Marea alta
Desde la terraza del palacio, Cordell, acompañado por Daggrande y el fraile, observó a los kultakas abrirse paso hacia los portones de la plaza sagrada. Su sentido de la disciplina lo impulsaba a condenarlos por la huida y el abandono de sus aliados.
Pero, por otro lado, su espíritu de soldado admiraba la precisión y el coraje de su maniobra. A la pálida luz del amanecer, los nativos luchaban por salvar sus vidas, y Cordell no podía culparlos. La intensidad de la batalla alrededor del palacio disminuyó un poco a medida que los kultakas se retiraban, y los nexalas hicieron una pausa para descansar. El capitán general sabía que, a pesar de la calma relativa, no tardaría en producirse un nuevo ataque.
—¡Capitán general! ¡Capitán general Cordell! —La llamada desvió su atención de los sucesos de la explanada.
—¿Qué ocurre? —preguntó, al ver a Kardann que corría hacia él. El rostro del asesor estaba enrojecido por el esfuerzo de la carrera, y sus ojos casi desorbitados por el miedo.
—¡El capitán Alvarro, señor! ¡Está muerto! ¡Asesinado por aquella mujer!
—¿Mujer? —exclamó el comandante. Aunque sospechaba la respuesta, añadió—: ¡Hablad claro!
—¡La muchacha que capturamos, la que vino con Halloran! ¡Es la asesina! —Kardann relató sus noticias como si fuesen la cosa más importante de la larga noche de catástrofes.
Cordell apoyó un pie en el borde del parapeto, y contempló la plaza. Alvarro. La herramienta ideal para la traición de Darién. No resultaba difícil adivinar lo sucedido. El idiota había desobedecido las órdenes de su comandante, tentado por la recompensa ofrecida por la elfa, y entrado en la celda para matar a la prisionera.
Sólo que, vaya a saber cómo, la mujer había conseguido defenderse y matar a su agresor. El general no podía culparla por su actuación, y únicamente lamentó que la muerte del estúpido capitán le impidiera aplicarle su propio castigo. De todas maneras, decidió olvidarse del tema. Tenía entre manos problemas mucho más importantes y urgentes que atender.
—¡La mujer todavía está aquí, en el palacio! —chilló el fraile, furioso—. ¡Podemos capturarla y hacerle pagar su crimen!
Cordell miró al clérigo como si éste hubiese perdido el juicio. Sabía que Erix, Halloran y los nativos —junto con la impresionante serpiente voladora— habían luchado durante toda la noche contra los elfos oscuros, a todo lo largo y ancho de la terraza del palacio.
—Gracias por la información —le dijo el general a Kardann—. Ahora os sugiero que volváis a donde está el tesoro. Organizad los preparativos para llevarnos todo el oro que podamos. No nos quedaremos aquí más de lo necesario.
El representante de Amn miró a Cordell, boquiabierto. Jamás se le habría ocurrido pensar en la posibilidad de una huida, máxime cuando significaba abandonar la protección ofrecida por los gruesos muros del palacio. No obstante, algo en la mirada del capitán general lo convenció de que era mejor no discutir y aceptar la sugerencia.
—Muy bien, señor —asintió, con una reverencia.
—¿Qué pasará con la bruja? —protestó Domincus—. ¿Es que no queréis castigar su crimen?
—La única bruja que conocemos, y duele decirlo, es la que me engañó…, nos engañó a todos, y que ahora está fuera de nuestro alcance. En cuanto a la mujer de Halloran, su muerte no nos reportaría ningún beneficio.
—Mire, general —intervino Daggrande en tono grave. El enano señaló a través de la plaza.
La luz del amanecer les permitió ver la columna de prisioneros —payitas y kultakas— que rodeaba la base de la Gran Pirámide y ocupaba los escalones de la escalera hasta la cumbre. En cuanto el sol asomó por el horizonte, la fila se puso en movimiento.
