18

Blanco y negro

De pronto, Erixitl pudo mover los pies, y de inmediato salió de las sombras para echar a correr, alumbrada por la luz de la luna, hacia el grupo junto al borde de la terraza. A su alrededor, la ciudad parecía encontrarse sumida en una extraña parálisis.

—¡Hal! —gritó.

Al escuchar su nombre, Halloran se volvió, y una expresión primero incrédula, y después de una alegría indescriptible, apareció en su rostro.

—¡Erix! ¡Estás viva! —vociferó a voz en cuello, estrujándola entre sus brazos. Un instante más tarde, su alivio se transformó en cólera, y se volvió hacia Darién a tiempo para ver cómo el rostro de la hechicera pasaba del asombro a la desesperación y finalmente al miedo.

—¡No! —gimió Darién, con voz ahogada.

—¡Maldita bruja! —aulló Daggrande, mirando hacia el sitio donde había estado Naltecona—. ¡Nos has condenado a una muerte segura! —En la plaza, el griterío de los nexalas era incesante. Los guerreros avanzaron hacia el palacio, ciegos de ira, decididos a iniciar en el acto la tan temida guerra.

—¿Por…, por qué lo has hecho? —dijo Cordell, atónito.

—¿Quién eres? —preguntó el fraile con voz suave y temerosa.

Sin soltar a Erixitl, Halloran observó a la maga elfa. Vio en el rostro de los demás legionarios el asombro, la rabia y la incredulidad, además del miedo cada vez mayor provocado por la multitud de guerreros, que crecía con cada segundo.

Él era el único que sabía la verdad.

—Eres uno de ellos, ¿no es así? —declaró en voz baja—. Un Muy Anciano. Un elfo oscuro. Tu piel delicada sólo era una excusa para evitar los rayos del sol. Todo esto lo tenías planeado desde hace mucho tiempo.

La hechicera, aún trastornada por la aparición de Erixitl, no le contestó. En cambio, el capitán general miró a Hal con un aire casi patético.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres?

—Digo, general, que os han manipulado. Habéis sido utilizado por los drows que buscan hacerse con el control de Maztica. Son los que pretenden desencadenar la guerra que destrozará a estas naciones, y así conseguir el dominio absoluto.

Los gritos de los nativos, que habían podido presenciar con toda claridad el asesinato de Naltecona, les indicó que la guerra ya había comenzado.

¡La señal! Hoxitl, desde su posición privilegiada en la Gran Pirámide, vio la silueta de Naltecona recortada en la aureola mágica, la danza macabra del asesinato, y la caída del cadáver destrozado desde la azotea.

También los miles de guerreros nexalas fueron espectadores privilegiados de la muerte de su gobernante. Durante un momento casi eterno, la muchedumbre permaneció en silencio, inmovilizada por el asombro. Después, un terrible temblor sacudió la tierra al tiempo que una nube de humo surgía del cráter de Zatal. Fue entonces cuando el sumo sacerdote lanzó una larga y ululante llamada. En el acto, los miembros del culto —quizás uno de cada cinco de los guerreros congregados— comprendió la orden.

Los marcados hicieron eco al aullido de su líder, y levantaron sus armas. Su furia y el ansia de lucha se contagiaron a los demás, y un segundo más tarde se lanzaron al ataque. Tal como había dicho Hoxitl, los demás guerreros nexalas se unieron a ellos.

La gigantesca marea humana avanzó como una ola dispuesta a arrasar el palacio de Axalt. El estrépito de los pies en marcha, los gritos, los aullidos y los golpes rítmicos de las armas de madera contra los escudos sacudieron el centro de la ciudad. El ruido alcanzaba un volumen inaudito, y Hoxitl pensó que lo escucharían hasta los mismos dioses.

Los kultakas y payitas aliados de la legión sufrieron la primera embestida de los nexalas, por estar acampados fuera del palacio. Los kultakas vigilaban la parte norte y este del edificio, y los payitas se encargaban de la parte oeste. El sumo sacerdote no ocultó su satisfacción por este hecho: los extranjeros verían morir a sus aliados, y sabrían cuál sería su destino.

Alertas desde hacía horas, los kultakas lanzaron una lluvia de flechas contra los atacantes. Las bajas nexalas fueron muchas, pero en cuestión de segundos los dos grupos se confundieron en la lucha cuerpo a cuerpo. Los colores de los tocados de plumas marcaron por unos momentos la línea entre las dos naciones, pero muy pronto fue imposible reconocer a unos de otros.

Hoxitl observó la batalla con una expresión de auténtico éxtasis. Zaltec tendría un magnífico banquete.

