6

Palul

—Aquella luz, ¿de dónde procede —Poshtli señaló el resplandor que se veía por la puerta de la habitación de Halloran?

—Es… magia. Algo así como tu pluma. —Halloran apuntó la mano hacia la abertura iluminada y dijo—: Kirishone. —La luz se apagó en el acto.

»¡Kirisha! —El hechizo funcionó otra vez, y el legionario disfrutó con la expresión de asombro de Poshtli.

—¿Toda tu gente es capaz de hacer esta… magia?

—No. Aprendí este hechizo cuando era un adolescente, pero sé muy poco de los grandes encantamientos. Puedo iluminar una habitación o disparar un dardo mágico; a veces puedo conseguir dormir a alguien si me concentro mucho, pero esto es todo. No obstante, hay quienes dedican toda su vida a la práctica de la magia; son personas a las que hay que temer. —La imagen de la maga Darién apareció en su mente; era una imagen que esperaba no volver a ver en carne y hueso durante el resto de su vida.

El saber que tenía en su poder el libro de hechizos de Darién aumentaba su inquietud. A menudo deseaba poder devolver el tomo a la maga, aunque sabía que era imposible. No obstante, no tenía ninguna duda de que ella anhelaba recuperarlo.

—Vienes de una gente muy extraña y peligrosa. Halloran. Mi única esperanza es que no seáis la ruina de Maztica.

Poshtli lo miró a la cara, y Hal se removió incómodo, hasta que decidió desviar la mirada. Observó la capa de Poshtli, tirada en el suelo y manchaba con la sangre del Caballero Jaguar muerto.

—¿Por qué te quitaste la capa?

La expresión de dolor que apareció de inmediato en el rostro de Poshtli conmocionó a Hal, sobre todo porque era la primera vez que el impasible guerrero dejaba al descubierto sus emociones. Hal lamentó haber hecho la pregunta.

Poshtli inspiró con fuerza y se arrodilló para limpiar de sangre su arma en la capa de piel de uno de los hombres muertos. Cuando se levantó y miró a Hal, su expresión era tensa.

—No puedo decírtelo. Pero no me arrepiento; ya no soy un Caballero Águila.

Deducir el motivo no era difícil. Al ayudar a Hal, el caballero había violado alguna orden de su logia. Se había despojado adrede del casco y la capa antes de entrar en combate, pero se trataba de una decisión tomada por propia voluntad.

—Gracias —dijo Halloran. Una opresión en la garganta le impidió decir nada más.

Poshtli asintió con una media sonrisa. Levantó la maca, y el legionario vio que varios de los trozos de obsidiana aparecían mellados.

—Una piel muy dura —comentó el guerrero, señalando el cadáver junto a sus pies.

—Espera un momento. —Halloran fue hasta su mochila, colocada en un rincón, y cogió el arma guardada en una manta enrollada. Se trataba de un sable largo, de doble filo. El joven lo había conservado, después de recuperar su propia espada, consciente de que las armas de acero no tenían precio en el Mundo Verdadero.

—¿Querrás empuñar ésta? —preguntó, al tiempo que le ofrecía al guerrero el sable por el mango—. Ahora que ya no tienes a la cofradía a tus espaldas, quizá necesites ir con un arma de primera por delante.

Poshtli empuñó el sable y lo sopesó, sorprendido de su poco peso. Sabía, por haber visto a Hal utilizarlo en combate, que podía destrozar cualquiera de las armas empleadas por sus compatriotas y atravesar sus armaduras de algodón.

—Muchísimas gracias —dijo el nexala con sinceridad—. Quizá no reemplace mis plumas, pero tendré una garra sin igual.

—Nos hará falta. Yo he dejado mi legión, y ahora tú has renunciado a tu orden. Al parecer, somos tú y yo contra Maztica, amigo.

Hal sintió que aumentaba su camaradería hacia el valiente guerrero. Lamentó los celos de antes, si bien aún le dolía el recuerdo de ver a Erixitl en los brazos de Poshtli. No obstante, la terrible sensación de soledad que había experimentado después de la partida de la joven comenzaba a disminuir. ¿Había algún propósito real en que estuviese aquí? ¿Podía su presencia significar algún cambio? Decidió averiguarlo.

