4

Kultaka

Takamal, jefe militar y reverendo canciller de Kultaka, era conocido por todos como el hombre más sabio del Mundo Verdadero. ¿Acaso no había defendido a su patria de los ataques de Nexal durante más de siete décadas? Desde luego, los kultakas eran gente valiente y osada, con una magnífica tradición guerrera, pero su número apenas era la cuarta parte de los nexalas.

Sólo en una ocasión, cuando las fuerzas de Nexal habían estado al mando del joven pero brillante Caballero Águila Poshtli, los dos bandos habían canjeado igual número de prisioneros. Antes y después, los kultakas habían dejado el campo de batalla con dos o tres cautivos nexalas por cada uno perdido.

Sin embargo, Takamal se enfrentaba ahora a un problema para el que su larga rivalidad con el vecino no lo había preparado. Era un hombre anciano, pero todavía fuerte y vigoroso, que se paseaba arriba y abajo en la sala del trono de Kultaka, exigiendo respuestas en voz alta de un auditorio inexistente, porque ésta era la manera que tenía de reflexionar.

—¿Son de verdad poderosos? Han derrotado a los payitas con sólo librar la batalla de Ulatos. ¿Y qué? ¿Significa que pueden derrotar a los kultakas? ¿Qué pueden vencerme a ?

Takamal estrelló el puño contra la palma de su otra mano, furioso. Sólo por esta vez, deseó que los dioses le dieran una respuesta. Escuchó el ruido de las jabalinas contra las dianas en el patio de armas, mientras los jóvenes se entrenaban bajo la mirada atenta de los guerreros veteranos.

Quizás allí tenía su respuesta. Sí, no había ninguna duda. Afrontaría este problema de la misma manera en que había afrontado todas las demás amenazas a su dominio.

—Mis observadores dicen que traen cinco mil guerreros payitas. ¡Bah! No me preocupan. Y en cuanto al relato de su batalla contra los extranjeros… ¡Enfrentarse a ellos en campo abierto! ¡Vaya estupidez, cuando los dioses les han dado sitios donde ocultarse!

Ahora, Takamal tenía la certeza de que los dioses lo escuchaban. Tenía un interés especial en ser oído por una de las deidades.

—¡Zaltec, tu lanza resplandeciente nos guiará a la guerra! Me enfrentaré a los extranjeros, y a sus serviles esclavos payitas, pero escogeré con cuidado el terreno del combate.

Takamal frunció el entrecejo y asintió, haciendo que su tocado de plumas se sacudiera en el aire. Se irguió cuan alto era y cruzó con solemnidad los brazos sobre el pecho, para dirigirse a la imagen de Zaltec, dios de la guerra; había tomado su decisión y, como siempre, esto le despejó la mente.

—Reuniré todo el poder de Kultaka, ¡un ejército de treinta mil hombres! Nuestros Jaguares atacarán, nuestros Águilas los perseguirán, ¡y entre todos haremos que los extranjeros vuelvan al mar!

Las brasas se habían apagado en el fogón. El aire del baño retenía la humedad, como un recuerdo del vapor que había llenado el recinto muchas horas antes. Poshtli permanecía solo, en la misma posición desde el principio de la noche, cuando los demás Águilas habían vuelto a sus hogares, a sus lechos y esposas.

La luz del alba se filtró entre los resquicios de la puerta, como la señal de que había amanecido el nuevo día. Aun así no tuvo voluntad para marcharse.

¿Qué le aguardaba fuera de este santuario de su orden? A pesar de que su rostro era como una máscara inexpresiva, el alma de Poshtli sufría un terrible tormento. Jamás se había sentido tan impotente.

Una vez más, la noche anterior, Chical le había advertido que no debía entrometerse en el destino de las dos personas que había conducido a Nexal. Lamentaba la decisión de haber venido hasta aquí, porque se sentía culpable de haber metido a sus amigos en una trampa.

Reconoció que, de momento, Halloran parecía no correr un peligro inminente. Naltecona le había cogido afición al soldado, y pasaba muchas horas del día conversando con Hal acerca del mundo del otro lado del océano. Sin duda su tío no ordenaría ningún mal contra su invitado.

