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Sangre mortal

El calor carmesí del Fuego Oscuro alumbró la caverna con un resplandor infernal. Una docena de figuras vestidas de negro rodeaban el enorme caldero, con la mirada atenta a la masa hirviente de la hoguera empapada en sangre.

¡Más! —ordenó el Antepasado; su voz sonó como un siseo rasposo.

Se adelantó otro de los Cosecheros, cargado con un cesto lleno de su colecta nocturna. El hombre metió una mano tiznada de sangre en el cesto y sacó un trozo de músculo que, unas horas antes, había bombeado vida a través de las venas de un nexala cautivo.

Este corazón lo había arrancado Hoxitl, como un sangriento tributo a su dios bestial. Después, cuando el sacerdote y sus acólitos habían abandonado la pirámide, se había presentado el Cosechero. Estos personajes viajaban por los caminos secretos de los Muy Ancianos y se teleportaban cada noche desde la caverna del Fuego Oscuro hasta los altares de sacrificio en todo el Mundo Verdadero.

Este Cosechero había recogido los corazones depositados en la Gran Pirámide de Nexal. Había tardado sólo unos segundos en sacar los corazones calientes de la boca de la estatua, donde los había arrojado Hoxitl. Después de poner los horribles tributos en su cesta, el Cosechero había vuelto con ellos hasta la Gran Cueva en un abrir y cerrar de ojos.

¡Más, haced que arda! —siseó otra vez el Antepasado, y el Cosechero vació el resto del cesto en el caldero. El Fuego Oscuro aumentó sus llamas en una respuesta golosa a su alimento.

—Nos enfrentamos a un gran desafío —dijo el Antepasado, con una voz muy pausada—. No hace falta recordaros que estamos solos, olvidados por nuestros congéneres, incluso por la propia Lolth. Desde los tiempos de la Roca de Fuego, hemos vivido aislados y, pese a ello, perseveramos.

»Por lo tanto, debemos alimentar a nuestro nuevo dios, cuidar el fuego de nuestro propio poder, y demostrar nuestra voluntad ante estos humanos salvajes. Ésta es nuestra tarea.

»Spirali se encargó de obrar nuestra voluntad con la muerte de la muchacha. A pesar de que se le concedió la ayuda de los sabuesos infernales, fracasó. Su muerte ha sido la justa recompensa a su fracaso.

—La muchacha está aquí, en Nexal —dijo uno de los drows encapuchados, después de más de una hora de silencio. La gran ciudad se extendía en el valle que tenían a sus pies, porque la Gran Cueva se encontraba casi en la cumbre del enorme volcán, Zatal, que dominaba la ciudad.

—Así es —asintió el Antepasado—. Por fin ha venido a nosotros, y esto significará su fin.

—No será fácil —advirtió el drow—. Se dice que está bajo la protección del sobrino de Naltecona, el señor Poshtli.

No hubo comentarios de los demás asistentes ante la noticia. Poshtli era bien conocido en todo Nexala como un guerrero inteligente, capaz y valiente a toda prueba.

—Poshtli los ayudó a matar a Spirali —dijo el Antepasado—. Por este crimen, deberá sufrir. La muerte de la muchacha sólo será el principio.

—¿Se enteraron de nuestra naturaleza cuando murió Spirali? —preguntó otro de los drows. Los Muy Ancianos se tomaban grandes molestias para ocultar su identidad racial a los humanos de Maztica.

—No lo sé, ni me importa —replicó el Antepasado—. Han ocurrido sucesos muy importantes, y otros están a punto de comenzar. Se ha puesto en marcha una cadena de acontecimientos, y el secreto de nuestra raza resultará insignificante a medida que ocurran.

—El culto de la Mano Viperina gana fuerza a diario —opinó otro drow, después de otra pausa larguísima.

—Excelente. Que el culto de la violencia crezca como la hierba; necesitamos su fuerza —afirmó el Antepasado, satisfecho, irguiéndose en toda su estatura.

»¡Recordad la profecía! —añadió—. Nuestro destino quedará realizado cuando derrotemos al último obstáculo, el escogido por Qotal para que sea su mensajero. El escogido no es un guerrero ni un sacerdote, como habíamos creído. ¡No, es esta muchacha!

»Cuando la hayamos eliminado de nuestro camino, la muerte de Naltecona nos abrirá las puertas. ¡Cuando el reverendo canciller perezca, el culto de la Mano Viperina se ocupará de que nosotros nos convirtamos en los amos del Mundo Verdadero!

El Antepasado miró a los drows presentes, y los desafió con la mirada a que pusieran en duda sus palabras. Complacido, concluyó su discurso, con voz sonora y firme.

—No tiene importancia si ella o sus compañeros descubren o no quiénes somos. ¡Lo único importante es que no tardemos en ofrecer su corazón a Zaltec! ¡Ella debe morir!

Con un silbido suave, las llamas del Fuego Oscuro se elevaron en el caldero para después serenarse con un rugido, como si quisiera expresar su total asentimiento.

El interior del cuarto se llenaba poco a poco de humo, vapor y sudor. El resplandor de los fuegos en los braseros cubría con una pátina rojiza la piel morena de los hombres desnudos que estaban presentes. Uno de los guerreros roció las ascuas con un poco de agua, y otra nube de vapor se elevó en el aire.

