2

La ciudad en el corazón del Mundo Verdadero

Un cervatillo se deslizó entre dos helechos, buscando en silencio su camino a través de la selva del Lejano Payit. La criatura vaciló un instante, y después se lanzó a la carrera; presentía el peligro, pero no podía situar la amenaza.

De pronto, un enorme jaguar le cerró el paso, y clavó su terrible mirada en el ciervo. El terror inmovilizó al animal más pequeño, que contempló los ojos amarillos que no pestañeaban. Los únicos movimientos de la víctima eran el temblor de sus delgadas patas y el de sus flancos al respirar.

Durante unos momentos, el jaguar mantuvo hipnotizado al cervatillo. Entonces, con un parpadeo lento y deliberado, el gran felino cerró los ojos. En el acto, el ciervo dio un salto para sumergirse en la espesura en una carrera desesperada. Corrió tan rápido, tan aterrorizado, que no advirtió que el jaguar no lo perseguía.

—Bien hecho, Gultec. —El orador, un hombre anciano de larga cabellera blanca y piel cobriza arrugada por los años, salió de su escondite para hablar con el jaguar.

O lo que había sido el jaguar. Ahora, en el lugar del felino, había un hombre alto y musculoso. Los dos hombres vestían taparrabos como única prenda, y no llevaban armas.

—Gracias, Zochimaloc —dijo el más joven, con una profunda reverencia. Cuando Gultec volvió a mirar al viejo, la expresión de su rostro traslucía una cierta confusión—. Dime una cosa, maestro: ¿por qué me pides que cace de esta manera, sin matar y sin comer?

Zochimaloc se sentó con un suspiro en un tronco cubierto de musgo. Mientras esperaba una respuesta, Gultec pensó en la facilidad de su relación con este hombre extraño y enjuto. Unas semanas antes, la idea de tener un «maestro» habría resultado insoportable para el Caballero Jaguar. Ciertamente, la muerte le habría parecido preferible a la servidumbre y la devoción. Ahora, sin embargo, el hecho de que el anciano se hubiera convertido en su maestro era para él lo más importante de su vida, y cada día recibía una prueba de su propia ignorancia.

—Muy pronto estarás preparado para aprender más —respondió el anciano—. Todavía no es el momento.

Gultec aceptó la afirmación con un cabeceo, sin poner en duda la sabiduría de su maestro.

—Ahora volvamos a Tulom-Itzi —dijo Zochimaloc. En un abrir y cerrar de ojos, la forma del anciano se transformó en la de una deslumbrante cacatúa. Con un aleteo rápido, remontó el vuelo y desapareció entre los árboles. Por su parte, Gultec echó a andar.

El Caballero Jaguar se abrió paso entre la vegetación, sin prisa, mientras reflexionaba sobre los cambios sufridos en su vida desde que había llegado a este lugar. Recordó su desesperación cuando los extranjeros de piel metálica habían vencido a su ejército y conquistado Payit, su patria. Después, revivió la liberación de su fuga a la selva convertido en jaguar.

Su huida había concluido con la humillación de la captura por parte de los hombres que servían a Zochimaloc; casi de inmediato, su cautiverio se transformó en la disciplina de las muchas horas de enseñanza de su maestro.

Gultec jamás había aprendido tantas cosas, o formulado tantas preguntas. Pese a que había estado en contacto con la selva durante toda su vida, Zochimaloc le había demostrado lo poco que sabía en realidad de ella. Gultec estudió los animales y las plantas, observó los cambios meteorológicos y las estrellas. Por cierto que el orgullo de Tulom-Itzi era un edificio construido con el único fin de estudiar el firmamento.

Todos sus estudios, toda la fuerza de su nueva disciplina, según le había insinuado su maestro en repetidas ocasiones, no tardarían en concentrarse en un gran propósito: la razón por la cual Gultec había sido llevado a Tulom-Itzi. Aquel propósito permanecía envuelto en el misterio, pero otra característica que el guerrero había desarrollado era la paciencia.

Gultec sabía que, en el momento oportuno, le sería revelado el secreto.

Al llegar a la cresta de la gran montaña, los tres se detuvieron, asombrados ante el panorama. En el fondo del valle, las aguas azules de los lagos resplandecían como turquesas a la luz del sol. En una isla llana, en el centro del lago mayor, estaba la gema del valle: Nexal, la magnífica ciudad en el corazón del Mundo Verdadero.

—¿Veis los cuatro lagos? —dijo Poshtli, con la voz rebosante de orgullo—. Llevan los nombres de los dioses. Aquí, delante de nosotros, en el sur, tenemos el amplio lago Tezca. Por él pasa el camino para ir al desierto del dios del sol.

»Al este —apuntó hacia la derecha— está el más grande, el lago Zaltec, dios de la guerra. Es el más grande, porque la guerra es el propósito más elevado del hombre, y no hay hombres mejores en el combate que los de Nexal. —De pronto, el guerrero miró de reojo a Halloran. Había recitado de memoria las lecciones aprendidas en la niñez. Ahora, al recordar a los compañeros de Hal en la Legión Dorada, no le pareció tan cierto.

Se apresuró a señalar a la distancia.

—El lago Azul, profundo y frío, llamado así por el dios de la lluvia. Y allí, hacia el oeste, está el lago Qotal.

Las aguas de este último tenían un color pardusco, y los hierbajos y las cañas que se adentraban en el lago desde sus orillas fangosas, indicaban su poca profundidad.

—Es pequeño y sus aguas huelen mal —explicó Poshtli, en un tono un poco triste—. Lleva el nombre de Qotal, el dios ausente, que volvió la espalda a su gente y la entregó a la furia de los dioses jóvenes.

