7

Traición y desafío

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Chical, señalando con un ademán la capa, las botas y el casco que Poshtli había dejado en el suelo delante de sus pies.

—He venido para comunicar mi abandono de la Orden de los Caballeros Águilas —explicó el guerrero, muy tieso. Él y su venerable mentor se encontraban solos en la penumbra de la sala de baños. A pesar de que en el exterior hacía calor y el sol resplandecía, en el interior de la casa de troncos se estaba fresco.

Chical permaneció inmóvil y miró a Poshtli durante varios minutos. El joven le sostuvo la mirada con un brillo desafiante en los ojos.

—Sé que tu decisión de renunciar a nuestra orden no es algo tomado a la ligera —dijo Chical—. Y esto me lleva a creer que eres víctima de algún hechizo practicado por el extranjero.

—No. Es una cuestión de honor. Lo traje aquí con buenas intenciones y para que estuviera seguro. Es algo a lo que no puedo volver la espalda, de la misma manera que vos no podéis renunciar a vuestras responsabilidades como jefe de la orden.

—¿Eres consciente de que sus compañeros, su ejército, ya marchan hacia Nexal? Han conquistado Kultaka y alistado a los guerreros vencidos de nuestro viejo enemigo, en su causa contra nosotros.

La expresión de sorpresa de Poshtli dejó claro que desconocía la noticia. Sin embargo, su respuesta fue inmediata.

—Ya no es el ejército de Halloran, de la misma manera que la Orden de los Águilas no es la mía. Si los extranjeros atacan Nexal, lucharé en defensa de mi patria… si es necesario, como cualquier otro guerrero.

—Tu renuncia significa algo más que el abandono de la orden, ya lo sabes —manifestó Chical, apenado, señalando una vez más las prendas en el suelo—. Ahora ya no somos más que extraños.

—Lo comprendo —repuso Poshtli—. A partir de este momento, somos enemigos.

—Llamad a Hoxitl, Kalnak y Chical —ordenó Naltecona a los esclavos, que le obedecieron en el acto—. ¡El resto de vosotros, marchaos! —Una docena de cortesanos vestidos con harapos abandonaron el salón, contentos por tener las oportunidad de volver a vestir sus lujosas prendas.

El sumo sacerdote de Zaltec fue el primero en llegar, con unos segundos de ventaja sobre Chical, capitán de los Caballeros Águilas. Unos instantes más tarde, apareció Kalnak, capitán de los Caballeros Jaguares de Nexal.

Los dos caballeros habían cubierto sus armaduras resplandecientes con capas roñosas. Hoxitl, esquelético, siempre sucio y manchado de sangre, no necesitaba hacerlo, a la vista de que su aspecto no podía desmerecer el esplendor de Naltecona.

—¿Habéis tomado una decisión respecto a los extranjeros? —preguntó Kalnak, esperanzado. Desde el primer momento, había sido el más firme partidario de atacar a la legión antes de que llegara al territorio nexala.

—Así es —respondió el soberano—. Gracias a un sueño, he tenido la revelación de que su líder es un hombre y no un dios. No es Qotal que vuelve al Mundo Verdadero para reclamar su trono. ¡Es un invasor al que se debe detener!

En el rostro de Kalnak, enmarcado por las fauces de su casco, que era una cabeza de jaguar, apareció una amplia sonrisa. También Hoxitl se mostró satisfecho, previendo el gran número de cautivos que la campaña reportaría para Zaltec. Chical fue el único que no pareció alegrarse.

—¿Habéis decidido dónde y cuándo se efectuará el ataque? —preguntó el jefe de los Águilas.

—Sí. Mis espías me han informado de la ruta que siguen. He escogido el sitio perfecto, y trazado un plan.

—¿Dónde? —preguntó Kalnak—. ¿Tardaremos mucho en atacar?

—El plan será puesto en práctica hoy mismo. La marcha de los extranjeros los lleva hacia Palul, y será allí donde nos encontraremos con ellos. —Todos sabían que el pueblo de Palul, sometido al control y gobierno de Nexal, estaba a una buena distancia de la capital, y les pareció una excelente elección.

—¡Espléndido! —exclamó el Caballero Jaguar—. ¡Podremos destruirlos en el paso, antes de que lleguen al poblado!

