5

La danza de los Jaguares

Tulom-Itzi, una gran ciudad que no se parecía en absoluto a una ciudad, se extendía a través de las colinas selváticas del Lejano Payit. Varias pirámides de piedra asomaban sus empinados costados por encima de la copa de los árboles, y la gran cúpula del observatorio se alzaba en la cumbre de la colina más alta. Había senderos de hierba muy anchos, que serpenteaban entre los árboles y helechos del bosque, y también varias amplias extensiones de campo donde habían talado todos los árboles.

Sin embargo, la impresionante presencia de la selva dominaba la tierra. Las edificaciones hechas por los hombres se habían convertido en parte de ella, y no en una representación de su conquista.

«Desde luego», le había explicado Zochimaloc a Gultec, «existió un tiempo en que la ciudad albergaba decenas de miles de personas». Ahora sólo una pequeña parte de aquella población permanecía en este lugar, los descendientes de los fundadores de Tulom-Itzi, a los que ya nadie recordaba.

Gultec advirtió que la gente del Lejano Payit no era muy diferente de la suya. Bajos de estatura, musculosos y de piel cobriza, eran trabajadores y dotados de mucha inventiva. Su cultura, en cambio, era muy distinta.

El Caballero Jaguar jamás había conocido a gente tan pacífica. No sabían nada de la guerra, salvo que había sido una calamidad perteneciente al pasado, pero no dejaban de asombrarse ante su conocimiento de una multitud de temas.

Los doctores de Tulom-Itzi conocían la cura para «el veneno que corrompe la sangre», para el mal que descomponía la carne, y para otros males que tenían un desenlace fatal para cualquier payita o habitante de Maztica. Los astrónomos estudiaban el firmamento, y podían predecir el paso irregular de las Estrellas Errantes. Aquí los músicos componían baladas de leyendas y romances.

Gultec había aprendido a conocer y amar a esta gente, pero a ninguno reverenciaba más que a su maestro. Disfrutaba con cada minuto pasado con Zochimaloc, y cada día parecía abrir la puerta a nuevas maravillas y conocimientos. Hoy, Zochimaloc lo había llevado hasta el cetay, el gran pozo al norte de la ciudad selvática. El maestro le había prometido que sería una lección muy importante.

—En un tiempo, el cetay era el lugar de los sacrificios —dijo el maestro, cuando llegaron al borde de la depresión—. Pero ahora sirve como fuente de sabiduría. Ven, siéntate conmigo.

El cetay era un agujero circular de varios centenares de pasos de diámetro. Las paredes de piedra, con muchos salientes, caían en picado hasta la superficie de agua cristalina, a decenas de metros de profundidad. Zochimaloc, que hoy llevaba un largo báculo de madera, se sentó cómodamente en un peñasco en el borde mismo del pozo. Gultec se instaló a su lado.

Durante mucho tiempo —más de una hora— permanecieron en silencio. Gultec contempló el agua allá abajo, y vio las suaves ondulaciones en la superficie, como si por debajo existiera una corriente. Poco a poco, sin que él se diera cuenta, su mente se despejó de las preocupaciones externas.

Después de meses de estudio, Gultec sabía reconocer las plantas de la selva y sus cualidades curativas o peligrosas. Comprendía la disposición de las estrellas en el cielo y su influencia en los asuntos humanos. Ahora podía inmovilizar a cualquier animal con la fuerza de su mirada, y sospechaba que este arte se extendía también a los hombres.

Sin embargo, Zochimaloc no le había permitido poner a prueba esta última habilidad con la gente libre de Tulom-Itzi. Y Gultec tampoco podía practicarla con personas de otras partes, porque en el Lejano Payit no había esclavos.

Una inmensa sensación de paz invadió a Gultec. Sentía una felicidad inimaginable, y su mente flotaba sin trabas en la calma relajante de la meditación. Poco a poco, fue consciente del suave repiqueteo del báculo de Zochimaloc, y miró a su maestro.

—¿En qué piensas, Gultec? —preguntó el anciano con acento bondadoso.

—Siento que esto es el paraíso —respondió Gultec, con una sonrisa beatífica—, el ojo del huracán que azota al Mundo Verdadero. Creo que debemos ocultar la existencia de Tulom-Itzi al resto del mundo, o mucho me temo que esta paz desaparecerá.

—Debes saber una cosa, Gultec —afirmó Zochimaloc, con un fuerte suspiro—. Nuestra paz está condenada a desaparecer. No tardará mucho en ocurrir, si bien es posible que dispongamos de un poco más de tiempo que Nexal.