Poshtli soltó una carcajada, pero había un fondo de seriedad en su risa.

—Ahora, los dos somos lobos solitarios, Halloran de la Costa de la Espada, aunque no tan solos como podríamos pensar.

—¿Qué quieres decir?

—En cuanto amanezca, iremos a pedir una audiencia a mi tío. Veremos qué tiene que decir el gran Naltecona acerca de un atentado bajo su propio techo.

En su primera noche fuera de Nexal, Erix apenas si tuvo tiempo de cruzar los puentes que la unían a tierra firme antes de que el ocaso marcara la primera etapa de su viaje. Buscó albergue en uno de los muchos mesones que había en las cercanías de la capital.

Estos establecimientos sencillos ofrecían una estera de junco para dormir y un plato de alubias o maíz, por unos pocos granos de cacao o cualquier otra cosa en trueque. Por fortuna, la joven había llevado consigo una pequeña bolsa de granos. Su capa de plumas nueva, el amuleto, su vestido y el saquito de granos eran las únicas cosas que tenía.

Se detuvo delante del mesón y miró hacia el valle recortado en el telón de la puesta de sol. Las sombras se extendían como un humo negro por las calles y la superficie del lago, y ella ya no sabía si se trataba de algo surgido de sus inquietantes premoniciones, o de la caída de la noche.

Más allá de la ciudad, vio el monte Zatal que dominaba el cielo. La montaña parecía a punto de estallar, hinchada como estaba por la tremenda presión volcánica en su interior. Erix imaginó a la gente de Nexal, muy atareada en sus asuntos. «¿Es que no lo ven? ¿No se dan cuenta del peligro?». Con un profundo suspiro, intentó aceptar el hecho de que no podían.

Pensó en una persona en especial que, en estos momentos, se encontraba en la ciudad. ¿Cómo podía Halloran haberla herido tanto? No había hecho nada por detenerla, no se había ofrecido a acompañarla. Erix sintió una opresión en el pecho y sacudió la cabeza, enfadada. «Que haga lo que quiera», se dijo a sí misma, aunque en el fondo de su corazón no lo deseaba.

Una fila de esclavos entró en el patio del mesón, seguidos por un comerciante gordo. Erix observó cómo descargaban grandes piezas de telas de colores mientras el mercader, después de dirigirle una mirada de curiosidad, entraba en la casa. La melancolía de Erix aumentó mientras contemplaba las telas.

Los colores le hicieron recordar a su padre. ¡Él amaba tanto el color! La manera en que sus dedos podían convertir la pluma en una obra de arte siempre la había sorprendido y maravillado. Se preguntó si todavía continuaría con su trabajo, e incluso si estaría vivo. ¿La reconocería como la hija a la que había perdido, víctima de un rapto, hacía diez años?

Suspiró, impaciente por el viaje que tenía por delante y deprimida por el hombre y la ciudad que dejaba atrás, y entró en el mesón. De inmediato, despertó la atención de todos, porque no era frecuente que una mujer viajara sola. Se despreocupó de las miradas y de las atenciones de un grupo de jóvenes Caballeros Jaguares, que iban de camino a Nexal. Después de dormir unas pocas horas, Erix salió con el alba.

Al día siguiente atravesó el valle de Nexal y entró en la zona de montaña que le era tan familiar. Pasó la noche en el pueblo de Cordotl, desde donde se podía ver la gran capital.

Pero también se divisaba un hermoso y fértil valle por el este. En el extremo más alejado, Erix alcanzaba a distinguir la rechoncha mole de la pirámide de Palul. Esta visión le hizo latir el corazón de entusiasmo. Aquella noche apenas si consiguió conciliar el sueño, y otra vez salió con la aurora. Si caminaba a buen ritmo, podría llegar a Palul antes del anochecer.

Poco después del mediodía, al ver que se encontraba en los cultivos de maíz debajo mismo de Palul, aceleró el paso. La aguda pendiente no era un obstáculo, y, en algunos momentos, le parecía ver un punto minúsculo que era la casa de su padre, edificada en la cumbre del risco que dominaba la aldea.