Era el cuarto de sudor de la Orden de las Águilas, y los jefes y oficiales de la logia se habían reunido para dar las bienvenida a Poshtli, compartiendo el ritual de la purificación.

El guerrero ocupaba el puesto de honor, entre Chical y Atzil, dos viejos veteranos de los Caballeros Águilas. Por primera vez desde su llegada, Poshtli sintió que por fin se encontraba en su casa.

Después de haber arreglado el alojamiento para Erix y Hal, había dedicado una hora a discutir con los cortesanos, en un intento para concertar una cita con su tío, el gran Naltecona. Al cabo, cuando ya anochecía, le informaron que el canciller había salido de palacio para asistir a los sacrificios en la Gran Pirámide. Sorprendido, y también un poco disgustado, Poshtli había dejado el palacio para dirigirse al cuartel general de la Orden de los Caballeros Águilas.

Durante un buen rato, las dos docenas o más de hombres que había en el recinto permanecieron en silencio, dejando que el sudor goteara de sus cuerpos y se llevara la confusión y las dudas de sus mentes. Mientras el sudor brotaba de sus poros, sentían que la purificación alcanzaba las profundidades de sus cuerpos y hasta el alma. Con el estoicismo propio de su fraternidad militar, soportaban sin una queja el calor cada vez más intenso y el denso vapor que les inundaba los pulmones con cada una de sus rítmicas y profundas inhalaciones.

—Es muy agradable poder purificarse —dijo Poshtli, después de un largo silencio.

—Has estado ausente durante mucho tiempo —respondió Chical—. Me han dicho que en los territorios salvajes.

—Sí. No he visitado ninguna sede de los Águilas desde que salí de Nexal. Sin embargo, en el viaje, pude ver muchas otras cosas.

—Dicen que has conocido a uno de los extranjeros, un hombre blanco —comentó el viejo.

Chical era un anciano encorvado, con el rostro cubierto de arrugas. Su larga cabellera era blanca como la nieve, y la peinaba en una trenza que le llegaba a la cintura. Como la mayoría de los nativos, tenía el cuerpo limpio de vello. Ostentaba el título de Honorable Abuelo, líder de los Caballeros Águilas; había sido un guerrero legendario en su juventud, y ahora su sabiduría e inteligencia le permitían continuar al mando de los Águilas, a pesar del deterioro físico.

—Así es, padre —contestó Poshtli, utilizando el término honorario que le debía a su maestro y mentor. Para información de todos, describió a Halloran, y añadió—: Los invasores son hombres extraños, y los monstruos a los que llaman «caballos» son rápidos y temibles. Pero no son dioses o demonios: son hombres como nosotros. Halloran es un guerrero valiente, y su espada es más afilada que cualquier maca de Maztica.

El joven completó su relato con lo que sabía acerca de la batalla de Ulatos, donde una pequeña fuerza de extranjeros había derrotado a un gran ejército de la nación payita.

—¡Bah! —exclamó Atzil, el venerable guerrero sentado al otro lado de Poshtli—. ¿Cómo puedes comparar a los guerreros payitas con los de Nexal? Quizá sea cierto que los hombres blancos vencieron a los payitas, pero es inconcebible que su reducido número represente una amenaza para el corazón del Mundo Verdadero.

—No quiero parecer irrespetuoso —señaló Poshtli—, pero te recomendaría observar y estudiar a estos extranjeros antes de emprender cualquier acción.

—Sabias palabras, hijo mío —asintió Chical—. Hay un Águila que vigila constantemente al ejército extranjero. Los últimos informes dicen que se preparan para la marcha, aunque no sabemos hacia dónde irán.

—Vendrán a Nexal —afirmó Poshtli, sin vacilar.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Atzil. La tensión en su voz desmintió la confianza que había demostrado antes.

—Son astutos, y los empuja la codicia del oro. Éstas son las cosas que aprendí acerca de los extranjeros. Intentarán averiguar todo lo que puedan sobre Maztica antes de actuar. Sin duda, se enterarán de que no hay lugar en todo el Mundo Verdadero con tanto oro como aquí.

—¿Acaso creen que podrán venir a Nexal y llevarse nuestro oro, así sin más? —protestó Atzil, indignado.

—No lo sé —respondió Poshtli, sacudiendo la cabeza—. Pero no me sorprendería verlos intentarlo.

—Hijo mío, se ha hablado mucho acerca de los extranjeros durante tu ausencia —intervino Chical, con voz suave. Poshtli observó, sorprendido, que los demás guerreros se habían retirado silenciosamente, y que ahora se encontraban los tres solos en la amplia y oscura habitación. Entró un esclavo para echar un poco de agua en las piedras calientes, y otra nube de vapor se sumó a la niebla que llenaba el ambiente.

—Al hombre que venía contigo, al que llamas Halloran, lo esperaban —explicó Chical—. Hay algunos que desean hablar con él. Sin embargo, hay otros que quieren ver su corazón entregado a Zaltec lo antes posible.

Poshtli se irguió al escuchar estas palabras.

—¿Es ésta la manera en que tratamos a los huéspedes de Naltecona? —preguntó.

—¡Silencio! —La voz de Chical sonó como un chasquido, pero después se suavizó—. ¡No es seguro, pero las voces de los que reclaman su corazón llegan desde muy arriba! Además, no es un invitado de Naltecona, sino tuyo.