Darién pasó entre las figuras encapuchadas de los Muy Ancianos hasta llegar al borde del gran caldero del Fuego Oscuro. Se puso de rodillas, y tocó el suelo con la frente en señal de respeto al Antepasado, mientras el venerable maestro de los drows ocupaba su trono.
—Padre mío, he vuelto —susurró.
—Y nos has acercado más que nunca a nuestra meta, hija mía —contestó el Antepasado con voz áspera. Levantó la cabeza y contempló a los demás drows, reunidos alrededor del caldero; sus blancos ojos resplandecieron como trozos de hielo en su rostro cadavérico.
»No obstante, el triunfo final nos elude —añadió—. ¡Dices que la muchacha todavía vive, que consiguió escapar del ataque de todos vosotros!
—¡La protege la magia de la pluma! —intervino un drow llamado Kizzlok. Todavía vestía la cota de malla negra y llevaba la espada que había utilizado en el palacio; era uno de los pocos supervivientes de aquellos que habían respondido a la llamada de Darién.
—Es verdad, padre —afirmó Darién—. Mis hechizos más poderosos no sirven de nada contra el amuleto que lleva.
—¡Entonces debemos intentarlo todas las veces que sea necesario hasta conseguir matarla! —gruñó el líder, con un odio feroz—. Mis visiones insistían en la importancia de su muerte antes de que comenzara la guerra; no lo hemos conseguido, pero no podemos tolerar que siga viva. Quizá todavía estemos a tiempo. El destino depende de los hechos de los próximos días. No podemos permitirnos otro fracaso, ahora que estamos tan cerca del triunfo.
—¿Qué pasará ahora que Naltecona ha muerto, y la hija escogida de Qotal todavía vive? —preguntó Kizzlok.
—No lo sé a ciencia cierta, pero los augurios son terribles. Debemos enfrentarnos a los hechos a medida que se produzcan —respondió el Antepasado—. Tú, Kizzlok, te encargarás de llevar un grupo a la ciudad tan pronto como anochezca. Una vez allí, búscala y acaba con ella. ¡Si no lo consigues, no te molestes en volver!
—Esperad —intervino Darién, sin alzar la voz—. Quizás haya otra manera.
—¿De qué se trata? —preguntó el Antepasado, molesto.
—Creo que la mujer vendrá aquí por su propia voluntad —replicó la maga—. Pretenden destruir nuestros planes para la guerra. Desde anoche, saben contra quién dirigir sus esfuerzos: contra nosotros, los Muy Ancianos. Y sin duda saben dónde encontrarnos.
El Antepasado escuchó las palabras de Darién, y por unos instantes se sumió en sus pensamientos.
—¿De verdad crees que será así? —inquirió. Darién asintió—. Muy bien. Nos haremos fuertes aquí, y esperaremos a que vengan.
»Y, sólo para estar seguros de que su llegada no pase inadvertida, pondremos centinelas en el exterior de la cueva, quizá puedan resolvernos el problema. —El Antepasado soltó una carcajada que hacía rechinar los dientes.
»¡Llamad a los Jaguares! —ordenó.
—¡Complaceos en el alimento que os ofrezco, señor! —rogó Hoxitl, arrojando en la boca sangrienta del ídolo el corazón palpitante de otro cautivo. La voz del sumo sacerdote temblaba por el agotamiento tras la larga mañana de sacrificios.
Más de un millar de kultakas y payitas habían muerto en el ara. Por encima de ellos, el volcán tronaba hambriento, y los sacerdotes se afanaban en su siniestra tarea. Abrían el pecho de los prisioneros a toda prisa, arrancaban el corazón y lo metían en la boca de la estatua de Zaltec, sin interrumpirse en ningún momento, mientras los legionarios los contemplaban desde los parapetos del palacio que se había convertido en su prisión.
Por fin, Hoxitl guardó su puñal y cedió su lugar a otros clérigos. Apenas si era consciente de su fatiga, porque trabajar para su dios le resultaba un gran estimulante. Observó el avance de los cautivos, que marchaban resignados a la muerte, y estudió con ojo crítico el desempeño de sus entusiastas acólitos en la realización de los ritos.
