradujo las palabras en una versión poco fiel, en un intento de disimular la arrogancia del Caballero Jaguar. Constituía una grave falta de etiqueta hablar a un invitado con tanta grosería, y no conseguía entender los motivos de Kalnak para obrar así. De todas maneras, Cordell no pareció molestarse. En realidad, el general parecía pensar en otra cosa.

—Con vuestro permiso, tengo que atender a la comodidad de mis hombres. Volveré en unos instantes. Fraile, Darién, venid conmigo, por favor —manifestó Cordell. Se levantó, saludó con una reverencia a sus anfitriones, y se marchó para mezclarse con la tropa.

La plaza de Palul estaba abarrotada. Los quinientos hombres de la Legión Dorada se habían separado en varios grupos, cada uno rodeado por nexalas que les servían las fuentes cargadas de comida y jarras de octal. También había varios millares de nativos que participaban de la fiesta; los niños corrían entre los mayores, y sus madres intentaban vigilar los movimientos de sus retoños.

Los caballos eran la principal atracción de los pequeños, que se amontonaban junto a las bestias. Con el permiso de los jinetes, algunos de los críos más animosos se adelantaban para ofrecerles zanahorias, mazorcas y otros bocados. Erix vio a un niño alto y desgarbado que llevaba un tocado de plumas de guacamayo a imitación de los guerreros, que se atrevió a tocar el hocico de uno de los animales.

Un poco más allá, los grandes mastines dormitaban sobre las piedras. Sus lenguas asomaban por las mandíbulas abiertas, mientras jadeaban por el intenso calor.

Erix observó al fraile acercarse a los jinetes y hablar con ellos. Alvarro, un tanto borracho y con una jarra de octal en la mano, escuchó las palabras de Domincus y frunció el entrecejo. Por su parte, Cordell fue de grupo en grupo, para conversar con sus tropas. Darién había desaparecido una vez más, y su ausencia inquietó a Erix tanto como su súbita aparición. Mientras tanto, Kalnak y Chical mantenían una discusión en voz baja, a sus espaldas.

Entonces, cuando miró las flores y las plumas, la comida y los asistentes, una nube oscura pareció extenderse ante sus ojos.

Otra vez, la plaza quedó oculta por una sombra monstruosa.

—Ya casi es la hora —susurró Zilti, al ver a Shatil cerca de la base de la pirámide. El edificio, que dominaba la plaza, sería el punto central del ataque.

—Todo está preparado —respondió el joven—. ¿Qué hay de los kultakas?

—Tenemos a diez mil guerreros nexalas ocultos en las alturas. En el momento en que comience el ataque, se lanzarán sobre nuestros viejos enemigos y los mantendrán ocupados. Después, cuando hayamos ganado la batalla de la ciudad, nuestros guerreros irán al campo para completar la liquidación de los kultakas. —Inquieto, Zilti le volvió la espalda, mientras pasaba inconscientemente los dedos sobre uno de los muchos cortes frescos en su antebrazo.

—¿Adónde ha ido su jefe? —preguntó Shatil de pronto. Un segundo antes había mirado en dirección a su hermana, y la había visto sentada en la manta de plumas en compañía de todos los demás. Pero ahora Cordell y los otros dos acompañantes extranjeros, la hechicera y el sacerdote, habían desaparecido.

—Allí está —señaló Zilti, aliviado.

Cordell acababa de hablar con un hombre muy bajo y robusto con una barba rizada. Erix se había referido a estos extranjeros más pequeños con el nombre de «enanos», y les había explicado que el hecho de ser pequeños no disminuía en absoluto su tremenda capacidad de combate, pero todos se habían mostrado escépticos. En estos momentos, el enano caminaba entre sus hombres, al tiempo que les hacía comentarios.

Por fin, el capitán general volvió a su sitio de honor. Los caballeros y Erix se pusieron de pie al verlo llegar y, por un instante, pareció como si ninguno de ellos quisiera volver a sentarse.

—Atento a la orden —dijo Zilti, con la voz ahogada por la emoción—. Kalnak se dispone a dar la señal. ¡Es el momento de la gran batalla!

—Os habéis referido a los kultakas como viejas comadres —manifestó Cordell. Esta vez, la maga elfa se encargó de hacer la traducción sin darle tiempo a Erix de empezar a hablar. Darién no omitió el tono provocativo de la voz del general.

—Son nuestros enemigos de toda la vida —insistió Kalnak, sorprendido por la súbita agresividad de su invitado.