—¡Pero mi tío le dará la bienvenida! —protestó el joven. De pronto, Poshtli se sintió inquieto. Lo había sorprendido que las ocupaciones de su tío, el reverendo canciller, le hubieran impedido recibirlo aquella misma tarde. Ahora se preguntaba si Naltecona no había tenido otras razones para no verlo.

—No puedes darlo por hecho —intervino Atzil—. Hay otras voces que tienen más peso.

—¿Más peso? ¿Qué otra autoridad es superior a la del reverendo canciller?

—La de Zaltec —respondió Chical—. Zaltec desea su corazón.

—¿Y quién lo ha dicho? ¿Los Muy Ancianos? —preguntó Poshtli, sin ocultar su desprecio. Recordó la muerte del Muy Anciano llamado Spirali, al que había matado ayudado por Halloran. El legionario se había referido a la criatura como un drow, y añadido que no tenía nada de sobrenatural, aunque estaban muy vinculados a las fuerzas del mal. No obstante, prefirió no hacer ningún comentario porque sus camaradas no habrían dado crédito a sus palabras.

—No subestimes los poderes de Zaltec —le advirtió Chical—. Eres joven y fuerte. Conocemos tu valor, y tus últimos logros sugieren tu capacidad para la sabiduría. —El viejo Águila sonrió para compensar la dureza de sus palabras—. Pero no eres rival para el culto de Zaltec.

—¡El hombre ha venido a Nexal bajo mi protección! ¡Cualquiera que intente hacerle daño tendrá que enfrentarse primero conmigo!

—Eres un Águila orgulloso, hijo mío. —Chical miró de frente a Poshtli—. La orden también está orgullosa de ti. Jamás nadie tan joven ha demostrado poseer tanto mérito. Has mandado al ejército en campañas victoriosas y conseguido muchos prisioneros. Has luchado y vencido a los mejores guerreros de Kultaka y Pezelac. Ahora, vuelves de la búsqueda de una visión que te ha permitido traer contigo a uno de los extranjeros.

»Eres un gran Caballero Águila, Poshtli —añadió Chical, con voz severa—, y has jurado obediencia a la orden. Si te ordenan dejar al extranjero en manos de otros, obedecerás.

Chical se levantó de improviso, con la agilidad de un hombre mucho más joven. Atzil lo imitó en el acto.

—No tienes elección —dijo Chical, suavemente. Se volvió y salió de la habitación acompañado por Atzil.

Poshtli se quedó solo, atónito. Contempló el aire, en busca de una respuesta, pero no vio otra cosa que el humo del fuego y las nubes de vapor.

La mano blanca sostenía la pluma con suavidad, mientras copiaba los símbolos escritos en un pergamino a las hojas de un libro encuadernado en cuero. A medida que copiaba cada símbolo, éste chisporroteaba por un instante con una luz azulada, antes de desaparecer del pergamino. Por fin, el hechizo quedó reproducido en el libro, y Darién apartó el pergamino.

Todavía quedaban muchas páginas en blanco en el libro, pero éste era el último de los pergaminos de la maga. Los restantes encantamientos seguirían perdidos…

Hasta que pudiera recuperar su libro de hechizos.

Los labios de Darién se curvaron en una mueca de odio mientras pensaba en el infame Halloran. Su traición a la legión y su fuga del calabozo eran para ella asuntos de menor importancia. «Pero, por haberme robado mí libro mágico —juró Darién, como ya había jurado infinidad de veces antes—, el castigo será la muerte».

Sacudió la cabeza irritada al ver, a través de la ventana de su habitación, que la aurora comenzaba a teñir el cielo. En el exterior, sonaban las órdenes de Cordell y sus oficiales, ocupados en preparar la marcha de la legión.

En un gesto reflejo, ajustó la capucha, a pesar de que el sol aún tardaría en aparecer sobre el horizonte, mientras pensaba en sus propios objetivos. Su odio por Halloran pasó a segundo plano, al tener preocupaciones más inmediatas.

Hoy comenzaría la marcha hacia Nexal. Era consciente de la pasión de Cordell por esta misión, y sabía que no podía hacer nada para cambiar su meta. Por un momento, le pareció que perdía el control de las cosas, que los hechos comenzaban a producirse independientemente de ella. Apartó esta idea de su mente y se dedicó a recoger sus posesiones. No podía permitir que esto pudiera llegar a ocurrir, no podía dejar que el futuro trazara su propio curso.

El control —su control— lo significaba todo.

—Poshtli no volvió anoche aquí, ¿no es verdad? —preguntó Halloran. Había dormido hasta muy tarde y todavía tenía un poco de sueño cuando salió al patio, donde encontró a Erix.

—Ni tampoco esta mañana —contestó la joven, que contemplaba pensativa la fuente de agua en el jardín. Con un gesto lánguido, cogió un melocotón y mordió el fruto jugoso. Ver comer a Erix hizo que Hal fuera consciente de su propio apetito, y cogió medio melón del cesto cargado de frutas que les habían llevado los sirvientes.

El legionario tenía el libro de hechizos con él. Había tenido la intención de sentarse en el patio y estudiarlo. Todavía recordaba algo de los conocimientos adquiridos como aprendiz de un mago famoso, y podía comprender los textos más sencillos del libro de Darién.

