El último ocaso
—¡No, por Helm, no podemos estar perdidos! —gritó Halloran, estrellando su puño contra la pared del túnel. La impotencia amenazaba con destrozarlo. Su mente era un torbellino de imágenes, a cuál más terrible, del destino de Erixitl a manos de sus viejos camaradas de armas.
Durante horas, los tres hombres habían recorrido kilómetros de túneles, en la búsqueda desesperada de una salida que los llevara al palacio de Axalt, distinta de la que habían utilizado antes. A su alrededor, se extendían los pasadizos —aparentemente todos iguales—, que se entrecruzaban, cambiaban de elevación, desembocaban en habitaciones cerradas, o se acababan cada cien pasos. El sacerdote, hermano de Erixitl, ponía tanto empeño en la búsqueda como sus dos compañeros.
—Encontraremos la salida —afirmó Poshtli con severidad, dispuesto a reanudar la marcha tras un breve descanso. En realidad, sólo se habían detenido menos de un minuto, pero la impaciencia les impedía permanecer inmóviles.
—Estoy seguro de que ahora ya estamos muy abajo —dijo Hal, frenético ante la posibilidad de que hubieran dejado a Erixitl muy atrás—. No hemos dejado de bajar desde hace horas.
—Es posible. Veamos si podemos dar con un camino que nos lleve hacia arriba. —Poshtli señaló la bóveda del túnel. En varios sitios habían visto escaleras de madera podrida que conducían hacia la superficie.
Shatil permaneció en silencio, sin perderse nada de las discusiones de Hal y Poshtli. Por una parte, admiraba el tesón y el interés por rescatar a su hermana. Por la otra, como siervo de Zaltec, rogaba poder dar con ella. Entonces podría realizar la tarea encomendada por su dios: asesinarla.
Encendió otra de sus antorchas de junco con el cabo de la anterior.
—Sólo me quedan dos —avisó a sus compañeros—. No tardaremos en quedarnos a oscuras.
Halloran se volvió con la velocidad del rayo, dispuesto a descargar su cólera contra el clérigo por el comentario. Shatil no se amilanó y lo miró muy tranquilo; de pronto, Hal se sintió como un idiota.
—Razón de más para que nos demos prisa —gruñó.
Una vez más avanzaron por un pasillo estrecho, idéntico a los otros cien que habían recorrido antes.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí abajo? —preguntó Hal, mientras hacía todo lo posible por dominar su desesperación.
—La mayor parte del día, si no me equivoco —contestó Poshtli—. No debe de faltar mucho para el ocaso.
No hizo más comentarios. Los dos tenían presente la importancia de la visión de Erixitl. Con el ocaso llegaría el ascenso de la luna llena, y —si ella había visto la verdad— poco después ocurriría la muerte de Naltecona.
Mientras caminaban, Halloran se volvió por un instante, y descubrió a Shatil que lo contemplaba con una expresión de extrañeza.
—¿Qué pasa? —preguntó el exlegionario.
—Pensaba —respondió el sacerdote, señalando la cintura de Hal— en cómo es que llevas una piel de hishna. Creía que sólo la utilizaban los miembros de mi orden. ¿Acaso eres un maestro de la zarpamagia?
—No —dijo Hal, mirando la piel de serpiente sujeta a su cintura—. En una ocasión, hace mucho tiempo, me retuvo prisionero en Payit. Cuando pude liberarme, la conservé.
—Es un talismán muy poderoso —afirmó el clérigo.
—Lo sé por experiencia propia. —Halloran recordó las dificultades que había tenido con la piel de serpiente. Se había convertido en una cuerda larga y flexible que lo había envuelto hasta casi ahogarlo con su presión. Daggrande había intentado cortarla con su puñal, y la hoja de acero se había mellado sin hacer ni una marca en la cuerda.
—¡Mirad! —gritó de improviso Shatil, mientras los otros avanzaban con rapidez. Señaló un pequeño cuarto en el lateral del túnel, que Hal y Poshtli habían pasado por alto en la prisa.
—¿Qué es? —gruñó Hal, espiando en las sombras.
—Una escalera —contestó Shatil—. Va hacia arriba.
—Observe, capitán. No hacen más que estar sentados y mirarnos. ¿Cuál es su opinión? —Cordell se volvió hacia Daggrande, y esperó la respuesta. El enano estaba a su lado en la azotea del palacio de Axalt. La amplia superficie de tablas aparecía limitada por un parapeto bajo. En el centro se levantaban los techos piramidales correspondientes a la sala del trono y los salones más grandes. El resto de la azotea no era más que una plataforma libre de obstáculos.