—Yo digo que son viejas comadres aquellos que libran sus batallas ocultos detrás de las mujeres y de los niños, detrás de fiestas y regalos.

Mientras Kalnak lo miraba atónito, Cordell desenvainó su espada y la levantó bien alto.

—¡Ésta es la recompensa que merece la traición! —gritó.

Cayó la hoja, trazando un arco plateado a la luz del sol. Su paso produjo un silbido en el aire, tan rápido fue el golpe del capitán general. El borde afilado hendió el cuello de Kalnak mientras el Caballero Jaguar todavía miraba atónito, y el acero no perdió impulso. Pasó limpiamente a través del cuello y emergió en una lluvia de sangre al otro lado del cuerpo.

La cabeza de Kalnak, cubierta con el casco del cráneo de jaguar, cayó a un costado. La sangre brotó como un surtidor del muñón del cuello, y el cuerpo decapitado dio un par de pasos tambaleantes como si quisiera atacar a su verdugo. Entonces, el cuerpo cayó de bruces y bombeó el resto de su vida sobre las piedras de la plaza.

Erix vio la hoja como un rayo negro a través de las sombras grises que le velaban los ojos. Permaneció inmovilizada por el espanto, conmocionada ante la monstruosa crueldad de los invitados. Por un momento, reinó el silencio en la plaza.

De pronto, un relámpago de luz blanco azulada cortó el aire, penetrando incluso en las sombras de la visión de Erix. Vio a la maga Darién a un costado, separada de la multitud. En su mano sostenía un pequeño bastón, y le pareció que aquella vara era la fuente del relámpago. Erix recordó que Hal le había hablado de algo parecido; ¿qué nombre le había mencionado?

Gritos de dolor y pánico surgieron de todos los rincones de la plaza. Erix pudo ver que, allí donde había brillado la luz, todos los que habían estado participando alegremente de la fiesta permanecían inmóviles. Algunos habían caído al suelo, mientras los demás se habían convertido en estatuas congeladas de gente que comía, bebía, hablaba o reía.

¿Congeladas en el acto? Lenguahelada. Ahora recordaba los comentarios y explicaciones de Hal. El hechizo provocaba un manto de escarcha capaz de matar instantáneamente a muchísimas personas.

La joven no dudaba que la mayoría de las víctimas habían muerto; ¡un centenar o más de mazticas, exterminados en un solo ataque! Únicamente en los bordes del sector afectado podía ver a los heridos que se retorcían de dolor. Los pobres desgraciados intentaban con desesperación alejarse de los muertos, y Erix vio que muchos de ellos no podían mover las piernas heladas o exhibían en sus cuerpos las terribles quemaduras producidas por la congelación.

Más tarde, Erix comprendería que la pausa sólo había durado un par de segundos, pero en aquel momento le pareció que habían pasado varios minutos mientras todos permanecían inmóviles en la plaza. El ataque de Lenguahelada por fin rompió la parálisis. Una vez más la vara vomitó su destello helado, y la luz alumbró y mató a otro grupo de nativos.

Chical soltó un aullido furioso, y levantó su maca para saltar sobre Cordell. El capitán general descargó un sablazo contra el Caballero Águila, quien esquivó el golpe, pero el comandante, sin perder un segundo, invirtió la trayectoria y golpeó el cráneo de Chical con la empuñadura del arma. El guerrero cayó fulminado sobre la manta de plumas, y sólo alcanzó a sacudir las piernas antes de perder el conocimiento.

El pánico dio alas a Erixitl, que se alejó del hombre para desaparecer entre la muchedumbre de nativos aterrorizados. Mientras la muchacha escapaba, Cordell liquidó de un solo golpe a un Caballero Jaguar.

El destello de luz bañó la plaza una vez más, y en esta ocasión alumbró a Erix. Asombrada, contempló a los aldeanos caer como moscas a su alrededor. En cuanto desapareció la luz, advirtió que ella y algunos niños —que habían estado casi pegados a su cuerpo— no habían sido afectados por el estallido. Sintió las pulsaciones de su amuleto de pluma, y comprendió que la magia de su padre la había salvado del hechizo diabólico. Darién la observó desde las profundidades de su capucha. La mirada de Erix no podía penetrar en las sombras, pero sí vio que los ojos de la hechicera resplandecían como diamantes.