Erix entró en el pueblo y se detuvo para echar una ojeada a las casas bajas y encaladas. La pirámide ocupaba el centro de la plaza. En un tiempo le había parecido enorme, pero ahora sólo era una mala imitación de los grandes edificios de Nexal. En cambio, los árboles eran más altos. No reconoció a nadie, aunque esto no tenía nada de extraño después de diez años.

La muchacha comenzó a cruzar la plaza hacia el sendero que la llevaría al risco y a su hogar, cuando de pronto se detuvo, espantada. A su alrededor todo se había vuelto oscuro. Una premonición terrible le oprimió el espíritu y le aflojó las rodillas. No podía borrar las sombras de sus ojos ni siquiera frotándoselos, así que optó por mirar al suelo mientras reanudaba la marcha casi a la carrera.

Pasada la pirámide, vio el edificio de piedra que albergaba a los sacerdotes de Zaltec. Un par de estatuas de jaguares agazapados vigilaban la entrada. Por un momento, pensó en detenerse y preguntar por su hermano, Shatil. Sin embargo, prefirió no hacerlo porque los sacerdotes no tenían mucho tiempo para las mujeres y, además, las noticias podían no ser agradables. Erix sabía muy bien que sólo la mirad de los novicios llegaban a clérigos de aquel culto repugnante. Los otros pagaban el fracaso ofreciendo sus vidas al sacrificio en el altar.

Por otra parte, le interesaba más ver a su padre. Pensó en preguntarle a alguien si Lotil, el plumista, se encontraba bien, si todavía vivía en la casa blanca del risco, pero luego decidió que prefería descubrirlo por sí misma. En cuanto pisó el sendero, casi echó a correr por las muchas vueltas y recodos que había hasta su hogar.

Por fin, lo tuvo ante sus ojos. La pintura se había desconchado casi toda, y las paredes agrietadas necesitaban una reparación urgente. Tampoco los canteros de flores alrededor de la casa mostraban la misma vida de antes. Su padre las había plantado y atendido, porque le encantaba estar rodeado de color.

Vacilante, se acercó a la puerta. Entonces vio la figura familiar inclinada sobre su tarea. Quizás un poco más encorvada, un poco más achacosa, pero era él. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y, por un momento, se ahogó, incapaz de pronunciar palabra. Después recuperó el habla.

—¡Padre! —gritó, mientras atravesaba la puerta. Lotil levantó la mirada, sorprendido. En su rostro se pintó una expresión de incredulidad, y se puso de pie, sin dejar de mirar hacia la puerta.

»¡Padre, soy yo! ¡Erixitl! —La muchacha llegó junto a su padre, y lo estrechó contra su cuerpo en un fortísimo abrazo. El hombre le respondió con igual cariño, llorando de alegría, aunque con la mirada puesta en otro sitio. Lotil se echó hacia atrás, y ella contempló su rostro lleno de arrugas, sus pocos cabellos blancos, hasta que al fin comprendió.

En un acto de infinita crueldad, los dioses le habían arrebatado la visión. El hombre que tanto había amado los colores no era más que un pobre ciego.

—¿Por qué has querido verme tan temprano? ¿Qué ocurre?

Naltecona apartó el plato de tortillas de maíz para mirar a Poshtli y Halloran. A su alrededor, dispuestos en el suelo del comedor, había más de cien platos distintos. El reverendo canciller tenía la costumbre de escoger sus comidas, después de que le ofrecieran una multitud de alternativas.

—¿Y dónde está tu casco? ¿Y la capa? —preguntó Naltecona, de pronto, mirando a su sobrino con curiosidad. El joven vestía una túnica blanca impoluta, y llevaba el pelo recogido detrás de la nuca. Era el atuendo típico de un guerrero común.

—Eso forma parte de mi relato —respondió Poshtli—. ¿Podemos ir a algún otro lugar, lejos de oídos indiscretos?

Naltecona echó una ojeada a la habitación. En esos momentos, sólo estaban los esclavos encargados del comedor. No obstante, era frecuente que se presentara algún noble o sacerdote.

—De acuerdo. Vayamos al jardín de las fieras.

Sin decir nada más, el soberano los guió por los pasillos traseros del palacio, lugares que Halloran no había visto antes. Había escuchado hablar del jardín de las fieras del canciller, pero todavía no había ido allí. Por lo que tenía entendido, era un lugar privado, donde sólo iba Naltecona con sus consejeros más íntimos.