Pero había otras fuerzas oscuras, que rabiaban debajo de la superficie, y la advertencia de Chical se refería a estos poderes. Los sacerdotes de Zaltec reclamaban en voz baja, aunque cada vez con mayor insistencia, el corazón del intruso. En cuanto a la mujer, Erixitl, no habían dicho nada, pero el Caballero Águila había visto el brillo en los ojos de Hoxitl, cuando el sumo sacerdote la miraba en la plaza sagrada. Era la mirada de un enorme gato salvaje antes de clavar los colmillos en la carne de su víctima inocente.

Por estos motivos, lo desgarraba la agonía de no poder defenderlos, agravada por la sensación de que había sido él quien había puesto en peligro la vida de sus amigos. Podía hacer muy poco, en realidad nada, para ayudar a Hal, si no renunciaba primero al juramento sagrado hecho a la orden.

Por fin, Poshtli se puso de pie ágilmente, a pesar de las muchas horas de inmovilidad. Quizá no pudiera hacer nada por Hal.

Pero se le había ocurrido un plan para proteger a Erixitl.

Los días en Nexal pasaban deprisa para Halloran, pero no para Erixitl. Cada día, llamaban al soldado para otra audiencia con Naltecona. El reverendo canciller quería saber detalles del mundo de Hal, de las tierras de Faerun, de los dioses a los que rendían culto, de la magia que practicaban.

Hal se sentía cada vez más dividido entre la fascinación por esta hermosa y refinada cultura, y el horror de la espantosa carnicería exigida por los dioses de esta gente. Tenía un profundo respeto por Naltecona, consciente de que el canciller era un hombre sabio y orgulloso, que no se avergonzaba al admitir que no lo sabía todo acerca del mundo.

¡Y las maravillas de Nexal! No había visto mucho de la ciudad más allá de las paredes de la plaza sagrada, pero dentro de esta pequeña zona había estructuras como torres, de una altura sorprendente. Las pinturas que cubrían las caras de las pirámides eran un regalo para los ojos. Los jardines y las fuentes eran limpios y serenos, y ofrecían una tranquilidad que no había conocido jamás en su tierra natal.

No obstante, sabía que en lo alto de las pirámides se repetía cada noche la misma matanza. Los sacerdotes de Zaltec estaban por todas partes, con sus cabellos empapados de sangre y sus cuerpos mugrientos y llenos de cicatrices. Lo miraban ansiosos, y él les devolvía sus miradas con otra de profundo desprecio. Hasta ahora, ni él ni los sacerdotes habían cedido en el duelo.

Después del primer día, Naltecona jamás volvió a invitarlo a un sacrificio. A menudo lo interrogaba acerca de Helm, y el canciller demostraba un gran interés por saber si Cordell, el jefe de los extranjeros, también adoraba al mismo dios.

Mientras tanto, para Erix, no había más que horas de soledad en el jardín que cada día más le parecía una jaula. Deseaba ver la ciudad con Halloran o Poshtli, pero, en cambio, sólo tenía la escolta de un grupo de esclavos de palacio. Sin saber por qué, aquello que tanto había anhelado ver la decepcionaba con su vulgaridad.

Había momentos en que la rodeaban unas sombras extrañas, que amenazaban con ocultar la luz del sol incluso al propio mundo. En ocasiones llegaban a ser tan oscuras que no alcanzaba a ver el suelo bajo sus pies, a pesar de que no había ni una nube en el cielo. La inquietaba mirar hacia lo alto, porque siempre tenía delante la temible presencia del monte Zatal. Ante su vista, que se había vuelto de pronto mucho más aguda, la montaña tomaba el aspecto de una pústula infectada, a punto de vomitar su podredumbre sobre el Mundo Verdadero. A menudo, percibía el temblor de la tierra que pisaba, si bien los demás no parecían preocuparse por las sacudidas.

Comenzó a pensar si no estaría volviéndose loca.

Los pocos momentos gratos los tenía en el gran mercado. Entre los presentes que habían llevado a sus aposentos, había sacos con granos de cacao y cánulas llenas de polvo de oro: las dos cosas que se utilizaban como dinero en la gran ciudad. Por primera vez en su vida, Erixitl tenía un dinero suyo para gastar. Y, además, disponía para gastarlo del mercado mejor surtido del Mundo Verdadero.

Allí, los vendedores procedentes de todas las tierras de Maztica —excepto, desde luego, Kultaka— ofrecían sus productos en venta o trueque. La moneda más corriente era los granos de cacao, planta que abundaba en Payit. Le divertía ver a los comerciantes contar cuidadosamente los granos marrones, en el momento de concluir una venta.