—Me ponen muy nervioso, general. —El enano contempló la multitud reunida en la plaza sagrada, casi envuelta en las sombras del atardecer.
Vio decenas de miles de guerreros nexalas en todo el perímetro, y grandes grupos que avanzaban para rodear los templos y las pirámides. Llevaban tocados de plumas y cargaban con garrotes, macas y lanzas. De vez en cuando, uno de los grupos entonaba un cántico. No parecía un grito de guerra, aunque el sonido no podía ser más siniestro. La llegada de guerreros se había prolongado durante todo el día, y su número iba en aumento, como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen decidido empuñar las armas.
Abajo, en los campamentos levantados alrededor del palacio de Axalt, podía ver los batallones de kultakas y payitas, que vigilaban atentamente con las armas preparadas las evoluciones de sus enemigos ancestrales. Los veinticinco mil soldados aliados, que les habían parecido tan imponentes en su entrada a Nexal, eran más que cuadruplicados en número por los guerreros locales. Los quinientos hombres de la Legión Dorada, apostados en el interior del palacio, miraban a la muchedumbre y rogaban para sus adentros que se mantuviera la paz.
—Allí está otra vez aquel sacerdote —dijo Daggrande.
Cordell miró hacia la Gran Pirámide, y vio al patriarca de Zaltec instalado en la cumbre. Un gran número de nexalas parecían escucharlo con entusiasmo, y respondían con un griterío ensordecer a sus gesticulaciones. El áspero sonido de la voz del clérigo les llegaba desde el otro lado de la plaza, aunque la distancia hacía irreconocibles las palabras.
—Esto tiene mala pinta —murmuró Cordell—. Se huele en el aire el odio y la ira de la gente.
—No se los puede culpar —opinó Daggrande—. Saben que Naltecona no está aquí por propia voluntad.
—¿Y el oro? —preguntó el capitán general, enfadado—. Han dejado de traerlo. —En efecto, sobre el mediodía los nativos habían interrumpido bruscamente la entrega de objetos y polvo de oro.
Daggrande miró a su comandante, un tanto inquieto. La cantidad de oro acumulado planteaba un grave problema de transporte, y no se le ocurría cómo podrían salir de Nexal si seguían aumentando la carga. Pero, en su opinión, en este momento había cuestiones más importantes y urgentes de las que ocuparse.
Cordell dirigió su mirada hacia el monte Zatal, que ya ocultaba al sol. Una nube marcaba la cumbre del gigante, y su sombra cubría gran parte de la ciudad. Una vez más contempló a los nexalas, preocupado.
—Manda a buscar a Naltecona —ordenó de pronto—. Quiero que hable con su gente. Debe convencerlos de que atacar es una locura.
Daggrande asintió. Mientras caminaba hacia la escalera, echó una última mirada a la impresionante masa de guerreros que los rodeaba.
«¿Quién es el loco?», pensó.
—¡Chitikas! —gritó Erixitl, asombrada y complacida al mismo tiempo—. ¡Has vuelto! El coatl se enroscó un poco, y la brillante capa de plumas que le cubría el cuerpo resplandeció con los últimos reflejos del sol. Su largo y delgado cuerpo se sostenía en el aire, y sólo la punta de su cola emplumada rozaba el suelo. Sus grandes alas doradas apenas si se movían con la fuerza suficiente para mantenerla erguida.
Sin dejar de fustigar el aire con su lengua bífida, el coatl miró a Erixitl. Sus ojos amarillos no parpadearon ni una sola vez.
—Es lo que he dicho —susurró la serpiente emplumada, con un leve tono de impaciencia—. Cuando los mortales no comprenden ni actúan de acuerdo con las circunstancias, alguien como yo…
—¡Ni actúan! —Erix mantuvo la voz baja, pero su deleite se convirtió de repente en una furia que fue para el coatl como un golpe en el rostro—. ¿Quién ha dejado de actuar? ¿Dónde has estado desde que desapareciste en Payit? ¿Qué buscas ahora, presentándote precisamente en la noche que aparece en mis sueños para acusarme de no actuar? —Señaló el cadáver de Alvarro, todavía caliente—. ¿Por qué no has venido una hora antes? ¿O una semana atrás?
—Ya es suficiente —dijo Chitikas, con un rastro de su vieja altanería—. Actuemos ahora.
—¿Qué te propones? —Erix, enfadada, dirigió una mirada de sospecha a la serpiente.