El Caballero Jaguar miró a su alrededor, entristecido, intentando imaginar las consecuencias de la guerra en Tulom-Itzi. Jamás se le había ocurrido poner en duda los conocimientos de su maestro. Si Zochimaloc lo decía, debía ser cierto.

—Éste es el motivo por el cual te trajeron aquí, Gultec. Nuestra gente no sabe nada de la guerra. Tú sí.

Gultec se volvió hacia el anciano, sin disimular su asombro.

—¿Cómo es posible que yo pueda enseñarte algo? ¡Soy un vulgar salvaje comparado con cualquiera de tu pueblo! ¡Además, la única batalla importante que libré, la perdí!

—Ten un poco más de confianza en ti mismo —le reprochó gentilmente Zochimaloc.

—¡Es que todavía debo aprender muchas cosas!

El rostro del maestro se iluminó con una sonrisa, mientras se ponía de pie sin la ayuda del báculo.

—Sabes mucho más de lo que crees. Por ejemplo, las formas y proporciones de tu cuerpo. ¿Sabes lo que eres?

—Soy un hombre y un Jaguar —respondió Gultec, sorprendido por la sencillez de la pregunta. Se levantó para situarse junto a su maestro en el borde del profundo cetay.

—¿Y un pájaro? —preguntó Zochimaloc, con ironía—. ¿Quizás una cacatúa?

—¡No, desde luego que no!

—Piensa en la cacatúa, Gultec. Piensa en su plumaje brillante, en sus alas fuertes, en su pico afilado, en el poder de sus garras. ¡Piensa en todas estas cosas!

Sorprendido por el súbito vigor en el tono del maestro, la mente del guerrero imaginó al pájaro selvático. No vio el rápido movimiento del cayado del anciano. Zochimaloc le dio un empujón, con una fuerza sorprendente para su frágil cuerpo.

Gultec perdió el equilibrio y cayó al vacío. Atónito, extendió los brazos en un acto reflejo, pero el ataque había sido demasiado súbito, totalmente inesperado. Sacudió los brazos y no encontró otro apoyo que el del aire.

Ningún otro apoyo que el del aire; ¡se sostenía! Su caída se convirtió en un picado, mientras las brillantes plumas verdes de la cola guiaban instintivamente su vuelo, y, como un relámpago, sobrevoló la superficie del agua.

Después, extendió sus alas y voló.

Erix se paseó una vez más por el jardín, confusa e inquieta. ¿Dónde estaba Hal? Nunca había permanecido fuera durante tanto tiempo desde que habían llegado a Nexal, una semana atrás. Las sombras cada vez más largas le advirtieron que se aproximaba el ocaso, y las audiencias de Halloran con Naltecona jamás duraban más allá del mediodía.

De pronto las sombras se acentuaron, y se volvió, asustada, hasta que comprendió que sólo había sido el paso de una nube por delante del sol. Sin embargo, las imágenes negras continuaron bailando por las esquinas de su visión, y las sombras la rodearon.

Un ligero estremecimiento le sacudió el cuerpo. Recordó el sueño que había tenido en el desierto: la muerte de Naltecona rodeado por los legionarios de Cordell. Las sombras oscurecieron el palacio, incluso más de lo que lo había hecho la luz de la luna en su sueño.

Pensó, con nostalgia, en la visita de Poshtli. ¡Se había comportado con tanta nobleza! Su propuesta la había sorprendido, consciente de que le ofrecía una vida que unas semanas antes ni siquiera se habría atrevido a imaginar. Una vida de lujo y comodidades, con esclavos para ocuparse de todo, entre la sociedad de los opulentos de Nexal.

Entonces, ¿por qué lo había rechazado? No sabía el motivo real. Sólo sabía que, al estar entre sus brazos y recibir su beso, había presentido que él no la amaba. Tampoco podía ignorar que su afecto y admiración por el valiente y bien plantado guerrero no llegaba a la categoría de amor.

Así se lo había dicho, con ternura y gentileza para no herir sus sentimientos. Él había aceptado su decisión con una cierta sorpresa, pero sin enfadarse. En cuanto el Caballero Águila se marchó, Erix no pudo contener su inquietud ante la tardanza de Halloran.

Todo esto había ocurrido hacía ya varias horas. Su inquietud se transformó en angustia, y ahora amenazaba con convertirse en miedo. Sin duda, el reverendo canciller no haría daño a un huésped en su propia casa, ¿o sí?