Con una sacudida, Erix se libró del encantamiento y, acicateada por el miedo, volvió la espalda a la maga para echar a correr con todas sus fuerzas. Escuchó resoplidos y golpes de cascos, y vio a los legionarios montar en sus caballos. El adolescente con el tocado de plumas miró asombrado cuando el capitán de barba roja se cernió sobre él. Con una mueca cruel, el hombre descargó un golpe con su sable, que hendió el cuerpo del jovencito desde la cabeza hasta la cintura.

Una mujer cargada con un bebé soltó un alarido delante de Erix, y cayó al suelo escupiendo sangre. La joven vio que uno de los mortíferos dardos de los ballesteros había atravesado el cuerpo del niño y de la madre, y se volvió horrorizada para no presenciar la agonía de estos inocentes.

Más y más dardos volaron cerca de ella, provocando una terrible matanza. El ruido sordo de los gatillos marcaba una siniestra cadencia de muerte. Los Ballesteros, formados en círculo, cargaban y disparaban sus armas, lanzando sus flechas contra la masa de víctimas indefensas, en una horrenda carnicería que acababa por igual con la vida de hombres y mujeres, viejos y niños. Erix resbaló en la sangre que cubría el pavimento de la plaza. Como todos los demás nativos en el lugar, sólo pensaba en poder escapar. Los guerreros que había entre ellos empuñaron sus armas y se lanzaron a la batalla, en un intento desesperado de dar a los paisanos tiempo para huir. En aquel momento, a Erix no le pareció extraño que hubiera tantas lanzas y macas al alcance de unos guerreros que habían entrado desarmados en la plaza. La muchacha intentó correr hacia el norte, en dirección a la casa de su padre, pero la muchedumbre la arrastró hacia el oeste, en su estampida por escapar de la masacre.

Vio a los jinetes cargar sobre la multitud. Los caballos, que unos momentos antes parecían unos animales dóciles satisfechos de poder pastar y beber con tranquilidad, se habían convertidos ahora en las bestias feroces que tanto habían aterrorizado a los payitas en Ulatos, y provocaron el mismo efecto entre los mazticas de Palul. Los grandes mastines también se habían transformado, y atacaban con salvajismo a los aldeanos, mordiendo a todos los que pasaban a su lado, y sus sonoros ladridos contribuían a aumentar todavía más la confusión.

Los caballistas empleaban sus sables porque al parecer no había espacio suficiente para utilizar las lanzas. Cargaron sobre una línea de guerreros que intentó hacerles frente y, en unos segundos, docenas de cuerpos quedaron destrozados por los mandobles y los cascos de los corceles.

En cuestión de segundos, los lanceros alcanzaron a la multitud de mujeres y niños que los guerreros habían intentado proteger. Las víctimas se dispersaron en todas direcciones, pero muchísimas no tuvieron la oportunidad de escapar con vida.

Por encima de la masa, Erix vio el yelmo negro con cintas del capitán de lanceros. El hombre guiaba a su corcel con un abandono cruel, con una sonrisa de oreja a oreja. Por un momento, sus miradas volvieron a cruzarse, y se sorprendió al ver el velo en sus ojos; parecían tan muertos como los cadáveres a su alrededor. Esta vez, tuvo la seguridad de que la había reconocido. Entonces, la multitud engulló a Erix y la arrastró como una marea.

—¡Por el poder del todopoderoso Helm, que os aflija una plaga!

La voz estentórea del fraile sonó como un trueno por encima de los gritos y alaridos, y provocó el pánico de Erix. Sabía, por las explicaciones de Hal, que el clérigo poseía poderes sobrenaturales equiparables a los de Darién.

De pronto, la multitud frenó su carrera, y Erix vio que la gente comenzaba a dar manotazos y a retorcerse, mientras chillaban de dolor. Los niños caían al suelo llorando, para morir en cuestión de segundos. Al principio, no pudo ver nada a través de la sombras, aunque podía escuchar un profundo zumbido que hacía vibrar el aire.

Entonces Erix vio unas sombras más oscuras, al tiempo que sentía un pinchazo ardiente en la muñeca. Dio un manotazo, y vio que había matado a una enorme avispa, cuyo aguijón asomaba entre la carne inflamada.

Ahora la fuente del zumbido se hizo evidente, a medida que más avispas atacaban a los aldeanos. Ante sus ojos, todo se volvió oscuro mientras la nube de insectos cubría como un manto el cuerpo de sus víctimas, que se desplomaban acribilladas por miles de aguijones. Dos avispas le clavaron sus aguijones en el cuello y el hombro.

