20

La cresta de la ola

—¿Está preparado? —La pregunta del capitán general iba dirigida al sargento mayor Grimes, consciente de que sólo había una respuesta. Había escogido a Grimes, un veterano fanfarrón y mal hablado, para reemplazar al capitán Alvarro. El sargento mayor no era un hombre de muchas luces, pero se podía confiar en él como alguien que cumpliría las órdenes a pie juntillas.

El jinete rubio encabezaba a los lanceros, formados en una columna de dos en dos en el gran pasillo del palacio. Jamás, pensó Cordell, había visto un grupo de hombres tan cansados. A pesar de sus heridas y del agotamiento, estaban dispuestos a marchar.

Delante de ellos, las puertas de madera —reconstruidas por los legionarios al finalizar la batalla— permanecían cerradas, para ocultar a los nexalas los preparativos del intento de fuga. Los vigías apostados en la terraza habían avisado que no llegaban al centenar los guerreros que se movían cerca de las puertas.

—Espero la señal, comandante —gruñó Grimes.

—Todavía falta una hora. Tenemos que esperar a que las cosas se tranquilicen al máximo. Recuerde que, en cuanto salga, tiene que cargar a través de la plaza hasta llegar al portón. Una vez allí, se encargará de defenderlo hasta que llegue el resto de la legión.

Grimes asintió, con el entrecejo fruncido en su esfuerzo por no olvidar las órdenes de su comandante.

—Capitán general…

—¿Sí? —preguntó Cordell. Se volvió, irritado—. ¿Qué queréis, Kardann?

—Se trata del oro, señor. Lo hemos cargado en alforjas, pero todavía queda una montaña. ¿Qué hacemos con el resto?

El capitán general soltó un suspiro, lamentando verse en la necesidad de abandonar un tesoro conseguido a base de tanta sangre y sacrificios.

—Que los hombres cojan para ellos todo lo que quieran. El resto se quedará aquí.

La orden del general corrió como el viento entre la tropa. Los soldados se apiñaron alrededor de la montaña de oro, y llenaron bolsas, mochilas, bolsillos, y hasta botas y guantes, con el metal precioso. Hubo algunos que apenas si podían caminar con tanta carga. Otros como Daggrande, conscientes de que los esperaban largas jornadas de marcha y combates, sólo cogieron unos pocos objetos del oro más fino.

Por fin, reinó la calma en toda la extensión de la plaza. El ruido de la lluvia torrencial apagaba cualquier otro sonido y dificultaba la visión.

—Preparados —le avisó Cordell a Grimes, después del último informe de los vigías—. En cuanto se abran las puertas, cargad.

Detrás de las tres docenas de lanceros, formaban las otras compañías de la Legión Dorada, infantes, alabarderos y ballesteros, dispuestos para la marcha. Todos comprendían que la única posibilidad de abandonar la ciudad, que de pronto se había convertido en una trampa mortal, dependía de su capacidad para moverse con la mayor prisa posible.

—¡Adelante! —gritó Cordell. Dos legionarios abrieron las puertas del palacio, y los jinetes salieron como una tromba, aplastando a su paso a los pocos nexalas que estaban cerca. La compañía galopó a través de la plaza, y habían recorrido más de la mitad del camino hasta el portón antes de que sonara la voz de alarma.

Después, un griterío infernal estalló en medio de la noche. Al verse descubiertos, Grimes y sus hombres clavaron las espuelas y se lanzaron en una carga desesperada que los llevó hasta el portón. Allí los esperaban un centenar de guerreros, pero los legionarios pasaron entre ellos como el viento entre las hojas.

Los cascos resbalaban en el adoquinado, y la lluvia se metía en los ojos de los jinetes, pero esto no les impedía encontrar blancos para sus lanzas. En medio de la oscuridad, calados de pies a cabeza, los lanceros no dejaron de matar hasta conseguir hacerse con el control de la entrada.