Los tenderos entregaban piezas de telas finas a cambio de conchas brillantes y largas cánulas llenas con polvo de oro. Los artesanos ofrecían pequeñas estatuillas de los dioses hechas en madera o piedra, y los fabricantes de armas exponían sus macas y cuchillos, las jabalinas y flechas con punta de obsidiana, y arcos elaborados con el sauce más flexible o el resistente cedro.

Se detuvo por un momento, entusiasmada por la pluma ofrecida por un humilde artesano. El viejo, cuyos ágiles dedos negaban su aspecto artrítico, le presentó una capa. La prenda era de una trama finísima, tejida con los plumones más hermosos y brillantes que jamás había visto.

«Mejor dicho, casi nunca», se recordó a sí misma, tocando sin darse cuenta el amuleto colgado de su cuello. El regalo de su padre tenía más de diez años y, aun así, no había perdido ni una sola de sus delicadas plumas con el paso del tiempo.

—Veo que sabéis apreciar el arte de la pluma —dijo el anciano, complacido. Dejó ir la capa, que flotó inmóvil en el aire. El artesano hizo un ademán, y la prenda se movió para ir a depositarse con mucha suavidad sobre los hombros de Erix.

—Quédate con la capa —ofreció el artesano—. Te protegerá la piel, así como el amuleto protege tu espíritu.

Erix quiso protestar por el obsequio, dispuesta a ofrecerle algo en pago de la capa; era la primera y única cosa del mercado que había despertado su interés. Pero, al ver que el hombre se había embarcado en un regateo con un Caballero Águila, la muchacha decidió volver un poco más tarde. Cuando lo hizo, no vio ninguna señal del viejo ni de la manta donde tenía sus productos. Preguntó a los otros vendedores, pero ninguno de ellos había visto qué se había hecho del hombre.

La capa era suave y cálida, y Erix se sintió más animada en su camino de vuelta al palacio. Como era habitual, no había nadie en sus aposentos.

No obstante, esta vez no estuvo sola mucho tiempo. El ruido de la cortina de junco le avisó que había llegado alguien. Se giró para ver quién era y se encontró con Poshtli, que aguardaba junto a la puerta su permiso para entrar.

—Pasa —dijo Erix, feliz de ver al guerrero. La expresión del Caballero Águila, siempre muy seria y tensa desde que habían llegado a Nexal, era ahora más alegre y relajada.

Erix dio una vuelta para que la capa de plumas se elevara de sus hombros y flotara en el aire, como un fondo de brillante colorido a su piel cobriza y sus negros cabellos.

—¿Te gusta?

—Es hermosa —dijo él con toda sinceridad—. Pero no tanto como la mujer que la lleva.

La joven se detuvo de pronto, sorprendida. Su rostro se cubrió de rubor, y miró al suelo, complacida pero también desconcertada por el comentario. Poshtli se acercó, y ella lo miró a los ojos.

—Erixitl…, hace semanas que deseo hablar contigo. Desde el día en que nos conocimos, quiero decirte lo que siento en mi corazón, pero nunca he tenido la ocasión. A veces porque no estábamos solos y, en otras, porque me parecía tener un nudo en la garganta que me impedía hablar.

»¡Pero ya no! —La sujetó por los hombros, y la miró a los ojos, en los que observó unos toques de verde—. Eres la mujer más encantadora que he conocido en toda mi vida. Tu belleza me deja sin palabras. ¡Jamás me había pasado algo así con ninguna otra mujer!

—¡Mi señor! —exclamó Erix, atónita por sus palabras. Por un momento se sintió entusiasmada, pero también experimentó una sensación de angustia y nerviosismo.

—Erixitl de Palul, ¿quieres ser mi esposa?

Por un instante, ella se quedó de una pieza. Su excitación se convirtió en miedo, o, al menos, en una inquietud que la ahogaba.

Entonces, él apretó sus labios contra los suyos. Su beso era ardiente, y ella le correspondió con afecto. Sentía la presión de su abrazo, y no estaba muy segura de desear separarse.

Halloran tenía la impresión de no tocar el suelo, mientras se daba prisa por volver a sus aposentos. Naltecona acababa de ofrecerle una casa, en compensación por las enseñanzas del legionario acerca de los extranjeros.