¿Qué clase de poder dominaban estos hombres? Desalentada, comprendió que el fraile había invocado a los insectos, y que ellos habían aparecido para hacer su voluntad. ¿Cómo podía el Mundo Verdadero oponerse a semejante poder?

Empujada por el pánico y el dolor, sin dejar de gritar y llorar, Erix se volvió con la muchedumbre hacia el sur. Su propia voz se unió al griterío mientras, obnubilada por el terror, buscaba cualquier vía de escape de ese lugar infernal. La masa corría desbocada, pisoteando a todos aquellos demasiado lentos o débiles para mantener la carrera.

Llegaron a los árboles que bordeaban la plaza, y éste fue el límite para muchos de los aldeanos exhaustos. Erix observó, aturdida, que los combates se habían extendido a las casas vecinas. Los legionarios corrían de casa en casa, matando a todos los mazticas que encontraban. Los guerreros intentaban defenderse con bravura, pero, divididos en pequeños grupos, no eran rivales para las armas de acero que segaban sus vicias.

Al otro lado de la calle, asomaron lenguas de fuego por las ventanas de una casa. Algo pareció estallar silenciosamente en su interior, con una gran erupción de calor y llamas. En un instante, el fuego se propagó al techo de paja de la vivienda vecina, y rápidamente el incendio se extendió a toda la manzana.

Allí donde miraba, Erix veía el humo mezclado con las sombras, pero las tinieblas no alcanzaban a ocultar el horrible espectáculo de muerte y desolación. Su pesadilla no era más que un pálido reflejo del horror de la realidad.

Erix se desplomó sobre el pavimento y, mientras luchaba por respirar, pensó que lo mejor que podía sucederle al pueblo era acabar consumido por las llamas.

La pirámide de Zaltec tenía una altura de casi quince metros y se levantaba cerca del centro de la plaza de Palul, en medio de la fiesta y, por lo tanto, de la batalla. Unas escaleras muy empinadas ascendían por cada uno de los lados hasta una plataforma superior. En su centro, un pequeño templo de piedra encerraba el ara de sacrificio y la estatua del dios de la guerra, Zaltec.

Al principio del combate, los guerreros se habían reunido alrededor de la pirámide, buscando intuitivamente proteger la imagen sagrada de su dios. También por intuición, los legionarios avanzaron por los cuatro costados, en un intento de llegar a lo alto y destrozar el ídolo.

Los nativos luchaban con un fanatismo salvaje, pero los invasores insistieron con denuedo. Poco a poco, los defensores retrocedieron hacia la cima, renunciando a cada terraza sólo cuando ya no podían hacer otra cosa. El ataque inexorable de los legionarios los acercó lentamente a la plataforma manchada de sangre.

—¡Brujería! —gritó Zilti, delante del altar, mirando la carnicería que se desarrollaba más abajo—. ¿De qué otra manera hubiesen podido descubrir la trampa?

Shatil, que se encontraba junto al sumo sacerdote, miraba a su alrededor, aturdido. Estaba acostumbrado al derramamiento de sangre y a la muerte —él mismo había realizado más de un centenar de sacrificios— pero la matanza que tenía lugar ante sus ojos lo llenaba de espanto.

Los legionarios parecían invencibles. Los jinetes cabalgan a lo largo y ancho de la plaza, y sólo el hecho de que cada vez había menos nativos impedía que mataran a centenares en cada una de sus cargas. Las terribles espadas subían y bajaban; decapitaban a sus víctimas o abrían heridas enormes que no tardaban en producir la muerte.

Primero habían cerrado la salida norte de la plaza, mientras la repentina horda de insectos taponaba la vía del oeste. La figura encapuchada provista de la pequeña vara había sellado toda la parte este de la plaza, y allí se podían ver centenares de cadáveres congelados. Los aldeanos sólo podían escapar por el lado sur, y era por allí que huían en dirección al monte.

Por fin los caballos comenzaron a resbalar y caer en el pavimento cubierto de sangre, y los jinetes desmontaron. Ya no quedaba nadie vivo que los amenazara.

Shatil miró hacia los riscos vecinos, consciente de que miles de guerreros nexalas permanecían ocultos en las laderas. Desde la altura de la pirámide, podía ver por encima de las casas y los árboles del pueblo. Sin duda, los guerreros habían presenciado la batalla.