Los nexalas, avisados del intento de fuga, se lanzaron a la plaza, escalando el muro que rodeaba la ciudad, dispuestos a impedir por todos los medios a su alcance que los extranjeros pudieran escapar. Pero la columna legionaria prosiguió su marcha hacia el portón a buen paso. Los hombres de primera línea avanzaban con los escudos en alto y las lanzas en ristre, y los demás los seguían formando un grupo bien compacto.

Por su parte, Grimes colocó a sus hombres al otro lado de la entrada. Vio las bandas de guerreros que corrían por las calles en dirección a la plaza, y al instante comprendió que no eran tropas fogueadas en el combate como aquellas con las que se habían enfrentado antes. El veterano decidió obrar por su cuenta.

—¡Escuadrones Rojo y Azul, seguidme! —gritó—. ¡Negro y Oro, cargad por la derecha!

Hizo girar a su caballo y bajó la lanza. Una docena de jinetes se desplegaron a su lado y se lanzaron calle arriba. A sus espaldas, otra docena de lanceros realizó la misma maniobra en dirección opuesta. En unos segundos, se encontraron con los mazticas; muchos murieron aplastados por los cascos de los caballos, o ensartados en las lanzas. Los demás dieron media vuelta y escaparon despavoridos ante la brutalidad de la carga.

El sargento mayor no perdió el tiempo y volvió a todo galope al portón de la plaza, donde lo esperaban los otros escuadrones. Casi al mismo tiempo, los primeros infantes aparecieron en la salida.

—Tome la mitad de los lanceros y vaya hacia la calzada —le ordenó Cordell—. Que la otra mitad cubra la retaguardia. ¡En marcha!

Al instante, el jinete rubio clavó las espuelas a su cabalgadura y partió a toda velocidad por la ancha avenida en dirección a la calzada sudoeste, que era la ruta más corta hasta la orilla del lago, seguido por la mitad de su compañía.

El general mandó a la infantería seguir a Grimes, y ordenó a Daggrande que protegiera el final de la columna.

—¡En marcha! ¡A paso ligero! —gritó. Con su comandante al frente, la tropa emprendió la marcha, desesperada por conseguir salir de la trampa que amenazaba con matarlos a todos.

Una masa de guerreros salió de la plaza en su persecución, mientras nuevos refuerzos los atacaban desde las calles laterales y los edificios. La Legión Dorada luchaba con todas sus fuerzas sin dejar de correr por las calles de Nexal, a través de la oscuridad y la lluvia. Muchos hombres cayeron malheridos y tuvieron que ser abandonados a su suerte. A menudo, pedían a sus compañeros que los remataran para poder evitarse el horror del sacrificio en los altares de Zaltec, y más de un veterano lloró a lágrima viva mientras daba el golpe de gracia a un viejo camarada.

De pronto Cordell, al frente de la infantería, se encontró con Grimes, que había topado con una barrera de guerreros nexalas; sólo quedaban ocho de los doce jinetes. El agua chorreaba por las alas de sus cascos, y tenían los cabellos y barbas empapados. El sargento mayor vio a su comandante, y sacudió la cabeza en un gesto de derrota.

—¡Cargue! —gritó el general.

—¡Ya lo he hecho, y cuatro hombres han muerto! —replicó Grimes—. Forman una masa compacta. Están apostados en el cruce de aquellas dos calles anchas.

Cordell reconoció el lugar; unos metros más allá se entraba a la calzada. Maldijo a los guerreros de la barrera.

—¡Que Helm nos dé su ayuda! —exclamó Domincus, que en aquel momento se unió a Cordell.

El fraile levantó la mano con el guantelete marcado con el ojo vigilante de Helm y, mientras recitaba una plegaria a su dios, alzó la otra mano y señaló hacia los guerreros que les cerraban el paso.

En el acto se escuchó un fuerte zumbido y, un segundo más tarde, los gritos de dolor y pánico de los nexalas. A pesar de la poca luz, se podía ver una mancha muy oscura e informe compuesta por millones de pequeños insectos, que picaban con ferocidad todo lo que encontraban a su paso.

Los nativos se dispersaron buscando la protección de los callejones y los edificios cercanos, y dejaron que los insectos se hicieran con el control del cruce. El fraile volvió a levantar las manos, y el enjambre se apartó.