—No —replicó Naltecona—. Éste no es mi plan. Quiero que cada uno de vosotros reúna a sus caballeros de mayor confianza, además de varios miles de guerreros. Pero no debéis presentar batalla fuera de Palul.

Los reunidos miraron al canciller sorprendidos, y Naltecona disfrutó con su confusión. Esperó unos momentos para que sus súbditos se preguntaran cuál sería el plan.

—En cambio, invitaremos a los extranjeros a que entren en Palul. Allí celebraremos una gran fiesta, con muchos bailes y abundancia de octal. Sus aliados kultakas (insistiremos en este punto) deberán permanecer fuera del pueblo.

—Mientras que nosotros, con nuestros hombres, estaremos en el pueblo —aventuró Kalnak.

—¡Sí! Y tú, mi jefe de Jaguares, darás la señal. Mientras dura la fiesta, los extranjeros se emborracharán, y entonces caeréis sobre ellos desde todos los flancos. ¡No necesitaremos más que una batalla para aniquilar a los invasores!

—¡Un plan excelente! —gritó Hoxitl—. Con una trampa tan astuta, conseguiremos muchísimos cautivos; quizá la mayoría de su ejército.

—¿Y tú, Chical? ¿No tienes ningún comentario al respecto? —Naltecona escrutó el rostro del jefe de los Águilas.

—Hay una cosa que me preocupa, reverendo canciller. Los guerreros de Nexal siempre se han enfrentado al enemigo en el campo de batalla, para conseguir la victoria confiados en su fuerza y coraje. No parece muy correcto apelar al engaño de una fiesta para después asesinarlos.

—¿Preferirías que nos enfrentáramos a la magia y a los monstruos de la legión en un combate abierto, para que nos maten a todos? —exclamó Kalnak, sin darle tiempo a Naltecona para contestar. El canciller sonrió, satisfecho de que la discusión se planteara entre sus dos subalternos, sin tener que involucrarse.

—Hasta que no sepamos que no podemos derrotarlos en una lucha franca, sí. No tengo miedo —replicó Chical.

Kalnak se encrespó, y sólo la palma alzada del canciller evitó que empuñara su maca.

—No tengo miedo, pero tampoco soy un tonto —respondió el jefe Jaguar, burlón.

—Los extranjeros ya han embrujado a los hombres de Kultaka —observó Hoxitl—, después de matar a Takamal, cosa que nuestros más valientes guerreros no consiguieron hacer, y no por no haberlo intentado durante muchos años.

Chical se inclinó ante Naltecona, sin prestar atención a los otros dos.

—Se hará tal cual lo deseáis, mi señor. ¿Cuándo llegarán los extranjeros de Palul?

—Abandonaron Kultaka hace dos días, y marchan deprisa. Podrían llegar a Palul dentro de cuatro días…, seis a lo sumo, así que debemos actuar rápida y discretamente. Enviaremos embajadores a recibirlos; se encargarán de entregarles los obsequios y preparar el banquete. Mientras tanto, quiero que reúnas las fuerzas.

»Debes salir hacia Palul no más tarde de mañana por la mañana.

—¿Has descubierto la razón de todos aquellos preparativos? —le preguntó Halloran a Poshtli en cuanto lo vio entrar en la casa, poco después del mediodía.

Dos días atrás, habían presenciado juntos la marcha de las largas columnas de soldados que abandonaban la plaza sagrada, y habían deducido que tenía algo que ver con Cordell; no obstante, de nada habían servido los esfuerzos de Poshtli por averiguar alguna cosa más. Ahora, después de tres días, Hal tenía miedo de no enterarse de lo que ocurría hasta que fuera demasiado tarde.

El excaballero había aceptado el ofrecimiento de Hal de compartir su casa, porque ya no disponía de su habitación en el cuartel de los Águilas. Los dos jóvenes no habían querido permanecer en el palacio de Naltecona, a pesar de que el canciller les había garantizado su seguridad.

El soberano de Nexal había respetado su oferta de una casa para Halloran. La residencia era de una suntuosidad de la que sólo un miembro de la nobleza, o un sabio de mucha fama, habría podido gozar en Faerun.

El edificio se encontraba cerca de la plaza sagrada, en la intersección de dos grandes avenidas y un canal. Un muro de ladrillos de adobe, pintados de un blanco resplandeciente, rodeaba las habitaciones y el patio de grandes dimensiones. La casa era de planta baja, con tres habitaciones muy amplias que se abrían al patio central, y un piso superior.