Otros sacerdotes se encargaban de arrojar los cadáveres por la parte de atrás de la Gran Pirámide, donde se había formado una enorme y sangrienta pila. Mientras observaba a los acólitos, Hoxitl vio que el jefe de los Caballeros Águilas, Chical, subía la escalera junto con varios Caballeros Jaguares y otros guerreros con tocados de plumas.
—¡Vuestra batalla marcha a la perfección! —exclamó el patriarca, feliz, en cuanto los nombres llegaron a la plataforma superior. La lentitud de sus pasos revelaba el agotamiento de los soldados—. Ahora debéis iniciar el ataque contra los extranjeros.
—Los guerreros han combatido durante toda la noche —protestó Chical, sorprendido por la demanda del sumo sacerdote—. Hemos conseguido un gran número de prisioneros, más que en cualquier otra batalla de las muchas que he librado en mi vida. Ahora es el momento de que mis hombres descansen. Ya habrá tiempo mañana para atacar a los extranjeros.
—¡No! ¡Zaltec reclama sus corazones! —gritó Hoxitl, dominado por el fanatismo—. ¡Los corazones de payitas y kultakas no bastan para saciar su apetito! ¡Debemos atacar ahora!
—¿Dónde está mi señor Poshtli? —preguntó Chical, desviando la atención del sumo sacerdote a otro tema—. Él es el único que nos da órdenes.
El patriarca frunció el entrecejo. Recordó su intento de encontrar a Poshtli, cuando, al parecer, el sobrino de Naltecona había entrado en el túnel secreto debajo de su palacio.
—No lo sé —contestó, preocupado—. Nadie sabe nada de su paradero. Sospecho que también a él lo asesinaron los extranjeros.
Los hombros de Chical se aflojaron, pero el guerrero no discutió la suposición de Hoxitl.
—En cualquier caso, los hombres tienen que descansar.
—¡Los extranjeros también necesitan descanso! —chilló el patriarca con voz aguda—. ¡Ahora es el momento de atacar, cuando están demasiado cansados para defenderse! ¡Debemos atacarlos esta misma mañana, hacer que combatan durante todo el día!
Varios de los Caballeros Jaguares expresaron con un murmullo su apoyo al pedido de Hoxitl. Chical, con el aspecto de un comandante que ha perdido la guerra y no de quien acaba de vencer en la mayor batalla de su vida, suspiró resignado.
—¡Zaltec reclama sus corazones! —bramó el sumo sacerdote—. ¡Ahora! ¡Ahora!
—De acuerdo —asintió el jefe de los Águilas—. Alzad los estandartes. El ataque comenzará inmediatamente.
—¿Halloran? ¿Capitán Halloran? —El legionario, uno de los ballesteros de Daggrande, llamó a Hal, que se encontraba sentado con sus compañeros junto a uno de los techos de paja de la terraza.
Halloran miró a sus amigos con un gesto de extrañeza, y se puso de pie.
—¿Qué quieres?
—El general desea hablarle, señor. Por favor, ¿quiere acompañarme?
Halloran hizo un gesto evasivo. El sol asomaba a ratos entre la niebla, y el cansancio le embotaba la mente. Para colmo de males, Darién había conseguido escapar.
—¿Os interesa venir conmigo? —les preguntó a los dos hombres. Erix ya estaba a su lado, y, en respuesta a su pregunta, Poshtli y Shatil se levantaron con un esfuerzo supremo. La serpiente emplumada, al parecer incansable, agitó las alas y voló a través de la terraza en dirección al puesto de mando de Cordell, seguida por los cuatro humanos.
El general, en compañía del fraile y de Daggrande observaba la plaza —donde por ahora reinaba un momento de tranquilidad, y los nativos descansaban en medio de la sangre y de los cadáveres— y la gigantesca pirámide en la que proseguían los sacrificios.