Ahora le pareció que esta ocupación era una forma bastante aburrida de comenzar el día, así que devolvió el volumen a la mochila. Al hacerlo, vio los dos frascos con las pócimas mágicas. Una, como ya sabía, proporcionaba la invisibilidad, pero desconocía los efectos de la otra. Cogió el fracaso, y observó el líquido cristalino.

—¡No!

El grito de Erix casi le hizo soltar el frasco. Se apresuró a dejarlo en el saco, y miró a la muchacha, sorprendido. El rostro de Erix estaba pálido por el miedo.

—¡Ese frasco… me espanta! —susurró Erix—. ¡Tíralo!

—¡No hay por qué tirarlo! —protestó Hal. Decidió dejar su investigación para otro momento en que no estuviera presente Erix. Ahora era mejor cambiar de tema—. ¿Así que no tenemos ninguna noticia de Poshtli?

Erix suspiró aliviada al ver que su compañero no insistía en la discusión.

—Me gustaría saber qué le habrá dicho a su tío —dijo en voz baja—. ¿Crees que Naltecona sabrá muchas cosas de tu legión?

—Ya no es «mi» legión.

Hal recordó con claridad la última visión de sus antiguos camaradas, la compañía de lanceros. Al mando del brutal capitán Alvarro, habían cargado a degüello entre los espectadores inocentes de la batalla de Ulatos. Centenares habían muerto sólo para satisfacer la furia sanguinaria de aquel hombre. Había sido precisamente aquella carga, en la que Erix había estado a punto de perder la vida, lo que había forzado a Halloran a empuñar las armas contra la legión.

—Estoy seguro de que Naltecona ha escuchado lo suficiente para estar preocupado —respondió Halloran en lengua nexal. Cada día la utilizaba con mayor fluidez.

—¡Poshtli lo convencerá del peligro que representa! —afirmó Erix, entusiasmada—. Sé que lo hará. A pesar de ser tan joven, parece estar dotado de una gran sabiduría.

Halloran se volvió, de pronto en tensión. Miró la belleza que los rodeaba, pero lo único que vio fue un mundo extraño y ajeno. ¿Qué sabía Maztica de la sabiduría, de la comprensión? ¡Esta gente subía complacida a lo alto de las pirámides para ofrecer la vida y el corazón a su dios!

¿Qué dios podía reclamar semejante sacrificio? ¿Qué clase de gente era la que podía obedecer? Maztica era para Hal un acertijo indescifrable, un lugar que lo hacía sentir muy perdido y solitario.

Pero a pesar de su soledad, tenía a Erix. Hal no podía evitar la comparación entre ella y los aspectos más aterradores de Maztica. Aun en el caso de haber tenido otro lugar adonde ir, Hal no estaba muy seguro de poder abandonarla.

—¿Recuerdas la noche, allá en Payit, cuando creíamos haber escapado? —le preguntó Hal. La intimidad de aquella ocasión, en la que habían dormido (castamente, por cierto) unidos en un tierno abrazo, era un recuerdo que parecía ser cada vez más cálido con el paso del tiempo. Había sido antes de verse rodeados por el enemigo, cuando la tierra parecía llamarlos con nuevas oportunidades.

También había sido una noche que no se había vuelto a repetir. Él la miró a la cara mientras esperaba la respuesta.

—Sí, sí, desde luego —contestó Erix. Sus facciones se cubrieron de rubor, y miró en otra dirección.

—Me gustaría, no se cómo, que pudiéramos recuperar aquel sentimiento…

De… ¿qué? ¿Amor? No era capaz siquiera de definir lo que deseaba decir. Apretó las mandíbulas, lleno de frustración. ¿Por qué no podía expresar sus sentimientos?

Erix se puso de pie, y le dirigió una mirada de comprensión.

—No podemos volver atrás. Ahora tenemos enemigos… Hemos conseguido esquivar a los sacerdotes de Zaltec y a los Muy Ancianos por un tiempo, pero no han dejado de perseguirnos. Y, en cuanto a la Legión Dorada, ¿crees que tus viejos camaradas nos dejarán en paz?

En aquel momento escucharon que alguien llamaba desde el otro lado de la cortina de junco que cerraba el paso al jardín.

—Adelante —dijo Erix.

El visitante era un nativo alto que los saludó con una reverencia. Vestía un tocado de plumas rojas y una capa de plumas doradas, verdes y blancas. Dos grandes pendientes de oro puro le colgaban de las orejas, y en el labio inferior llevaba un tapón del preciado metal. Lo seguían dos esclavos vestidos con túnicas blancas. La mirada del hombre se fijó en Halloran.

—El reverendo canciller, Naltecona, requiere vuestra presencia en la sala del trono.

—Permitidme unos minutos para prepararme —respondió Halloran, tras una brevísima pausa. La invitación no era una sorpresa, pero lo había pillado desprevenido. Le habría gustado pulir su coraza y vestirse adecuadamente para la ocasión—. Estaremos listos enseguida.

—Debéis venir solo —dio el cortesano, sin apartar la mirada del joven—. Sin la mujer.

Por el rabillo del ojo, Hal vio cómo Erix apretaba los labios.

—La necesito como intérprete —protestó.

—El canciller ha sido muy claro. A las hembras jamás se les permite aparecer ante él durante el día, a menos que él ordene lo contrario.