Pese a ello, Halloran no se encontraba cómodo en sus nuevos aposentos. Su mente sólo pensaba en Erix. Esperaba que la joven hubiese llegado a Palul sin problemas, y que allí estuviese segura ante cualquier ataque como el realizado por los Caballeros Jaguares en el palacio. No podía entender por qué Poshtli no mostraba la misma preocupación, por qué no se reunía con ella.

El legionario no podía preguntárselo sin cometer una falta de etiqueta. Había pensado en ir él hasta el pueblo, pero entonces recordó la premura de la joven por marcharse. No dudaba que Erix no lo recibiría con muy buenos ojos.

En algunos momentos, sumido en la mayor desesperación, había llegado a pensar en volver a la legión. Quizá si le devolvía el libro a Darién e intentaba aclarar… Pero había descartado la posibilidad, consciente del odio que le profesaban la maga y el fraile. No; unirse a la legión representaba su muerte.

Por lo tanto, se dedicó a estudiar el libro de hechizos, ejercitar a Tormenta, afilar sus armas, pulir la coraza, o pasear arriba y abajo por las habitaciones a la espera de que el tiempo pasara, mientras aguardaba que Poshtli tuviera éxito con sus averiguaciones.

La casa de Hal constaba de una pequeña antesala, adornada con luminosos frescos que representaban aves, serpientes y jaguares en un escenario tropical. La antesala daba paso a un patio arbolado y lleno de flores, desde donde se tenía acceso a una habitación amplia con chimenea y pilas de gruesas esteras en el suelo. Halloran ya se había habituado a la costumbre de los mazticas de sentarse en las esteras, aunque había decidido construir una silla en cuanto tuviese tiempo.

El otro cuarto de la planta baja era la cocina, dotada con un fogón y varios barriles pequeños para almacenar maíz, alubias y frutas. En la planta alta había cuatro dormitorios, un par de cuartos pequeños para los esclavos, y un amplio balcón con vistas al canal. Por el lado de la tierra, la casa y el patio quedaban cerrados por la tapia, pero no había separación entre el patio y el canal. Hal había comprado una canoa para navegar por él.

El patio también servía de establo para su yegua. Hal montaba a Tormenta a menudo, porque los nexalas se emocionaban ante la presencia de la bestia. Contento de poder ejercitar a su caballo, recorría la plaza sagrada y las calles de la ciudad.

Naltecona le había enviado varios esclavos para que se ocuparan de las tareas domésticas. Los sirvientes eran un anciano llamado Gankak; su esposa, Jaria; y una pareja de muchachas, Horo y Chantil.

Al legionario le molestaba sentirse propietario de otro ser humano, y decidió tratarlos como sirvientes. Intentó concederles algunos privilegios: un día de asueto y un puñado de granos de cacao para sus gastos en el mercado. Para su gran sorpresa, descubrió que los esclavos utilizaban el cacao para comprarle regalos. En cuanto al día de descanso, sólo dejaban de trabajar cuando él daba la orden.

Entonces, después de una semana en la casa, había visto la concentración de miles de guerreros en la plaza sagrada, y su marcha por los puentes del sudeste.

—¿Qué ocurre? ¡Sin duda, marchan para enfrentarse a Cordell! ¿Qué has podido averiguar? —preguntó Halloran, impaciente.

—Por fin, he tenido suerte —respondió Poshtli—. De ahí la demora. Todos los capitanes Águilas se han marchado, y los novicios no saben casi nada. Recibieron una orden personal de Naltecona para que se movilizaran de inmediato. Todo es muy secreto, y en un primer momento pensé que no me enteraría de nada.

—¿Y?

—Uno de los novicios, un joven en el que depositó grandes esperanzas, habló conmigo después de los ejercicios. Ahora mismo vengo de hablar con él.

—¿Qué te ha dicho? ¡Vamos, habla ya! —Halloran sintió una súbita aprensión; temía que Erixitl estuviese en peligro—. ¿Adónde van?

—Se disponen a emboscar a la legión —dijo Poshtli. Se armó de valor y añadió—: ¡En Palul!

El eco de las palabras del guerrero sonó en la casa, mientras el rostro de Halloran palidecía, alarmado. ¡Erix! ¡Estaba en Palul!