Halloran intentó abarcar la inmensidad del panorama. Su cansancio se evaporó al ver aquella magnífica visión. Los días de marcha hacia el norte, hasta salir del desierto, y la fatiga de la larga ascensión a la montaña, se desvanecieron reemplazados por el asombro y el respeto.

—Nada de lo que me has contado podía prepararme para esto —manifestó con voz entrecortada. No miró a Poshtli mientras hablaba.

—Es el lugar con el que había soñado —dijo Erix, reverente.

El legionario contempló los tres lagos azules, casi tan azules como el mar, y recordó que cada uno llevaba el nombre de un dios sanguinario. El cuarto, el más feo, lo habían dedicado al «Dios Plumífero», el que había desaparecido. Sin embargo, sabía que muchos pobladores de Maztica, entre ellos Erixitl, creían en la leyenda que afirmaba que Qotal regresaría.

Una vez más guardaron silencio, Halloran todavía asombrado por las maravillas que tenía delante de los ojos: la ciudad de edificios blancos y plazas multicolores, que se extendía en una superficie de muchos kilómetros cuadrados; las altas pirámides escalonadas, reunidas alrededor y empequeñecidas por la gigantesca mole que los nexalas llamaban la Gran Pirámide. Observó los muchos palacios, y pensó en el tamaño de la urbe, en las franjas verdes que rodeaban los edificios y penetraban en los lagos. Estos jardines flotantes se extendían como una alfombra de musgo sobre la superficie del lago, para encerrar a Nexal con un cinturón de abundancia.

El tamaño de la ciudad lo dejaba atónito. Había visto Aguas Profundas, había vivido en Calimshan y Amn, y había viajado a lo largo de toda la Costa de la Espada en los Reinos. Pero ninguna de aquellas tierras civilizadas podía vanagloriarse de tener una ciudad equiparable a Nexal en tamaño y grandeza. Calculó que unas mil canoas o más surcaban los lagos, mientras que muchísimas más navegaban por los canales.

Erixitl de Palul admiró la ciudad por su belleza. Se fijó en la abundancia de flores y en los jardines multicolores, en las resplandecientes mantas de plumas que flotaban en el aire por encima de los mercados. Las fuentes y los estanques reflejaban la luz del sol desde un millar de grandes viveros.

—Mi tío es el señor de todo esto —dijo Poshtli, orgulloso pero, al mismo tiempo, discreto. Los había guiado a través del desierto, y después por el paso entre las alturas de la montaña. No obstante, ahora también parecía impresionado a pesar de que había pasado la mayor parte de su vida en la metrópoli.

—Sobrepasa a cualquier otra cosa que haya visto jamás; los colores, la ubicación, el propio tamaño del lugar… Sin murallas ni bastiones… —La voz de Hal se apagó. Por un momento, se olvidó hasta de los ritos salvajes que eran la parte central de la religión, que practicaban en este lugar admirable. Los colores parecían titilar a la luz del sol, como invitándolos a bajar, a entrar en Nexal.

—¿No os dije que era de verdad el lugar más grande a la vista de los dioses? —se vanaglorió Poshtli, mientras iniciaba el descenso por el sendero—. En cuanto a la defensa, ninguna nación de Maztica osaría atacar Nexal. En caso de que lo intentaran, los lagos constituyen una barrera más que suficiente para contenerlos. Venga, vamos. ¡Estaremos en el palacio de mi tío antes del anochecer!

El camino serpenteaba por la ladera de la montaña, entre el enorme monte Zatal, a la izquierda, y otro pico gigantesco, llamado Popol, a la derecha. A medida que descendían, la vegetación era cada vez más abundante, y, durante una parte del trayecto, los árboles les impidieron ver el fondo del valle.

La suave brisa que agitaba las hojas le recordó a Hal los grandes cedros que poblaban la Costa de la Espada. El descenso no presentaba ninguna dificultad, y no encontraron a nadie en el bosque.

Al cabo de una hora de marcha, llegaron a un jardín exuberante donde había un manantial cerrado con un muro de piedra. El sendero rodeaba el estanque, y Halloran vio un canal de mampostería que llevaba agua del manantial.

—¡Un acueducto! —exclamó, sorprendido, mientras observaba la obra que llevaba agua a la ciudad.

—Tenemos muchísima agua en Nexal —explicó Poshtli—, pero el agua del manantial de Cicada es la mejor de todas. El acueducto llega hasta el centro de la ciudad, para que todos puedan beberla.

Atravesaron el jardín, y el sendero los condujo otra vez a la ladera. En esta parte había enormes terrazas destinadas al cultivo de maíz, el delicioso grano que al parecer servía de alimento a todo Maztica. Desde aquí volvieron a ver la ciudad, y Halloran divisó las grandes calzadas de piedra que conducían desde la costa hasta la isla donde se alzaba la metrópoli.

Erixitl contempló Nexal mientras Poshtli le narraba a Hal detalles de la construcción del acueducto, que había sido edificado cuando él era un niño. Vio que una sombra ocultaba por un momento el sol, a pesar de que no había ni una sola nube en el cielo.

De pronto, le pareció que Nexal tenía el mismo aspecto que en su sueño: una ciudad fría y desolada, alumbrada por la luz de la luna. Asustada, intentó volverse para no mirar.

Pero no pudo. Vio la oscuridad extenderse sobre las plazas y el gran mercado, en dirección a la Gran Pirámide, con sus altares manchados de sangre. Mientras miraba el escenario de los sacrificios, las sombras se hicieron más oscuras. Por fin consiguió desviar la mirada, y cerró los ojos; temblaba como una hoja.

