21

Flujo y reflujo

Gultec se alejó mucho de las selvas de Tulom-Itzi. Atravesó las tierras de los payitas, los kultakas y los pezelacas, en busca de su meta: Nexal.

Algunas veces caminaba con la forma humana, y aprovechaba la ocasión para conversar con las gentes de los pueblos que encontraba en su camino. Fue así que se enteró de su miedo. En todas partes, los pobladores expresaban su profunda preocupación y temor por los hechos que presentían como una gran catástrofe.

En otros momentos, volaba como un pájaro, o avanzaba con el paso elástico del jaguar; disfrutaba mucho adoptando la forma del poderoso felino. A lo largo del viaje, descubrió grandes valles en lugares que creía tierras desiertas, y se sorprendió muchísimo al ver que en algunos había cultivos de maíz a punto de recolectar. Sabía que nadie podía haber plantado el cereal, porque estaban en el corazón de zonas muy alejadas de cualquier población humana. Sin embargo, no olvidó la abundancia de comida, suficiente para alimentar a varios miles de personas, mientras proseguía su avance a través de Maztica.

Por fin, tras muchos días de marcha, el Caballero Jaguar llegó a las orillas de los lagos de Nexal.

Y allí pudo ver la fuente del terror del Mundo Verdadero.

Halloran sintió los brazos de Erixitl que lo abrazaban, y se sujetó a ella con todas sus fuerzas, dominado por el absoluto terror. A su alrededor el mundo se desmoronaba, y el caos reinaba por doquier.

Ni por un momento se detuvo a pensar por qué no habían quedado reducidos a cenizas en el acto. Vio cómo el fuego en forma de roca líquida al rojo vivo crecía y estallaba como un globo inmenso, y creaba una ola que lo destruía todo. Pero la ola ígnea pasó a su alrededor, y Hal sólo era consciente de que tenía a Erix entre sus brazos, que estaban juntos, y que, al parecer, morirían unidos.

Cerró los ojos, en un intento de negar la pesadilla, pero no lo consiguió. Aún podía ver la marea de líquido rojo, el derrumbe de la cumbre de la enorme montaña a su alrededor. La lluvia penetró en la caverna, y al instante se vieron envueltos en un infierno de vapor y rocas que se quebraban al enfriarse bruscamente.

Poco a poco, los horrores de la escena comenzaron a disiparse, y Hal sólo sabía que tenía a la mujer amada contra su pecho. La amaba como a nadie más en el mundo, y deseaba poder calmar el temblor que estremecía el cuerpo de su esposa.

—¿Estás… vivo? —le preguntó Erix, al cabo de un rato. Por un momento, Hal se preguntó si la voz formaba parte de un sueño.

—No…, no lo sé —replicó, sinceramente—. Creo que sí, aunque no se cómo.

—Yo sí sé la razón —afirmó la muchacha con voz soñadora, apretando el rostro contra el cuello de Hal—. Es la voluntad de Qotal.

Halloran contempló el paisaje de llamas, rocas fundidas y gases asfixiantes. Por primera vez, se dio cuenta de que no habían permanecido inmóviles durante la erupción. Habían sido lanzados al aire por la fuerza de la explosión, y ahora flotaban suavemente protegidos por…

¿Qué los protegía? Advirtió que contemplaban el caos a través de lo que parecía una tela de araña. Al estudiarla con más atención, reconoció la trama de plumas que formaba un globo lo suficientemente grande para sostenerlos a los dos.

—Es mi capa —explicó Erix, como si hablara en sueños—. Es el regalo de Qotal y, por lo tanto, nos protege de los fuegos de Zaltec. —En efecto, la Capa de una Sola Pluma se había convertido en una crisálida que los mantenía a resguardo del cataclismo, sin impedirles ver toda la terrible devastación creada por los dioses.

—¿Es esto el dios… Zaltec? —preguntó Hal, señalando con un gesto el temporal de fuego.

—Sí, pero Zaltec no está solo. Desde estas alturas, lo puedo ver.

Mientras Erix hablaba, Hal notó que cada vez estaban más altos por encima de la explosión, encerrados en el globo de plumas, desde donde podían contemplar la destrucción de todo el valle de Nexal.

—Veo a Zaltec que se enfrenta a Helm en la lucha por el dominio, y cómo se amenazan con destruirse mutuamente. Pero todavía hay más: veo una presencia arácnida, el dios oscuro de los Muy Ancianos.