—¡Voy a buscarla! —exclamó. En unos segundos, recogió sus armas, la coraza y la montura. Cuando se dirigió hacia el patio, vio a Poshtli que lo aguardaba en la puerta, con su sable de acero.

—Voy contigo —declaró el guerrero.

—¡Excelente! —siseó Zilti, sumo sacerdote del templo de Zaltec en Palul.

—La matanza será total —asintió su primer ayudante, Shatil. Se habían reunido con Hoxitl, en el santuario de Palul. Habían realizado los ritos del ocaso; el patriarca de la orden los había honrado con su visita personal, y ahora les explicaba los detalles de la emboscada preparada por Naltecona.

—Vosotros, los sacerdotes, debéis estar preparados para moveros deprisa —añadió Hoxitl—. En el momento en que hagamos cautivo a cualquiera de los extranjeros, le abriremos el pecho para arrancarle el corazón. Se lo daremos a Zaltec para que bendiga nuestros esfuerzos. Haremos lo mismo con todos, y así podremos alimentar a nuestro dios hasta que acabe la batalla. No ha de quedar ni un solo invasor vivo.

—¿Los guerreros se ocultarán en los edificios de alrededor de la plaza? —preguntó Zilti.

—Sí. La fiesta será para la gente de Palul. Habrá comida y bebida para todos. Los cazadores han matado muchísimos ciervos; se dice que los extranjeros aprecian mucho la carne.

—¿Cómo podremos estar seguros de que asistirán a la fiesta? —Zilti deseaba conocer más detalles—. Quizá no sean como nosotros, y las fiestas no les agraden.

Hoxitl alzó los hombros. Tenía preocupaciones más serias que las dudas de un sacerdote de un pueblo sin importancia. La más inmediata, saber dónde estaba la mujer, Erixitl. Se estremeció al recordar la suerte de sus dos acólitos.

—Haremos todo lo que esté a nuestro alcance —respondió el sumo sacerdote—. En realidad, sabemos muy poco o, mejor dicho, nada acerca de los extranjeros. He tenido oportunidad de ver a uno en Nexal, y parece tan humano como nosotros.

—Conozco a una persona que sí sabe cosas de ellos. ¡Hasta habla su idioma! —intervino Shatil.

—¿Quién es? —preguntaron los dos sacerdotes al unísono.

—¡Mi hermana! Conoció a los hombres blancos cuando desembarcaron en Payit, y aprendió a hablar su lengua —contestó Shatil.

—¡Espléndido! —exclamó Hoxitl—. Haz que venga al pueblo antes de que aparezcan los extranjeros. Podrá sernos de gran utilidad como intérprete.

—La llamaré de inmediato —dijo Shatil, halagado por la atención de Hoxitl—. Sé que Erixitl estará orgullosa del honor.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zilti, alarmado ante el súbito enrojecimiento del rostro del patriarca. Hoxitl sacudió la cabeza, mientras intentaba disimular su emoción.

—No es… nada —respondió Hoxitl. Temblaba de alegría ante la inesperada noticia—. Manda a buscar a tu hermana —le dijo a Shatil—. Zaltec la recompensará por sus servicios.

La larga columna cruzó las alturas arboladas y los ubérrimos valles. Tal como había prometido Tokol, el agua y la comida eran abundantes. Gracias al menor peso de las armaduras de algodón, los legionarios marchaban a buen paso. El sol brillaba en un cielo sin una sola nube, como lo había hecho desde su partida de Kultaka.

—Mañana llegaremos a Palul —le dijo Tokol a Cordell, mientras contemplaban el desfile de la tropa desde una cresta.

—En estos momentos, Darién ya se ocupa de observar el pueblo —respondió el general, señalando los riscos que tenían delante. Los kultakas le habían informado que todavía quedaban por atravesar dos o tres valles antes de llegar a Palul. El joven cacique se estremeció, mientras miraba hacia el oeste e intentaba comprender el poder de la mujer que podía volar, hacerse invisible, o matar a un gran hombre como su padre con sólo levantar una mano.

Detrás de ellos, la columna se extendía por el fondo del valle que acababan de atravesar. Los quinientos hombres de la Legión Dorada iban a la cabeza, seguidos por los veinte mil guerreros kultakas y los cinco mil payitas. Cordell pensó, orgulloso, que jamás había tenido tantas tropas bajo su mando.