Unos segundos después, abrió los ojos y la ciudad apareció ante ella con toda su intensa y delicada belleza, resplandeciente de vitalidad. La admiró tal como era ahora, y disfrutó con su grandeza. Sin embargo, no pudo olvidar la sombra, y, mientras se acercaban a Nexal, la temible oscuridad pesó sobre su espíritu.

Por un segundo, se estremeció al pensar que todo el esplendor y magnificencia que tenía ante ella no tardarían en desaparecer.

Naltecona dormitaba en su gran trono de plumas. Los lujosos cojines flotando por obra de la plumamagia sobre la tarima que se alzaba en el centro de la gran sala de ceremonia, sostenían su cuerpo sin esfuerzo. El reverendo canciller, vestido con una amplia túnica, con entorchados de plumas en la cabeza, los hombros y las rodillas, disfrutaba de uno de los escasos momentos de paz.

A su alrededor, los sacerdotes, guerreros y hechiceros que formaban su corte, permanecían en silencio. No era necesario que estuviesen presentes mientras su gobernante dormía, pero ninguno de ellos tenía el valor suficiente para marcharse y correr el riesgo de despertarlo.

Naltecona se acomodó mejor, consciente de su entorno e incluso de la incomodidad de sus cortesanos. «Que sigan de pie —pensó—. Que aprendan un poco de la disciplina que debe guiar cada uno de mis movimientos». Sintió un cierto desprecio hacia todos aquellos viejos que se afanaban a su alrededor y lo seguían a todas partes, y que, no obstante, eran incapaces de ayudarlo en aquellos asuntos en los que el canciller más necesitaba de sus consejos y sabiduría; asuntos tales como aquellos misteriosos extranjeros que habían desembarcado en las costas del Mundo Verdadero, y conquistado Payit con una única y brutal batalla.

Dormido otra vez, Naltecona soñó con su sobrino, Poshtli. ¡Ése era un hombre de verdad! Un guerrero valiente, sabio y comedido. Era una lástima no poder reemplazar a una docena de los tontos que lo rodeaban por uno como Poshtli.

Las puertas de la sala del trono se abrieron con suavidad, pero el movimiento fue suficiente para despertar al canciller. Abrió los ojos, enfadado.

Un sacerdote se adelantó presuroso, sin olvidarse de hacer las tres reverencias de respeto antes de aproximarse al trono emplumado. El clérigo enjuto, de miembros frágiles y con el rostro cubierto de cicatrices de las heridas de penitencia, se detuvo ante su gobernante. Sus cabellos se alzaban como las púas de un puerco espín, embadurnados con la sangre seca de las víctimas de los sacrificios. El hombre esperó en silencio, con la mirada baja, mientras Naltecona se desperezaba.

—¿Sí, Hoxitl? —preguntó el monarca, al reconocer al sumo sacerdote de Zaltec. Este dios era el patrono de Nexala, y su patriarca, Hoxitl, tenía grandes poderes en el consejo.

—Muy excelentísimo señor, hemos recibido noticias de vuestro sobrino, el señor Poshtli, desde el desierto. Se dice que regresa con uno de los extranjeros como su prisionero. Estas nuevas son muy agradables para Zaltec y los Muy Ancianos.

—No me cabe ninguna duda —respondió Naltecona, irónico. Sabía muy bien que cualquier posible sacrificio resultaba agradable para el dios de Hoxitl. Miró a los otros cortesanos—. Ésta es una prueba para todos aquellos que ponían en duda el retorno de Poshtli. Partió en busca de una visión. Estoy seguro de que sus visiones le han enseñado más de lo que vosotros sabréis jamás.

—Desde luego —manifestó Hoxitl, con otra reverencia—. Zaltec lo ha bendecido con su sabiduría.

La mirada de Naltecona se clavó en el sacerdote, que, todavía inclinado, no pareció advertirla.

—Hay más de una fuente de sabiduría en el Mundo Verdadero —dijo el canciller, tajante—. No dejes que tu fe te ciegue.

—Desde luego —asintió Hoxitl. Ocultó su escepticismo con una nueva reverencia.

—¿Esto es todo? —preguntó el canciller. Una nota de aburrimiento apareció en su voz.

—Hay otro asunto —contestó el sacerdote—. Si mi señor canciller quisiera honrarnos con su presencia, me complace informaros que esta tarde, con la puesta de sol, consagraremos más guerreros al culto de la Mano Viperina.

Mano Viperina. Naltecona sintió un escalofrío al escuchar el nombre. El culto de la Mano Viperina parecía crecer a diario desde la llegada de los extranjeros a Maztica. Siempre había sido el culto de los más fieles seguidores de Zaltec, pero ahora los guerreros, sacerdotes y hasta el vulgo iban en masa a los templos para jurar fidelidad eterna al dios de la guerra y llevar su marca sangrienta.

La marca sólo podía ser impresa por el sumo sacerdote. Esta noche, la señal quedaría impresa para siempre en la carne de muchísimos jóvenes nexalas.

Naltecona suspiró, sin hacer caso de la demanda del patriarca de Zaltec, y después volvió su atención al resto de los presentes.

—Coton, ven aquí —llamó el canciller.

Un sacerdote vestido de blanco hizo una reverencia, y se separó del grupo. El hombre, a diferencia de Hoxitl, parecía bien alimentado, hasta el punto de ser casi obeso. Su melena blanca y su arrugada piel morena se veían limpias, sin ninguna marca de cicatrices, sangre o suciedad. Coton, sumo sacerdote de Qotal, se acercó en silencio. En realidad, como todos los demás clérigos de su culto, había hecho un voto de silencio a su maestro inmortal, el Dios Mariposa.