La luz del sol en el ocaso comenzó a borrarse, y Erix se imaginó la luna llena que asomaba por el este.
—Quizá deberíamos ir a la azotea. —Por la entonación que Chitikas dio a sus palabras, la propuesta sonó como una pregunta.
—¡Debéis decirles que se dispersen! —ordenó Cordell. Darién tradujo la orden en el acto, y Naltecona miró al general con una expresión de abatimiento total.
—Queréis un imposible. ¿No podéis ver que han sido convocados por alguien de rango muy superior al mío? Me habéis robado la autoridad que en un tiempo tenía mi voz. No me escucharán.
—¿No os interesa evitar la guerra? —preguntó Cordell, con un tono de amenaza—. ¿Acaso queréis que descarguemos nuestros poderes sobre la ciudad?
—El enfrentamiento de poderes es algo que ninguno de los dos puede controlar ya —respondió Naltecona con un suspiro desgarrador—. No, no deseo esta guerra. Mis sueños me han mostrado el resultado inevitable: el desastre para todos.
—¡Entonces hablad con ellos, maldita sea! —Cordell habló a gritos, y después dio media vuelta, intentando recuperar el dominio sobre sí mismo. El reverendo canciller era un hombre orgulloso que sólo se doblegaría hasta cierto punto.
Sin embargo, y para sorpresa de todos, Naltecona se acercó al murete que daba a la plaza por oriente. Se detuvo, y su figura fue visible para todos los guerreros agrupados por aquel lado. El sol se había puesto, y la luna llena se asomaba en el cielo todavía azul con la última luz del crepúsculo.
—¡Escuchadme, pueblo mío! —La voz de Naltecona vibraba con la fuerza de quien está habituado a mandar. Poco a poco los guerreros interrumpieron sus murmullos, y el silencio se extendió hasta los límites de la plaza como una ola en un lago.
—¡Mi corazón comparte vuestro dolor, y mi espíritu comprende las necesidades del honor! Pero éste es un momento en que debemos tragarnos nuestra pena. Y, en cuanto al honor, os digo que el mío me permite permanecer aquí, como huésped de los extranjeros. ¿No es ésta una prueba de que no estamos deshonrados?
Un murmullo de descontento se levantó entre los nexalas. Junto a los muros del palacio, los kultakas empuñaron las armas, inquietos ante la inminencia de un ataque.
—Os debo pedir que tengáis paciencia; aún más de la que habéis demostrado hasta ahora, y entiendo lo difícil que resulta contenerse.
Los aullidos de indignación, gritos y pitidos de rabia estallaron como una música disonante entre la multitud de guerreros y sacerdotes presentes. Naltecona observó que muchos exhibían en el pecho la resplandeciente marca escarlata de la Mano Viperina. El culto parecía llevar la voz cantante, aunque el canciller sabía que todo Nexal lo respaldaba.
—¡He visto el futuro! ¡Si tomamos la senda de la guerra, nos encontraremos con el desastre, una catástrofe de consecuencias incalculables! —La voz de Naltecona se hizo estridente, mientras se esforzaba para hacerse entender—. ¡Escuchadme, pueblo!
Pero ahora era demasiado tarde.
La habitación se encontraba a oscuras cuando el sinuoso cuerpo de Chitikas Coatl rodeó a Erixitl. La serpiente no varió la velocidad de sus alas y, sin ningún esfuerzo aparente, comenzó a girar cada vez más rápido hasta transformarse en un anillo multicolor. De pronto, se produjo un relámpago de luz muy blanca.
Al instante siguiente, Erix se encontró en la azotea del palacio, todavía rodeada por Chitikas. La Capa de una Sola Pluma se alzó con el movimiento. La serpiente cesó los giros y se enroscó en el aire junto a la muchacha, que ya se había olvidado de ella.
La atención de Erixitl se centraba en la escena que tenía ante sus ojos: ¡era la réplica exacta de la que había visto en su sueño!
Vio a Naltecona junto al borde de la terraza, contra el murete de unos sesenta centímetros de altura que rodeaba esta parte del palacio. El techo de paja que se levantaba a espaldas de Erix y Chitikas los ocultaba con su manto de sombras.
El resto de la superficie aparecía claramente iluminada por la luz de la luna llena. Cordell, Darién, el fraile y el capitán enano, Daggrande, formaban un semicírculo disperso detrás del reverendo canciller. Delante de ellos, y ocupando hasta el último rincón de la plaza, los guerreros nexalas levantaban sus armas, airados.