Tampoco había tenido la oportunidad en un botín tan increíble. La fantasía de enormes cantidades de oro y plata bailaba en su mente, estimulada por los muchos relatos que había escuchado referentes a las riquezas de la fabulosa Nexal. Las historias de las pirámides, el tamaño de la ciudad, y las riquezas que habían acumulado a lo largo de los siglos con el cobro de tributos a los pueblos sometidos, le aceleraban el pulso.

Tokol soltó una exclamación y, sorprendido, dio un paso atrás. Cordell miró a su costado y vio que la maga elfa se había unido a ellos, bien arrebujada en su túnica para protegerse del sol.

—He visto el pueblo —dijo Darién—. En realidad, es casi una ciudad, para lo que es habitual en Faerun. Calculo que hay casi mil casas en la zona urbana, y muchas más en las colinas y el valle.

—¿Alguna actividad militar?

—No. En cambio, parece que preparan una fiesta. Las mujeres colocan flores y mantas de plumas en la plaza mayor. Creo que tienen la intención de recibirnos en son de paz.

—Quizá no tengamos que pelear en cada una de nuestras etapas —comentó Cordell, muy complacido con el informe de la maga—. Si quieren recibirnos con una fiesta, no los hagamos esperar.

—¡No! ¡No quiero hablar con los invasores! —Erix intentó no alzar la voz, aunque no podía disimular la tensión.

—Tienes que hacerlo. Es importante, mucho más de lo que piensas —argumentó Shatil. Los hermanos se encontraban en el pequeño patio delante de la casa de su padre. Lotil estaba en el interior, dedicado a su trabajo.

—¡Tú eres la única que puedes comprenderles! —insistió el joven.

Erix evitó mirar por encima del hombro en dirección a la ciudad. En su visión, cada día se volvía más oscura. Para ella, la gran plaza de Palul era un gran agujero negro, una sombra impenetrable y ominosa.

Pero, cuando miró la cumbre del risco detrás de la casa de su padre, la inquietó otra visión. Ya no se trataba sólo de las sombras, sino también del recuerdo de lo que había ocurrido allí, la última vez que había subido, cuando la había raptado un Caballero Jaguar para venderla como esclava. Desde que había vuelto a su hogar, había sido incapaz de ascender a la cima.

Shatil le dio la espalda, irritado. La negativa de su hermana lo sorprendía. A la vista de su mala disposición, había decidido no revelarle el auténtico fin de la fiesta. No sabía cómo reaccionaría; si le decía la verdad, corría el riesgo de enfrentarse a un rechazo total.

—Tú misma me has hablado de la terrible batalla de Ulatos —dijo Shatil, tratando de enfocar el tema desde otra perspectiva—. Quizá si tratas con los extranjeros, si consigues razonar con ellos, se podría evitar que ocurra lo mismo.

—¿Cómo podría hacerlo? —preguntó Erix.

Sin embargo, el razonamiento de su hermano había conseguido su propósito. Tal vez era cierto que no podía hacer nada —una ojeada a la plaza le demostró que la oscuridad no había disminuido—, pero era verdad que era la única en Palul que podía hablar y entender el idioma de los extranjeros.

—Ven al pueblo por la mañana —contestó Shatil—. Nuestros exploradores han informado que los hombres peludos acamparán esta noche al este. Llegarán a Palul sobre el mediodía, ¡a tiempo para la fiesta! Por favor, tú también tienes que venir.

Erixitl recordó la visión que había tenido la noche que habían encontrado el oasis. La imagen de Nexal en ruinas volvió a su mente tan fresca como cuando había despertado de la pesadilla. Tal vez, después de todo, su presencia podía servir de algo.

—De acuerdo. Iré y ya veremos si ellos están dispuestos a hablar.

—Es una decisión muy atinada —dijo Shatil, abrazándola—. Debo volver al templo para los ritos de la tarde. Esta noche dormiré allí; nos veremos cuando llegues.

Shatil se fue montaña abajo a paso rápido, y Erix lo observó marchar. Le pareció que la túnica negra de su hermano se confundía con la negrura del fondo y, muy pronto, lo perdió de vista. Por fin, advirtió la caída del crepúsculo y se dirigió hacia la casa, agradecida de que la oscuridad natural la aliviara de sus sombras personales.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lotil, al oírla entrar.