El joven había manifestado —y el reverendo canciller así lo había aceptado— que las enseñanzas no incluirían preparar a los guerreros mazticas para sus combates contra la Legión Dorada. Podía ser un desertor, pero era totalmente incapaz de colaborar en la muerte de sus antiguos camaradas.

En realidad, en este momento los pensamientos de Halloran estaban muy lejos de las cuestiones bélicas. Su único interés residía en la persona que lo esperaba en las habitaciones del jardín.

Por un instante, se reprochó a sí mismo la poca atención que había dedicado a Erixitl desde la llegada a Nexal. Las audiencias con Naltecona, las visitas a las sedes de los Caballeros Águilas y Jaguares, las largas discusiones con los alquimistas y hechiceros de Maztica; todo esto lo habían mantenido muy ocupado. Había permitido que la fascinación ante la novedad de Nexal lo privara de la compañía de aquella con la que deseaba compartir el resto de sus días.

Pero esto se había acabado. Ahora, con la oferta de una casa, ya no era un fugitivo errante. Quería a esta ciudad y, lo que era más importante, había descubierto su amor por la maravillosa mujer que lo había conducido allí.

Casi a la carrera recorrió los últimos metros. Llegó a las cortinas con el corazón radiante de gozo. Entonces escuchó voces en el patio, y se detuvo.

«¿… ser mi esposa?». Era la voz de Poshtli. Halloran sintió que su estómago se convertía en un bloque de hielo. ¿Cuál sería la respuestas de Erix?

En aquel momento, a través de la cortina, vio a Poshtli abrazar a Erix, y cómo ella le correspondía apretándolo contra su cuerpo.

Atontado como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza, Halloran apartó la mano de la cortina, dio media vuelta y se alejó con paso vacilante.

Se avivó el fuego, iluminando el interior de la gran sala. Los aprendices arrojaron más leña a las llamas, y una fuerte luz amarilla bañó la gran estatua del repulsivo y sanguinario Zaltec.

Hoxitl entró en la sala; se despojó de su roñosa túnica y, vestido sólo con el taparrabos, se acercó a la efigie. Tenía las manos rojas, cubiertas con la sangre seca de la ceremonia de la Mano Viperina. Esa noche, al igual que en muchas de las noches anteriores desde la llegada de los extranjeros al Mundo Verdadero, había marcado a numerosos fieles con el signo de la mano.

Como todos los demás, hacían el voto de entregar sus corazones y mentes, sus cuerpos y almas —su vida— a Zaltec. En estos tiempos, con los extranjeros venidos desde el otro lado del mar marchando a través de sus tierras, encontraban consuelo en el culto del odio, y sólo Zaltec ofrecía esperanzas de vencerlos en la batalla. El culto florecía, y Hoxitl no podía menos que sentirse complacido. Sospechaba que los juramentos serían la única fuerza capaz de contener la marea cuando, sin que se pudiera evitar, la guerra estallara en Maztica.

Pero ahora tenía preocupaciones más inmediatas.

—¿Cuál es el último informe? —le preguntó a un sacerdote que salió de las sombras para colocarse a su lado, delante de la estatua.

—Tendrá que hacerse en el palacio —respondió Kallict. El joven y vigoroso clérigo poseía una gran habilidad en el manejo del puñal de sacrificio y estaba dotado de una inteligencia y sabiduría notables en alguien de su edad. Había muchos que lo consideraban como el posible sucesor de Hoxitl en el patriarcado.

El sumo sacerdote frunció el entrecejo al escuchar la noticia.

—¿Es que no va nunca a la ciudad? —preguntó.

—Muy de cuando en cuando —contestó Kallict—. A veces ha ido a visitar el mercado, pero siempre con una escolta de esclavos de palacio, y siempre durante el día.

—Sacarla del palacio será difícil —afirmó Hoxitl.

Kallict sacó un cuchillo de piedra de su cinturón. Miró de frente al viejo sacerdote y extendió el brazo, cubierto de largas cicatrices. Apoyó el filo contra la piel y, sin vacilar, hundió el puñal en su carne. La sangre brotó de la herida y cayó al suelo, sin que el joven pestañeara.

—Juro por Zaltec que encontraré la manera de hacerlo. —Los dos sacerdotes sabían que el juramento regado con sangre sería cumplido.

—Nos esperan en las laderas —informó Darién—. Más allá del segundo paso, se encuentra su ciudad. Estoy segura de que nos plantearán batalla en este lugar.