Hal intentó encontrar otra excusa; le preocupaba muchísimo tener que pasar este trance sin la ayuda de la muchacha. Se sorprendió cuando Erix reclamó su atención con un gesto.

—¡Ve! —le dijo ella, empleando la lengua común—. No debes discutir la voluntad de Naltecona.

—De acuerdo. —Hal observó a Erix, mientas la joven salía del jardín para ir a su dormitorio. Después, habló en nexala para informar al mensajero que deseaba vestirse. El hombre aguardó en silencio a que Hal se pusiera la coraza, las botas y el casco. En cuanto acabó de enganchar la espada al cinturón, abandonó el jardín en compañía del cortesano, sin dejar de maldecir para sus adentros la prisa que no le había dado tiempo de vestirse de punta en blanco.

Marcharon en silencio por varios pasillos muy largos, hasta llegar delante de una puerta enorme. Aquí, para sorpresa de Hal, el cortesano se quitó el tocado y la capa y se las entregó a un sirviente, que le dio a cambio un chal de cuero harapiento. El hombre se echó el chal a los hombros.

A continuación, el sirviente cogió otro chal y miró a Halloran. Pero el noble hizo un pequeño gesto con la cabeza y entró con el legionario en la sala del trono, sin preocuparse de la expresión de asombro del esclavo.

Halloran aminoró el paso sobrecogido por el asombro. La sala era inmensa, con el techo de paja entretejida muy alto apoyada en gruesas vigas de madera. La separación entre el techo y la parte superior de las paredes permitía que la luz natural alumbrara el recinto.

Había una veintena de personas presentes. Salvo una, todas las demás llevaban el mismo tipo de chal andrajoso o capas roñosas como la del mensajero.

La excepción era Naltecona.

El reverendo canciller de Nexal permanecía reclinado en una litera de plumas multicolores, que flotaba sobre una tarima de un par de metros de altura. En cambio, los cortesanos se encontraban a nivel del suelo.

Se sorprendió al ver que Naltecona se ponía de pie, cuando se acercó al trono. El gobernante llevaba un tocado de plumas de un verde iridiscente que formaban un abanico alrededor de su cabeza. Cadenas de oro le rodeaban el cuello, y adornos del valioso metal colgaban de sus muñecas, tobillos, orejas y el labio.

Cuando el canciller se levantó, una gran capa de plumas se desplegó a sus espaldas, flotando en el aire como si careciera de peso, para seguir cada uno de los movimientos de Naltecona.

—Salud, extranjero —dijo el reverendo canciller. Se aproximó a Hal y se detuvo a un par de pasos del legionario, para contemplarlo de arriba abajo.

—Gracias, su… excelencia —contestó Halloran, sin saber muy bien cuál era el título correcto. La utilización del nexala, que le resultaba cada vez más fácil con Erix, se convirtió en algo arduo y difícil.

Naltecona batió palmas, y varios esclavos se acercaron con bultos que depositaron a los pies de Halloran.

—Por favor, aceptad estos presentes como muestra de bienvenida a nuestra tierra —declaró el canciller.

Halloran miró los regalos, y sintió un súbito mareo. Su mirada descartó la capa de plumas y las piezas de tela, para centrarse en dos cuencos. Quería poder ponerse de rodillas y hundir las manos en los recipientes, uno lleno a rebosar de polvo de oro, y el otro con lo que parecían ser guisantes nacarados, pero se contuvo. En cambio, hizo una reverencia, que aprovechó para estudiar más de cerca a los presentes. ¡Oro! ¡Y perlas! Le pareció que le iba a estallar el corazón de tanta alegría.

—Vuestra generosidad me conmueve, excelencia —dijo con voz entrecortada—. Lamento no tener nada en mi pobre equipaje de viajero con lo que poder corresponder.

Naltecona alzó una mano, descartando la disculpa. Al parecer, disfrutaba con su papel de generoso.

—¿Sois un emisario, un portavoz de vuestra gente? —preguntó el canciller.

Halloran pensó su respuesta con mucho cuidado. No quería aparecer como un fugitivo de la legión, un hombre a cuya cabeza sin duda ya habían puesto precio. Pero tampoco podía presentarse como agente de Cordell.

—No —contestó—. Soy un guerrero solitario, que recorre los caminos como vuestro sobrino, Poshtli. Busco un destino que es exclusivamente mío.

Naltecona asintió pensativo al escuchar la explicación, y estudió el semblante de Hal cuando mencionó la búsqueda de su destino. Era obvio que el gobernante era un hombre que creía en la fortuna.

—Hoxitl, Coton, venid aquí —ordenó Naltecona.

El legionario vio a dos hombres mayores —uno sucio, esquelético, marcado de cicatrices, vestido con una túnica roñosa, y el otro, aseado y robusto, con una túnica blanca impoluta— que se separaban de los cortesanos a espaldas del canciller. El aseado, Coton, le recordaba a Kachin, el clérigo del dios Qotal que había muerto defendiendo a Erix del drow llamado Spirali. Las siguientes palabras de Naltecona confirmaron su identificación.

—Éstos son mis sumos sacerdotes: Hoxitl, del sangriento Zaltec, y Coton, del Dios Mariposa, Qotal. Deseo que ambos escuchen las respuestas a mis preguntas. Ahora, decidme: ¿cuál es vuestro dios?