—Tengo miedo de lo que ocurrirá mañana… y en el futuro —respondió Erix.

Le contó a su padre el pedido de Shatil.

—Pero, padre, debes prometerme una cosa —añadió—. Mañana, no bajes al pueblo. Quédate aquí, y espera a que yo regrese por la tarde.

—¿Qué es esto? —protestó el anciano, muy erguido en su taburete—. ¿Mi propia hija me da órdenes?

—Por favor, padre. ¡Es muy importante!

—Puedes ver cosas, hija mía, ¿no es así? —inquirió el padre de improviso—. Dime, Erixitl, ¿puedes ver lo que ocurrirá mañana? —El hombre miró con sus ciegos ojos el rostro de la muchacha, y Erix sintió que él podía ver las profundidades de su alma. Se removió, inquieta.

Erix no le había mencionado las visiones a su padre. Sabía que hablarle de las tinieblas, de la desgracia inminente, sería una carga intolerable para el viejo. Por lo tanto, había decidido no decir nada.

Pero él había adivinado el dilema de su hija, y Erix sintió un alivio enorme. De una tirada, con un torrente de palabras, le habló de las sombras que había visto extenderse sobre Nexal, y de las otras sombras aún más oscuras que cubrían Palul.

—Esto es obra de los dioses, pequeña —concluyó Lotil, con sus manos cogidas a las de Erix, sentada a su lado—. Y, gracias a ello, puedes ver el equilibrio de todas las cosas. A mí me han arrebatado la vista, pero tus ojos se han abierto a un mundo que muy pocos pueden ver. Has sido bendecida con una ventana que te permite ver al futuro. Quizás, a través de esta ventana, podrás ver lo suficiente para hacer grandes cambios. Tu hermano tiene razón, Erixitl. Es importante que mañana vayas al pueblo.

»De la misma manera que mi desgracia no es tan mala como crees (ahora puedo escuchar el canto de los pájaros como nunca habría imaginado, y mi olfato se ha abierto a un mundo de nuevos olores), lo mismo ocurre con tu don, que, en algunos sentidos, es también una maldición.

»Sin embargo, puedes hablar con los extranjeros —añadió—. Y, lo que probablemente es más importante, puedes comprenderles. El regalo del coatl puede ser una carga, aunque sin duda lo hizo por alguna razón. No debes tener miedo a enfrentar tu destino.

»Utilízalo para un buen fin, Erixitl, hija de Lotil. Utilízalo bien, y haz que me sienta orgulloso de ti.

»En cuanto a mañana —concluyó el viejo—, haré lo que me pides y me quedaré en casa.

La Legión Dorada entró en Palul en una formación impecable; el ritmo de los tambores marcaba la cadencia del paso de los soldados. Una gran multitud se había reunido en las afueras de la ciudad. Los mazticas se apiñaban a los lados del camino, y los contemplaban asombrados.

Erix se encontraba en la plaza, en compañía de Shatil, Zilti y algunos jefes de los Caballeros Águilas y Jaguares llegados de Nexal para recibir a los extranjeros. Vestía la capa de plumas de colores brillantes que resaltaba su tez bronceada y su larga cabellera oscura. Los legionarios la miraban al pasar, cautivados por su belleza. La joven, al estar entre las autoridades, no comprendió que era la destinataria de las miradas de los hombres.

Juntos, saludaron a las tropas, a medida que los soldados entraban en la plaza. La luz del sol alumbraba la escena, y Erix no ocultó su alivio al ver que, por ahora, las sombras habían desaparecido.

Los jinetes —cuarenta en total— siguieron a la primera compañía de infantes. Hacían caracolear y encabritarse a sus caballos, para gran espanto y asombro de los nativos. Los sabuesos ladraban y amenazaban con morder a los espectadores, que retrocedían ante el aspecto feroz de los perros.

El jefe de lanceros hizo marchar a su caballo al paso hasta el lugar donde se encontraba Erix, y allí le hizo dar media vuelta, encarado hacia la joven. Las cintas negras enganchadas al yelmo del hombre flotaron en el aire al seguir el movimiento, y arrancaron un murmullo de admiración de los presentes.