Erixitl notó la opresión del miedo en su pecho. Tenía la sensación de presenciar desde muy lejos una representación teatral, sin poder hacer nada para modificar la trama establecida.
Entonces sacudió la cabeza, y su cabellera negra se alzó como una nube. La habían traído aquí con un propósito. En su voluntad por intervenir, había pasado por alto una cosa que ya sabía. No siempre resultaba fácil comprender los propósitos de Chitikas Coatl.
—¡Empuja! ¡Tenemos que abrir esta maldita cosa! —exclamó Halloran, trepado a la escalera un poco más abajo de Poshtli.
—No…, no… consigo moverla —jadeó el guerrero, apartándose de la trampilla atascada.
—¡Deja que lo intente! —Hal se apretó contra la pared para dejar paso a su compañero, y después subió hasta la trampilla.
Hal temía por la destrucción de Nexal, porque creía en la premonición de Erixitl. Pero, por encima de todo, lo impulsaba la preocupación por el bienestar de su esposa y el odio contra aquellos que la tenían prisionera. ¡Tenía que llegar hasta ella!
La plumamagia latió en sus muñecas, y de un puñetazo hizo volar en pedazos la trampilla de piedra. Saltó al exterior, desenvainando su espada, sin saber si se encontraban en una habitación, en un patio, o en la terraza del palacio.
Miró a su alrededor. Vio a la distancia un grupo de legionarios, y escuchó el rumor de la multitud reunida en la plaza. El griterío había ocultado a los soldados el estampido de la piedra al romperse, porque ninguno de ellos se volvió hacia él. Sin perder un segundo, Poshtli y Shatil salieron a la superficie.
Se encontraban en la terraza del palacio de Axalt. Habían tenido la suerte de que sus exploraciones subterráneas no los habían alejado de la meta. Hal vio al reverendo canciller que dirigía un discurso a la muchedumbre. Poco a poco, lo dominó el asombro al ver el inmenso número de guerreros reunidos en la plaza.
—¡Deben de ser casi cien mil! —exclamó, incrédulo.
—Más —afirmó Poshtli en voz baja, tras observar con ojo experto a la multitud.
—¿Dónde está mi hermana? —preguntó Shatil.
En cuclillas, para no ser descubiertos, miraron a su alrededor. Vieron a docenas de legionarios y a sus capitanes junto a la maga elfa y al fraile. Todos presenciaban el drama que se desarrollaba ante sus ojos, conscientes de que Naltecona sería incapaz de apaciguar a la multitud. La terraza aparecía iluminada por la luna, y sólo los techos de paja creaban unos sectores de sombra.
—No está aquí —respondió Halloran, desesperado.
—¡Mirad! —susurró Poshtli, señalando a la muchedumbre. Los nexalas avanzaban airados hacia el palacio, como una ola de tormenta dispuesta a arrasar una isla. Pero no se produjo ningún ataque—. Es el sueño de Erixitl. ¡La muerte de Naltecona entre los legionarios! ¡Puede que ocurra ahora mismo!
—¡No puedo creer que Cordell ordene su muerte! —opinó Hal—. Al menos, no en este momento. Naltecona es el único que puede mantenerlos a raya.
—¡Eh, vosotros!
El grito áspero del centinela les avisó que habían sido descubiertos. Halloran se volvió a tiempo para ver a un grupo de ballesteros, con las armas preparadas, que corrían hacia ellos desde el otro extremo de la terraza.
—¡Es Halloran! —vociferó otro de los centinelas. En el acto, la atención de los capitanes se centró en el trío, bien visible a la luz de la luna. Por un momento, Hal pensó en volver a los túneles. La huida resultaría muy fácil.
No obstante, escapar sería admitir el fracaso, y Hal no estaba dispuesto a darse por vencido. Vio el rostro pálido de Darién, que los observaba fríamente, y recordó que tenía su libro de hechizos en la mochila. Tal vez todavía le quedaba una carta que jugar.
—Quiero hacer una propuesta —le gritó a Cordell.
—¡Acercaos! —respondió el capitán general—. Mantened las manos bien a la vista. —Cordell los vigiló atentamente mientras avanzaban—. Suficiente. Ni un paso más.
Hal, escoltado por Poshtli y Shatil, se detuvo a unos diez pasos de su viejo comandante. Junto a Cordell, vio a la maga elfa que no dejaba de observarlo con una mirada tan vacía de emoción que le hizo recordar los ojos de un reptil.