Halloran miró a Naltecona, sorprendido por la pregunta. Los dioses no habían tenido nunca mucha importancia en su vida. Sin embargo, era una pregunta que no podía eludir.

—El todopoderoso Helm, el Eterno Vigilante —respondió. El dios guerrero, patrono de la Legión Dorada, era la deidad que más conocía.

—En Maztica tenemos muchos dioses —explicó Naltecona—. No sólo Zaltec y Qotal, sino también Azul, que nos da la lluvia, y Tezca, dios del sol, y muchos más.

—Muchos, y suficientes —añadió Hoxitl en voz baja. El clérigo, con el rostro cubierto de cenizas, mugre y sangre seca, contempló a Halloran con una mirada rebosante de odio—. ¡No tenemos lugar en Maztica para un nuevo dios!

Halloran respondió a la mirada de Hoxitl con otra de desafío. A pesar de no ser devoto de Helm, no estaba dispuesto a aceptar la soberanía de Zaltec que proclamaba el clérigo.

—Debéis aprender más cosas acerca de nuestros dioses —añadió Naltecona—. Me complacería que esta noche asistierais a nuestros rituales. Podéis acompañarme a la Gran Pirámide, para los ritos de Zaltec.

Hoxitl le dirigió una mirada de burla mientras a Hal se le hacía un nudo en la garganta, y su mente se llenaba de espanto. Recordó los ritos de Zaltec, los corazones arrancados del pecho de los cautivos y ofrecidos para saciar el apetito del dios sanguinario. Halloran no temía por su vida, pero el asco que sentía era tan fuerte que estuvo a punto de lanzarse sobre el depravado Hoxitl y estrangularlo allí mismo. Con un esfuerzo de voluntad, consiguió contenerse y responder con voz serena a la propuesta de Naltecona.

—Me siento muy honrado por vuestra invitación —repuso cortésmente—. No obstante, no puedo aceptar. Mi dios no lo permite.

Naltecona dio un paso atrás, casi como si lo hubieran abofeteado. Entrecerró los ojos. Por encima de su hombro, Hal vio que los ojos de Hoxitl ardían de odio. Coton, por su parte, parecía encontrar divertida la situación. El tiempo pareció detenerse mientras el canciller miraba a Halloran.

—Muy bien —dijo el canciller. Sin más comentarios, se volvió y caminó hacia su trono, con la capa flotando a sus espaldas. Por un momento, Hal permaneció inmóvil, sin saber si debía retirarse. Entonces Naltecona se detuvo y se volvió hacia su invitado. Los ojos del canciller brillaban como canicas de hielo negro.

—Llevad los regalos a sus aposentos —ordenó a los dos esclavos que habían llevado los presentes. Después miró a Hal.

»Podéis retiraros.

Erixitl se paseaba arriba y abajo por sus aposentos. De pronto, el hermoso jardín, la piscina de agua fresca, los valiosos ornamentos, todo se había convertido en una jaula que encerraba su espíritu y la apartaba de su futuro.

Algo en la piscina le recordó un arroyo de su niñez; un caudal cantarín que atravesaba la ciudad de Palul. donde había nacido.

Palul. Desde Nexal sólo se necesitaban dos días de marcha para llegar allá. Habían transcurrido diez años desde que la había raptado un Caballero Jaguar de Kultaka, para venderla como esclava. Después, su amo la había vendido a un sacerdote del lejano país de Payit. donde, a poco de su llegada, habían aparecido los extranjeros.

Ahora se encontraba de regreso en las tierras de los nexalas, en la ciudad que tanto había deseado conocer: Nexal. Se preguntó si su padre todavía vivía, si continuaba con su oficio de trabajar la pluma. En un gesto inconsciente, tocó el amuleto colgado de su cuello, el regalo de su padre. El colgante de plumas tenía poder, un poder que le había salvado la vida en más de una ocasión.

Lotil había sido un buen padre, un hombre sencillo que trabajaba con las manos y amaba el color. Era capaz de crear unas combinaciones de colores y tonos que Erix no había visto jamás en ningún otro lado.

Recordó también a su hermano, Shatil, que por el tiempo de su captura había entrado como novicio en el sacerdocio de Zaltec. ¿Lo habrían aceptado en la congregación? ¿O su corazón habría sido ofrendado al dios sanguinario, como expiación final por haber fracasado en sus estudios?

Erix había dado por hecho que, al llegar a Nexal, podría ir de visita a su pueblo. Ahora ya estaban aquí, y Palul parecía llamarla. Halloran, que en un tiempo se había sentido perdido en Maztica, había recuperado la confianza y conseguido un dominio aceptable de la lengua nexala. Pese a ello, sabía que no quería abandonarlo. En realidad, sus sentimientos hacia Halloran eran cada vez más afectuosos. Deseaba que él la necesitase.

¿Y Poshtli? ¿Qué se había hecho de Poshtli? Era evidente que el Caballero Águila no la necesitaba. De pronto, decidió que los dos hombres podían arreglárselas sin ella. Se volvió hacia la puerta y, por un momento, pensó en salir de la ciudad y tomar la carretera que llevaba a Palul.

Pero se detuvo al ver una figura alta en el portal. Poshtli la saludó con un inclinación de cabeza, y entró en el aposento. A pesar de que no llevaba el casco, su capa de plumas blancas y negras le ensanchaba los hombros, y sus botas con espolones de águila parecían añadir autoridad a su paso.