—¡Lolth! —gritó Halloran—. ¡La reina araña de las tinieblas! ¿También la puedes ver?

—Sí. Su furia ha sido la causa de la explosión de la montaña. Está enojada con sus hijos, los drows. La abandonaron en su interés por las recompensas terrenales, y abrazaron el culto de Zaltec.

Erix se volvió hacia Halloran, y la mirada de sus ojos parecía perderse en el infinito.

—¡Erixitl! ¿Qué ocurre? ¡Estás aquí, conmigo! —Hal le habló casi a gritos, y, poco a poco, la joven enfocó la mirada.

—Sí, lo sé —contestó. Después, permaneció en silencio durante mucho tiempo, mientras proseguían su viaje por el cielo.

La crisálida de pluma flotaba como una burbuja arrastrada por una suave brisa primaveral. Incluso a través de la oscuridad de la noche, podían ver la catástrofe. La corriente de lava penetraba en los lagos y creaba nubes de vapor enormes. No cesaba de llover, pero las gotas, oscuras y espesas como la sangre, parecían un castigo para aquellos que las soportaban.

Desde las alturas, fueron testigos de la fuga desesperada de miles de nexalas que intentaban salvarse de una muerte segura si permanecían en la ciudad. La calzada que, unas horas antes, había sido el escenario de la encarnizada batalla entre legionarios y nativos, aparecía abarrotada de gente despavorida. En un instante dado, pudieron ver cómo se levantaba en el lago una ola gigantesca que se abatió sobre la calzada, arrastrando en la embestida a todos lo que estaban allí.

Las convulsiones sacudían los cimientos de la ciudad, y la mayoría de los grandes edificios se habían convertido en montones de ruinas humeantes. Sólo la Gran Pirámide permanecía en pie, pero, cuando Erix y Hal volaron por encima de la mole, apreciaron las grietas que se abrían por los costados. Los tres templos construidos en lo alto se vinieron abajo delante de sus ojos.

Entonces, toda aquella inmensa masa de piedra, el centro del poder del Mundo Verdadero, se retorció como si fuese papel y se rompió en un millón de pedazos.

Las paredes del palacio se derrumbaron, y la yegua relinchó espantada. Tormenta reculó mientras daba coces a los escombros. En uno de los muros que cerraba el patio donde Poshtli había encerrado al animal apareció un boquete enorme, y las aguas del lago se precipitaron por la abertura.

Con un salto desesperado, la yegua intentó saltar por encima de la corriente, pero falló. Al verse en medio del agua, se libró de las piedras desprendidas del muro, y nadó con todas sus fuerzas en dirección al lago.

La ciudad agonizaba mientras el animal persistía en su intento, sin preocuparse del caos que había a su alrededor. Poco a poco avanzó por los distintos canales, sin dejar de relinchar de pánico, hasta que, por fin, entró en las aguas del lago Azul. Como era el más profundo de los cuatro lagos, y el más alejado del volcán en erupción, todavía no había sufrido los peores efectos de las convulsiones.

Con brazadas fuertes, la yegua atravesó las olas hasta llegar a la costa norte. En cuanto pisó la orilla, sacudió la cabeza empapada de agua y echó a galopar hacia las selvas norteñas de Maztica.

Los drows supervivientes presintieron la inminencia del desastre, y se teleportaron en busca de refugio desde la Gran Cueva hasta las cavernas en las profundidades de la montaña. Su fuga se produjo unos segundos antes de que su guarida —incluido el caldero y el Fuego Oscuro— desapareciera en una explosión descomunal.

Zatal entró en erupción, escupiendo lava, cenizas, humo y piedras al cielo. Los ríos de roca fundida se desparramaron por las laderas, mientras los enormes trozos de roca que habían formado la cumbre surcaban el aire como proyectiles gigantescos para ir a estrellarse en el fondo del valle, y una nube negra de ceniza volcánica se extendía por el cielo de Nexal.

Con el estallido del volcán, el poder de Lolth apareció en el Mundo Verdadero. Mientras los dioses de los humanos mantenían su lucha, ella se ocupó de lanzar su maldición sobre Maztica.

El primer efecto de su castigo alcanzó a los drows, ocultos en las entrañas de la montaña. La mayoría de ellos se creían seguros en sus escondrijos subterráneos, pero la maldición de Lolth los persiguió hasta allí. Como una niebla oscura, su esencia arácnida se deslizó en las guaridas para castigar a sus hijos por haber abrazado la fe de un dios humano. Lanzó su maldición sobre los elfos oscuros, y los cambió para siempre jamás.