—Déjanos solos —ordenó Naltecona a Hoxitl, que miró a Coton con cara de pocos amigos, mientras se apartaba.

»Uno de los extranjeros viene a Nexal —explicó el canciller. Como de costumbre, se sentía cómodo al hablar con el mudo voluntario—. Hoxitl desea depositar su corazón en el altar de Zaltec.

»Tenemos noticias del poder de estos extranjeros. Quizá sería prudente matarlo, evitar su amenaza. Pero tengo curiosidad por saber cómo son y, después de todo, ¿qué puede hacer un hombre solo contra nuestra ciudad, nuestra nación?

Naltecona tenía presentes las leyendas que anunciaban el regreso de Qotal, el Dios Mariposa, a Maztica. Decían que volvería a través del océano oriental, en una gran canoa alada. Algunos de los relatos llegaban a mencionar que tendría la piel clara y barba en el rostro, igual que muchos de estos extranjeros.

Estas historias pesaban en la mente del canciller, pero lo mismo ocurría con el hambre de Zaltec. Y ahora su culto, el culto de la Mano Viperina, se extendía más rápido que nunca. Con la llegada de los extranjeros, los jóvenes guerreros de Nexal parecían muy ansiosos de tomar el voto sagrado a Zaltec.

Coton, desde luego, no respondió, pero el haber podido expresar sus dudas impulsó a Naltecona a tomar una decisión.

—No permitiré su muerte…, al menos de inmediato —le explicó a Coton—. Debo dejar que viva, incluso protegerlo, para poder aprender más acerca de él y de su gente. —Tras tomar esta decisión, Naltecona se volvió hacia Hoxitl.

»El extranjero será perdonado —informó al sacerdote. Después, en deferencia al vengativo dios, añadió—: Asistiré esta noche a la consagración de la Mano Viperina.

Darién se desperezó lánguidamente y se levantó de la cama, desnuda, para ir hasta la palmatoria junto a la puerta. Cordell contuvo el aliento, admirado ante la nívea blancura de su piel albina y la gracia y belleza de sus formas. La hechicera entrecerró los ojos para protegerlos del resplandor de la vela, y apagó la llama de un soplo, dejando la habitación en tinieblas.

Volvió a la cama, algo que Cordell olió y sintió, aunque sin poder verla. Maldijo para sus adentros no tener visión nocturna, tanta era su ansia de poder contemplarla. No sabía cómo denominar el sentimiento que lo abrasaba —¿era necesidad, deseo, quizás amor?—, que sentía crecer como una hoguera en su pecho. Tembloroso, la rodeó con sus brazos.

Por fin, la maga se durmió a su lado. Los suaves sonidos de la ciudad de Ulatos tendrían que haberlo sumido también a él en un sueño profundo. En cambio, no podía evitar pensar en la mañana siguiente, y en la marcha que iniciarían con la primera luz del alba.

Encabezaría la Legión Dorada en su misión de gran audacia, y no podía menos que reconocer que tenía algunas dudas acerca de la racionalidad del plan. Su fuerza, quinientos veteranos, tendría el refuerzo de unos cinco mil guerreros de la nación payita, la primera que había conquistado.

Desde Ulatos, los llevaría a Nexal. Los relatos referentes a la riqueza de la ciudad, al oro y al poder que había allí, lo atraían como un imán. Aquélla era la ansiada meta de la expedición; allí se encontraba el oro que habían venido a buscar, desde el otro lado del mar. ¡Marcharían al corazón de este continente salvaje!

El ejército que lo esperaba en Nexal era grande —muchas veces más grande— que la fuerza derrotada en Payit. Su informante le había dicho que había otra nación guerrera, Kultaka, cuyo territorio debía cruzar en su camino a Nexal. Era lógico esperar que atacarían a sus tropas.

Desde luego, no había mejores soldados que sus veteranos de la Legión Dorada. Sus logros desde el comienzo del viaje garantizaban el éxito. Habían conquistado una nación de guerreros con una población de más de cien mil almas. Habían obtenido tesoros suficientes para pagar diez veces los costes de la expedición.

Pese a ello, Cordell quería arriesgarlo todo en una jugada audaz. Tanta era su confianza, que había ordenado hundir las quince naves que los habían transportado desde la Costa de la Espada hasta este nuevo continente. Los cascos incendiados de las carracas y carabelas yacían en el fondo de la laguna, delante mismo del fortín bautizado con el nombre de Puerto de Helm, en las afueras de la ciudad. Con la flota hundida, no había vuelta atrás para ninguno.

El capitán general abandonó el lecho y se paseó arriba y abajo por el dormitorio mientras transcurrían las horas nocturnas. Pensó en sus capitanes —el sereno Daggrande, el impulsivo Alvarro, Garrant y todos los demás—, hombres de confianza y capaces de cumplir con sus órdenes.

La dirección espiritual de la tropa la había confiado al implacable fraile Domincus, ahora impulsado por un odio feroz hacia los nativos que habían sacrificado a su hija Martine, en uno de sus sangrientos altares. Y, por último, tenía a su lado a Darién. La hechicera elfa representaba una fuerza semejante a todo su ejército.

No tenía mucha confianza en los guerreros nativos. Los llevaría como guías, y también porque su número serviría para hacer más impresionante su fuerza. Sin embargo, sospechaba que el peso del combate recaería en sus legionarios.