Los jinetes de Grimes partieron otra vez al galope hacia la calzada, y Cordell los siguió con el resto de la legión. Los caballos toparon con una línea de defensa dispuesta por los nexalas a la entrada del puente. Estos guerreros, armados con lanzas muy largas, consiguieron desmontar a varios soldados. El caballo del sargento mayor cayó a tierra con el pecho abierto por una herida mortal.

De todas maneras, la carga de la legión tuvo éxito, y por fin los hombres pisaron la estrecha calzada que les permitiría atravesar las profundas y oscuras aguas del lago. Grimes y Cordell corrieron por el puente seguidos por los legionarios, que manifestaron su alegría con una fuerte ovación. Nadie se interpuso en su camino, si bien poco a poco advirtieron la presencia de guerreros que los seguían a nado por el lago Zaltec, a la izquierda, y el Qotal, a la derecha. Después vieron muchas canoas cargadas de guerreros, que avanzaban hacia ellos.

Cuando menos lo esperaban, la carrera llegó a su fin. Habían llegado al primero de los dos puentes de la calzada, donde las aguas de los lagos se comunicaban por debajo de los gruesos tablones.

Sólo que ahora el puente ya no estaba. En medio de la lluvia, los legionarios contemplaron los diez metros de aguas oscuras que los separaban del otro extremo.

Los espesos nubarrones los cubrían con su manto, y el viento helado lanzaba las gotas de lluvia contra sus rostros. Muy arriba, en las laderas de la cumbre de la montaña, en medio de la impenetrable oscuridad de la noche, Halloran trataba de dominar su desesperación, insistiendo en su interminable búsqueda de la Gran Cueva.

Se encaramó por una pendiente muy aguda y encontró un repecho. Tendió una mano para ayudar a Erixitl a situarse a su lado. La joven soltó una exclamación cuando se sacudieron las entrañas del volcán, y los esposos se abrazaron durante un minuto cargado de pánico, en el que pareció que Zaltec quería expulsarlos del coloso.

Cuando cesó el temblor, Shatil y Poshtli se unieron a ellos. Chitikas prosiguió con su vuelo, alerta a cualquier peligro, mientras los humanos descansaban.

—El hambre de Zaltec aumenta —comentó Shatil, tocando una roca.

—¡Hambre! —Erix se volvió hacia su hermano con una vehemencia que sorprendió a los tres hombres—. ¿Es que los dioses no hacen más que comer? ¿Es que nuestra única obligación es alimentarlos?

—Lamento haberte enfadado, hermana —dijo Shatil, contrito—. Sin embargo, los dioses que conozco piden comida. No podemos hacer mucho más, aparte de intentar saciar su apetito.

—¿Qué me dices de Qotal? —preguntó Erix, desafiante—. Un dios que no pide comida sino que la da. ¡Y pensar que nuestros antepasados lo expulsaron de Maztica por ser así!

—Quizá, si lo que dices es cierto, volverá —respondió Shatil, conciliador.

Erix lo miró, enfadada porque su hermano rehuía la discusión, y también sorprendida por su buena disposición. Pensó en decir algo más, pero se contuvo.

—Aquí —susurró Chitikas Coatl desde la oscuridad—. Desde aquí veo la entrada de una cueva.

Con el paso cortado, Cordell y Grimes se volvieron hacia los costados, exhaustos a más no poder. El general conservaba su espada; Grimes, la lanza. La lluvia se abatía sobre la ciudad y los lagos, aunque no les impedía ver las flotillas de canoas que se movían cerca de la calzada. A sus espaldas, los gritos de los camaradas les indicaron que la lucha proseguía.

Los legionarios supervivientes no podían avanzar por la calzada, porque los nativos habían retirado el puente, y a los lados del viaducto se arracimaban las canoas tripuladas por los nexalas. Al final de la columna, la retaguardia defendida por Daggrande se veía forzada a retroceder ante el impulso de los guerreros, empeñados en una guerra sin cuartel.