Miles de guerreros se enzarzaron en un baile mortal; las macas hacheaban y los puñales se clavaban, alumbrados por la luz brillante y helada de la luna llena. Lanzas, flechas y piedras volaban sobre las cabezas de los hombres, hundiéndose en la carne de amigos y enemigos. Los gritos de los heridos, los aullidos de triunfo, y las ásperas voces de aviso se mezclaban en un estruendo ensordecedor. Poco a poco, la sangre cubrió el pavimento de la plaza como un aceite negro.

Los cinco mil guerreros payitas, apostados en el flanco occidental del palacio, no pudieron resistir por mucho tiempo la embestida. Separados por la fuerza del ataque, los lanceros intentaron formar una línea defensiva, pero en unos minutos sólo quedaban grupos aislados en medio de la marea nexala.

Desesperados, los payitas buscaron abrirse paso a través de la plaza. Unos cuantos consiguieron llegar a la salida, otros murieron, y la mayoría fueron hechos prisioneros. Sin perder un segundo, los nexalas llevaron a sus cautivos hacia la Gran Pirámide. Mientras la lucha contra los kultakas se hacía cada vez más feroz, el primero de los prisioneros payitas comenzó el ascenso que lo llevaría al altar de Zaltec.

Shatil no salía de su asombro. ¡Erixitl! ¡Su hermana aún vivía! No podía entender el lenguaje de los extranjeros a su alrededor, pero percibía su sorpresa y su cólera contra la mujer blanca que había matado a Naltecona. Tampoco se le había pasado por alto el miedo de la hechicera ante la aparición de Erixitl.

El joven sacerdote miró a su hermana, cada vez más confuso. No podía negar su alegría al verla viva. Sin embargo, su misión había sido la de matarla y permitir que la muerte de Naltecona sirviera de señal al alzamiento del culto.

Ahora las cosas habían cambiado. El reverendo canciller estaba muerto y la batalla ya había comenzado en la plaza. Pensó que era demasiado tarde para ejecutar la orden, aunque no estaba seguro de que quedara eximido de cumplirla. ¿Cuál sería la voluntad de Zaltec?

Desde luego, si la muerte de Erix se consideraba como paso ineludible para matar a Naltecona, ya no era necesaria. Deseó tener con él a Hoxitl, y poder pedirle consejo. En ausencia del patriarca, tendría que decidir por sí mismo.

Shatil se convenció de que no hacía falta utilizar la Zarpa de Zaltec. Su hermana viviría.

Al menos, hasta recibir una nueva orden.

—¡No! —exclamó Cordell, recuperado de la sorpresa, mientras se enfrentaba con aire feroz a Halloran. Al parecer, el avance de los guerreros le había devuelto su capacidad de mando—. ¡Estás equivocado!

—Ha dicho la verdad —intervino Darién, una vez más con su calma habitual. Con un movimiento inesperado, echó la cabeza hacia atrás y miró hacia la luna. Después profirió un chillido extraño, parecido al graznido de un halcón, sólo que más profundo y sonoro.

Erix hundió los dedos en el brazo de Hal, observando boquiabierta a la hechicera albina. Recordó la presencia de Chitikas, que flotaba en el aire, a sus espaldas, y se sintió un poco más segura. Desde luego, no olvidaba que la serpiente la había traído aquí, y que después, la había obligado a presenciar el inicio de la pesadilla, manteniéndola paralizada.

En respuesta a la llamada de Darién, una docena de figuras vestidas de negro aparecieron repentinamente detrás de la hechicera.

—Los Muy Ancianos —afirmó Halloran, señalándolos con un dedo—. ¿Necesitáis más pruebas?

—Salud, hermana —dijo uno de los drows. Apartó la capucha para dejar al descubierto la abundante cabellera blanca que enmarcaba un rostro negro azabache.

—¡Por Helm, es verdad! —gruñó Daggrande. Enarboló el hacha y avanzó un paso hacia los elfos oscuros.

—¡Aquí está la mujer! ¡Como veis, todavía vive! —Darién señaló a Erixitl, y todos vieron la expresión de sorpresa, o quizá de miedo, en los ojos de los drows—. ¡Matadla!

En el acto, los elfos oscuros desenvainaron las espadas de acero negro ocultas debajo de sus capas, y se lanzaron sobre Erix como una jauría. Sus blancos ojos reflejaban un odio viscoso a la luz de la luna; en cambio, sus espadas absorbían la luz para convertirse en sombras mortales.

Halloran les hizo frente; no permitiría que le hicieran ningún daño a Erix. También Chitikas Coatl adoptó la misma decisión.

La serpiente emplumada resplandeció de improviso como un sol, y muchos de los drows retrocedieron al tiempo que gritaban de dolor y se cubrían los ojos con los brazos. Después de vivir siempre bajo tierra y salir sólo de noche, la luz del coatl les quemaba los ojos.