«¿Podremos hacerlo?», preguntó, sin elevar la voz, dirigiéndose al dios Helm, protector de la legión. Sus consejeros humanos, la mayoría de ellos, habían sostenido que el plan era una locura; la legión quedaría aislada de su base y se encontraría cercada a medio camino. Sólo Daggrande y Alvarro, quizá por amor al desafío, habían mostrado su entusiasmo con la marcha. No obstante, esto no alteraba la lealtad de los demás.

La Legión Dorada seguiría a su capitán general a Nexal. De esto no había ninguna duda. Entonces la siguiente pregunta surgió por sí misma: ¿regresaría alguna vez?

La visión de la ciudad fue creciendo con cada paso que el trío daba en el largo descenso desde el jardín y el manantial. Pasaron por muchas aldeas de pequeñas chozas de paja, o casas de adobe encaladas, despertando la atención de todos. Algunos de los aldeanos, llevados por la curiosidad de ver al extranjero alto, o quizá su gran caballo negro —una criatura absolutamente desconocida—, siguieron al grupo desde una distancia prudencial, mientras los compañeros se acercaban a la costa del resplandeciente lago Azul.

El ocaso no alivió el calor de la tarde cuando por fin llegaron al agua y a la calzada de piedras blancas que se tendía recta como una flecha hasta la isla donde se alzaba la ciudad.

Los Caballeros Jaguares apostados al final de la calzada contemplaron atónitos la aproximación de Halloran, Erix y Poshtli. Los rostros de los guardias, enmarcados por las fauces abiertas de sus yelmos hechos con cráneos de los grandes felinos, reflejaban su sorpresa. Las pieles curtidas y reforzadas con la zarpamagia les protegían el cuerpo, y todos empuñaron sus garrotes con púas de obsidiana, llamados macas, al ver al extraño grupo.

Sus miradas no se centraban tanto en los humanos, sino en la gran bestia negra que los seguía tan tranquila como un cordero.

—¡Salud, Caballeros Jaguares! —gritó Poshtli, encantado. Marchó orgulloso delante de sus compañeros. La rivalidad entre las órdenes de los Caballeros Jaguares y Águilas era bien conocida, y ahora Poshtli, resplandeciente con su tocado y su capa de plumas blancas y negras, no ocultaba su satisfacción al ver el asombro de los guardias. Además, el joven era sobrino del gran Naltecona, y esto les imponía aún más respeto.

Los Jaguares permanecieron en silencio, mientras los tres humanos y el caballo marchaban por la calzada. Detrás de ellos, se amontonaban los aldeanos, ansiosos por ver la reacción de los guardias ante el trío.

—¿Es que habéis perdido los modales? —preguntó Poshtli, fingiendo indignación, ante el silencio de los Caballeros Jaguares—. ¿Una mujer hermosa pisa la calzada de Nexal, y no le dais la bienvenida?

—¿Qué…, qué es esa criatura? —tartamudeó con gran esfuerzo uno de los guardias.

Poshtli echó la cabeza hacia atrás y soltó la carcajada, en una actitud que Halloran juzgó autoritaria. Los Jaguares miraron al caballo, y después a Hal, vestido otra vez con el casco y la coraza de acero.

—¿Hablan de Tormenta? —le preguntó Halloran a Erix, intentando seguir la conversación. No se le había escapado el tono burlón de su compañero, pero no había entendido todo el intercambio de palabras.

—¡Ya basta! —exclamó Poshtli. Con un ademán indicó a los guerreros que se apartaran—. ¡Las explicaciones son para mi tío! Venid, amigos míos. ¡El palacio nos aguarda! —Hizo una seña a Halloran y Erix para que lo siguieran, y echó a andar por el bien nivelado pavimento de la calzada, que tenía diez metros de ancho, y una longitud de dos kilómetros y medio, en línea recta, hasta la isla central.

Hal vio que los Caballeros Jaguares formaban detrás de ellos y, cuando se volvió, descubrió que marchaban a la cabeza de una procesión. Al parecer, todos los campesinos, mujeres, niños y guerreros que habían advertido su presencia —más de un centenar— los acompañaban en la marcha.

El legionario no tardó en despreocuparse de la multitud, a medida que se aproximaban a la metrópoli. Las pirámides, pintadas de colores brillantes y decoradas con penachos de plumas que parecían tener vida propia, dominaban la ciudad y todo el valle con sus mil y un tonos de verde, rojo, azul y violeta. Pero los colores eran una característica común a todos los edificios, no sólo a las pirámides. Macizos de flores de un rojo carmín resplandecían en todas las esquinas; los bordes de los canales estaban cubiertos de hiedra y de flores; los perfiles de las casas aparecían resaltados con guardas de plumas, y ricos tapices de un colorido excepcional decoraban los balcones, paredes y portales.

En cuanto a la calzada, Halloran observó que, en varios lugares, el pavimento de piedra había sido sustituido por plataformas de madera móviles. Su mente de soldado no pasó por alto la importancia de esta medida de defensa.

El agua del lago era de un azul transparente, pero la profundidad casi le impedía ver el fondo. Vio peces que nadaban entre los pilares cubiertos de musgo que sostenían la calzada. Docenas de canoas se acercaban a ésta, tripuladas por pescadores interesados en saber los motivos de la procesión. Delante, las pirámides y los palacios parecían cada vez más altos, aún más impresionantes que vistos desde lejos.

Rodeados por un cortejo cada vez mayor, dejaron la calzada para entrar en una amplia avenida que llevaba hacia el corazón de Nexal. Un grupo de niñas les dio la bienvenida, para después marchar delante de ellos arrojando pétalos de flores en el camino que los conduciría hasta el palacio. Ahora se encontraban en medio de las casas blancas de la ciudad, aunque la abundancia de canales atravesados por puentes de piedra les recordaba insistentemente la presencia del lago.