—¡Abajo, cuidado! —gritó Grimes, mientras daba un golpe con su lanza cubierta de sangre.

Un guerrero cayó al agua desde la canoa, y la embarcación se volcó. En el mismo momento, Cordell sintió que unas manos muy fuertes lo sujetaban por los tobillos, y descargó un mandoble con todas sus fuerzas. Escuchó el ruido de los huesos rotos, aunque, para su horror, las manos amputadas se aguantaron sujetas hasta que consiguió desprenderlas dando puntapiés al aire.

La masa de nativos era tan compacta que la oscuridad parecía moverse. Cordell repartió estocadas a diestro y siniestro, sin ver a sus víctimas ni preocuparse por ellas, consciente de que todos los tripulantes de las canoas eran enemigos.

Muchos de los legionarios que consiguieron llegar al extremo cortado de la pasarela se lanzaron al agua en un intento desesperado por salvar la vida a nado. La mayoría de ellos —los que se habían cargado de oro hasta las orejas— se hundieron en el agua y murieron ahogados. Los otros fueron recogidos a bordo de las canoas, a pesar de su denodada resistencia, y llevados de regreso a la ciudad, donde les esperaba una suerte mucho peor que la de morir en el campo de batalla.

Las canoas volcadas y los restos de otras embarcaciones destruidas durante el combate ocupaban la vía de agua. También se veían los cadáveres de legionarios y nativos ahogados después de caer al lago, en el fragor de la lucha. La lluvia que azotaba a objetos y muertos aumentaba el horror de la escena.

—¡Tenemos que hacer algo! —gritó Grimes, al ver que aumentaba el número de legionarios que se arrojaban al lago o eran arrastrados a él. Por cierto que el agua casi no se veía entre tantas cosas que flotaban.

—¿Se le ocurre alguna idea? —preguntó el capitán general. Escuchó un grito de dolor y un chapoteo a sus espaldas y, al volverse, vio a uno de sus hombres luchando contra seis mazticas en canoas. El legionario se retorcía en el agua, entre los cadáveres que pasaban por debajo de su cuerpo, y aulló de terror cuando los nativos consiguieron subirlo a bordo de una de las embarcaciones. De inmediato se alejaron con su prisionero, mientras los demás se acercaban otra vez a la calzada en busca de nuevas víctimas.

Cordell escuchó más gritos y los aullidos triunfales de los nexalas, y comprendió que, en algún lugar, habían capturado a otro legionario para el sacrificio.

—¡Salvajes asesinos!

El grito del fraile resonó claramente en medio de la barahúnda, y el general vio a Domincus, que avanzaba repartiendo golpes con su garrote.

—¡Helm todopoderoso! —bramó el fraile—. ¡Descarga tu venganza! ¡Libra a tus fieles de la muerte!

Pero el cielo no escuchó su súplica y descargó más lluvia, que, con su repiqueteo, había marcado el ritmo brutal de la noche; ahora, a medida que una aurora gris aparecía en el horizonte, contaba los segundos que faltaban para la salida del sol.

—¡Domincus! —El clérigo apartó la mirada del combate, y distinguió a Cordell al final de la calzada. El alma se le cayó a los pies al descubrir la ausencia del puente.

—¡Helm nos ha abandonado! —gimió el fraile, cuando se reunió con su comandante—. ¡Creo que hemos provocado su ira, y ahora nos da la espalda en el momento de mayor necesidad!

—¡No importa! —gritó Cordell—. ¿Dispones de alguna magia, de cualquier cosa que pueda ayudarnos a cruzar? —El general señaló la faja de agua, donde se amontonaban las canoas. Al otro lado, también había guerreros que lanzaban flechas y piedras contra los legionarios acorralados.

—No —respondió el sacerdote—. Mi poder se ha agotado. Necesitaría de muchas horas de meditación para recuperar los hechizos.

Cordell le volvió la espalda, disgustado. No vio el gancho lanzado desde una de las canoas, que arrancó al fraile de la calzada. Domincus soltó un grito y cayó al agua. El general dio media vuelta, a tiempo para ver cómo los nexalas cargaban a su amigo en una de las barcas.