Cordell cogió la mano de la hechicera, agradecido por la advertencia. De no haber sido por ella, la legión habría caído en la emboscada.

—¡Desplegaos para responder al ataque! —ordenó el capitán general a sus oficiales. La marcha de la legión los había llevado hacia el oeste por el fondo de un gran valle. Ahora se acercaban a las tierras altas, donde se encontraba el paso. Habían avanzado muchos kilómetros a través de las tierras de Kultaka.

—Daggrande, dispón a tus ballesteros a lo largo del frente. Garrant, avanza por la ladera para crear una diversión. Intenta provocar una carga. Alvarro, que los lanceros permanezcan a cubierto, como reserva.

Con la eficacia que da la práctica, la Legión Dorada se preparó para la batalla. La infantería ligera de Garrant se desplegó en formación abierta. Los ballesteros de Daggrande tomaron posición a sus espaldas, mientas Alvarro se llevaba a su tropa para ocultarla. Cordell dispuso que los guerreros de Payit se desplegaran por las alas; de esta manera, sus aliados nativos protegerán a la legión de un ataque por los flancos.

El cielo pesaba como una coraza sobre el valle, y las nubes casi parecían tocar los picachos más altos. Durante toda la mañana había amenazado tormenta, pero, si bien tronaba con frecuencia, no llovía.

Una lluvia de flechas, con la intensidad de un chaparrón de verano, surgió de las laderas para ir a caer sobre los infantes de Cordell.

—¡Escudos arriba! —gritó Daggrande, mientras estudiaba nervioso las alturas.

Con el estrépito del granizo, las puntas de piedra de las flechas chocaron con los avíos y los cascos metálicos de los legionarios. Una o dos encontraron una brecha y alcanzaron un bíceps o un hombro, pero la mayoría de los proyectiles no causaron ningún daño.

Una y otra vez los dardos surcaron el aire, como una nube de langostas, y, en todos los casos, los escudos de acero de los soldados los salvaron de una carnicería.

—¡A la carga! ¡A ver esos ánimos! —Daggrande alzó su ballesta, y buscó entre los matorrales de la ladera alguna señal del enemigo. Vio a los arqueros kultakas que retrocedían por la colina, apartándose del avance de su compañía. La tentación de ordenar perseguirlos era muy fuerte; sin embargo, la veteranía del enano lo obligó a contenerse. Los ágiles guerreros nativos se escurrirían con facilidad de sus soldados cargados con su equipo pesado.

En cambio, la compañía marchó con el paso mesurado que les marcaba el tambor, manteniendo una línea recta a pesar de que alguna sección tenía que saltar una zanja o desviarse para rodear una zona de vegetación infranqueable.

—¡Alto! —gritó el enano, cuando llegaron a una parte de la ladera más empinada y rocosa—. ¡Los escudos!

Una vez más, cayó sobre ellos una lluvia de flechas, tan densa como una nube de insectos, que no tuvo muchas consecuencias. El enano observó satisfecho que, si bien varios de sus hombres sangraban por las heridas, ninguno de ellos se separaba de la fila o caía.

De pronto, un estruendo ensordecedor de pitos, cuernos y alaridos resonó en el terreno más alto. Allí donde Daggrande sólo había visto una ladera cubierta de matorrales y alguno que otro movimiento, ahora había aparecido una horda de varios miles de kultakas pintarrajeados y con tocados de plumas. Como por arte de magia, los nativos saltaban de los agujeros que les habían servido de escondrijo.

Hubo otra descarga de flechas y, antes de que los dardos llegaran a su destino, los kultakas se lanzaron a la carga.

—¡Volad, Águilas míos! ¡Volad a la victoria!

Justo debajo de la cumbre del risco, Takamal se levantó de un salto. El cacique de Kultaka volvió su rostro hacia el sol, y lanzó un largo y poderoso aullido, dejando que la alegría de su espíritu animara los corazones de sus soldados que corrían a la carga.

A sus espaldas, permanecía una fila de guerreros, cada uno munido de un palo largo. En la punta de cada mástil ondeaba un estandarte de plumas brillantes. Cada movimiento de estos mástiles, solos o combinados, servía para comunicar las órdenes al ejército kultaka.

A lo largo de la cumbre, y delante de un precipicio, se alineaban los Caballeros Águilas. Los guerreros, ataviados con sus capas blancas y negras, se lanzaban al vacío y cambiaban de forma en pleno vuelo, para evitar en el último momento, con el poderoso batido de sus alas, estrellarse contra las piedras del fondo.