—Bienvenido, capitán —dijo Cordell, cansado—. ¿Cómo ha ido vuestra pelea?
Halloran recordó la emoción al recibir aquel rango cuando Cordell lo había designado capitán. Pero aquello había ocurrido en otro continente y delante de un enemigo distinto. Para el caso, bien podría tratarse de otra vida.
—Sólo Halloran —replicó con frialdad—. Quizás olvidáis que ya no soy un legionario. Y, en cuanto a la pelea, la hechicera escapó.
Cordell suspiró, mientras Erix se encargaba de traducir la conversación a Poshtli y Shatil. El comandante señaló la plaza, donde miles de nexalas descansaban fuera del alcance de las ballestas, rodeando todo el perímetro del palacio.
—Tiene mal aspecto, ¿no le parece?
—Muy malo —afirmó Hal—. ¿Para qué me habéis llamado?
Cordell demoró la respuesta y estudió a Erix, envuelta en su capa de plumas, a Poshtli, que lo miraba atento, y a la serpiente enrollada en el aire. Al parecer, le costaba decir lo que quería.
—¿Quiere unirse a nuestra lucha? —preguntó, por fin—. Desde luego, queda perdonado de todos los cargos que puedan haber sido presentados en su contra, y le ofrezco el mando de las compañías de lanceros.
Halloran se sintió tan sorprendido por la oferta, que ni siquiera tuvo ánimos para reírse. No obstante, su respuesta fue rápida y vehemente.
—No he hecho nada que necesite ser perdonado —afirmó, enérgico—. Pero no quiero participar en vuestra «gran misión», y me arrepiento de haber estado en algún momento de vuestra parte. ¡Habéis venido aquí sólo con el propósito de cometer un robo gigantesco!
El fraile, que había permanecido en silencio, aunque sin dejar de lanzar miradas asesinas a Halloran, no pudo contenerse por más tiempo.
—¿Robo? ¿Acaso es robar apropiarse de las cosas de unos bárbaros salvajes que se matan los unos a los otros para alimentar a sus dioses? ¡Si ni siquiera saben el valor de su oro!
Hal se volvió hacia Domincus, e hizo un gesto muy significativo en dirección a los guerreros en la plaza.
—A mi entender, sois vosotros los que habéis dado un valor equivocado al oro. Ya podéis ver lo que habéis comprado.
»En cuanto a salvajismo, entre ellos hay gente buena y mala como en cualquier otra parte. Pensad que, cuando llegamos, nos acompañaban personajes desalmados como Darién y Alvarro. Me gustaría saber quiénes son los salvajes.
—¡Sois un traidor! —gritó Domincus. La cólera lo impulsó a dar un paso hacia Halloran, y, en el acto, la sinuosa forma de Chitikas se interpuso en su camino. La mirada de la serpiente se clavó en el rostro del fraile, que se apresuró a retroceder, asustado.
—Darién —dijo el general en voz baja—. ¿Dónde cree que ha ido?
—No lo sé —admitió Halloran—. Me preocupa, porque representa una gran amenaza para Erixitl.
De pronto, Shatil, que había seguido la discusión a través de la traducción de su hermana, decidió hablar.
—La Gran Cueva —dijo. En cuanto Erix tradujo, añadió—: Es el escondite de los Muy Ancianos.
—¿Dónde está? —preguntó Cordell.
—Allá arriba, en algún lugar cercano a la cumbre. —El clérigo señaló hacia el cráter del Zatal, un poco más abajo de la columna de humo. El volcán regurgitaba gases y no dejaba de tronar; parecía el sitio más idóneo para ocultar a una pandilla de drows—. Yo…, no sabemos exactamente dónde está, pero sí que es un punto muy elevado.
—Ahora es enemiga de todos nosotros —afirmó el general.
Halloran pensó por un momento. Comprendió la verdad de las palabras de Cordell, y se sorprendió al ver que Shatil sabía dónde estaba el escondite de Darién, o al menos tenía una sospecha fundada acerca de ello. Al segundo siguiente, tomó su decisión.