—¡No! ¡Soltadlo, malditos demonios! —gritó Cordell. Sin perder un instante, intentó alcanzar a los nativos con los golpes de su espada. Los remeros se apartaron en el acto, y el general, llevado por la cólera, se acercó peligrosamente al borde de la calzada. Gracias a Grimes, que lo sujetó en el último momento, el comandante no acabó también en el agua.

—¡Alabado sea Zaltec! —gritó Hoxitl desde lo alto de la Gran Pirámide, lleno de entusiasmo. Si bien no podía ver nada en medio de la lluvia y la oscuridad, sabía que sus guerreros habían conseguido la victoria—. ¡Que su nombre viva por toda la eternidad!

Los mensajeros y los clérigos le trajeron informes acerca de cómo miles de guerreros se habían lanzado contra los extranjeros atrapados en la calzada. Ya no le preocupaba la posibilidad de una fuga. Casi la mitad de los legionarios se encontraban cautivos en el templo.

Sin embargo, esperaba tenerlos a todos por la mañana. Quería reunir a toda la tropa en la pirámide, para ofrecer sus corazones a Zaltec en penitencia por sus crímenes contra el Mundo Verdadero.

Hoxitl también se enorgullecía de que los miembros del culto de la Mano Viperina hubieran sido los primeros en rebelarse y de que, con su ejemplo, hubieran unido a todos los habitantes de Nexal en su lucha para liberarse del yugo del invasor.

¡Estos hombres, con la marca roja de Zaltec tatuada a fuego en sus pechos, eran sus guerreros, y él su comandante!

—¡Los tienen atrapados en el primer puente de la calzada! —le informó Kallict, empapado tras el largo ascenso hasta la cima de la pirámide, bajo el aguacero—. No pueden pasar al otro lado.

—¡Excelente! —exclamó Hoxitl, agitando un puño hacia el cielo—. ¡Los tendremos a todos! ¡Y Zaltec comerá hasta hartarse!

Chitikas se mantuvo delante de la entrada de la Gran Cueva, a la espera de los humanos. La serpiente emplumada flotaba entre los cuerpos de dos jaguares; no se veía ninguna herida, pero estaban muertos. Halloran no se atrevió ni a imaginar cómo los había matado el coatl.

—Entremos —dijo. Penetró en la cueva al costado de Chitikas, seguido por Erix y Shatil. Poshtli vigilaba la retaguardia.

La entrada daba a un ancho y liso pasillo excavado en la piedra volcánica, aunque no se apreciaban marcas de picos o martillos en las paredes y el suelo.

Una bocanada de gas tóxico envolvió al grupo. Hal se llevó las manos a la cara y entrecerró los ojos. Por fortuna, una súbita corriente de aire fresco despejó el gas.

Chitikas se adelantó cuando penetraron en una caverna muy amplia de techo abovedado. Un profundo cráter ocupaba el centro del recinto y emitía un resplandor rojizo que parecía latir al variar de intensidad. No podían ver en el interior del pozo, pero la luz los asustó, con sus cambios. La serpiente emplumada se enroscó sobre sí misma.

Están aquí. Halloran escuchó el mensaje en su mente, aunque Chitikas no había hablado. Los Muy Ancianos. Son invisibles.

La información provocó un escalofrío en Halloran. Sin darse cuenta, apretó con fuerza la empuñadura de su espada. Por la tensión de la mano de Erix, apoyada en su hombro, comprendió que su esposa también había recibido el mensaje.

Chitikas voló delante de ellos, con la cola apoyada en el suelo, pero con la cabeza a unos tres metros de altura. Se mantenía en el aire con un muy suave batir de alas, mientras inspeccionaba con la mirada hasta el último rincón de la cueva.

De pronto, una luz blanca iluminó la caverna, y, en un movimiento instintivo, Halloran dio un paso atrás.

¡Lenguahelada! —gritó. En el mismo momento, comprendió que Erix y él no eran el blanco del ataque. El cono helado tenía otro destinatario, al que alcanzó de pleno.