Poshtli marchaba orgulloso a la cabeza, sin preocuparse de sus compañeros. Hal caminaba un poco más despacio, sin saber hacia dónde mirar primero, sobrecogido por el asombro. Lo mismo le ocurría a Erix. Se sentían abrumados por las maravillas de Nexal, y no podían hacer otra cosa que contemplar embobados el espectáculo que se ofrecía a sus sentidos. A medida que se corría la voz de su llegada, crecía el número de habitantes que se congregaban en las calles para verlos pasar. El capitán pensó que eran varios miles las personas que saludaban su paso con gritos y comentarios.

—¡Mira, allí hay uno de aquellos sacerdotes! —le gritó Halloran a Erix, al divisar entre la muchedumbre a un clérigo esquelético y con el rostro marcado de cicatrices. La visión de los cabellos negros del hombre, peinados como tirabuzones empapados de sangre, le produjo un escalofrío.

—Un sacerdote de Zaltec —dijo Erix, alerta—. Hay muchos por aquí.

El clérigo vestido de negro los contempló mientras pasaban a su lado, pero no intentó detenerlos. Por el contrario, en su cara apareció una sonrisa al verlos avanzar hacia los templos que dominaban el centro de la ciudad.

—Es difícil imaginar semejante esplendor unido a tanto salvajismo —murmuró Hal, casi para sí mismo. Pero Erix lo escuchó.

—Esto forma parte de la magia de Maztica, y de Nexal —comentó la muchacha—. No podemos hacer otra cosa que permanecer junto a Poshtli, y esperar que todo salga bien.

Hal decidió no manifestar que ya se daba por perdido. Sabía que jamás habría llegado allí sin la ayuda de Erix para traducir sus palabras, para guiarlo y explicarle cosas de este mundo desconocido. En cambio, contuvo la lengua y cogió a la joven de la mano. El apretón fresco y gentil de sus dedos lo hizo sentir mejor. Ahora también lo embargaba la emoción del amor que sentía por Erixitl de Palul.

Por fin llegaron a un portón cerrado, en un muro que no era más alto que la cabeza de Hal. La barrera de piedra se extendía a lo largo de centenares de metros a izquierda y derecha. Al otro lado se erguía la mayor estructura de todo Nexal.

—Ésta es la plaza sagrada, el corazón de la ciudad —explicó Poshtli—. Todas las grandes pirámides se encuentran aquí, además de los palacios y los sitios de ceremonia. Buscaré un lugar para alojaros, y después iré a ver a mi tío. Sé que deseará hablar contigo, tan pronto como sea posible.

El portón se abrió, accionado por una fuerza invisible, y Halloran y Erixitl siguieron a Poshtli al interior de la plaza sagrada de Nexal. Aquí no había multitudes; sólo unos cuantos guerreros curiosos. Halloran asintió mientras Poshtli lo guiaba hacia un gran edificio de una sola planta, de piedra encalada.

Detrás de ellos, el portón se cerró con un golpe sordo. Nadie prestó atención, aunque Poshtli aceleró el paso y sólo se detuvo por unos momentos a saludar a unos guerreros altos, que se habían acercado llevados por la curiosidad. El joven abrazó a un par que vestían la capa de plumas blancas y negras de la Orden de los Águilas.

Halloran y Erix se demoraron, sobrecogidos por la grandeza del centro sagrado. El muro de piedra lo rodeaba en toda su extensión, y en la zona central se levantaban media docena de pirámides, la mayor de las cuales, la Gran Pirámide, estaba edificada en el corazón de la ciudad.

Aquí y allá se veían enormes edificios bajos. A diferencia de las pirámides pintadas y el muro recubierto de mosaicos de colores, estas casas lucían paredes encaladas.

—Aquél es el palacio de Naltecona —dijo Poshtli, señalando el más grande de los edificios blancos. Se levantaba en el extremo más lejano de la plaza—. Aquel otro es el palacio de su padre, Axalt, que murió hace muchos años atrás. —El joven señaló otros palacios, cada uno bautizado con el nombre de los cancilleres anteriores.

—¿Por qué cada gobernante construyó un nuevo palacio? —preguntó Hal, asombrado por las inmensas obras arquitectónicas. Ninguna de ellas era alta, pero las paredes de piedra lisas, de grandes portales, y los techos de paja de dos aguas alternados con terrazas, parecían tener una longitud kilométrica.

—El poder de Nexal creció con cada uno de ellos y, por lo tanto, debían manifestar su poder con una residencia mayor que la de su antecesor. Además, los edificios guardan secretos. Cada canciller mandó construir pasadizos ocultos que sólo conocían él y su arquitecto. Los palacios son algo más que casas grandes; son los símbolos del creciente poder de los nexalas. —Poshtli se volvió hacia Hal, con una sonrisa—. Como ves, en la plaza hay lugar de sobra para muchos más.

Erixitl se detuvo pasmada; de pronto, había reconocido el palacio de Axalt. ¡Su sueño! ¡Había sido en las terrazas del palacio donde habían matado a Naltecona! Su mirada no se apartó de aquel edificio, mientras caminaba aturdida detrás de los hombres, a través de la plaza.

—Ahora, seguidme. Primero debo buscaros alojamiento, un lugar donde también se pueda quedar el caballo —explicó Poshtli. Con un ademán les señaló el palacio junto a la Gran Pirámide.