—¡Mira cómo retroceden los extranjeros! —gritó Naloc, sumo sacerdote de Zaltec y consejero íntimo de Takamal.

La carga de los Águilas había rodeado a las figuras plateadas del enemigo. Al no disponer de lugar para maniobrar, los extranjeros habían optado por estrechar sus filas y formar en círculo, para hacer frente a los ataques que llegaban desde todas partes.

—Pero luchan bien —manifestó Takamal. Su alegría inicial se convirtió en una severa determinación—. Han muerto muy pocos.

Más abajo, los Águilas se posaron en tierra. De inmediato, recuperaron la forma humana y, empuñando sus macas de madera, se lanzaron al ataque. Los esperaba una sola fila de extranjeros, armados con sus escudos de plata y los largos cuchillos metálicos. Cuando las dos filas chocaron, cayeron docenas de Águilas, pero sólo uno o dos enemigos.

El cacique sabía que el cerco habría sido suficiente para acabar con cualquier enemigo de Maztica. Muchos de sus guerreros habían caído ante los cuchillos plateados y las flechas con punta metálica de los soldados, y no dudaba que habría muchas lamentaciones al final de la batalla.

—Hasta los payitas les sirven bien —observó Naloc. Takamal había ordenado que se ejecutaran pequeños ataques contra las tropas nativas ubicadas a cada lado de los extranjeros, y los payitas habían sabido proteger los flancos.

—¡Bah! No era más que una diversión —afirmó Takamal, poco preocupado por la presencia de aborígenes entre el enemigo—. Nuestro objetivo es derrotar a los extranjeros, y, mira, ¡los hemos contenido!

—Todavía no hay señal de los monstruos —dijo Naloc, inquieto, con la mirada en el campo. Ninguno de ellos había sabido interpretar muy bien las historias acerca de unas criaturas mitad hombre, mitad ciervo, que habían ayudado a los extranjeros en la batalla de Ulatos. Aunque los relatos parecían pura fantasía, la derrota de los payitas era un hecho.

—Que aparezcan cuando quieran. Estamos preparados.

Como si fuera una respuesta al desafío de Takamal, vieron a los seres fantásticos salir de una cañada con una velocidad sorprendente.

—¡Por Zaltec, existen! —susurró Naloc, pasmado.

Takamal no respondió. Contempló sorprendido, pero sin miedo, el avance de las criaturas. Podía ver que las formas humanas crecían directamente de sus lomos. Cargaban en cuatro hileras, de unos diez monstruos cada una. A su alrededor, corrían unas bestias peludas, de grandes colmillos blancos y collares erizados de púas. Le recordaban a los coyotes, pero eran mucho más grandes y feroces. Además, estas bestias luchaban con tanta bravura como los soldados, saltando sobre los guerreros para destrozarlos con sus terribles mandíbulas.

Las grandes bestias y sus compañeros más pequeños avanzaron a la carrera, por la zona más llana del centro del paso. Cada uno de los monstruos llevaba una lanza larga —las más largas que Takamal hubiera visto jamás— y la fuerza de su carga fue como un alud contra las primeras filas de soldados kultakas.

Los infantes ni siquiera pudieron demorarlos. Takamal contempló admirado cómo las bestias abrían un camino de muerte entre las hermosas filas de guerreros. Sabía que más tarde lloraría por los cuerpos destrozados en el ataque, pero ahora su mente buscaba, sin perder un segundo, la réplica adecuada.

—¡Allí! —exclamó, señalando un punto en la trayectoria de la carga—. ¡Vienen por donde los habíamos esperado!

—Tu sabiduría muestra una vez más las bendiciones de Zaltec —afirmó Naloc, con una mirada de profundo respeto a su jefe. Takamal había deducido que los monstruos, si aparecían, atacarían por el sector de terreno con menos obstáculos.

Y, precisamente allí, el cacique había colocado la trampa.

Alvarro sonrió mientras su lanza atravesaba el escudo de plumas de un kultaka. Su caballo avanzó como un trueno, aplastando bajo sus cascos a los nativos aterrorizados. A sus espaldas, se desplegaron los lanceros para avanzar en una línea que significaba la muerte para cualquiera que saliera a su encuentro.