De pronto, las cintas despertaron los recuerdos de Erix, que estudió al hombre y comprendió que se trataba de la misma persona.

Su memoria volvió al campo de Ulatos, cubierto de payitas muertos o moribundos. Los jinetes de la legión galopaban a placer, matando y pisoteando a los payitas que intentaban defenderse de la matanza. El soldado de las cintas negras la había descubierto y cargado contra ella, mientras Erix esperaba inmóvil morir ensartada en la lanza. Entonces había aparecido Halloran para salvarle la vida.

La mirada del jinete se cruzó por un instante con la de Erix, que miró en otra dirección. Sintió que el hombre se demoraba en su contemplación, pero después el capitán se alejó. Nuevas compañías de infantes desfilaron por la plaza.

Poco después, apareció la impresionante figura de Cordell. Todo el mundo reconoció de inmediato al hombre montado en el corcel negro. El general mantenía la cabeza erguida y sus oscuros ojos miraban al frente por encima de la muchedumbre. Su coraza de acero resplandecía como un espejo, pero era su arrogancia y su apostura de suprema confianza lo que lo marcaba como jefe de los legionarios.

Detrás de Cordell venían otras dos personas de las que Erix había escuchado hablar en muchas ocasiones: la maga elfa Darién, envuelta en su albornoz oscuro, y el fraile Domincus.

A continuación, aparecieron más filas de infantes, hasta que casi todos los extranjeros quedaron formados en la plaza. Mientras tanto, las columnas de guerreros kultakas y payitas, aliados de los invasores, se acercaban a las afueras de la ciudad.

Kalnak y Chical se adelantaron para saludar con una profunda reverencia a Cordell, en el momento en que desmontaba. Batieron palmas, y aparecieron los esclavos cargados con paquetes de regalos, que depositaron en el suelo delante del capitán general.

Los esclavos abrieron los paquetes llenos de plumas multicolores, capas de pluma, hermosas conchas, y objetos hechos de jade y coral. Todo esto fue recibido con un interés cortés. Entonces, por fin, quitaron las telas que tapaban dos grandes vasijas para dejar al descubierto su contenido: una llena del más fino polvo de oro, la otra con plata.

Erix observó sin sorprenderse el brillo de codicia en los ojos de Cordell, que se pasó la lengua por los labios mientras miraba las vasijas.

—Estos regalos son un presente de amor y amistad de Naltecona, reverendo canciller de Nexal —dijo Erix, en la lengua común de los extranjeros.

En el acto, todos los legionarios que la escucharon hicieron silencio. Cordell miró como un halcón a la muchacha.

—¿Dónde has aprendido nuestra lengua? —preguntó.

—Fue…, fue un regalo que me hizo Chitikas Coatl —respondió Erix—. Es lo que vosotros llamáis magia.

Cordell miró a Darién, invisible bajo su capucha, que asintió con un movimiento casi imperceptible.

—¡Espléndido! —exclamó el comandante—. ¡Por favor, continúa!

—Estamos preparando una fiesta en vuestro honor. Nos complacería muchísimo que aceptarais uniros a nuestra celebración.

—¡Desde luego que sí! —Cordell echó hacia atrás la cabeza y soltó la carcajada, satisfecho. Erix deseó no tener que decir nada más, pero las instrucciones de Kalnak habían sido muy claras.

—Os debemos pedir un favor. Vuestros aliados de Kultaka deben acampar fuera del pueblo. Os lo pedimos porque son enemigos ancestrales de nuestra gente. Podrían suscitarse conflictos si se les permite entrar en Palul.

Una vez más, en los ojos de Cordell apareció una mirada suspicaz, y estudió a los guerreros que estaban detrás de Erix. Había casi un millar de hombres en el pueblo, pero ninguno iba armado, ni parecían estar desplegados en posición de ataque. El general, al igual que Erix, no sabía nada de los miles de guerreros ocultos en las casas y detrás de las tapias de los jardines. Además, había otros diez mil diseminados entre la vegetación alrededor de la aldea.

Al parecer, Cordell quedó satisfecho con su inspección y, al cabo de un momento, dio su conformidad.

—De acuerdo, dadlo por hecho —dijo—. Fray Domincus, comunicad a Tokol que, por orden mía, sus hombres acamparán fuera del pueblo.