En efecto, la habían visto, pero los kultakas aliados de los legionarios también habían sido alertados de la emboscada. Ahora los kultakas cargaban sobre sus enemigos, y Shatil contempló incrédulo cómo las compañías nexalas eran obligadas a retroceder. Los guerreros de ambos bandos luchaban con valor, y las lanzas, flechas y dardos eran como una nube en el aire.

Los nexalas intentaron una carga a la desesperada, que fue rechazada a golpes de maca. Los kultakas pasaron al contraataque, y sus avances fueron aislando a las milicias nexalas. Todos los grupos rodeados ofrecían una dura resistencia, pero las compañías nexalas luchaban solas, aisladas y sin coordinación con las demás. En cambio, los kultakas concentraban sus fuerzas primero contra una, y después pasaban a luchar contra la siguiente. De esta manera, los regimientos nexalas se vieron aplastados por la superioridad numérica del enemigo.

Alrededor de la plaza, las compañías de legionarios asaltaban los edificios donde se encontraban los guerreros que habían pretendido emboscarlos. Ahora, reducidos a grupos pequeños y desprovistos de la ventaja de la sorpresa, no podían hacer otra cosa que luchar con bravura hasta sucumbir bajo las armas de acero de los invasores.

Los dardos de los ballesteros cayeron como una lluvia sobre los defensores de la pirámide, y los atacantes consiguieron avanzar hasta casi las tres cuartas partes de la altura. Shatil observó pasmado que el fragor de la batalla amenazaba con llegar a la cima y destruir el templo y la imagen sagrada. Con expresión adusta, empuñó su daga de sacrificio y se situó junto a la puerta, dispuesto a ofrecer su vida en una última defensa del recinto.

No obstante, todavía no había llegado su momento. Los guerreros resistían en las estrechas escaleras, y sus macas y lanzas, si bien resultaban superadas por el acero de los invasores, eran armas mucho más formidables que su cuchillo de obsidiana.

Una casa estalló en llamas, y Shatil vio que el fuego lo había provocado la mujer de la túnica negra. Había levantado una mano y señalado el edificio. Al instante, las llamas aparecieron en las puertas y ventanas. Los guerreros que había en el interior salieron a la carrera por las aberturas, con los cuerpos incendiados, para morir en la calle.

Entonces, el clérigo vio que la mujer se volvía hacia otra casa de la cual salían guerreros dispuestos a vengar a sus compañeros. Pero, esta vez, la mujer levantó las dos manos, y una nube tenue se extendió delante de ella. A medida que los nativos entraban en la nube, comenzaban a retorcerse y se llevaban las manos a la garganta como si les faltara el aire. Después caían a tierra, donde su terrible agonía se prolongaba durante unos segundos más, hasta que la vida escapaba de sus cuerpos. Más y más guerreros sucumbieron a la nube, mientras ésta crecía y se hacía más espesa, y sus cadáveres parecían muñecos rotos sobre el pavimento.

La nube se filtró por las aberturas de todas las casas de la calle. Sólo de unos pocos edificios salieron guerreros que exhalaron su último suspiro un instante después. En las demás todo permaneció igual, pero a Shatil no le resultó difícil imaginar lo que había ocurrido con sus ocupantes.

La mortífera nube siguió su recorrido, dejando una estela de muerte a su paso, y el silencio se extendió sobre el pueblo. Ya no había más combates excepto el que tenía lugar en la pirámide. Los guerreros que la defendían habían cedido a los invasores todos los peldaños, y ahora resistían en la plataforma.

Los infantes aún entraban en las casas, para rematar a cualquiera de los ocupantes. Sin embargo, no tenían mucho que hacer porque la mayoría de los edificios habían sido abandonados.

—Esto se acaba —dijo Zilti con un gruñido—. Pero uno de nosotros debe avisar a Nexal, a Hoxitl, que hemos sido traicionados.

—¡Tenemos que defender la estatua de nuestro dios! —protestó Shatil—. ¡Los invasores no deben tocar la imagen sagrada de Zaltec!

—¡No! —ordenó Zilti, con voz firme, aunque en un tono suavizado por su compasión ante la fidelidad de Shatil—. Yo me quedaré aquí. Tú te encargarás de llevar el mensaje.

—¿Cómo? —preguntó Shatil, al ver los legionarios alcanzaban la plataforma por dos de las escaleras. Un círculo de guerreros cada vez más pequeño rodeó a los dos sacerdotes, intentando apartar a los atacantes del altar sagrado.