Miró hacia el patio, donde el chapoteo del agua de la fuente parecía burlarse de ella. Tormenta levantó la cabeza, como si percibiera su mirada. Después, la yegua se acercó al fardo de hierba y tréboles que los esclavos habían llevado por la mañana.

De pronto, el caballo, todo lo que veía, quedó oculto en la oscuridad, como si algo enorme hubiese tapado el sol. Una vez más, la dominó la sensación de un destino aciago. Sin poder evitarlo, se tapó los ojos y gimió, deseando que desapareciera la sombra.

—¿Qué tienes, Erix? ¿Qué ocurre? —Sintió el toque de las manos fuertes sobre sus hombros, y se volvió para abrazarse a Halloran como una niña. Él la estrechó contra su cuerpo y le acarició los cabellos para tranquilizarla, hasta que la joven se atrevió a echar otra mirada al patio. El sol volvía a iluminar la fuente cantarína y las flores. Vio que su compañero examinaba el patio, alarmado.

—No es… nada —se apresuró a decir—. No tiene importancia.

Halloran adivinó que no le decía toda la verdad, pero prefirió no insistir. Ya había advertido las súbitas y breves distracciones de la joven, durante el viaje a Nexal, aunque ella nunca le había ofrecido una explicación.

«Que se preocupe Poshtli», pensó, enfadadísimo. Apartó los brazos, y se volvió.

Erix, sorprendida por este súbito cambio, casi no se atrevió a hablar.

—¿Qué sucede? —dijo, titubeante—. Estaba muy preocupada por ti.

Halloran dio media vuelta, y la muchacha retrocedió, asustada ante la expresión de ira en su rostro.

—He ido a dar un paseo —contestó el legionario—. Por el mercado y los jardines flotantes. Quería ver la ciudad.

—¡Pero si habíamos quedado en ir juntos, cuando tuvieras tiempo! —El tono de la protesta de Erix tenía más de sorpresa que de enfado.

—¿Juntos? No creo que ahora sea lo más apropiado, ¿no te parece? —La imagen de Poshtli abrazado a esta mujer apareció en la mente de Hal, que torció el gesto ante el dolor del recuerdo.

—¿Cómo…? —Erix no podía entender su cólera—. ¿Por qué me hablas de esta manera? ¿Qué ha pasado?

Halloran le volvió la espalda, y cruzó el patio. Las palabras de rabia y celos se agolpaban en su garganta. Sólo con un esfuerzo tremendo pudo contenerlas. En su corazón, sabía que Poshtli era un amigo tan leal que no se merecía el veneno de sus insultos.

Por fin, miró a la muchacha, sin acercarse a ella.

—Naltecona me ha ofrecido una casa. Por razones obvias, ya no puedo permanecer aquí. Me mudaré lo antes posible. Hasta entonces, intentaré no molestarte.

—¿Qué quieres decir? —Por un momento, Erix sintió que la dominaba el pánico.

Después, ella también se dejó arrastrar por la ira. ¿Cómo podía tratarla así? Ella se había sentido preocupada por él, y se había alegrado de verlo. El solo hecho de su presencia la había llenado de felicidad. Tenía que apartarse de Hal, o su propio enfado le haría decir cosas injustas. En aquel momento, supo que debía hacer el viaje que tanto había demorado; iría al único lugar en el mundo que le quedaba.

—¡Como quieras! ¡A mí tampoco me interesa seguir aquí! ¡Me voy a mi casa, a mi hogar en Palul, donde están mi padre y mi hermano! ¡Quédate con tu casa y vive como un gran sabio!

Por un momento, Halloran la miró asombrado, sin saber qué decir. Pensó en Poshtli, y se preguntó si el guerrero sabía de la inmediata partida de su prometida hacia Palul.

—¿A tu casa? ¿Pero entonces…?

—¡Puedes quedarte en Nexal, ver la ciudad a tu antojo! —exclamó Erix, sin dejarlo acabar la pregunta. De pronto, se estremeció al ver que la sombra se colaba en el cuarto, deslizándose por las paredes y el suelo, al tiempo que dificultaba su visión. La oscuridad se extendió a su alrededor y proyectó su sombra a través del jardín, hasta ocultar la luz del sol. Sólo Halloran permaneció iluminado.

Erix volvió la espalda al joven y se marchó.