—Iré tras ella, si mis compañeros están de acuerdo. —Erix lo cogió del brazo, y Poshtli asintió. Durante un instante, Hal tuvo la impresión de que Chitikas sonreía, Shatil vaciló, confuso, pero después se sumó al grupo.
—Os deseo buena suerte —dijo Cordell—. Vais a necesitarla.
Hal contempló la plaza y la multitud de guerreros dispuestos a acabar con la legión.
—Gracias, y buena suerte también para vosotros —respondió.
Entonces Chitikas rodeó a los cuatro humanos con su cuerpo. Una vez más, se convirtió en un anillo multicolor que giraba a una velocidad de vértigo, y desaparecieron.
El ataque comentó a media mañana, sin ningún aviso. Los guerreros marcados con la Mano Viperina se lanzaron hacia las paredes del castillo por los cuatro costados, como una marea incontenible armada con lanzas, arcos, hondas y macas.
Las piedras y las flechas llovieron sobre la terraza y los hombres de la compañía de Daggrande, como una granizada mortal. Los ballesteros respondieron al ataque, andanada tras andanada. Los dardos de acero eran cien veces más efectivos que las flechas con punta de piedra de los nexalas, pero, en cambio, los arqueros superaban a los legionarios en una proporción de cincuenta a uno.
Los guerreros nativos hicieron trizas los portones del palacio, y se lanzaron a una lucha cuerpo a cuerpo con los legionarios. Los hombres de Cordell lucharon con desesperación en el poco espacio disponible, y sólo gracias a su disciplina y coraje consiguieron —casi de milagro— cerrar las brechas.
Cuando comenzó el asalto, los legionarios se mantuvieron firmes en las amplias puertas del palacio. Tomaron posiciones en la terraza, para protegerlas de las hordas que intentaban escalar los muros y atacar desde arriba.
Guiados por los miembros del culto, los guerreros se lanzaban sin descanso contra el edificio, y sus ataques ganaban en ferocidad con el paso de las horas. Miles de nativos se amontonaban junto a los muros. Las ballestas, espadas y lanzas los destrozaban, pero, por cada uno que caía, dos, cuatro o una docena más ocupaban su puesto. Hoxitl y sus sacerdotes les daban ánimos, y los nexalas adoptaban una actitud suicida, sacrificando sus vidas con el objetivo de acabar de una vez por todas con el odiado enemigo.
En una ocasión, una compañía de nexalas consiguió atravesar la puerta principal y entrar en el vestíbulo. Cuando ya todo parecía perdido, el capitán Garrant lanzó a sus infantes en un contraataque a la desesperada; los legionarios consiguieron desalojar a los invasores y cerrar la puerta. Más de un centenar de mazticas murieron en la acción, pero la posibilidad de la victoria infundió nuevos ánimos entre las filas nativas: ¡los demonios extranjeros no eran invencibles!
Con Alvarro muerto, Cordell se encargó personalmente de organizar a los lanceros para una carga. Designó a un rudo sargento mayor, veterano de cien campañas, como jefe de la caballería. Los jinetes salieron como una tromba, pero al cabo de unos pocos metros quedaron aprisionados entre una masa de miles de guerreros tan compacta que ni siquiera los caballos más fuertes podían abrirse paso.
Dominados por el pánico, los lanceros utilizaron sus espadas para abrir una brecha y consiguieron volver al palacio, aunque no sin pérdidas. Los nexalas desmontaron a tres de los jinetes, y de inmediato los arrastraron hacia el templo de Zaltec, mientras otros se encargaban de despedazar los caballos a golpes de maca.