—Sí, general —respondió el clérigo de rostro avinagrado. Domincus hizo una reverencia y se alejó, no sin antes mirar con desagrado a Erixitl y sus acompañantes. Mientras el fraile se iba, Cordell se inclinó hacia Darién. La maga elfa asintió en respuesta al murmullo del comandante y se alejó para desaparecer entre la multitud de legionarios y nativos. Por su parte, Cordell volvió su atención a Erix.

En aquel momento, apareció el capitán de barba roja, que caminaba machacando el pavimento de la plaza con sus pesadas botas de montar. Erix recordó el nombre que le había dicho Halloran: Alvarro. El hombre volvió a mirar a la muchacha, que se encogió ante la insistencia de la mirada. No era posible que la recordara. Alvarro sonrió ante el pavor de Erix mientras le volvía la espalda, pero ella estaba segura de que el jinete no la había relacionado con la víctima que le habían arrebatado de las manos en Ulatos.

—Bueno, ¿qué hay de la fiesta? —preguntó el capitán, en cuanto llegó junto a Cordell.

Darién avanzó con cuidado entre la muchedumbre agolpada en la plaza. Los legionarios se apresuraron a dejarle el paso libre. Quizá por el ejemplo de la tropa, o porque su figura pequeña y encapuchada parecía misteriosa y, por lo tanto, amenazadora, los nativos también se apartaron.

Muy pronto, encontró el lugar que buscaba: un callejón umbrío entre dos edificios, donde varios árboles muy altos ocultaban la luz del sol. En la callejuela, había un pequeño grupo de guerreros que aprovechaban para descansar del trajín de la jornada. Satisfecha, la maga se quitó la capucha; el resplandor la incomodaba, pero al menos podía descubrir la cabeza. Era necesario para poder realizar la tarea encomendada.

Los nativos se apartaron mientras la hechicera pasaba entre ellos. Ella sonrió, contemplándolos con sus blancos ojos. Cuando sonreía, era una mujer hermosísima, y su belleza no pasó inadvertida para los guerreros.

—Ven —le dijo a uno, hablando en la lengua de Nexal, que había aprendido gracias a un hechizo muy sencillo.

El hombre, un lancero alto y delgaducho, con una coraza de algodón y un tocado de plumas verdes, se apresuró a obedecerla.

Darién lo condujo por el callejón hasta llegar a un punto donde los demás no podían oírlos. En un primer momento, los compañeros habían intentado acompañarlos, pero esta vez la mirada de la maga los había hecho retroceder.

La hechicera acercó sus largos dedos blancos a una oreja y comenzó a retorcer uno de sus mechones. Su mirada buscó la del lancero, y entonces se pasó la mano por delante de la cara.

Ghirrina. —Darién susurró la palabra mágica, y en el acto la expresión en el rostro del guerrero reflejó su absoluta confianza en la persona que tenía delante. Veía a la hechicera como un amigo leal.

Ella comenzó a hacerle preguntas, y el lancero respondió sin vacilar.

De las crónicas de Coton:

En busca de un señor digno entre los dioses.

La presencia de Zaltec —omnipresente, voraz— comienza a transformarse en una fuerza dispuesta a destrozar el Mundo Verdadero. El culto de la Mano Viperina, por el cual los jóvenes guerreros —e incluso algunas mujeres y adolescentes— juran entregarse en cuerpo y alma al dios de la guerra, crece como un tumor en Nexal.

El dios de los extranjeros, Helm, también es una presencia que puedo percibir. Alerta y vigilante, pretende reclamar para sí la nación maztica, en un abierto desafío a Zaltec.

Ahora también percibo una nueva esencia, una diosa de la oscuridad y el mal tan terrible que, en comparación, hasta Zaltec parece un dios benigno y juguetón. Se llama Lolth. Este ser está vinculado a los Muy Ancianos. Nos observa desde muy lejos, pero su interés es cada vez más grande.

Pero también está relacionada de alguna manera con los extranjeros. Es una vinculación que no consigo identificar, aunque la percibo como algo muy real. Esto me causa un profundo temor.

Ya es bastante peligrosa de por sí una vinculación entre el Mundo Verdadero y la tierra de los extranjeros, que va más allá de los límites de las culturas humanas. Una vinculación que está personificada en la oscuridad de esta reina araña anticipa unas consecuencias catastróficas, imposibles de imaginar.