Hal aprovechó la ocasión, y de un solo mandoble acabó con uno de los elfos oscuros. Poshtli atravesó el corazón de un segundo, mientras Daggrande le amputó las piernas a un tercero con un mortífero golpe de hacha. Los demás —Cordell, Domincus y Shatil— contemplaron atónitos la súbita explosión de violencia y magia.

—¡Mátala con tu magia! —chilló uno de los drows supervivientes a Darién. Halloran, Poshtli y Daggrande avanzaron decididos a acabar con ellos.

—No puedo —replicó la maga, poco dispuesta a desperdiciar sus preciosos hechizos en ataques inútiles.

Halloran alcanzó a otro drow con un golpe horizontal que cortó en dos el cuerpo de su rival. La sangre oscura roció a los demás, que retrocedieron, asustados. Ahora le había llegado el turno a Darién, y Hal lanzó su estocada con toda la fuerza de que era capaz.

Pero su espada hendió sólo aire al pasar por donde había estado la hechicera. Ella y el otro drow se habían esfumado, utilizando la magia para huir del enfrentamiento en la terraza.

—¡Se ha ido! —exclamó Cordell, desolado—. ¿Qué ha hecho?

—¿Y me lo preguntáis a mí? —replicó Halloran, colérico—. ¡Habéis metido a vuestros hombres en una trampa, y ahora vuestra hechicera se ha ido! ¡Tendrá que pelear si quiere salir de ésta!

—¡Shatil! —gritó Erix al ver a su hermano entre los reunidos. El clérigo la miró, desconcertado. Guardó un objeto que parecía una garra pequeña en su bolsa mientras la muchacha corría hacia él, y respondió a su abrazo con todo cariño.

Una flecha de astil negro y punta de acero se estrelló de pronto contra la coraza de Halloran, y desapareció de la vista al rebotar.

—¡Allí! —gritó Hal, al descubrir a un grupo de drows un centenar de pasos más allá. Varios tensaban sus arcos, listos para descargar sus dardos mortíferos.

En la plaza, la batalla era cada vez más violenta a medida que los kultakas retrocedían hasta los muros del palacio. Los nexalas los acosaban por todos lados, y los gritos y aullidos aumentaban la confusión.

—Vamos —siseó Chitikas—. ¡Ahora atacaremos nosotros!

—¿Ahora? —protestó Erix—. Hace tan sólo unos minutos, habríamos podido salvar a Naltecona, ¿y ahora atacamos? ¿Siempre has de llegar tarde a todo?

Chitikas le dirigió una mirada inescrutable. Poshtli soltó un gemido de dolor cuando una flecha negra se le clavó en el hombro. Sin vacilar, arrancó el dardo de la herida y miró hacia la banda de elfos oscuros. También Cordell observó a las figuras embozadas, y después a los combatientes en la plaza.

—¡Tendréis que librar vuestra batalla aquí! —le espetó Hal a su antiguo comandante—. ¡Nosotros nos encargaremos de ellos! —Halloran y Poshtli se lanzaron a la carrera hacia el enemigo, seguidos por Erix y Shatil. Mientras corrían, Hal vio a los drows volver a preparar sus arcos, y se preguntó cuántos flechazos podría recibir antes de conseguir llegar hasta ellos.

—¡Por aquí! —susurró Chitikas, descendiendo. Rodeó con su cuerpo a los cuatro humanos, y una vez más la intensa luz blanca destelló en la terraza. Halloran experimentó una desagradable sensación de mareo cuando sus pies perdieron contacto con el suelo.

Una fracción de segundo más tarde, volvieron a pisar la terraza a sólo unos pasos de los elfos oscuros ¡y a sus espaldas! Chitikas podía teleportarlos con la misma rapidez y precisión que los drows.

—¡Matad a la bruja! —gritó Hal, decapitando a uno de los elfos que se interponía entre él y Darién. Poshtli lo acompañó en la carga en el momento en que los drows se volvían para enfrentarse al inesperado ataque por la retaguardia.

Otro de los Muy Ancianos se interpuso en el camino de Hal para proteger a Darién. Levantó su espada negra, y los aceros sonaron con el choque. El golpe de Hal, respaldado por el poder de la pluma, fue incontenible, y el drow profirió un aullido cuando se le rompió el brazo. Halloran vio los ojos desorbitados de Darién y experimento un placer brutal al ver el miedo reflejado en ellos.

Entonces, la banda de Muy Ancianos volvió a desaparecer.

Los guerreros nexalas, guiados por los fanáticos sanguinarios del culto de la Mano Viperina, hicieron retroceder a sus enemigos kultakas hasta las paredes del palacio. Sin la ayuda de los payitas —muertos, huidos, o capturados— soportaban ahora todo el peso del ataque.