Otro intento, esta vez a cargo de soldados con armaduras, y protegidos con una impresionante barrera de lanzas y tizonas, tampoco tuvo mejor suerte. La formación de legionarios avanzó como un solo hombre entre la horda nativa, matando a muchos nexalas a su paso, pero, cuando el destacamento consiguió separarse de los muros, se hizo patente la precariedad de su situación, al quedar rodeados. Acosados por todas partes, los legionarios tuvieron que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder retroceder hasta la puerta del palacio. En el suelo de la plaza, junto con los centenares de mazticas muertos, habían dejado a una docena de los suyos.
Muchos nativos prepararon antorchas —ramas de pino secas, o manojos de juncos empapados de resina—, las encendieron y las arrojaron en la terraza del palacio. Las paredes de adobe y piedra eran incombustibles, pero las maderas del techo estaban resecas después de muchos años de sol.
Conscientes de que un incendio acabaría con la resistencia, los legionarios corrieron a recoger las antorchas para lanzarlas de vuelta a la plaza, y apagaron a pisotones el fuego que había comenzado en varios puntos. Otros formaron una cadena de cubos para transportar agua del único aljibe del palacio, y el nivel del agua bajó muchísimo en menos de una hora. Fue necesaria la intervención del fraile, que rogó a Helm la reposición del agua, y en cuestión de minutos el líquido rebalsó el brocal del pozo e inundó el patio central.
Hombres que hacían mucha falta en el parapeto cargaban con cubos y jarras de barro en lugar de armas. El agua apenas si alcanzaba para contener el fuego. Por fin, cuando consiguieron empapar las tablas de la terraza, las antorchas dejaron de ser un peligro, y, al cabo de unas horas, los mazticas abandonaron la táctica incendiaria.
Los guerreros nexalas ocupaban la totalidad de la plaza y habían tomado las alturas de todas las pirámides, incluida la del dios Qotal, para dedicarlas a fines militares. Centenares de nativos, armados con hondas, se dedicaron a lanzar sus proyectiles contra los legionarios de la terraza.
A pesar de la desventaja numérica, los soldados de Cordell respondían con éxito a todos los ataques de los aborígenes. Más de un millar de hombres pagó con su vida el intento de abrir una brecha entre los defensores, que sólo sufrieron un puñado de bajas.
La frustración y las exhortaciones de Hoxitl hicieron que muchos guerreros emprendieran ataques suicidas contra las puertas. Provistos con ganchos atados en palos, intentaron arrebatar a algún legionario de las filas de sus camaradas. Pero todos acabaron muertos antes de poder atrapar a una víctima.
De pronto, un millar de nexalas cargados con docenas de escaleras, ocultos hasta ese momento detrás de la Gran Pirámide, avanzaron a la carrera. Todos eran miembros del culto de la Mano Viperina, y hacían sonar sus pitos de madera y hueso mientras corrían hacia los muros del palacio.
El cuanto llegaron a un sector donde había menos defensores, apoyaron las escaleras sin darles casi tiempo a los legionarios para echarlas abajo. No bien una escalera tocaba el muro, los guerreros trepaban como monos hacia la terraza. Con un terrible esfuerzo, los soldados de Cordell lograron rechazarlos e hicieron caer las escaleras.
Pero los atacantes eran demasiados, y algunos nexalas consiguieron ganar la terraza. De inmediato, saltaron sobre los infantes y se trabaron en lucha. Un par de legionarios cayeron y fueron lanzados a la plaza, donde maniataron al instante a los infortunados cautivos.
Al ver la situación desesperada de sus hombres, el capitán general les envió refuerzos. Daggrande reunió a una veintena de soldados, y dirigió la carga. Sin embargo, antes de que pudieran llegar al rescate, los atacantes bajaron las escaleras y se retiraron.
Con ellos, se llevaron a una docena de legionarios.
A lo largo de todo el día, los compañeros recorrieron las laderas de la cumbre del volcán, buscando la entrada de la Gran Cueva. Un humo espeso y acre aumentaba los riesgos de una zona donde abundaban los precipicios, y los grandes desniveles los obligaban a escaladas y descensos muy peligrosos.