¡Chitikas! —gimió Erix. Los compañeros contemplaron horrorizados a la serpiente emplumada, que se desplomó como una piedra. Sus hermosas alas, convertidas en láminas de hielo, estallaron en mil pedazos al chocar contra el suelo. Desprovisto de sus alas, el coatl era como cualquier otro miembro de su especie.

En aquel instante, Hal vio aparecer a Darién al otro lado del resplandeciente cráter de fuego. La hechicera, que había abandonado la protección de la invisibilidad para practicar su magia, observó a los intrusos con una débil sonrisa que a Halloran le pareció más siniestra que una mueca de odio y cólera.

No vestía la túnica oscura de siempre. Ahora se la podía ver de cuerpo entero a través de las prendas ribeteadas de oro que apenas preservaban su modestia.

—Mi libro de hechizos —reclamó.

—Lo he traído —contestó Halloran, consciente de que sería inútil mentir. No obstante, su mente trabajaba a marchas forzadas en busca de una salida.

Vieron una serie de destellos a medida que, uno tras otro, iban apareciendo más elfos oscuros, hasta llegar a una docena. Vestían cotas de mallas negras, y todos iban armados con arcos de grandes dimensiones cuyas flechas apuntaban al pequeño grupo.

Entonces, una última figura apareció detrás del caldero, sentada en un gran trono de piedra. Se trataba de un drow muy viejo, y en su rostro, que parecía una calavera, se reflejaba una expresión fría y distante. Sin duda era el jefe de los elfos oscuros.

Desesperado por la necesidad de ganar tiempo, Hal rebuscó en su mochila y sacó, sin prisa, el grueso volumen encuadernado en cuero.

—Esperad —dijo, lentamente. Los habían pillado en una trampa mortal, y sabía que, en cuanto Darién recuperara su libro, los matarían a todos.

De pronto, en un movimiento que sorprendió incluso a Erix, que tenía una mano apoyada en su hombro, dio un salto como quien se zambulle, y, en un abrir y cerrar de ojos, resbaló por el suelo y se detuvo antes de que los arqueros pudieran disparar sus flechas.

Halloran permaneció tumbado en tierra, con los brazos extendidos, sosteniendo el libro encima mismo del caldero. Un palmo más abajo, las llamas del Fuego Oscuro se retorcían como serpientes. No tenía más que abrir los dedos, y el valioso libro desaparecería para siempre.

—Ahora —añadió Halloran con voz pausada—, negociemos.

—¡Matadlo! —ordenó el Antepasado, que abandonó su trono para señalar al legionario.

—¡Espera! —siseó Darién. La hechicera albina se volvió hacia Halloran—. Di qué quieres.

«¡Piensa! ¡Piensa en cualquier cosa, lo que sea! —se dijo a sí mismo—. ¡Tienes que ganar tiempo!».

—Quisiera saber algo más de la traición a Cordell —dijo al cabo—. Sin duda, es algo que preparasteis con mucha anticipación.

—Durante más de diez años —respondió Darién, con sonrisa gatuna—. Deseaba encontrar un camino para propiciar el regreso de mi gente; un medio que nos acercara otra vez a nuestra vieja meta. En la legión encontré el vehículo perfecto; en Cordell, la herramienta más adecuada.

—¿Toda esta expedición, el cruce del océano, la conquista de Payit, la marcha contra Nexal…? —preguntó Halloran, horrorizado—. ¿Todo esto ha sido idea vuestra?

—¡Sí! A lo largo de generaciones de vidas humanas, hemos luchado por conseguir el dominio de esta tierra. Con el culto de la Mano Viperina, conseguimos organizar y controlar a miles de personas; ¡los humanos marcados con la señal de la serpiente, dirigidos por nosotros, los Muy Ancianos, a través de los sacerdotes de Zaltec! —La hechicera soltó la carcajada, pero su risa tenía un sonido hueco, desprovisto de humor.