Por fin, atravesaron un amplio portal que daba a un patio sin techar, con gran cantidad de árboles y flores. Sólo cuando comenzaron a caminar por el sendero de gravilla entre la vegetación, Hal pudo ver las jaulas muy bien disimuladas.

La primera no era muy grande, y contenía pájaros. Hal contempló distraído las cacatúas y los guacamayos de colores brillantes, idénticos a los que ya conocía de Payit, pero también gansos y patos que se movían alrededor de un pequeño estanque, faisanes, garzas y halcones.

Uno de los guacamayos graznó, y el sonido familiar le recordó a Halloran el pájaro que los había conducido hasta el pozo de agua en el desierto, y también a Erixitl.

Un poco más adelante, llegaron a una jaula que, por un instante, le pareció vacía. Sin embargo, entre las sombras producidas por la copa de un árbol, el legionario vio un movimiento sigiloso. Un segundo más tarde, apareció un hermoso felino negro. La criatura tenía el aspecto de un jaguar, excepto por su pelaje oscuro. Mientras se deslizaba junto a los barrotes, soltó un gruñido idéntico al de los grandes gatos manchados.

—Sí —dijo Naltecona, al ver la mirada intrigada de Hal—. Es un jaguar. Los negros son una curiosidad y, por lo tanto, preciosos.

—El jaguar es una criatura de la noche —comentó Poshtli con voz pausada. Su tío lo miró atento, y el guerrero se apresuró a explicar el ataque contra Hal, ocurrido durante la noche anterior, y aprovechó para exponer los motivos de su abandono de la logia de los Caballeros Águilas.

—¿Tanto estás dispuesto a hacer por el extranjero? —preguntó Naltecona, como si el legionario no estuviera presente.

La pregunta no necesitaba respuesta. Halloran y Poshtli no habían pasado por alto que el canciller no se había mostrado sorprendido ante la noticia del ataque. Naltecona miró a su sobrino con aprecio.

—La pérdida es para la orden de los Caballeros Águilas. Estoy orgulloso de ti, sobrino mío. El extranjero no correrá peligro en mi casa. Me encargaré de que así sea. En cuanto al castigo de los agresores, vuestras armas ya se han ocupado de ello.

Hal estuvo a punto de comentar que los Jaguares debían de haber recibido órdenes de alguien, pero se contuvo al ver la mirada de advertencia de Poshtli. Percibió el alivio de Naltecona mientras el canciller avanzaba por el sendero.

La bestia de la jaula siguiente hizo que se acelerara el pulso de Hal; era la criatura más grande del zoológico, y se lanzó contra los barrotes al paso de los humanos. Su rostro leonino se desfiguró en una expresión de odio al tiempo que intentaba inútilmente alcanzarlos con sus garras. Un par de grandes alas correosas sobresalían de sus hombros. Apenas visible debajo de la melena de la bestia, había un anillo de plumas brillantes que le rodeaba el cuello. El animal abrió las fauces, y Hal se llevó las manos a los oídos.

—Veo que conoces al hakuna —dijo Naltecona, al ver el gesto de Halloran. El soldado tuvo vergüenza cuando la criatura soltó un chillido ridículo—. Éste está controlado. Su rugido es apagado por el collar de pluma.

—Buena idea —gruñó Halloran, avergonzado—. La única vez que me encontré con uno de estos monstruos, me tumbó con su rugido.

—Pocos son los hombres que han vivido para contarlo —observó Poshtli, cuando llegaron a la siguiente jaula.

Esta celda era distinta de las demás. En lugar de barrotes gruesos se había empleado un tejido de juncos, y en la pared del fondo, dibujada con mosaicos de turquesas, jade y obsidiana, aparecía la figura de una serpiente. No era un ofidio cualquiera; éste tenía alas y plumas en lugar de escamas.

—El coatl. —Hal identificó la criatura antes de que sus acompañantes pudieran hablar.

—¿También conoces a la serpiente emplumada? —preguntó Naltecona, sorprendido.

—Desde luego. Fue un coatl el que nos reunió a Erix y a mí. Le dio a ella el don de la lengua. Fue así como aprendió el lenguaje de Faerun. —El legionario advirtió que Poshtli lo miraba asombrado y Naltecona, absolutamente incrédulo.