—El culto de la Mano Viperina se extiende deprisa —siseó el drow, con la capucha sobre los hombros para que el resplandor carmesí del Fuego Oscuro le bañara el rostro negro y los blancos cabellos—. Pero el control es nuestro, a través de los sacerdotes que lo guían.

El drow se dirigía a sus pares y al Antepasado. Los Cosecheros aún no habían comenzado su horrible trabajo nocturno. Durante un rato muy largo, el grupo permaneció en silencio, mientras los Muy Ancianos meditaban.

—La Mano Viperina prospera. Cuando la necesitemos, estará preparada —dijo el Antepasado, y su voz áspera resonó en la caverna—. Dejemos que los humanos propaguen el culto de Zaltec; es en favor de nuestros propios fines.

—Los sacerdotes quieren ofrecer a Zaltec el corazón del extranjero blanco —insistió el drow.

—Necesitamos que la muchacha muera —replicó el Antepasado—. Ella es la única, según las profecías, que representa para nosotros la amenaza del desastre total. Sin embargo, el hombre ayudó a matar a Spirali. Él la ha protegido desde Payit a Nexal, y aún permanecen juntos. Dejemos que los sacerdotes y sus agentes los maten. Será una buena advertencia para los extranjeros.

—¡No podemos esperar que un par de muertos los asusten! —protestó uno de los Muy Ancianos.

—Desde luego que no. Pero habremos vengado a Spirali, y acabado con el único extranjero que hasta ahora ha visto Nexal. Los demás todavía tardarán algún tiempo en llegar.

»Mientras llegan, el culto de la Mano Viperina aumentará su fuerza, y, cuando aparezcan los invasores, podremos hacerles frente con un inmenso poderío. —El venerable drow miró a sus compañeros. Sus ojos, grandes y totalmente blancos en contraste con la piel negra, resplandecieron.

—Enviad aviso a Hoxitl —dijo el Antepasado, con voz firme. Se inclinó hacia adelante en el trono, y la gran oscuridad que era el drow apagó el resplandor del caldero.

»¡La muchacha y el hombre morirán esta noche!

—Éstos son los hijos de Takamal —anunció Darién.

La hechicera señaló impasible a los cinco guerreros. Mientras los nativos se reunían en la plaza de la ciudad, Darién había utilizado su magia para aprender el idioma de los kultakas. Ahora esperaba las instrucciones de Cordell. Los aborígenes, que habían demostrado tanto orgullo y valor en la batalla, aparecían casi desnudos y apocados delante de sus conquistadores. El encuentro tenía lugar en el centro de la ciudad de Kultaka, a la sombra de la pirámide de Zaltec.

Los miembros de la Legión Dorada y sus aliados payitas permanecían formados alrededor de sus oficiales, rodeados a su vez por las silenciosas masas de kultakas.

—¿Por qué se han quitado las ropas? —preguntó el general—. Diles que se las pongan.

—Dicen que la derrota los ha privado del honor de vestir el atuendo guerrero.

—¡Pamplinas! —Cordell sonrió a los kultakas; era la misma sonrisa de confianza que lo había ayudado a mantener la lealtad de sus hombres hasta la muerte—. Diles que no los hemos conquistado, que en realidad lamentamos mucho que tantos guerreros hayan muerto en la batalla.

Darién se volvió y tradujo las palabras del comandante, mientras él echaba una ojeada a Kultaka. La ciudad era mucho menos opulenta que Ulatos. A diferencia de la capital payita, la mayoría de las construcciones habían sido hechas con fines defensivos. Las azoteas estaban rodeadas de muretes de poco más de un metro de altura. Las ventanas eran pequeñas. Había canteros de flores en las calles, pero no había ninguna señal de la plumamagia que tanto abundaba en Ulatos.

Unas pocas horas habían sido suficientes para descubrir que los kultakas tenían mucho menos oro que sus vecinos orientales, o que los nexalas, a los que se atribuían enormes tesoros. Las pocas cosas de oro y piedras preciosas de este pueblo aparecían amontonadas en la plaza, ofrecidas voluntariamente por los abyectos hijos del cacique muerto.

—El mayor, éste que se llama Tokol, pregunta por qué demuestras tanta bondad. Quiere saber si ésta es la manera de preparar a los cautivos para el sacrificio. —Las palabras de Darién hicieron que Cordell volviera su atención a los nativos. Ahora ya tenía su plan.