—¡Por aquí! —Zilti guió a Shatil al interior del templo, y se dirigió a la parte de atrás de la horrible efigie de Zaltec, cuya boca estaba cubierta de sangre seca. El joven clérigo se estremeció al ver en su imaginación cómo los invasores hacían pedazos la estatua.

Zitil no perdió el tiempo. Empujó una piedra en la espalda de la escultura, y de pronto se abrió una trampilla en el suelo, que dejó al descubierto una estrecha escalera que desaparecía en las profundidades de la pirámide.

—Por aquí podrás llegar a nivel de la calle —dijo Zilti—. Saldrás muy cerca del templo, pero deberás esperar a que sea de noche, para no ser descubierto. —El sumo sacerdote le entregó un rollo de pergamino—. Lleva este mensaje a Nexal. Entrégaselo a Hoxitl, sumo sacerdote de Nexal. Es el relato de todo lo ocurrido aquí. ¡Ahora vete!

Shatil sujetó el pergamino, consciente de que Zilti no había tenido tiempo de escribir un mensaje, pero no discutió la orden de su superior. Una vez más, vaciló, aunque esta vez no por miedo a la oscuridad sino por lealtad a su maestro.

—¡Venid conmigo! —rogó—. ¡Los dos podemos escapar!

Zilti miró hacia el exterior del templo. Varios legionarios se encontraban junto al altar, enarbolando sus espadas invencibles.

—No —respondió—. Tengo que cerrar la trampilla. ¡Vete, y vénganos!

Sin decir nada más, Shatil se metió en el agujero. Pisó con cuidado el primer escalón, y no había tocado todavía el segundo cuando Zilti ya había cerrado la puerta secreta.

El dulce olor de la sangre cosquilleaba en la nariz de Alvarro, borrando la fatiga y el agotamiento del prolongado combate. Sostenía su sable, cubierto de inmundicia, preparado para matar, pero ya no había más víctimas. A su lado cabalgaba el sargento mayor Vane. Los dos caballistas se habían alejado mucho de los límites del pueblo.

Pese a ello, no se detuvieron. Los lanceros habían recorrido los campos, lanzados a la persecución de los nativos, hasta que, en un momento dado, se habían separado del resto de la compañía. Los fugitivos habían conseguido llegar a las laderas cubiertas de matorrales, y la tarea de perseguirlos correspondía a los infantes.

Alvarro vio que un grupo de legionarios acababa de capturar a una muchacha. Con gritos de alegría, la arrastraron hasta un claro. Por un momento, el capitán observó la escena, interesado por saber si podía ser la mujer que le había llamado la atención en el pueblo. Cuando los soldados la arrojaron al suelo, la aterrorizada joven volvió el rostro hacia el jinete; no era ella. ¿Por qué aquella mujer, la intérprete, le había resultado conocida? El recuerdo persistía en la mente de Alvarro, y lo empujaba a seguir adelante, aun después de que los demás jinetes habían abandonado la persecución. Desde luego, era muy hermosa, y su capa de plumas parecía una cosa mágica, pero había algo más: estaba seguro de que la había visto antes.

¡Halloran! De pronto lo recordó todo. Su viejo enemigo lo había derribado de su caballo en la batalla de Ulatos para salvar a aquella misma mujer de su lanza. El capitán entornó los párpados. Las piezas comenzaban a encajar. ¿Quién sino Halloran podría haberle enseñado la lengua de Faerun? Pensó con astucia si la muchacha no sabría alguna cosa acerca del paradero del renegado.

Alvarro sabía que fray Domincus y Darién sentían un odio asesino hacia Halloran. Si conseguía atrapar al traidor, obtendría el reconocimiento de estos dos poderosos personajes, los lugartenientes de Cordell.

Hizo un esfuerzo para concentrarse en sus pensamientos. La joven había escapado hacia el oeste con el resto de la muchedumbre. Clavó las espuelas en los flancos del caballo, y con un tirón de las riendas cogió el camino en dirección oeste, seguido por Vane. No había nadie en el sendero, aunque podía ver a los nativos que corrían a esconderse entre los maizales. Puso el caballo al trote y se mantuvo atento tratando de descubrir a la muchacha.

Alvarro no podía contener sus carcajadas cada vez que sacaba a un maztica de su escondrijo, pero no se molestaba en perseguirlos. Ahora ya tenía a quién cazar.