—¡No me lo habías dicho! —protestó el guerrero.

—¡Lo lamento! —se disculpó Hal, sorprendido por la reacción de sus acompañantes—. ¿Debía hacerlo?

—El coatl es el heraldo de Qotal —le explicó Naltecona—. No ha sido visto en estas tierras desde que el Dios Mariposa partió hacia el este, hace muchos siglos. ¡Has disfrutado de una experiencia por la cual los patriarcas de Qotal habrían sacrificado su vida con mucho gusto!

—Encontramos a la criatura en Payit. En realidad, me salvó de una muerte segura. Hablaba mucho, y me pareció que no tenía muy buena impresión de mí.

Poshtli y su tío intercambiaron miradas de asombro. El gobernante se volvió hacia Hal y lo miró a los ojos con mucha atención.

—Debo hacerte algunas preguntas. Ese hombre, Cordell, ¿es en realidad un hombre?

—Desde luego. Un gran hombre, pero, como ya he dicho antes, nada más que un hombre.

—Dime, ¿lo has visto herido?

—Muchas veces —respondió Halloran, intrigado por las preguntas del canciller—. Años atrás, durante una batalla contra la gente de Moonshae, Cordell estuvo a punto de morir. Uno de los atacantes lo derribó de su montura con un golpe de hacha. El filo del arma hendió la coraza y le abrió el pecho desde aquí hasta aquí. —Halloran señaló desde la base del cuello hasta el ombligo.

—¿Y vivió?

—Sólo gracias a fray Domincus, nuestro sacerdote, que utilizó todos sus conocimientos. Fue la misericordia de Helm la que le salvó la vida. —«O alguna otra cosa», pensó Hal, que no tenía muy clara la participación de los dioses en este tema.

—¿Y Cordell… también adora a ese dios?

—Ya he dicho que sí. No entiendo adonde queréis llegar.

Naltecona se apartó y entonces se volvió de pronto; la capa de pluma flotó a su alrededor.

—¿Es posible que Cordell sea un dios? —preguntó—. ¿Puede ser Qotal, que vuelve al Mundo Verdadero a reclamar su legítimo trono?

—¿Cordell, un dios? —exclamó Halloran, atónito—. No. Es un hombre como nosotros; un hombre que respira, ama a las mujeres, come y bebe como cualquiera. ¡Es un líder, pero no es más que un ser humano!

Halloran no pudo ver el rostro de Naltecona, porque el gobernante le había vuelto la espalda una vez más. Quizás el soldado no habría interpretado la sonrisa astuta que iluminó las facciones del canciller, pero sí habría entendido las palabras que Naltecona pronunció en silencio.

Es un hombre de carne y hueso y, por lo tanto, un hombre al que se puede matar.

Hoxitl tembló al entrar en la Gran Caverna. Jamás había tenido tanto miedo a presentarse ante los Muy Ancianos como en esta ocasión. Lo acompañaban dos acólitos prometedores. Esta vez, en lugar de ordenarles que esperaran en la entrada, les indicó que permanecieran a su lado. No soportaba la idea de enfrentarse a los drows a solas.

Una nube de humo surgió del caldero del Fuego Oscuro, y entonces los vio: una docena de figuras ataviadas de negro, inmóviles alrededor de la masa de llamas que se retorcían como serpientes.

—¿Por qué vienes a nosotros? —siseó el Antepasado.

—La muchacha…, la muchacha ha vuelto a desaparecer. Abandonó Nexal antes del ataque. La estamos buscando, pero no sabemos dónde está… por ahora. Pero muy pronto…

—¡Silencio! —El Antepasado levantó una mano enguantada. Por un momento, Hoxitl permaneció helado de terror, y se preguntó si el gesto significaba su muerte.

En cambio, el Muy Anciano movió la mano hacia uno de los acólitos. El joven jadeó y lanzó un gemido, víctima de un dolor indescriptible. Se tambaleó, y sus miembros se agitaron en un espasmo que lo precipitó en el caldero. El otro clérigo intentó escapar, pero el drow repitió el gesto, y el infortunado corrió la misma suerte que su compañero.