Tormenta tendrá que permanecer fuera —dijo Hal— aunque no muy lejos de mí. —El joven había olvidado que los maztica no tenían ningún conocimiento sobre el alojamiento y cuidado de caballos.

En aquel momento, Halloran observó sorprendido que la plaza se llenaba con las sombras del atardecer. Las maravillas de la ciudad lo habían distraído a tal punto que no se había dado cuenta del paso de las horas.

El legionario no podía menos que mirar de un lado a otro mientras seguía a su amigo. El camino los llevó hacia una pirámide pequeña que, a la distancia, le pareció carcomida por la erosión. Pero, cuando pasaron por delante, Hal vio horrorizado que toda la estructura —de unos veinte metros de altura— estaba hecha de cráneos humanos, dispuestos de forma tal que sus órbitas vacías quedaran hacia afuera.

Erix contempló el terrible monumento con el rostro impasible.

Estremecido, Halloran se sintió dominado otra vez por la negra desesperación. «¿Qué hago aquí?», se preguntó. Se sentía como una hoja arrastrada por la corriente de un río turbulento, que no podía vadear. Espió a Erix —su único vínculo estable en medio de la turbulencia—, intentando descubrir si la evidencia de la crueldad de Nexal la había preocupado, pero no vio en ella ninguna reacción. Después de todo, se había criado entre esta gente; estaría habituada a ver cosas como ésta.

Contempló la Gran Pirámide cuando pasaron por su sombra. La estructura era demasiado empinada y no pudo ver la plataforma superior. Pese a ello, no le costó imaginar los asesinatos rituales que se realizaban en lo alto. La sombra del templo pareció mantenerse sobre él, mientras caminaban otra vez a la luz del sol.

A las puertas del palacio fueron recibidos por guerreros, que los saludaron con una reverencia, y varios sacerdotes de Zaltec. Éstos miraron atentamente a los compañeros de Poshtli, y el legionario se sintió incómodo ante el estudio de que eran objeto.

—¡Debemos buscarle alojamiento; habitaciones amplias y ventiladas donde el extranjero pueda tener el monstruo a su lado! —explicó Poshtli, enérgico, con un guiño para Halloran.

Hal prefirió olvidarse de que su yegua los seguía en su recorrido por los amplios pasillos del palacio. Más guerreros y servidores se sumaron a la comitiva, sin acercarse demasiado.

—Aquí —anunció Poshtli, apartando una cortina de cuentas—. Os quedaréis aquí como mis invitados. Ahora iré a buscar a mi tío, pero no tardaré en regresar.

Erix y Halloran cruzaron la cortina para encontrarse en un patio pequeño iluminado por el sol. En el centro había una fuente de agua cristalina, y abundaban las flores y los árboles.

—¡Mira las habitaciones! —exclamó Erix, al tiempo que señalaba los cuartos umbríos que rodeaban el jardín.

El asombro enmudeció a Halloran. Vio los objetos de oro, que representaban animales, pájaros y seres humanos, colgados de las paredes. En uno de los aposentos, la pared más grande aparecía cubierta de un mural de cerámica, que ilustraba el valle de Nexal en tiempos primitivos. En los demás había gruesas pilas de esteras a modo de cama; otro contaba con una piscina pequeña para bañarse, e incluso había uno vacío, para que los huéspedes pudieran disponer de un sitio adecuado para la meditación.

Halloran descargó su mochila, y sacó algunas de sus más preciadas posesiones. Aparte de su sable que llevaba colgado al cinto, disponía de otra espada y una daga, armas de un valor incalculable en esa ciudad de hojas de pedernal y obsidiana.

Después, sacó un volumen gordo encuadernado en cuero. No pudo evitar un estremecimiento al ver el libro de hechizos. Había sido de la maga Darién, la elfa albina que era lugarteniente y amante del capitán general Cordell, comandante de la Legión Dorada. Si bien Halloran había robado el libro sin darse cuenta, sabía que la venganza de la hechicera sólo quedaría satisfecha con su muerte, si es que volvían a encontrarse alguna vez.

Aun así, no se había desprendido del libro. Por un lado, había comenzado a estudiar algunas partes; los hechizos más sencillos y poco poderosos como los que había aprendido en su adolescencia al servicio de un gran mago. Por el otro, consideraba que el libro podía ser una baza a su favor si debía enfrentarse a la hechicera albina.

También sacó de la bolsa un rollo de piel de víbora que había sido su primera experiencia con la magia de Maztica. Esto, según la explicación de Erix, era hishna —la magia de la escama, opuesta a la plumamagia, nacida del aire y la pluma—. La piel de víbora lo había sujetado a una orden de un clérigo de Zaltec, y sólo la pluma del amuleto de Erix había podido liberarlo. Ninguno de los dos sabía usar la piel, pero, conscientes de su valor, la habían conservado.

Por último, cogió los dos frascos con pócimas mágicas. Uno contenía el elixir de la invisibilidad. No sabía qué había en el otro. Erix sentía una gran aversión a los líquidos mágicos, y se la había contagiado en parte. En consecuencia, Hal no había probado el sorbo que le permitiría saber para qué servía.

—¡Viven aquí! —gritó Erix, entusiasmada, cogiéndolo de una mano para arrastrarlo a través del jardín—. ¡Mira!

La muchacha señaló un árbol no muy alto donde se posaban varios pájaros de brillante colorido. Tenían el pico pequeño y encorvado, y en su plumaje predominaban el rojo y el verde.