Sobrecogidos de horror, y sometidos a un dolor intolerable, los drows se retorcieron y aullaron, sus cuerpos azotados por la despiadada venganza de su diosa oscura. Sus esbeltas siluetas de elfo se volvieron grotescas e hinchadas; sus extremidades inferiores se secaron y cayeron, reemplazadas por abdómenes grandes e inmóviles. De estos abdómenes surgieron patas —ocho en cada uno— cubiertas de una piel áspera. En cambio, conservaron los torsos, cabezas y mentes, para que pudieran comprender su desgracia y saber que no podrían librarse de sus nuevos cuerpos, repelentes y odiosos, mientras vivieran.

Los drows se observaron los unos a los otros con repulsión. Lolth les había impuesto el castigo más terrible que podían imaginar: la pérdida de sus estilizadas figuras, y el parecido con las arañas sería un recordatorio constante y doloroso de la maldición de su diosa.

Porque ahora se habían convertido en drarañas, las bestias de los drows.

Pero la venganza de Lolth no fue sólo para sus seguidores. Su poder alcanzó al culto de la Mano Viperina, a la vista de que había seguido las órdenes de los drows. Y sus miembros estaban marcados con la señal roja.

Una nube enorme bajó desde el cielo. Por toda la ciudad, las cenizas del volcán se mezclaron con la lluvia para formar un barro espeso e hirviente que empapó a los guerreros de Maztica, a los legionarios y a los habitantes de Nexal. Su toque corrosivo quemaba la piel y ardía en los ojos, pero se podía quitar y no dejaba ninguna lesión.

En cambio, aquellos marcados con la Mano Viperina no tuvieron tanta suerte. Cuando el barro tocó a los guerreros, sacerdotes y fanáticos del culto, se produjo una transformación espantosa.

Los rostros humanos se retorcieron en expresiones bestiales de odio y rabia. Los cuerpos desfigurados se volvieron grotescos. Algunos crecieron hasta convertirse en enormes bestias de cuerpos musculosos. Jorobados y siniestros, chasqueaban sus feroces colmillos y levantan sus puños de acero para aplastar a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Otros se transformaron en seres verdes cubiertos de escamas, monstruos de estatura muy elevada, con narices ganchudas y miembros delgaduchos pero muy fuertes. Las verrugas crecían en su repugnante piel, y sus negros ojos, muy hundidos en las órbitas, contemplaban con crueldad un mundo que se había vuelto loco.

La gran masa de guerreros que habían sido marcados se convirtieron en orcos. Las terribles y malvadas bestias, con sus colmillos asomando como lanzas de sus hocicos, se apresuraron a formar bandas y a atacar a los humanos de la ciudad, tanto mazticas como legionarios. Provistos con sus armas de piedras, y ayudados por sus feroces mandíbulas, despedazaron a sus indefensas víctimas.

Los Caballeros Jaguares y Águilas marcados por Hoxitl se transformaron en ogros, gigantes brutales que golpeaban a los orcos más pequeños, reclamando a gritos su atención y obediencia. Los ogros se apoderaron de vigas y troncos para utilizarlos como garrotes.

Finalmente, los sacerdotes de Zaltec que habían abrazado la orden crecieron hasta el doble de su altura, con un brutal estiramiento de sus huesos y músculos. Su aspecto resultaba el más repulsivo de todos, a medida que su piel adoptaba un color verde oscuro, y sus facciones se tornaban en algo realmente abominable.

Se habían convertido en trolls. Y así la última contorsión de la guerra se apoderó de la tierra, mientras la muerte se extendía por toda la ciudad, y la lava estaba cada vez más cerca.

—¡Corre! ¡Corre si quieres salvar la vida! —le gritó Cordell a Daggrande. Los dos legionarios se movían como borrachos por la calzada que se sacudía como un potro indómito. Por fin llegaron a la ciudad, en el momento en que las olas caían sobre el estrecho viaducto y lo arrastraban a las profundidades del lago.

—¿Hacia dónde? —gimió el enano, mientras intentaba recuperar el aliento. La tierra se sacudió bajo sus pies, y los dos hombres se arrojaron al suelo.