El caballero miró a su alrededor, como si quisiera cerciorarse de que Halloran no estaba, y después se acercó a ella.

Por un momento, Erix lo vio como a un hombre magnífico. ¡Era tan alto, orgulloso, guapo y valiente! Poshtli apoyó las manos sobre los hombros de la muchacha, y la mirada de sus ojos castaño oscuro parecía arder con una pasión incontenible. Sin saber muy bien por qué, la joven apartó las manos del guerrero y le volvió la espalda, avergonzada.

—¿Alguien os ha molestado? —preguntó el hombre, con una voz que transparentaba su preocupación.

—¿Molestado? —Ella se volvió sorprendida—. No, desde luego que no. ¿Qué quieres decir?

Una vez más, él la miró apasionadamente, y Erix se movió incómoda, incapaz de soportar la mirada.

—Puede haber peligro —afirmó Poshtli. De pronto, apartó la mirada, como si algo lo hubiese distraído—. Más del que pensaba.

Hizo una pausa, y después volvió a mirarla.

—Erixitl, por favor, llámame si ves cualquier cosa que te asuste; ¡cualquier cosa!

La seriedad de la advertencia hizo estremecer a la muchacha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Erix, alarmada—. ¿Por qué debemos preocuparnos?

—No pasa nada —contestó el guerrero, con súbito tono despreocupado—. Sólo quería saber si los esclavos de palacio os tratan bien. ¿Y Halloran? ¿Está… bien?

—¡Desde luego que está bien! —Erix captó una nota forzada en la voz de Poshtli al mencionar el nombre de su amigo, y sintió una ligera emoción—. Ha ido a hablar con tu tío. Sin embargo, Naltecona no ha deseado verme. Supongo que… ¿Qué pasa? —Observó, primero molesta y después, preocupada, que Poshtli no le prestaba atención.

—Recuerda que estaré cerca —dijo el caballero—. ¡No dudes en llamarme! —Una vez más, la pasión brilló en sus ojos.

»Si necesitas ayuda —insistió—, llámame.

Acompañado por un centelleo de su capa de plumas, Poshtli dio media vuelta y se marchó.

El largo camino hacia el interior serpenteaba por la ladera de la montaña. Como una larga serpiente, en parte emplumada y en parte acorazada, la columna recorría las vueltas y revueltas del sendero, alejándose lentamente de la costa.

La Legión Dorada marchaba a la cabeza, con los legionarios a paso enérgico a pesar de las dificultades del terreno. Las compañías de infantes formaban de dos y tres en fondo, cuando lo permitía la anchura del camino, con los soldados de armadura en la primera hilera. Los seguían los ballesteros al mando de Daggrande, y atrás venían la caballería —los lanceros de armadura reluciente montados en briosos corceles— y las filas de la infantería ligera.

Varias docenas de grandes sabuesos saltaban y corrían junto a los soldados, felices de encontrarse otra vez en campo abierto. Cordell observó a los perros con una expresión divertida, al recordar el espanto que habían provocado en los payitas, quienes jamás habían visto a un perro de un tamaño superior al de un conejo.

Detrás de la legión, podía verse el colorido espectáculo de los cinco grandes regimientos de guerreros payitas. La nación, conquistada por los extranjeros llegados desde el otro lado del mar, había decido dar su apoyo militar a los invasores vestidos de metal.

Las azules aguas del océano oriental, conocido por los legionarios con el nombre de Mar Insondable, poco a poco desaparecían de la vista, y ahora apenas si eran visibles en el hueco formado por dos colinas. El sendero subía hacia un paso, entre dos cumbres cubiertas de nieve. Aquel lugar, según le habían dicho los exploradores payitas, marcaba la frontera con las tierras de los belicosos kultakas.

Cordell, que marchaba en primer término, desmontó cuando llegaron al paso y maneó su caballo a un costado del camino mientras las tropas proseguían la marcha. Escaló por una de las laderas del paso, hasta llegar a la altura suficiente para ver otra vez el océano. Después, miró más allá de sus tropas y estudió las verdes campiñas de Kultaka en el oeste.

Durante unos minutos, su mirada reposó en el océano. Recordó el azul turquesa de los bajíos costeros, de un azul más oscuro e intenso —al menos así le había parecido— que en cualquier punto de la Costa de la Espada. Pestañeó, dominado durante un momento por la melancolía, consciente de que no volvería a ver a su patria durante mucho tiempo. Algunos de sus hombres no regresarían jamás. Sacudió la cabeza para librarse de estos pensamientos morbosos.

—¿Ya sabe que nos vigilan?

Cordell se volvió para mirar al capitán Daggrande, que había trepado por la ladera hasta situarse a su lado, con la intención de echar una primera ojeada a Kultaka.

—Desde luego que nos vigilan —contestó el general—. Me interesa que nos vean y se preocupen.

Daggrande asintió satisfecho. Los informantes payitas les habían dicho que el ejército kultaka era muy numeroso y feroz, sólo superado por Nexal dentro del poderío militar de Maztica. Pese a ello, ninguno de los oficiales de la legión temía las batallas que se producirían como consecuencia del avance.

—También nosotros, gracias a Darién, podemos espiarlos —añadió Cordell, en el momento en que fray Domincus se unía a ellos.