Halloran encabezaba el grupo, con un empeño fanático, exigiéndose a sí mismo al máximo. Poshtli vigilaba la retaguardia, mientras Erix y Shatil intentaban mantener el paso. Chitikas flotaba por encima de sus cabezas, sin decir nada, y se encargaba de revisar aquellos lugares donde los humanos no podían acceder.
Shatil observó que la tira de piel de serpiente sujeta a la cintura de Halloran se había aflojado y estaba a punto de caer. Dejando atrás a su hermana, se adelantó para situarse muy cerca del extranjero; en cuanto la tira de hishna se desprendió, el clérigo la recogió en un abrir y cerrar de ojos y la aró a su muñeca para ocultarla debajo de la rúnica.
El hermano de Erix continuó la marcha, aturdido, sin saber qué hacer. Hasta hacía muy poco, sabía muy bien cuál era su misión; ahora, en cambio, lo atormentaban las dudas.
Se dijo a sí mismo que había hecho un juramento en el que daba su alma y su vida por Zaltec, el dios protector de los nexalas, que recompensaría a sus devotos. Esto, al menos, era lo que Shatil había creído a pie juntillas.
En el pasado, había calificado de débiles a todos aquellos, incluidos su padre y su hermana, que preferían unos dioses pacíficos y bondadosos. Había utilizado la desaparición de Qotal como la prueba más evidente de que esa clase de dioses no podían existir en Maztica. Siempre acabarían por ser desplazados por otros dioses fuertes y viriles: divinidades alimentadas con corazones humanos.
Pero ahora tenía delante de los ojos nada menos que al coatl, el heraldo de Qotal. La criatura los había guiado contra los Muy Ancianos, los portavoces de Zaltec, y había ganado. ¿Qué significado tenía la victoria? ¿Podía suponer que su fe estaba equivocada? Miró a su hermana, envuelta en la capa de plumas. Se había convertido en una mujer muy fuerte y hermosa.
¡Y Chitikas! ¡Los había transportado hasta aquí con una celeridad pasmosa! Ahora buscaban la cueva, intentaban descubrir la entrada entre las abruptas laderas y los abismos sin fondo, siempre envueltos por una niebla fétida. ¿Qué pasaría cuando la encontraran?
Enfadado, el clérigo sacudió la cabeza. El coatl era como cualquier otro enemigo de su fe: un rival poderoso y mágico, pero al que se podía matar. Observó a la criatura volar a toda prisa y desaparecer detrás de un saliente. Shatil tocó la empuñadura de su daga y acarició la Zarpa de Zaltec, oculta en la bolsa.
No tardaría mucho en anochecer, y Shatil tuvo el presentimiento de que sería una noche muy larga.
—¡Traed al primer cautivo!
La orden de Hoxitl sonó como un ladrido, cargada de una alegría cruel. Los clérigos medio cargaron y medio arrastraron al legionario que se debatía aterrorizado ante el destino que le aguardaba, y lo colocaron de espaldas sobre el altar.
—¡Alabado sea Zaltec! —gritó el sumo sacerdote, levantando bien alto el puñal sobre el pecho de la víctima. Con los ojos casi fuera de las órbitas, el hombre balbuceó incoherente mientras Hoxitl lo observaba, despreciativo. Desde luego los extranjeros no sabían morir con dignidad. Prolongó el momento para disfrutar del espectáculo, deseado por todos, de ver al invasor tendido en el ara.
Cayó el puñal como un rayo y, con un gesto brutal, Hoxitl le abrió el pecho y metió la mano en el cuerpo moribundo para arrancarle el corazón.
Una tremenda ovación surgió de los guerreros de la Mano Viperina, agrupados al pie de la pirámide, que continuaron dando vivas a medida que el resto de la docena de legionarios prisioneros eran conducidos, uno a uno, al sacrificio. Cuando acabó la horrible ceremonia, ya era noche cerrada, y la lluvia caía sobre la ciudad.