Hoxitl presenciaba la batalla desde la Gran Pirámide, feliz al ver la cantidad de corazones que podría ofrecer a Zaltec. Su fervor ante la matanza aumentaba a medida que los combates se sucedían a lo largo de la noche. Vio a sus guerreros utilizar redes, cuerdas y ganchos para arrastrar a los kultakas cautivos. La fila de prisioneros dispuestos para el sacrificio daba la vuelta a toda la pirámide, y había muchos más agrupados en el templo.

Ahora sólo debía esperar el alba para comenzar a alimentar a su dios.

En el patio cubierto de sangre, Tokol, cacique de los kultakas, tenía muy clara la gravedad de su situación. Sus guerreros luchaban con disciplina y denuedo, matando mientras les quedaba un hálito de vida. Pero la superioridad numérica del enemigo era aplastante y, con los muros del palacio a sus espaldas, ya no podían retroceder más. Desde la terraza, los dardos de los ballesteros sembraban la muerte entre los atacantes, aunque su efecto casi no se notaba entre los miles de nexalas que los acosaban.

El hijo de Takamal se preguntó si no habría llevado a su pueblo al exterminio, al depositar su confianza y sus servicios en manos de la legión invasora. La batalla estaba perdida, y su obligación consistía ahora en salvar el máximo número de guerreros.

Dio la orden de retirada, y los kultakas estrecharon filas. A un pitido de su jefe —un sonido agudo que se escuchó claramente en medio de la barahúnda—, los aliados de la Legión Dorada cargaron contra las hordas nexalas. Su formación fue como un ariete que se abrió paso entre el despliegue caótico de los atacantes hacia la puerta de la plaza sagrada.

Los nexalas se apartaron, sin dejar de luchar pero tampoco haciendo mucho más para impedir la huida. Tokol iba a la cabeza, con la maca bañada en sangre, abatido por ser el responsable de la tragedia que le tocaba vivir a su gente. De los veinte mil guerreros que había traído de Kultaka, sólo un poco más de la mitad estaba a punto de escapar, y esto gracias a que sus enemigos los dejaban ir.

Por su parte, Hoxitl y el culto sabían muy bien que el verdadero enemigo permanecía atrapado en el interior del palacio de Axalt. Sin la ayuda de sus aliados, la suerte de la Legión Dorada estaba sellada.

Más flechas negras volaron a través de la noche alumbrada por la luna. Chitikas las vio venir y apartó a los cuatro humanos antes de que llegaran a su destino. Una vez más, Halloran y Poshtli arreciaron en su ataque a los drows, y nuevamente los elfos oscuros desaparecieron antes de que sus espadas pudieran alcanzar a Darién.

Otro drow yacía muerto en la terraza, pero también Poshtli y Hal habían sufrido varias heridas. Extenuados, los compañeros hicieron una pausa para recuperar el aliento.

—¡Allí! —gritó Erixitl, señalando la esquina de uno de los techos de paja.

Los hombres, incluido Shatil, saltaron junto a Erix, y Chitikas los transportó para un nuevo ataque. Una y otra vez, la batalla teleportada prosiguió por la terraza del palacio, sin que ninguno de los bandos obtuviera una ventaja decisiva. Los legionarios casi ni se fijaron en esta pelea, muy ocupados en la defensa del edificio.

Durante toda la noche, Hal, Poshtli, Erix y Shatil persiguieron a los elfos oscuros, mientras en la plaza proseguían los feroces combates. Ocho o nueve de los Muy Ancianos perecieron en la persecución, pero Darién siempre consiguió escapar ilesa.

Por fin, cuando el alba tiñó de rosa el horizonte, los elfos oscuros se esfumaron y no volvieron a reaparecer.

De las crónicas de Coton:

En medio de un mar de sangre que se extiende, el templo de Qotal permanece como una isla de paz, cada vez más pequeña.

A mi alrededor ruge la guerra, una batalla odiosa, incontrolada, total, cuyo único resultado puede ser el exterminio. Los sacerdotes de Zaltec se entusiasman con la victoria, sin comprender el coste futuro de su triunfo.

Los Muy Ancianos, al servicio de Zaltec, intentan matar a la hija escogida de Qotal, pero ahora —y deberían saberlo— es demasiado tarde para evitar el desastre.

No se dan cuenta de la presencia de Lolth, cada vez más cerca, cada vez mayor. La diosa araña contempla complacida el derramamiento de sangre. Aguarda su momento, sin darse prisa por ayudar a la matanza, a la vista de que los humanos saben muy bien cómo matarse los unos a los otros.

Pero no tardará en llegar la hora de su intervención.