Halloran no podía ver a sus compañeros. No se dio cuenta, pues, de que Shatil contemplaba horrorizado a la maga, que acababa de describir su religión como una vulgar herramienta al servicio de estos seres espantosos. El clérigo se balanceaba sobre sus pies como un borracho, mientras tenía la sensación de que el mundo se caía en pedazos.

—Pero necesitábamos un enemigo —añadió Darién—, una fuerza que sirviera de objetivo al odio, para unir a toda Maztica en apoyo del culto. La Legión Dorada resultó ser el enemigo ideal.

Chitikas permanecía inmóvil entre los restos helados de sus alas. El suave subir y bajar de sus flancos al respirar era la única señal de que la serpiente emplumada continuaba viva.

—Voy a reunirme con mi marido —anunció Erixitl, y se adelantó para arrodillarse junto a Halloran. Los arqueros se dispusieron a disparar, pero Hal dirigió una mirada furiosa a Darién, y ésta los contuvo con un gesto.

Ninguno de los elfos oscuros se fijó en Shatil, que desenroscaba la piel hishna envuelta en su muñeca. La mirada del sacerdote no se apartaba de la hechicera albina. Únicamente Poshtli, situado en la retaguardia, advirtió el movimiento. Con mucha discreción, se apartó, listo para entrar en acción.

Con un movimiento sorpresivo, Shatil lanzó la piel de víbora contra Darién.

—¡Por Zaltec, atrápala! —gritó y, sin perder un segundo, corrió detrás del objeto mágico.

La piel de víbora se estiró y retorció en el aire, para convertirse en una red similar a una tela de araña. Darién se apartó a toda prisa, pero el hishna la siguió. Tocó uno de sus brazos y, al instante, como un manojo de tentáculos encantados, se envolvió al cuerpo de la hechicera y la arrastró al suelo, donde la mantuvo inmóvil.

En aquel mismo momento, Poshtli salió de las sombras y atacó. Los drows dispararon sus flechas, y muchas de las saetas de punta negra atravesaron el cuerpo del sacerdote de Zaltec, que se sacudió como un pelele y cayó a tierra. Una de las flechas se clavó en el hombro de Poshtli, mientras que unas cuantas fueron a dar contra las paredes de la cueva.

Entonces, el Antepasado abandonó su trono. Levantó una mano y echó a andar hacia Halloran y Erix.

Desesperado, Hal dejó caer el libro en el borde del caldero y se incorporó de un salto. Se volvió hacia los arqueros a tiempo para ver cómo sacaban más flechas de sus aljabas y las colocaban en los arcos.

¡Kirisha! —gritó, dirigiendo su hechizo de luz directamente al rostro de los Muy Ancianos. El intenso resplandor de la luz mágica iluminó hasta el último recoveco de la cueva.

Con gritos de dolor y angustia, muchos de los arqueros drows dejaron caer sus armas o se volvieron para no ver la luz que les quemaba los ojos. Un instante después, Halloran ya estaba entre ellos, y su espada se hundió sin piedad en los cuerpos que tenía a su alcance.

Poshtli siguió a su amigo y tumbó a un drow con su espada de acero, para después desviar el golpe de un segundo. El guerrero trastabilló, debilitado por las heridas de flechas recibidas unos segundos antes y en la terraza del palacio. Uno de los elfos oscuros advirtió su debilidad y, en el acto, se lanzó contra el nexala.

El sobrino de Naltecona intentó apartarse al tiempo que levantaba su arma para desviar el golpe. Sin embargo, esta vez nada pudo hacer contra la estocada del enemigo, que le arrebató la espada de las manos para después clavarse en su pecho. Con un gemido ahogado, Poshtli cayó de espaldas, bañado en sangre.

Erixitl se volvió hacia el Antepasado en el momento en que el drow decrépito rodeaba el enorme caldero, dispuesto a atacarla. El elfo sostenía en una mano lo que parecía ser una vara mágica, un bastón corto provisto de una contera que reproducía las garras abiertas de un dragón.