Después del último sacrificio, la algarabía en la plaza sonaba como un redoble de tambores que se podía escuchar por todo Nexal. La fiesta de los guerreros no decaía, y Hoxitl se encargaba de estimularla. Sabía que al enemigo, atrapado en el palacio, no se le escaparía el motivo de la celebración.
—¡Os advertí que cometíamos un error terrible al venir aquí! —gimió Kardann, retorciéndose las manos—. ¡Ahora jamás conseguiremos salir con vida de esta trampa!
—¡Silencio! —le ordenó Cordell—. ¡Si no calláis, os enviaré a la pirámide junto con aquellos hombres valientes!
Un silencio sombrío se extendió sobre los oficiales, reunidos en una de las salas donde habían disfrutado de opíparos banquetes. La escena que habían presenciado a la hora del crepúsculo los había conmovido a todos, y era esto, más que la ira de su general, la razón de su desánimo.
—Ahora —dijo el capitán general, mientras se paseaba arriba y abajo delante de sus oficiales—, tenemos que trazar un plan. ¡Quiero oír vuestras sugerencias!
Ante él tenía a Daggrande, Garrant, el fraile Domincus y Kardann. Los cuatro se movieron incómodos; comprendían tan bien como Cordell que la situación era desesperada.
—Los jinetes podrían intentar otra carga —propuso Daggrande, al cabo de unos momentos—. Los respaldaríamos con los infantes. Tal vez consigamos abrirnos paso.
—¿A través de aquella puerta? ¿Por las calles de la ciudad? ¡Has perdido el juicio! —protestó Garrant, que era el jefe de las compañías de infantería.
—¿Qué otra cosa podríamos hacer? —preguntó Kardann—. ¡Tenéis que encontrar alguna solución!
La discusión se generalizó entre los oficiales, y Cordell movió la cabeza, desconsolado. Tenía razón: ¿qué otra cosa podían hacer? Sin los hechizos, sin Lenguahelada, sin Darién…
Con un gemido, el general se sentó con los codos apoyados en la mesa y se sujetó la cabeza entre las manos. ¿Por qué lo había traicionado? Por un momento se dejó llevar por la autocompasión; después volvió a la realidad, se levantó y reanudó el paseo.
—Al parecer, se han apartado un tanto de los muros —comentó el fraile—. Quizás ésta sea nuestra oportunidad. Intentar la huida al amparo de la oscuridad.
—El cielo está encapotado —añadió el enano—. Es una noche muy oscura y no deja de llover.
—Dispongo de unos cuantos hechizos que podrían ser muy útiles —afirmó Domincus—. La plaga de insectos podría abrirnos un camino. O tal vez el viento y el agua.
—Creo que has dado con una idea muy atinada —aprobó el general, desesperado por encontrar una salida—. Una cosa está bien clara: quedarnos aquí significa la muerte de todos nosotros.
»De acuerdo. Lo intentaremos esta noche —decidió Cordell, recuperando un poco de su vieja presencia.
—¿Pero cuántas vidas perderemos? —protestó Kardann.
—Ya sabemos cuál es la vida que tanto os preocupa, mi buen asesor —respondió Cordell, tajante—. Os aseguro que haremos todo lo posible para protegeros.
«Mientras tanto —añadió—, ocupaos de hacer los preparativos para transportar varias toneladas de oro. Disponéis de dos horas».
De las crónicas de Coton:
Una nota antes de que me retire, mientras la ciudad muere a mi alrededor.
Ahora por fin Qotal ha enviado su señal, y el coatl lucha en su nombre. Perdonadme, gran maestro de mi fe, que no registre mi gratitud ante este hecho. Habéis atendido mis ruegos y plegarias en las que imploraba tu intervención.
Pero ahora debo preguntar el motivo. ¿Por qué ha venido el coatl? ¿Qué sentido tiene continuar la lucha a estas horas, en medio de la oscuridad de la noche?
¿De qué sirve todo esto cuando no queda otra cosa por hacer sino esperar la muerte?