—¡Tenemos que llegar a la orilla del lago! ¡Es nuestra única posibilidad! ¡Quizás encontremos una canoa!

Una vez más se lanzaron a la carrera. Una bestia enorme apareció de pronto delante de ellos, mostrando sus terribles colmillos, e intentó destrozar el rostro de Cordell de un zarpazo.

—¡Por Helm, cuidado! —gritó el capitán general, que retrocedió, horrorizado.

En el pecho de la bestia, como una cicatriz carmesí, Cordell vio la marca de la Mano Viperina.

Daggrande descargó un hachazo contra el troll, que se apartó del paso de la multitud de refugiados. De inmediato, los dos hombres se perdieron de vista entre la masa.

Los mazticas, al igual que el puñado de legionarios que había entre ellos, corrían hacia el lago para escapar del terremoto. Los edificios se desplomaban sobre las calles y aplastaban a centenares de personas. Grandes grietas aparecían en el suelo y se llenaban al instante de agua, creando así trampas mortales donde momentos antes había un jardín encantador o una preciosa casa.

Más legionarios se unieron a los oficiales al verlos pasar. Cordell descubrió a Kardann, que lloraba acurrucado a un lado del camino. Sin contemplaciones, sujetó al asesor por un brazo y lo arrastró con él.

—¡Monstruos! ¡Orcos y ogros! ¡Están por todas partes! —chilló el infeliz—. ¡Los he visto atacar a la gente, mujeres, incluso niños! ¡Los han despedazados como si nada!

—¡Silencio! —ordenó el general—. ¡Ahora preocupaos de correr, de buscar un lugar seguro!

Pero este testimonio del salvajismo de los monstruos de la Mano Viperina lo obligó a preguntarse si todavía quedaba algún lugar donde refugiarse. Como si quisieran acrecentar su temor, bandas de orcos, ogros y trolls atacaron a la multitud.

Entonces llegaron a la orilla del lago. Cordell recordó que éste era el lago Qotal, mientras comprobaba que las olas gigantescas que encrespaban la superficie del agua hacían imposible el intento de atravesarlo en una canoa.

Hoxitl echó hacia atrás su enorme cabeza leonada, y aulló su rabia a los cielos; la boca abierta dejó a la vista sus largos y curvados colmillos. Dio un puntapié contra el suelo, y la fuerza del golpe abrió grietas en la tierra. A su alrededor, se extendían las ruinas de la pirámide.

—¡Me has traicionado! —gritó, y las palabras le hicieron sentir su soledad.

Quienes se encontraban cerca sólo escucharon los rugidos de una bestia salvaje. El sacerdote descargó su furia contra su dios, consciente de la debilidad de Zaltec, al que responsabilizaba de todas sus desgracias.

—¡Zaltec, te maldigo a ti y a tu nombre! —Hoxitl sabía que la maldición que había caído sobre él y los miembros de su fe no podía ser obra de un único dios, por muy grande que fuera el poder de Zaltec. No podía negar la influencia de Helm, el dios de los extranjeros. Ni tampoco la presencia de la deidad oscura que había castigado a los Muy Ancianos, en el mismo momento en que él se transformaba en un monstruo repugnante.

Con un rugido salvaje, Hoxitl se apartó de los escombros de la pirámide y se irguió en toda su altura, casi seis metros, en el patio del templo arrasado. A su alrededor, se movían las bestias que habían sido sus partidarios, masacrando a todos los guerreros humanos que no habían tenido la oportunidad de escapar.

La bestia aulló una vez más y con un sonido tan terrible y espantoso que detuvo e hizo temblar con un miedo abyecto a todos los que lo escucharon. Con los movimientos propios de un gorila, Hoxitl guió a sus criaturas a través de las ruinas.

Su visión era perfecta, aún a través de la lluvia y las nubes de polvo, y pudo ver que sus víctimas se encontraban en la orilla del lago Qotal. Sin perder ni un instante, Hoxitl y sus huestes fueron a la caza y captura de Cordell y los legionarios supervivientes.

Poshtli no fue consciente de lo que hacía mientras se arrastraba hacia la salida de la Gran Cueva. En caso contrario, jamás se le habría ocurrido abandonar a sus compañeros. Pero, llevado por una extraña sensación, se alejó.