—¡No sois nuestros enemigos! No queríamos luchar contra vosotros. Sólo pretendíamos cruzar vuestras tierras y conseguir un poco de comida. Vamos de camino a Nexal, cuyo país está al otro lado, para enfrentarnos a su ejército de cobardes y traidores.

El capitán general no se sorprendió al ver que los kultakas se mostraban intrigados por su respuesta.

—Sin duda es una gran tragedia no haber conocido antes vuestras intenciones —dijo Tokol—. Los nexalas son nuestro mayor enemigo. Nos alegramos de que vayáis a luchar contra ellos.

—¡Y ahora sé que los venceremos! —exclamó Cordell—. ¡Hoy hemos pasado la prueba terrible de enfrentarnos a los mejores guerreros de Maztica!

Esta vez el comandante vio cómo se erguían las cabezas, y el orgullo que volvía en parte a los rostros aquilinos.

—Te ofrecemos toda la comida que necesitéis, y a nosotros mismos como esclavos —manifestó Tokol—. ¡Que vuestra marcha tenga éxito! —El nativo hizo una profunda reverencia, y sus hermanos lo imitaron.

—No podría tolerar ver a hombres como vosotros convertidos en esclavos —protestó Cordell, elevando el tono de voz—. ¡No! ¡De ninguna manera! ¡Sólo os quiero ver como guerreros! ¡Hombres fuertes y orgullosos que marchan contra Nexal!

Cordell había comprobado la valía de los payitas en el combate, y ahora había encontrado un ejército más numeroso y mucho mejor preparado que sus actuales aliados nativos. Cuando prosiguió su discurso, vio en los rostros de los hijos de Takamal la sorpresa que despertaban sus palabras. La tenue mirada de esperanza en sus ojos lo convenció de que había acertado: estos guerreros estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por recuperar su hombría.

—¿No queréis uniros a mí? ¡Vuestras fuerzas, unidas a mi legión, ofrecerán un espectáculo magnífico en la marcha contra Nexal!

Tokol decidió que no era necesario reflexionar ni consultar a los demás para tomar una decisión.

—Estaremos eternamente agradecidos por la bondad de nuestro conquistador —dijo el aborigen—. Te ofrecemos todos los cautivos que necesites para celebrar la victoria. ¡El resto de nosotros se sentirá orgulloso de poder marchar a vuestro lado contra Nexal!

—¿Cautivos? —De pronto, Cordell comprendió a qué se refería Tokol—. ¡No! Nosotros no matamos a nuestros enemigos para alimentar a nuestros dioses. A cambio, escuchad mi decreto, la única ley que os impongo.

Ahora los ojos del general relampagueaban, mientras Darién traducía. Los kultakas permanecieron como hipnotizados, a la espera de su orden.

—¡No habrá más sacrificios entre vosotros! ¡Retened a vuestros prisioneros como esclavos, o dejadlos marchar si os viene en gana! ¡Pero no podréis ofrecer sus corazones a vuestros dioses paganos!

Tokol retrocedió como si le hubiesen dado un golpe en la cara. En un acto reflejo, miró a lo alto de la pirámide, esperando el rayo que fulminaría a Cordell. Esperó en vano.

—¿Está claro? —gritó el comandante de la legión.

—Vuestra orden será cumplida —respondió Tokol, con otra profunda reverencia.

Los cuatro Caballeros Jaguares se mantuvieron inmóviles mientras Kallict les hacía los cortes rituales en los lóbulos, antebrazos y mejillas, con rápidos tajos de su afilado puñal de obsidiana. Los hombres permanecieron mudos; cualquier grito de dolor habría sido una traición a su juramento. El juramento de la Mano Viperina.

Después de los cortes rituales, se adelantaron para ponerse de rodillas ante Hoxitl. El único sonido era el canto del sumo sacerdote mientras apretaba su mano ensangrentada sobre el pecho de cada uno de los suplicantes.

En cuanto estuvieron marcados, los caballeros se pusieron de pie, con las capas de piel abiertas para exhibir orgullosos la terrible señal.

—Vosotros, Jaguares, habéis sido seleccionados por Kallict por vuestra bravura y devoción a Zaltec —dijo Hoxitl, clavando en cada uno su mirada llena de pasión—. ¡Vuestra tarea es sencilla y directa, y vuestro servicio será en nombre del propio Zaltec!

Los guerreros agacharon la cabeza con humildad, pero el sumo sacerdote sonrió para sí mismo al ver sus cuerpos tensos por la excitación.