Halloran apenas si se fijó en las aves, emocionado por el contacto de la mano de Erix, que soltó de mala gana cuando fueron interrumpidos por la aparición de varios sirvientes cargados con fuentes de alubias, tortillas de maíz y carne de venado, que colocaron sobre una mesa baja. Mientras tanto, la yegua, tras saciar su sed en la fuente, comía las hojas de un arbusto.

Erix y Hal se acomodaron en el suelo junto a la mesa y comenzaron a comer. Se encontraron sus miradas y no se separaron. Ahora que habían completado su viaje, Halloran se sintió embargado por un torbellino de emociones. Sabía que no lo habría conseguido de no haber mediado Erix, pero esto sólo era una parte de lo que sentía.

La entrada a la ciudad, cuando se habían visto rodeados por la gente de Maztica, había puesto de relieve su aislamiento. No podía olvidar que estos salvajes podían ponerlo, sin aviso, en el altar de los sacrificios. No contaba más que con la amistad del Caballero Águila para protegerlo, además de su propio ingenio, fuerza y capacidad. Le pareció un margen de segundad muy pequeño en comparación con las decenas de miles de bárbaros.

Pero también tenía a Erixitl. La hermosa mujer, al otro lado de la mesa, se había convertido en la meta y el propósito de su vida. Ahora que habían alcanzado su objetivo, quería retenerla a su lado, asegurarse de que ella no lo abandonaría. Sin embargo, no sabía cómo expresarle estos sentimientos.

Erix lo miró, y Hal se preguntó si ella había percibido su emoción. En aquel momento, las palabras de la joven despejaron sus dudas.

—Siento —dijo Erix, con una sonrisa— que por fin he llegado a mi casa.

Naltecona se reclinó en el ascensor de plumas que lo subía poco a poco hasta lo alto de la pirámide. El sol en el ocaso proyectaba un resplandor rosado sobre Nexal, que se filtraba entre las gigantescas montañas que encerraban un ubérrimo valle que era el corazón del Mundo Verdadero. Uno de los gigantes, Zatal, no dejaba de tronar, y una nube flotaba sobre su cráter. El canciller no le prestó atención. Durante toda la historia de Nexal, el volcán siempre había tronado, pero nunca había entrado en erupción.

El ascensor llegó al final de su recorrido, y se detuvo para que Naltecona descendiera a la plataforma de piedra desde la que se veía toda la ciudad. Acompañado por un grupo de sacerdotes y los aspirantes a convertirse en fíeles de la Mano Viperina, Hoxitl recibió al canciller.

El templo a Zaltec era un gran edificio cuadrado edificado sobre la plataforma. Aquí se levantaba el altar cubierto de sangre y, a su lado, la estatua de Zaltec: un guerrero gigantesco de rostro bestial, armado con maca y jabalinas. La boca del ídolo permanecía abierta, a la espera del festín. Hoxitl se acercó al altar y se volvió hacia Naltecona.

—El placer de Zaltec es muy grande al ver que el reverendo canciller asiste otra vez a sus ritos —murmuró el sumo sacerdote. Hizo una señal a sus acólitos, que arrastraron a la primera víctima (un joven kultaka) hasta el altar. El guerrero permaneció mudo y con mirada inexpresiva, a pesar de ser consciente de su destino.

Los clérigos lo colocaron de espaldas sobre el altar, y Hoxitl levantó su puñal de obsidiana. De un solo golpe cortó el pecho del sacrificado, y después metió una mano para arrancarle el corazón.

En el acto, uno de los iniciados de adelantó para ponerse de rodillas delante del sumo sacerdote. Hoxitl ofreció el corazón al sol poniente, y enseguida lo arrojó en la boca de la estatua de Zaltec que se alzaba junto al altar.

El Caballero Jaguar arrodillado delante de Hoxitl desgarró la capa de piel manchada que le cubría el pecho. Hoxitl alzó su voz en un canto agudo y rabioso, el rostro desfigurado por una mueca fanática. Entonces, el sacerdote apoyó su mano, empapada con la sangre del sacrificio, contra el pecho del guerrero.

Una nube de humo y vapor se elevó de la piel oscura del hombre, y el hedor de la carne quemada se extendió por el aire. La palma de Hoxitl, bien plana en el pecho del hombre, grabó en su carne la cabeza romboidal de una víbora. Ayudado por el poder arcano del propio Zaltec, la marca señaló la piel y se apoderó del alma del guerrero. La quemadura le hizo arrugar el rostro de dolor, pero no se quejó. Por fin, el sumo sacerdote apartó la mano.

Ahora, tatuada para siempre en su pecho, el guerrero mostraba la mancha bermeja, con la forma de la cabeza de víbora. La quemadura brilló como una pústula maligna, y pareció dar vida a la marca.

—Bienvenido —susurró Hoxitl—. Bienvenido al culto de la Mano Viperina.

De la crónica de Coton:

Al servicio del Plumífero, continúo con el relato del ocaso de Maztica.

El Mundo Verdadero reclama a gritos la presencia de Qotal, pero el Plumífero no lo escucha, o al menos no da ninguna respuesta. Quizá, como sus sacerdotes, ha hecho un voto de silencio. Él también soporta el mismo tormento que nosotros.

Sentir la necesidad de hablar, de corregir errores, de enseñar y guiar; ésta es la maldición de nuestra orden. Pero estar obligados por el voto a observar, esperar y pensar, es nuestra disciplina y obediencia.

Y ahora veo en mis sueños que los extranjeros vienen hacia Nexal. Traen la luz resplandeciente de sus espadas plateadas, sus conocimientos y su magia. Pero detrás de ellos, e incluso, presiento, que sin saberlo, los escoltan las sombras y la terrible oscuridad.