—¡Que Helm la ayude a tener los ojos bien abiertos! —El alto y huraño clérigo miró con gesto feroz hacia el valle, deseando ver a los enemigos de la legión.

—Los encontrará —lo tranquilizó el general.

—Sí —dijo el enano, y escupió al suelo—. No fallará.

La maga elfa, con su piel blanca y cabellos albinos, siempre había inquietado a Daggrande, a pesar de que sus habilidades habían demostrado no sólo ser útiles, sino también, en ocasiones, decisivas en el resultado de las batallas. No obstante, había algo en Darién que provocaba su ira. El enano hizo un esfuerzo por dominarse, consciente de que su comandante estaba enamorado de la hechicera con una pasión tan ardiente como misteriosa.

—¡Que Helm maldiga a esos demonios! —gruñó el fraile, aunque no se veía ningún movimiento en el territorio kultaka. Desde la muerte de su hija en un altar de sacrificio, en Payit, Domincus había jurado venganza contra todos los habitantes de Maztica.

Un jinete pelirrojo cabalgó hasta el pie de la ladera y sofrenó su cabalgadura. Se irguió sobre los estribos y miró al grupo con una sonrisa que dejó al descubierto su incompleta dentadura.

—Espero que estén allí para recibirnos —gritó. Observó el valle con desprecio y soltó una carcajada al tiempo que espoleaba su caballo, para alcanzar el final de la columna legionaria que ya bajaba por la ladera del otro lado.

Cordell sacudió la cabeza, intentando disimular su preocupación.

—El capitán Alvarro siempre tiene demasiadas ansias de lucha —dijo sin alzar la voz, para que sólo lo escuchara Daggrande—. Espero que esté preparado cuando llegue el momento.

Ahora les tocaba el turno de desfilar a los guerreros payitas. Los altos lanceros se cubrían la cabeza con tocados de plumas multicolores. Marchaban con orgullo, exhibiendo sus armas ante el nuevo comandante.

—Se han recuperado muy bien de su derrota —comentó Cordell. Sólo había pasado un mes escaso desde que la legión había batido a estos soldados en la batalla de Ulatos.

—Esperan vengarse con sus vecinos —dijo el enano—. Nunca les han tenido mucho cariño. —Daggrande había ayudado a entrenar a los payitas, y había aprendido un poco de la mentalidad de los mazticas; no mucho, pero desde luego mucho más que cualquiera de sus camaradas.

Otro hombre llegó para unirse al grupo mientras desfilaban los nativos. El recién llegado trepó la ladera con muchos esfuerzos y jadeos. Los demás no le hicieron caso hasta que habló.

—¡Esto es una locura! —exclamó Kardann, el gran asesor del Consejo de Amn, que acompañaba a la expedición para poder llevar el registro de los tesoros que se consiguieran, y establecer el reparto correspondiente. El hombre jamás había imaginado que se encontraría formando parte de una pequeña columna que marchaba hacia el corazón de territorio enemigo—. ¡Nos matarán a todos!

—Gracias por evitar a mis hombres la vergüenza de escuchar vuestras predicciones —dijo Cordell con desagrado—. Espero que en el futuro os guardéis vuestras opiniones.

Kardann frunció los labios y miró asustado al general. Tenía miedo de Cordell, pero no era el miedo del soldado ante un comandante severo. El asesor temía a Cordell de la misma manera que un cuerdo teme a los locos. Kardann contuvo un estremecimiento al recordar el resultado de su última discusión. El general había ordenado hundir toda la flota, sencillamente para convencer a sus hombres de que no habría vuelta atrás.

Ahora Kardann deseaba poder señalar la locura de esta aventura, pero tenía miedo de hablar. Maldecía tener que acompañar a la legión en una marcha hacia lo desconocido, pero lo preocupaba aún más la posibilidad de que lo abandonaran. Además, sabía que Cordell no prestaba atención a sus advertencias.

El capitán general se palmeó el muslo, entusiasmado con la visión de sus tropas. El territorio que tenían delante parecía darles la bienvenida.

—¡Adelante, mis valientes! —exclamó, con un gesto que incluyó al propio Kardann—. ¡Vamos a Kultaka, el primer paso en nuestro camino a Nexal!

Lejos de Maztica, en la profundidad de las regiones infernales, vivía Lolth, la diosa araña de los drows. Su morada en el continente de Faerun quedaba muy al este, y muy por debajo de las tierras alumbradas por el sol. Aquellos de sus elfos oscuros que vivían en el oeste, debajo de un lugar llamado el Mundo Verdadero, formaban una pequeña tribu, insignificante entre las poderosas y salvajes naciones de los drows.

Sin embargo, Lolth era diosa celosa, una deidad que no podía tolerar la infidelidad. Ahora había escuchado las palabras del Antepasado. Las había escuchado y rabiaba.

¿Olvidados por su diosa? Ésta era su excusa. Habían adorado a Zaltec, lo habían alimentado y utilizado a sus sacerdotes como marionetas. Ahora excitaban a su gente hasta la locura, empleando el poder del Fuego Oscuro, para formar un nuevo culto llamado Mano Viperina.

¿Así que los Muy Ancianos despreciaban a Lolth? ¡Vaya!

La negra diosa araña juró que, antes de acabar con ellos, sabrían lo que era la auténtica desesperación.