Distinguió un movimiento entre las altas plantas de maíz, el ondular de una cabellera negra, y algo lo obligó a detenerse. Una mujer escapaba de la batalla, pero, a diferencia de los demás pobladores, parecía que intentaba regresar al pueblo dando un rodeo. Entonces vio un destello de color: ¡la capa! Mientras la observaba, la muchacha se volvió para mirar en su dirección, antes de desaparecer entre las plantas.

Alvarro reconoció a su presa.

Bandas de guerreros kultakas recorrían la campiña para hacer cautivos. No obstante, Erixitl sabía que no podía escapar con el resto de los pobladores, la mayoría de los cuales parecían dispuestos a correr hasta Nexal. Tenía que regresar y buscar a su padre. Sin duda, los invasores acabarían por descubrir su casa en lo alto del risco, al otro lado de la aldea. En cuanto a su hermano, lo daba por muerto en el transcurso del asalto a la pirámide. Aturdida por la conmoción, todavía no era del todo consciente de la magnitud de la tragedia, y esto le evitaba nuevos sufrimientos.

Erix dejó el sendero que recorría los campos de maíz en el fondo del valle, y se dirigió hacia el norte de Palul, hasta que alcanzó el arroyo más allá del pueblo. Hizo una pausa para descansar y echar un vistazo a los alrededores.

Vio a dos jinetes plateados en el camino, casi a un par de kilómetros de distancia. Por las cintas negras en el yelmo de uno de ellos, reconoció al bárbaro capitán de lanceros. Durante un momento, deseó ser un guerrero y tener un arco poderoso que le permitiera derribarlo de la montura, tanto era el odio que sentía hacia aquel hombre despreciable. Entonces vio que él miraba en su dirección, y se dejó caer en el arroyo para ocultar su presencia.

Cruzó la corriente casi a gatas y prosiguió su marcha hacia el poblado por la orilla opuesta.

Por fin, casi un kilómetro más allá, Erix llegó a un recodo del arroyo, cerca de la base del risco donde se encontraba la casa de su padre. Aquí salió a descubierto, trepó el barranco y cruzó un campo de maíz en busca del cobijo ofrecido por los matorrales de la ladera.

En aquel momento escuchó el ruido de los cascos, y supo que la habían descubierto. Sin mirar atrás, adivinó la identidad de sus perseguidores, y esto la hizo correr con la velocidad de un gamo.

Pero los caballos eran más rápidos. Erix sintió que uno de los animales estaba a punto de arrollarla y, antes de que pudiera llegar a la espesura, recibió un golpe tremendo que la hizo rodar por tierra.

Con un grito salvaje, se levantó de un salto y se volvió, en el preciso momento en que el legionario de la barba roja desmontaba y se le echaba encima con todo el peso de su cuerpo acorazado. Una vez más cayó al suelo, y esta vez se quedó sin resuello.

El otro jinete sofrenó su caballo y le dirigió una mirada de lobo. Después desmontó y se mantuvo aparte sin dejar de mirarla.

Erix intentó arañar el rostro de su atacante, quien se burló de sus esfuerzos y, con una sola mano, le sujetó los brazos contra el suelo. La muchacha podía oler el octal en su aliento y ver el brillo de la locura en sus ojos. La risa del hombre se transformó en un rugido de amenaza.

—¡Vaya fierecilla que estás hecha! —exclamó. Ella le escupió en la cara, y él la miró, burlón—. ¡Además de bonita, indómita! ¡Ahora entiendo el capricho de Halloran!

Al escuchar el nombre, Erix se puso tensa, aunque de inmediato se arrepintió de su reacción al ver la sonrisa satisfecha en el rostro del legionario.

—Ahora —dijo el capitán, acercando una mano al corpiño de su vestido—, vamos a echarte una mirada.

Lolth probó la sangre, sintió el calor de la batalla, y comenzó a interesarse por el lejano reino de Maztica. Su atención se apartó un poco de los drows rebeldes que se atrevían a adorar otro dios.

Quizá no debía apresurarse en su venganza. Al medir el tiempo en la escala de los dioses, no tenía prisa por castigar las travesuras de sus niños. Ya sentirían las consecuencias de su cólera.

Pero antes podía disfrutar con las matanzas y destrucciones que realizaban los humanos.

Al parecer, aquella tierra llamada el Mundo Verdadero estaba destinada a ofrecer una cosecha sangrienta.