—Hay dos personas, una mujer de Maztica y un hombre de los extranjeros, alojados en el palacio de Naltecona. Zaltec ansia el corazón del hombre. Desea probar la sangre del extranjero. También la mujer debe morir, y podéis matarla en sus aposentos.

»Esta noche entraréis en el palacio. Matad a la mujer y traednos al hombre. Y sabed que Zaltec os recordará y recompensará.

La yegua relinchó nerviosa, y Halloran se despertó en el acto. Tormenta había engordado y se había vuelto perezosa en la cómoda vida de palacio, y casi nunca se mostraba inquieta.

El relincho sonó otra vez, y ahora era evidente que el animal tenía pánico. Hal sintió un peso sobre el pecho, y advirtió que se había quedado dormido con el pesado libro de hechizos sobre el torso. Como de costumbre, se había dedicado al estudio de los encantamientos hasta que el sueño lo había vencido.

Entonces recordó la ausencia de Erixitl. Volvió a experimentar la misma soledad y desesperanza de antes, y una oleada de desesperación que lo dejó débil y paralizado en su cama. Jamás en toda su vida se había sentido tan solo, tan inútil. Apartó sus emociones, y fijó su atención en el hecho que lo había despertado.

Desenvainó su espada y la extendió delante de él, mientras se levantaba sin hacer ruido. El débil resplandor de la hoja brilló en la oscuridad.

Un súbito hedor atacó su olfato, y le trajo a la memoria una taberna que había frecuentado en Murann. En el lugar abundaban los gatos, y el olor le recordó el de aquellos felinos.

Un poderoso maullido sonó en las sombras, confirmando sus sospechas.

¡Kirisha! —gritó, y en el acto la habitación quedó iluminada por una fría luz blanca. El hechizo le permitió ver a los intrusos, que se sorprendieron y asustaron ante la luz.

Hal vio que eran dos enormes jaguares. Por un momento, permaneció boquiabierto, pero de inmediato respondió a su entrenamiento de soldado. Los felinos se agazapaban en la entrada de la habitación, pestañeando ante la luz, y sin dejar de proferir sus rugidos amenazadores. Uno abrió las fauces, y Hal se asombró al ver el tamaño de sus colmillos.

En el patio, Tormenta relinchó despavorida, y Hal no se detuvo a pensar. En cambio, se lanzó al combate casi feliz de tener la oportunidad de liberar su rabia y frustración.

Su sable hirió a uno de los jaguares en el hombro, pero entonces le llegó el turno de gemir de dolor, cuando el otro felino le arañó un muslo con sus largas garras. «¡Maldita sea!», exclamó, dando un paso atrás. Se lanzó otra vez al ataque, y en esta ocasión los dos jaguares se apartaron de un salto.

Escuchó ruidos en la habitación vecina. ¡Había más! Por un momento, le entró pavor al ver que dos jaguares se deslizaban hacia el cuarto de Erix; después, respiró aliviado al recordar que ella no estaba allí, que iba camino de Palul.

Pero el alivio se convirtió al instante en una furiosa cólera. Su frustración por la partida de Erix, y la indignación por el ataque, le infundieron nuevas fuerzas. Amagó un mandoble hacia uno de los felinos y, cuando el otro se lanzó sobre él, se volvió para hundir la punta de su espada en el musculoso pecho del segundo jaguar.

En el mismo momento en que Hal asestaba su estocada, el primer felino saltó, y el legionario retrocedió a la desesperada para evitar un zarpazo que le habría abierto el vientre. Era consciente de su vulnerabilidad. Su coraza de acero estaba en el suelo junto a la cama, y no tenía tiempo para ponérsela.

De pronto, el jaguar ileso dio un tremendo salto y voló por los aires hacia la cabeza de Hal, que consiguió eludirlo. El hombre escuchó la caída del animal a sus espaldas, mientras que el otro se agazapada, para amenazarlo desde la puerta.

La reacción del legionario fue tan rápida como desesperada. Consciente de que el ataque simultáneo significaría la muerte segura si les daba tiempo para saltar, Halloran actuó sin vacilar y se lanzó sobre el jaguar herido en el portal. Descargó un par de sablazos contra el morro de la fiera, y, cuanto ésta se volvió, hundió la espada en el flanco desprotegido. El arma pareció penetrar como guiada por voluntad propia en busca de la sangre de su víctima. La punta afilada atravesó la piel y los músculos, hasta perforar el corazón.