Entonces el guerrero sintió que el suelo desaparecía debajo de su cuerpo. Abrió los ojos y vio las cosas con una claridad excepcional, con una agudeza visual de la que no disfrutaba desde hacía bastante tiempo. Divisó un trozo de piedra que caía, y comprendió que había estado tendido sobre la lápida. Al estallar la montaña, aquel fragmento rocoso lo había llevado muy alto en el cielo, y ahora podía ver allá abajo la destrucción del volcán; ¿o era la muerte del Mundo Verdadero?

Hizo un viraje, y se apartó fácilmente de la nube de fuego y cenizas. Poshtli voló trazando un arco que le permitió rodear la montaña, al mismo tiempo que descendía.

Poco a poco se dio cuenta del cambio, aunque se sentía tan cómodo que le llevó varios minutos de concentración adivinar qué sucedía.

Ya no tenía dedos, únicamente plumas. Sus dientes habían desaparecido, reemplazados por un pico fuerte y ganchudo. Veía a través de unos ojos muy poderosos, y podía apreciar una infinidad de detalles que hubiesen sido invisibles para la visión humana. ¡Y sus brazos! Sus brazos eran alas enormes y fuertes, las alas de un águila gigante.

No sabía cómo se había producido el cambio, ni le preocupaba. Le pareció lo más lógico y natural vivir en el cuerpo de un ave.

En su vuelo sobre la ciudad, Poshtli observó las calles arrasadas, los edificios incendiados, y las bestias grotescas y deformes que se movían entre las ruinas, como algo familiar pero distante.

Ésta fue su visión de Nexal: la oscuridad, los monstruos, la destrucción. Contempló la agonía de la gran ciudad y, desde la objetividad que le permitía su nueva naturaleza, comprendió que la urbe no había sido destruida por la guerra entre los hombres.

La capital del Mundo Verdadero había sido destrozada por la mano de los dioses.

La crisálida de pluma que protegía a Hal y a Erix los transportó inexorablemente sobre la ciudad moribunda, y comenzó a descender lentamente. Vieron cómo una hilera de casas se desmoronaba y caía en un canal, para desaparecer bajo el agua negra e hirviente. Una enorme grieta apareció en otra zona, y de ella escapó una columna de gas ardiente que, en un instante, acabó con la vida de docenas de personas.

Sin embargo, toda la muerte y la destrucción que se producían ante sus ojos no conseguía afectarlos en el interior del globo mágico. Quizás éste les evitaba una comprensión de la magnitud del desastre que, de haber sido completa, les habría hecho perder la razón.

Una brisa suave arrastró la burbuja hacia la superficie oscura y revuelta de uno de los lagos. Una muchedumbre desesperada se movía por debajo de ellos bregando por salvarse, atrapados entre la ciudad que se desmoronaba y la tempestad que azotaba el agua. Entonces vieron el espantoso avance de un ejército de bestias, los monstruos de la Mano Viperina.

Halloran abrazó a Erix, mientras pensaba en lo que podría pasar cuando la crisálida tocara el agua. ¿Se hundirían? ¿Morirían en el contacto con el agua caliente?

Pero en el momento en que la Capa de una Sola Pluma tocó las crestas de las olas, se calmó el agua. Hal y Erix se posaron sobre una superficie sólida; áspera y desigual, pero indudablemente firme.

—¡Hielo! —exclamó Hal, mientras la capa recuperaba su forma natural—. ¡El lago está helado!

Erixitl lo miró como si estuviera en las nubes.

—El Verano de Hielo —susurró la muchacha—. La tercera señal del regreso de Qotal.

En la costa, empujados por el avance de los monstruos, los refugiados dieron sus primeros pasos sobre la superficie helada. Muchos resbalaban y se caían. Aun así, no faltaban manos para ayudarlos a levantarse, y, poco a poco, la gente comenzó a cruzar el lago. Los legionarios ayudaban a los nexalas, los jóvenes a las viejos y a los niños, en su marcha hacia la salvación.

Erixitl contempló la destrucción y a la masa de gente desesperada, y después dirigió su mirada al cielo.

—¿El regreso de Qotal? —preguntó furiosa—. ¿Es ésta la señal? ¿La destrucción de una ciudad, la muerte de miles de personas? ¿Qué clase de dios eres para torturarnos de semejante manera?

La lluvia cesó de pronto, y pudieron ver a la muchedumbre que se esforzaba por cruzar la superficie helada, perseguida por los monstruos. Los gritos de pánico y las llamadas de auxilio formaban una barahúnda atronadora.