Los acólitos se retorcieron mientras se hundían poco a poco en el nauseabundo magma del Fuego Oscuro. Sus bocas se abrían en un grito silencioso. Uno de ellos se volvió desesperado hacia Hoxitl, y el sumo sacerdote retrocedió al ver la expresión de agonía del hombre. Después desapareció bajo la superficie, y unos segundos más tarde lo siguió el otro.

Casi sin poder respirar, Hoxitl se hincó de rodillas. Por unos instantes, tuvo miedo de levantar la mirada, pero el Antepasado no le hizo nada. Por fin Hoxitl se atrevió a respirar, convencido de que había salvado la vida.

Más tranquilo, se felicitó a sí mismo por haber llevado consigo a los otros dos. No dudaba que, si hubiese acudido solo, el Antepasado lo habría arrojado al caldero.

—¡No vuelvas a fallar, o tú serás el próximo! —Los blancos ojos del Antepasado brillaron en la profundidad de su capucha.

Hoxitl hizo una reverencia sin pronunciar palabra, y se escurrió hacia la salida.

—¿Dónde has conseguido esa capa? —preguntó Lotil. Erix miró a su padre, sorprendida. La capa que le había regalado el plumista de Nexal yacía junto a la puerta. Sabía que Lotil no la había tocado, y, pese a ello, no había duda de que sus ciegos ojos miraban hacia la prenda.

—¿Puedes verla? —exclamó Erix, maravillada. Sentía una multitud de emociones distintas, al disminuir la conmoción inicial del encuentro. La embargaba una profunda sensación de alegría; su padre vivía y volvían a estar juntos. No obstante, parecía mucho más viejo, como si hubiesen pasado más de diez años, y esto le partía el corazón.

—Puedo sentir la pluma, eso es todo —contestó Lotil, apenado—. Dime, hija, ¿de dónde procede?

Ella le habló del artesano en el mercado, de su insistencia para que se la llevara, y de cómo, más tarde, no había podido dar con él. Se sorprendió cuando Lotil sonrió con aires de sabiduría.

—¿Conoces a alguien capaz de hacer una capa así? —Su padre, un artesano muy reputado desde hacía muchos años, conocía a la mayoría de los grandes maestros del oficio.

—No —respondió él, con una risita—. Pero tú sí. La capa hace juego con tu amuleto, ¿no te parece?

Erix asintió, mientras reía y lloraba al mismo tiempo.

—Tus ojos —dijo, vacilante—, ¿cuándo…?

Lotil levantó una mano, descartando la compasión en la voz de su hija.

—¡Los perdí con la vejez, pero los años no han podido arrebatarme los dedos! ¿Lo ves?

Erixitl miró el bastidor y vio el mantón de plumas en el que trabajaba su padre. Lotil había dispuesto los colores con gran arte, para dibujar en la prenda un halcón dorado con las alas desplegadas.

—Es hermosa —susurró, impresionada.

—Mis dedos ven el tejido de pluma —dijo—. Y, ahora, he recuperado a la hija que creía muerta. ¿Qué más puede pedir un anciano como yo?

La joven narró a su padre los episodios vividos desde que, diez años atrás, un Caballero Jaguar kultaka la había raptado en los altos del risco donde se encontraban los cepos del plumista. Le habló de su esclavitud en Kultaka, de su venta a un payita, sacerdote de Qotal, que la había llevado a su lejano país selvático, y de cómo había conocido al extranjero, Halloran, y de la aparición de la serpiente emplumada, Chitikas.

El anciano la escuchó en silencio, y sólo hizo un comentario acerca del coatl.

—Nadie ha visto ninguna desde hace muchos siglos —manifestó, impresionado.

—¿Qué ha sido de Shatil? —preguntó Erix, vacilante, al terminar su relato—. ¿Mi hermano está bien?

—Como sacerdote, le va bien —respondió Lotil, suspirando—. Ya se ha convertido en el primer asistente del sumo sacerdote de Palul.

Erix comprendió la turbación de su padre. Si bien ella y su hermano habían aprendido a aceptar, como todos los niños de Maztica, la necesidad de los sacrificios sangrientos exigidos por Zaltec, y muchos otros dioses, sabía que el anciano nunca había aprobado estos ritos. A pesar de que nunca se lo había dicho abiertamente, siempre había sospechado que él aborrecía las prácticas criminales de los sacerdotes.