Con un rugido de agonía, el animal cayó al suelo, agitando las patas en un espasmo final. Hal se quedó boquiabierto al ver que los miembros cubiertos de piel se estiraban y retorcían poco a poco. Una zarpa se desfiguró de una forma grotesca, y las garras se extendieron y enderezaron. Después, las garras se convirtieron en dedos, los dedos de la mano humana muerta. El cuerpo de la bestia recuperaba, con la muerte, la forma del hombre que le había dado su alma.

Su fascinación ante el increíble espectáculo casi le costó la vida. La premonición del peligro lo hizo apartarse, y así consiguió eludir por los pelos el ataque del jaguar que, de un salto, abandonó su habitación. Ahora el animal, junto con los otros dos que habían salido del cuarto de Erix, se enfrentaban a Halloran. En el patio, la yegua relinchó asustada. «Al menos, está viva», pensó el legionario.

Los tres jaguares se acercaron con las fauces abiertas. Sus ojos amarillos resplandecían con el reflejo de la luz mágica, burlándose del hombre.

A sus espaldas sólo tenía un rincón. Lo tenían atrapado.

—¿Puedes recibirme, abuelo? —preguntó Poshtli, con una humilde reverencia, delante de la puerta de la morada de Coton.

El sumo sacerdote era la única persona a la que el guerrero podía acudir en estos momentos, la única merecedora del honorable título de «abuelo». Coton había sido siempre su consejero de confianza e, incluso después de que el clérigo hiciera su voto de silencio, Poshtli había descubierto que sus monólogos le eran de gran ayuda. Además, Coton parecía disfrutar de su compañía.

El clérigo de Qotal sonrió amablemente, agitando un bastoncillo de incienso de copal por el interior del cuarto de pintura, que dejaba un rastro de humo perfumado en el aire. Hizo un gesto al Caballero Águila invitándolo a pasar y a tomar asiento.

—Me siento como prisionero en el puño de un gigante —dijo Poshtli, con las manos unidas y la mirada puesta en los insondables ojos de Coton—. He respondido a lo que consideraba como la voluntad de los dioses. He traído al extranjero a Nexal, porque era la esperanza de la ciudad. A él y a la mujer, Erixitl. —Le costó trabajo pronunciar el nombre de la joven. Relató a Coton la propuesta de matrimonio y su amable negativa—. Quizá dudaba de la profundidad de mi devoción. Es cierto que la pedí por esposa para protegerla, pero desde luego es fuerte, inteligente y muy hermosa. Sería una magnífica compañera.

»¡Y su vida corre peligro! ¡Yo soy el culpable de los riesgos que afronta! ¡Con el casamiento, esperaba poder salvarla!

Coton se puso de pie y caminó hasta la puerta de la habitación. Habían pasado horas desde la puesta de sol, y vio las antorchas que se apagaban en lo alto de la Gran Pirámide, dejadas allí por los sacerdotes de Zaltec después de realizar sus macabros ritos. Poshtli se volvió para seguir al clérigo con la mirada.

—¡He visto el destino de Nexal, abuelo! ¡Está condenada a acabar en ruinas, en medio de cataclismos e incendios! —El Caballero Águila abandonó su asiento—. ¡Mis visiones me enseñaron que el extranjero es la única esperanza de salvación, pero ahora él también se ve prisionero de hechos más allá de su control!

En un gesto repentino, el guerrero acercó una mano al hombro y arrancó de su capa una pluma de águila negra con la punta blanca. Ofreció la pluma a Coton, que aceptó el obsequio.

—Si ayudo a Halloran, quebrantaré mi juramento a la orden, porque me han prohibido hacerlo. —El dolor del caballero se reflejó en los ojos del anciano sacerdote.

«He pasado toda mi vida luchando por ser el mejor Caballero Águila de todo el Mundo Verdadero. Ahora salvar la vida de un hombre llegado de otro mundo amenaza con quitarme este orgullo. Pero sí sé una cosa, abuelo: no puedo dejarlo morir».

Coton asintió, con el rostro inexpresivo. Sin embargo, al igual que en ocasiones anteriores, el clérigo mudo había ayudado, de alguna forma misteriosa, a clarificar las ideas de Poshtli. El guerrero saludó respetuosamente y agradeció al sacerdote su atención. Después abandonó la casa a toda prisa.

Una sensación de urgencia invadió a Poshtli mientras entraba en el palacio y se dirigía a las habitaciones dispuestas por Naltecona para sus amigos. Sintió necesidad de acelerar su marcha, y al cabo de unos segundos corría con todas sus fuerzas.