—Te lo pregunto a ti, Qotal —gritó Erixitl—: ¿qué te propones? ¿Es ésta la manera como preparas tu regreso? —Su ira era tal que Hal la contempló asombrado.

»¡Escucha lo que te digo! ¡No te necesitamos, no queremos que vuelvas! ¡Nos has abandonado durante demasiado tiempo! ¡Ahora quédate donde estás para siempre!

En aquel instante, Erix se echó a llorar y hubiera caído de no haber sido que Hal la sostuvo entre sus brazos.

Los monstruos pisaron el hielo detrás de los fugitivos. Inseguros sobre la superficie resbaladiza, la mayoría se cayó. Los orcos gruñían furiosos, mientras los ogros, mucho más voluminosos, retrocedían al sentir que el hielo se resquebrajaba bajo su peso. Con un coro de aullidos, las bestias presenciaron la huida de los humanos; no podían moverse con la velocidad suficiente para alcanzarlos.

La distancia entre perseguidos y perseguidores se amplió poco a poco, hasta que los humanos consiguieron llegar a la orilla opuesta. Una vez allí, echaron a correr con todas sus fuerzas, a la búsqueda de cualquier refugio que les pudieran ofrecer las montañas, los bosques, o hasta el desierto.

A sus espaldas, el hielo comenzó a derretirse. Muchos orcos se ahogaron en el lago. Aquellos que se encontraban más cerca de la costa, se apresuraron a regresar a la orilla. Desde allí, agitaron los puños y gritaron a los fugitivos. Después dieron media vuelta y desaparecieron entre las ruinas humeantes de la ciudad.

La débil luz del amanecer gris alumbró a las masas miserables acurrucadas en los límites del valle. Ya no quedaban humanos en la ciudad. Los que no habían escapado a tiempo, habían muerto en los terremotos, o habían sido asesinados por las bestias salvajes de la Mano Viperina.

Los ríos de lava continuaban su descenso por las laderas del Zatal y, al entrar en contacto con las aguas de los lagos, provocaban grandes nubes de vapor que ocultaban de la vista de todos el terrible cuadro de horror y desolación.

—Quizá deberíamos dar gracias por las nubes y la bruma —dijo Erix, en voz baja, sentada junto a Hal debajo de un cedro añoso, no muy lejos del agua—. No pueden ver lo que han dejado atrás.

Halloran contempló a los millares de personas que ascendían lentamente por las laderas para abandonar el valle. Algunos grupos de legionarios marchaban entre ellos, pero nadie parecía dispuesto a reavivar la batalla.

—¿Adónde irán? ¿Qué lugar queda para refugiarse? —pensó en voz alta. Por experiencia propia, sabía que al suroeste sólo había desierto, y, sin embargo, ésta había sido la única vía de escape de la ciudad.

—No lo sé. Quizá la Casa de Tezca, para morir de hambre o de sed —opinó Erix, indiferente. Su desaliento era tan enorme que la perspectiva de una nueva tragedia no la conmovía.

—¿Qué le habrá pasado a Poshtli? —preguntó Hal, vacilante—. ¿Habrá muerto en la montaña?

—¡No! —gritó Erixitl, con un poco más de ánimo—. ¡Me niego a creer que esté muerto!

Halloran la miró asombrado, y suspiró. No quería discutir con ella, pero para sus adentros lloró la muerte de su amigo.

—¿Erixitl? ¿Tú eres Erixitl de Palul? —preguntó una voz suave a sus espaldas. Se volvieron y, al ver la figura de un Caballero Jaguar muy alto, se levantaron, alarmados.

—¿Qué quieres? —exclamó Hal, tajante.

—Perdón si os he asustado —contestó el guerrero, sin alzar el tono, a través de las mandíbulas abiertas de su casco—. Soy Gultec.

—Te recuerdo —dijo Erix. En otra ocasión, este caballero había ayudado a mantenerla sujeta sobre el altar de sacrificio. Pese a ello, ahora no le tenía miedo—. ¿Qué deseas?

—Debemos reunir a esta gente y guiarlos —repuso Gultec—. A ti te escucharán, y yo sé dónde hay comida y agua en el desierto. Venid conmigo y os enseñaré el camino hacia la salvación.

Por un momento, lo contemplaron atónitos. Gultec esperó paciente su decisión. Por fin dio media vuelta y echó a andar. Halloran y Erixitl lo siguieron en su camino hacia la salida del valle.