No obstante, su propio hermano, por ser el primer asistente, debía de ser quien ejecutaba el rito. En Palul, una comunidad muchísimo más pequeña que Nexal, sólo había sacrificios al alba o al anochecer, muy de vez en cuando, y, sin duda, era él uno de los principales encargados de arrebatar el corazón a la víctima.

—Es un hombre importante en el pueblo —añadió su padre—, pero sólo escucha a aquellos que dicen lo que él quiere oír, a los que repiten las cantinelas de Zaltec y su pandilla. Al parecer, tiene la intención de viajar a Nexal para dar su juramento a la Mano Viperina.

Erix apoyó las manos sobre los hombros de su padre, y se sorprendió de su fragilidad. Pensar que el emblema de la Mano Viperina pudiera aparecer en el pecho de Shatil le infundía pánico. Sabía muy poco acerca del culto, excepto que sus miembros profesaban odio y venganza contra los extranjeros procedentes de los Reinos.

—¿Padre, quién está contigo? —Los dos se volvieron hacia la puerta, donde había sonado la voz.

—¿Shatil? —preguntó Erix, insegura.

—¿Erixitl? ¿Es posible que seas tú? —Su hermano entró en la casa y la alzó entre sus brazos—. Zaltec ha sido bondadoso al devolverte a casa.

La muchacha se apretó contra él, recordando por un momento al joven que tanto había admirado en su infancia. Entonces se separaron, y, cuando Erix miró otra vez a su hermano, sus recuerdos se esfumaron en el acto. La cabeza de Shatil mostraba los tirabuzones engomados con sangre a la usanza de los sacerdotes de Zaltec. Las cicatrices de los cortes de penitencia ritual le marcaban los brazos, orejas y mejillas.

—Te has convertido en toda una mujer —afirmó Shatil, complacido.

—Y tú eres… un sacerdote —contestó ella.

Erix miró a su padre y a su hermano, y pensó, por un instante, que se había puesto el sol. Después se estremeció, consciente de que acababa de ver la oscuridad premonitoria extendiéndose sobre los dos hombres y la habitación.

La mancha oscura acabó por abarcar toda la casa.

—Capitán Daggrande —llamó Cordell, apartando la mirada de su mesa cubierta de mapas y rollos de pergamino.

—¿General? —El enano se plantó delante de su jefe, cargado con una chaqueta de algodón acolchada que los guerreros de Maztica utilizaban de coraza.

—¿Has probado la pieza? —El capitán general señaló la coraza.

—Sí, señor. Es capaz de detener las flechas y los dardos bastante bien. Además, aguanta y quita fuerza a los mandobles de sus espadas, a las que llaman macas. El soldado que la vista, si cuenta también con un escudo, quedará bien protegido.

—¿Qué hay de la comodidad? ¿Estorba los movimientos?

—Señor, con el calor que hace aquí, estas cosas de algodón dejan en ridículo a las corazas de acero. Los hombres que las lleven podrán moverse más rápido y más lejos que aquellos cargados con las corazas habituales. —El enano informó a su comandante de las pruebas que había realizado en las afueras de Kultaka, mientras la legión se preparaba para su próxima gran marcha.

—¡Excelente! —Cordell abandonó su silla, y dio la vuelta alrededor de la mesa para palmear la espalda de Daggrande—. Que los hombres se equipen con ellas. Aquellos que quieran conservar las de acero pueden hacerlo, pero recuérdales que esta vez avivaremos el paso.

—¡Muy bien, señor! —Daggrande se volvió en el momento en que otro hombre entraba en el despacho de Cordell, ubicado en lo que antes había sido el palacio de Takamal en Kultaka.

—¿Qué deseáis? —preguntó el comandante, al ver que el recién llegado era Kardann.

—Que…, quería deciros que tal vez he cometido un error —respondió el asesor, titubeando—. ¡Allí fuera hay diez mil kultakas listos para marchar con nosotros!

—En realidad, hay el doble.

—Quizá no sea una locura, después de todo. Si el oro de Nexal resulta ser tan abundante como nos han dicho… —El asesor se interrumpió. Su mente ya calculaba unas cantidades imaginarias.