El capitán encabezaba al grupo, y clavaba las espuelas a su caballo para mantenerse por delante de los demás. Su coraza negra le servía de distintivo, pero, para que sus hombres —y también el enemigo— pudieran verlo desde cualquier lugar del campo, llevaba unas cintas negras enganchadas al yelmo.

¡Los salvajes se dispersaban! El corazón le vibró de entusiasmo al ver que sus lanceros llevarían el peso de la batalla. Volvió a matar, y esta vez perdió la lanza, que quedó enganchada en el cuerpo de su víctima. El jinete desenvainó el sable, como ya habían hecho la mayoría de sus compañeros.

La carga llevó a los lanceros a las primeras estribaciones de la cordillera. Muy pronto llegarían al lugar donde los nativos tenían cercados a Daggrande y sus ballesteros.

El capitán no vio el mástil, con sus estandartes de plumas, que se bajaba y ondeaba en lo alto del risco. De todas maneras, no habría podido entender la orden.

En cambio, vio los resultados.

Alvarro abrió la boca atónito al ver que un enorme felino manchado, más grande que cualquier leopardo, saltaba sobre una roca. Con un terrible rugido de rabia, la bestia mostró sus largos colmillos curvos, y atacó al jinete.

Por puro instinto, Alvarro levantó el sable, pero fue la reacción natural de su caballo lo que lo salvó. El caballo se encabritó espantado y, con las patas delanteras, golpeó al felino y logró desviar su trayectoria. El Jaguar se agazapó en cuanto tocó tierra, dispuesto a atacar de nuevo, y Alvarro observó, aterrorizado, que más de estas criaturas salían de los matorrales para enfrentarse a sus lanceros.

—¡Atrás! —aulló el capitán Alvarro—. ¡Apartaos de estos demonios! —Descargó un sablazo contra el cráneo de uno de los Jaguares, que cayó exánime. En el mismo momento, vio caer a un caballo atacado por varios felinos. El jinete, que chillaba horrorizado, fue arrancado de la silla, y a los pocos segundos desapareció en un torbellino de garras y colmillos.

Los lanceros hicieron girar a sus caballos, y de inmediato huyeron a todo galope. Ni uno solo de los animales se había escapado sin sufrir heridas en los flancos o las patas.

Una vez más, Alvarro encabezaba a su tropa, aunque ahora en una fuga desesperada. Le babeaban los labios, mientras intentaba controlar su pánico cerval. Pero le resultaba imposible tirar de las riendas.

—¡Que Helm lo maldiga! —exclamó Cordell, despreciativo, con el estómago en un puño al ver que Alvarro escapaba de los jaguares—. ¡Perro cobarde!

—¿Quién puede hacer frente a esos demonios? —replicó fray Domincus—. ¡Sin duda son una creación de sus dioses inmundos!

—¿Alguno de los dos ha visto aquello? —preguntó Darién, imperturbable. Su voz serena captó al instante la atención de los hombres.

El trío se encontraba en un pequeño altozano, un poco más abajo de la ladera donde se desarrollaba el combate. Cordell, consciente de que la supervivencia de la compañía de Daggrande estaba en juego, se volvió molesto por la interrupción.

—¿Ver qué? ¿De qué hablas?

—Allí arriba —respondió la hechicera, señalando. La piel blanca lechosa de Darién quedó al descubierto cuando levantó la mano para señalar hacia la cumbre del risco. Jamás exponía la piel a la luz directa del sol, pero el cielo nublado le evitaba las molestias.

—¿Aquel palo emplumado? —preguntó Cordell. Sabía qué era; sin embargo, ignoraba cuál era la intención de la maga—. Es la insignia del cacique. El jefe payita también lleva una.

—Un gran jefe —murmuró la hechicera—. Ha sido una trampa magnífica, y su enseña ordenó el ataque.

Cordell volvió a mirar hacia lo alto, con los ojos resplandecientes.

—Ahora entiendo lo que te propones —dijo con voz suave.

—¡Desde luego! —exclamó Takamal, sin apartar la mirada de la batalla. Vio caer a los jinetes, y al instante comprendió la naturaleza de los monstruos—. ¡Son sólo bestias que llevan a los hombres al combate!

Su pecho se inflamó de orgullo ante el valiente ataque de sus Caballeros Jaguares. Habían muerto por docenas, aplastados bajo los cascos de los enormes animales, pero perseveraban en su empeño. ¡Habían conseguido poner en fuga a los jinetes!