Sin moverse, la muchacha miró cómo el drow levantaba el bastón. Éste se encontraba más o menos a medio camino cuando un silbido agudo e insoportable resonó en la caverna, y una luz roja estalló en rayos diminutos en las garras de la vara. Cada uno de estos rayos se unió con los otros para formar una bola de energía roja que golpeó a Erixitl con una fuerza sorprendente.

El colgante de pluma se levantó, y la ráfaga de viento que la había protegido de la magia de Darién sopló alrededor de Erix. Pero el poder del ataque apartó esta protección, empujó a la muchacha hacia atrás y la tumbó de espaldas. La Capa de una Sola Pluma se hinchó debajo de ella.

Erixitl, incapaz de moverse, gimió de dolor, mientras el Antepasado daba otro paso y volvía a esgrimir el arma. Ya casi había rodeado el caldero y, en un par de segundos, estaría junto a ella. Halloran echó a correr hacia su esposa, sin saber qué hacer para defenderla. Escuchó la risa cruel del Antepasado, que anticipaba su triunfo.

Pero ni él ni el viejo drow contaban con la intervención de un tercero Chitikas —enrollada, inmóvil y, en apariencia, inconsciente durante toda la batalla— lanzó de pronto su ataque. El coatl, desprovisto de sus alas, se precipitó como una lanza hacia el Antepasado.

Los colmillos de la serpiente buscaron la garganta de su víctima, y el drow a duras penas consiguió desviar la cabeza de Chitikas. Por un instante, los contendientes trastabillaron el borde del caldero. En uno de sus movimientos, la cola del ofidio golpeó el libro de hechizos que Hal había dejado en el suelo. Darién, apresada en la red de hishna, soltó un grito desesperado al ver cómo el libro caía entre las llamas del Fuego Oscuro.

Hal llegó junto a Erixitl y se arrodilló para cogerla entre sus brazos. Desconsolada, la joven se estrechó contra el pecho de su marido, mientras contemplaba la pelea.

¡Chitikas! —gritó.

En aquel momento, el coatl y el Antepasado, enzarzados en su batalla mortal, cayeron lentamente al interior del caldero.

Hoxitl hizo una pausa para disfrutar un poco más de este momento que tanto había deseado, exultante por la gloria de su triunfo. Tendido en el altar de sacrificio, el sacerdote del dios extranjero contemplaba con los ojos desorbitados la daga que pondría fin a su vida. Los labios del fraile estaban cubiertos de babas, la lengua colgaba fuera de la boca, y las venas de su cuello parecían a punto de estallar.

El patriarca de Zaltec lo miró burlón, y después, con un movimiento rápido y certero, hundió el puñal en el pecho del clérigo de Helm.

La daga se clavó en la carne y abrió una herida enorme, sin matar al fraile. Hoxitl metió la mano en el hueco en busca del corazón de Domincus, de la misma manera que en los millares de sacrificios realizados antes, para arrancarlo y ofrecerlo todavía palpitante a las fauces sangrientas del ídolo de Zaltec.

Pero esta vez, cuando su mano tocó la carne del fraile, los dos dioses se unieron con una fuerza infinitamente superior a los poderes mortales de Hoxitl.

En las alturas, a espaldas del patriarca e invisible entre la lluvia, aunque escuchado por todos, el Zatal entró en erupción.

De las crónicas de Coton:

Al fin los dioses convergen y, en su encuentro, destruyen el mundo.

En el templo de Qotal, percibo la unión de los poderes. Zaltec y Helm chocan cuando el clérigo de uno arranca el corazón del clérigo del otro. Este sacrificio cambiará para siempre la faz de esta tierra.

También Qotal, a través de su heraldo, el coatl, se encuentra con Zaltec en el momento en que Chitikas sacrifica su vida al Fuego Oscuro. Pero la serpiente emplumada es una comida que ni siquiera el hambriento Zaltec puede digerir.

Por debajo de ellos, pero ascendiendo velozmente, Lolth se consume en la pasión por su venganza y entra en este mundo a través del Fuego Oscuro, para castigar a sus niños díscolos, los drows.

Ahora ya no quedan más piezas en el tablero.