La multitud frente al palacio avanzó un poco más, sin dejar de gritar. Naltecona le volvió la espalda, y contempló el enfrentamiento entre los extranjeros con curiosidad.
—Quiero hacer un intercambio —le dijo Halloran a Darién—. Tengo vuestro libro de hechizos, y vos a una persona que significa mucho para mí…, para nosotros. Ofrezco el libro a cambio de la mujer.
Cordell miró a Darién con una expresión de interés desapasionado. La hechicera, para sorpresa de todos ellos, se echó a reír. El sonido de su risa helaba la sangre.
—¡Tenemos que intervenir! —susurró Erix, que casi no podía contenerse—. ¡Queda muy poco tiempo!
—¡Espera! —dijo Chitikas, muy tranquila. La extraña pareja permanecía oculta entre las sombras del techo, invisible para todos los demás.
Erix miró al coatl muy sorprendida, y después sacudió la cabeza con vehemencia.
—¡Voy con ellos! —exclamó.
La muchacha dio un primer paso, en el mismo momento en que la serpiente suspiraba con resignación. Pero, cuando quiso dar el segundo, su pie no se separó del suelo. Intentó dar media vuelta para enfrentarse a Chitikas, y descubrió que tampoco podía mover el otro pie. Estaba inmovilizada.
Con un esfuerzo se giró a medias, de cintura para arriba, y gritó furiosa reclamando poder moverse, pero no salió ningún sonido de su garganta. El coatl la había dejado muda.
—Espera —repitió Chitikas—. Todavía no ha llegado el momento de que nos vean.
—¿A qué viene tanta risa? —le preguntó el capitán general a su amante—. Yo diría que es un intercambio razonable: tu libro de hechizos por la mujer de Halloran.
—¡Me hace gracia lo ingenuo y estúpido que es este hombre! —replicó Darién con una mirada glacial, aunque sin dejar de sonreír, y Halloran no pudo evitar estremecerse de miedo.
»Ahora está en mi poder —añadió la maga—. Sin aquella bruja para protegerle el cuerpo, mis encantamientos pueden arrancarle de la mente todos los secretos del libro.
»Pero, antes de que me adueñe de tu alma, hay otra cosa que debes saber.
El joven sintió que la sangre se le helaba en las venas y adivinó las palabras de Darién antes de que hablara.
—¡Tu mujer está muerta!
—¿Qué? —gritó Cordell—. Estaba bajo mi protección. ¿Cómo te has atrevido a…?
—¿Tu protección? —se burló Darién—. ¿De la misma manera que la legión está a tu cuidado, protegida por tu sabiduría, por la astucia de tus planes?
—¿Qué quieres decir? ¡Habla claro! —gruñó Cordell, amenazador. Los legionarios se apartaron, inquietos. Jamás habían presenciado una discusión de semejante calibre entre el general y la maga elfa.
—Has sido una herramienta útil —contestó Darién en tono de mofa—, pero ya no sirves para nada. La muchacha está muerta…
La pausa que siguió pareció prolongarse un día entero, pero cuando acabó la luna llena aún continuaba en el cielo.
—Y entérate de esto —prosiguió Darién, como quien comenta el tiempo—. Habrá guerra.
De pronto, levantó un dedo y pronunció una orden mágica. Una saeta de fuego se desprendió de la yema y, una fracción de segundo después, estalló en el pecho de su víctima. Varios dardos más siguieron al primero, sin fallar en el blanco, y destrozaron con su poder arcano el cuerpo del hombre, que se tambaleaba como un pelele ante la mirada atónita de los presentes.
Cuando acabó el ataque mágico, la figura casi irreconocible de Naltecona se mantuvo erguida por un instante en el borde del murete. Un silencio absoluto se extendió por toda la plaza. Entonces, el cadáver del reverendo canciller se precipitó al vacío para ir a estrellarse en el pavimento de la plaza.
Mientras un residuo de la energía de la magia alumbraba con chispazos azules el escenario del terrible crimen, Halloran miró a Darién, dominado por el más profundo asombro. En los instantes de luz, su piel albina resplandecía con la pureza del alabastro.
Pero en los momentos de sombras, su piel se tornaba oscura, tan negra como la de cualquier drow.
De las crónicas de Coton:
Ahora el Mundo Verdadero se encuentra al borde del caos. Me tiemblan las manos, y mis pinceles se mueven inseguros sobre la página. Me he obligado a abandonarlos, y contengo el aliento mientras toma forma el destino de esta tierra.