Cuando dobló por la última esquina, lo hizo convencido de que el peligro era inminente. Vio a un grupo de esclavos acurrucados delante de la puerta; escuchaban aterrorizados los ruidos del combate, sin atreverse a mirar hacia el interior.

—¡Apartaos, maldita sea! —gritó Poshtli, abriéndose paso a empujones.

Entró en el patio y vio el cadáver del Caballero Jaguar iluminado por la extraña luz blanca que surgía de la habitación de Halloran. Un gruñido lo hizo mirar hacia las sombras, donde vio al legionario acorralado en un rincón, enfrentado a tres felinos enormes.

Poshtli soltó un sonido agudo, el terrible grito del águila cazadora. En el acto, dos de los jaguares se volvieron para hacer frente a esta nueva amenaza, mientras el tercero se mantenía agazapado delante de Hal, azotando el aire con la cola.

Por un instante, el Caballero Águila permaneció inmóvil. La maca, ansiosa de sangre, no le pesaba en la mano. Pero de pronto el recuerdo de su juramento, las órdenes explícitas de los líderes de su cofradía volvieron a su mente. Se le había prohibido, de acuerdo con lo jurado, que ayudara a Halloran en contra de las fuerzas de Zaltec.

Los jaguares se adelantaron, sin dejar de proferir gruñidos de amenaza.

Poshtli hizo caso omiso de los grandes felinos. Con un movimiento deliberadamente lento, se quitó el yelmo de águila y lo arrojó al costado. Después se desabrochó la capa y dejó que cayera al suelo junto a sus pies.

Entonces, adoptó una postura de combate, enarbolando la maca en dirección a los animales.

—¡Dime cuándo! —gritó Hal, con la espada preparada.

—¡Ahora! —respondió Poshtli.

Sin perder un segundo, Poshtli dio un salto al tiempo que descargaba el golpe con la maca. La hoja, tachonada con trocitos de obsidiana afilados como navajas, se hundió en el lomo de uno de los jaguares. La bestia soltó un aullido de dolor e intentó apartarse, pero el guerrero siguió su movimiento y aprovechó el cuerpo del animal para protegerse del ataque del otro felino.

Mientras tanto, Halloran hizo frente al tercer jaguar. Lanzó varios sablazos y, cuando el animal se levantó en dos patas para alcanzar el rostro del hombre, Hal aprovechó para escurrirse por debajo de las garras y clavar su espada en el corazón de la fiera. Retiró el arma y, de inmediato, saltó por encima del corpachón caído, para rematar de un solo golpe al último de los jaguares.

Por unos momentos, los dos valientes permanecieron jadeantes entre los cuerpos bañados de sangre. Con los últimos espasmos, los tres jaguares recuperaron la forma humana.

—¿Erixitl? —preguntó Poshtli, preocupado.

—Está bien. Se ha ido —respondió Hal.

—¿Ido? —El Caballero Águila no disimuló la sorpresa.

—De vuelta a Palul, a su casa. —Hal le explicó la súbita decisión de la muchacha, sin mencionar los detalles de la discusión. Le resultaba difícil mantenerse enfadado con Poshtli. Si bien echaba mucho de menos a Erix, daba gracias que se hubiera salvado del ataque.

Hal se sorprendió al ver que Poshtli parecía complacido con la noticia de su viaje. No conseguía entender por qué el guerrero no se mostraba preocupado por la ausencia imprevista de su prometida.

—Creo que es la solución más sensata —opinó Poshtli—. ¿Quién más sabe de su partida?

—Nadie que yo sepa. Sólo tú y yo.

—Debemos mantener el secreto. Pienso que a Erixitl de Palul le conviene desaparecer por algún tiempo.

De las crónicas de Coton.

En busca de la luz entre las tinieblas cada vez más oscuras…

La oscuridad persigue mis sueños cada noche, la misma oscuridad de la que habla Poshtli. Es una visión de tierra arrasada, un lugar de muerte y desolación, de deformidades y perversiones monstruosas. Es una extensión de cenizas y roña, y se llama Nexal.

Temo a esta visión más que a ninguna otra cosa en el mundo. Es un destino terrible al que muy pocos humanos pueden tener esperanzas de hacerle frente.

Y, si prevalece, temo que nosotros, los de Maztica —nuestra ciudad, nuestra nación, nuestro pueblo—, no tardaremos en ser un recuerdo, una visión lejana que desaparecerá para siempre con la vida de nuestros hijos.