—¡Magnífico! —susurró Naloc—. ¡Zaltec nos ha sonreído en este día de gloria!

—¡Quizá nos sonría! —le advirtió el cacique—. El enemigo todavía no se rinde. Observa cómo resisten los soldados plateados, a pesar de encontrarse rodeados. —Hizo un gesto hacia el campo, donde los legionarios aguantaron a pie firme el acoso de los nativos. Llevaban bastante rato aislados de sus compañeros, y, pese a ello, sus bajas no llegaban a la docena, y esto a costa de la vida de varios centenares a kultakas.

—¡Ahora! ¡La señal de avanzar! —ordenó Takamal.

Dos de los señaleros levantaron los estandartes rojos, que brillaron como el fuego contra el fondo gris de las nubes. Las banderas ondularon en la brisa, y, por un instante, se produjo una pausa en los combates mientras los aborígenes prestaban atención a la señal en lo alto del risco.

En aquel momento, vieron algo más. Naloc y el propio Takamal se volvieron asombrados cuando de pronto una figura apareció en la cumbre, a unos diez metros de distancia.

El cacique observó que el recién llegado era una mujer, con la piel y los cabellos blancos como la nieve. Vestía una túnica oscura que, al levantarse con el viento, dejó al descubierto su cuerpo descolorido.

También vio que era muy hermosa, aunque parecía la belleza fría de una estatua. Una corona de oro le rodeaba la frente, y sus pómulos altos sugerían nobleza. Sus ojos eran grandes, claros… y muertos.

—¡Por Zaltec! —exclamó Naloc. El sacerdote empuñó su daga ceremonial y, levantándola por encima de su cabeza, corrió hacia la mujer. Takamal no vio que ésta llevara arma alguna, si bien tenía un bastón delgado sujeto al cinturón.

La mujer levantó una mano y, como quien tira una piedra, profirió una palabra contra Naloc —una palabra—, y el clérigo se llevó las manos al pecho y, con un gemido, cayó a tierra. Sus piernas se sacudieron en un espasmo, de la misma manera que ocurría algunas veces con las víctimas de los sacrificios, a pesar de no tener el corazón, y exhaló su último suspiro.

El cacique de Kultaka se mantuvo erguido, a pesar de sus setenta años largos. Miró a la mujer delgada, que ahora volvía hacia él sus ojos helados. Takamal esperó su destino impasible, sin perder detalle. Lo mismo hicieron sus guerreros, reunidos en el campo.

Un rayo amarillo, como un relámpago entre las nubes, brotó de la mano de la maga, que apuntó con un dedo, y la energía voló con un silbido, a tanta velocidad que el ojo no podía seguirla.

La magia penetró en Takamal, y, por un momento, su cuerpo quedó recortado en una aureola de llamas azules. El olor de carne quemada se extendió por el aire, pero el gran jefe kultaka no se movió ni gritó. El rayo siguió su marcha, y mató también a los dos señaleros.

Entonces Takamal cayó, su vida consumida por el fuego de la magia. Rígido y achicharrado, el cuerpo del cacique rodó por la empinada ladera, hasta estrellarse en el valle entre los soldados de su ejército.

Unas pocas plumas de su tocado flotaron en el aire, para depositarse en el suelo de la cumbre, muy lejos del cadáver del reverendo canciller. Estas plumas, y la huella de sus pies marcada en hollín, mostraban el lugar donde había estado Takamal.

De las crónicas de Coton:

La leyenda de la partida del Plumífero incluye la promesa de su retorno.

Qotal viajó a Payit y subió a bordo de una gran canoa emplumada, para viajar por el océano oriental. Volvió su espalda a Maztica, porque, en todas partes, la gente seguía a los dioses de la codicia y la sangre. Zaltec sonrió, al ver que partía la Serpiente Emplumada.

Pero Qotal prometió que un día regresaría. Habló de las tres señales que anticiparían su llegada, y pidió a la gente de Maztica que observaran y esperaran.

La primera sería la aparición del coatl, mensajero de Qotal y heraldo de su retorno.

La segunda consistiría en la entrega de la Capa de la Pluma, que sería vestida por el escogido de Qotal y ofrecería protección y belleza para que todos pudieran aprender la gloría de su nombre.

La tercera, y la más misteriosa de todas, sería el Verano Helado.

Pero, por ahora, estos relatos son sólo leyendas. Incluso el coatl únicamente aparece en mis sueños.