—Aprecio vuestro voto de confianza —dijo Cordell, desabrido—. Ahora, si me perdonáis, tengo mucho que hacer.

La próxima en entrar fue Darién. Después de la conquista de Kultaka, la maga había tomado la costumbre de estudiar su libro de hechizos y practicar su meditación durante la noche, y Cordell casi no había tenido oportunidad de estar con ella. Su presencia le alegró el espíritu, si bien ella no respondió a su sonrisa de bienvenida.

—¿Has hablado con Alvarro? —preguntó la hechicera.

—Sí —respondió Cordell, resignado—. Le advertí que, si vuelve a rehuir el combate, le costará el mando. Se mostró muy arrepentido y prometió que no volvería a ocurrir. El problema es que el muy truhán sabe que no tengo a nadie para reemplazarlo.

—Al parecer, sólo disfruta matando cuando la víctima no se puede defender —dijo Darién, con desprecio—. Quizá deberías darle un escarmiento para ejemplo de todos.

—El fraile se ha opuesto… con vehemencia. Tiene en muy alta estima a nuestro capitán de lanceros. ¡Por Helm, qué no daría por tener a otro Halloran!

—Te refieres a uno leal, supongo —señaló la hechicera.

—Jamás puse en duda su lealtad hasta que el fraile no le dejó más alternativa que la de huir.

Los ojos de Darién relampaguearon. Le daba igual la opinión de Cordell; ella sólo anhelaba vengarse del legionario. ¡Quería verlo muerto por el robo de su libro de hechizos! Pero, por ahora, era mejor no hacer comentarios.

—Aquel jefe, Tokol, está aquí —dijo.

—Hazlo pasar.

El hijo de Takamal, que había asumido el mando de las fuerzas kultakas, entró en lo que una vez había sido el palacio de su padre.

—¡Bienvenido, mi aliado! —gritó Cordell, al verlo aparecer, mientras Darién se encargaba de traducir su saludo.

—Estamos preparados para la marcha —anunció Tokol, después de saludar al conquistador con una profunda reverencia.

—Espléndido. Sólo nos falta decidir la ruta. Partiremos por la mañana. —Cordell señaló los mapas—. Vuestros hombres me han dicho que hay dos caminos hacia Nexal. Uno, el más largo, atraviesa territorio llano. ¿Conocéis estas carreteras?

—Sí, capitán general Cordell. Pero es una ruta que acabará por agotarnos a todos, y casi no hay pozos de agua. Es demasiado larga. Yo recomendaría que tomáramos el camino de las montañas.

—¿Este que aparece aquí? —Cordell señaló en el mapa una línea que parecía ascender por las montañas occidentales de Kultaka, para después seguir un trazado muy sinuoso por las tierras altas, antes de desembocar en un pequeño valle al este de Nexal.

—Sí. En aquel camino hay agua y podemos recorrerlo en una semana de marcha. Entonces, cuando lleguemos a este pueblo, tendremos ocasión de recuperar fuerzas para el asalto a Nexal.

—¿Este pueblo? —El general apoyó el dedo en el mapa—. ¿Qué encontraremos aquí? ¿Cómo es?

—Es una aldea pequeña, sin ninguna importancia —contestó Tokol—. Se llama Palul.

De las crónicas de Coton:

Debajo de los grandes nubarrones de tormenta, el viento comienza a soplar.

Naltecona ha venido a verme esta mañana, con el rostro angustiado y los ojos asustados. Su voz tenía un temblor poco habitual.

Al parecer, ha tenido una visión. Habló de sombras y desesperación, de la ruina del Mundo Verdadero. Casi como algo sin importancia, también ha visto su propia muerte.

Pero ha decidido atacar primero. El gran Naltecona asestará un golpe para aplastar a los invasores antes de que puedan llegar a Nexal. Ya no tiene miedo de que el hombre, Cordell, sea un dios.

Tiene a la vista los ejemplos de Kultaka y Payit, y está dispuesto a no repetir sus errores. Hará sus planes con mucho cuidado, e inventará una astuta estratagema para atraer a los extranjeros a una trampa de la que no podrán escapar.

Si yo pudiera hablar, le advertiría que a veces las trampas cazan al trampero.