16

Querer la luna

Tres legionarios barbudos lanzaron a Erixitl contra la pared con tanta fuerza que el golpe la dejó sin respiración. Mientras intentaba llevar aire a sus pulmones les hizo frente, sin miedo pero con una profunda amargura. Uno de los hombres le quitó de la cintura el puñal de piedra, que era su única arma. Un cuarto se acercó a ella con una mueca feroz en el rostro.

—¿Qué ocultas debajo de las plumas? —preguntó.

La Capa de una Sola Pluma le cubría los hombros y la espalda. El soldado tendió una mano hacia el broche con la intención de arrancársela. De pronto, la capa emitió un chisporroteo azul, y el hombre retiró la mano que mostraba una quemadura.

—¡Ay! ¡Que Helm la maldiga! ¡Es una bruja!

Erix se sorprendió tanto como el legionario. Se sentía desesperada, y no experimentó ninguna alegría por la protección de la capa. En realidad, le servía para ocultar su bolsa, pero en su interior sólo estaba el frasco con la pócima, que había insistido en guardar personalmente, en un intento de impedir que Hal probara el contenido.

—El tipo aquel era Halloran —escuchó comentar a uno de los hombres—. ¡El bastardo pelea como un demonio!

—Mató a Garney —gruñó otro. Los legionarios contemplaron a Erix como si desearan matarla allí mismo.

¡Halloran! Erix luchó por contener su pena. Habían fracasado. ¿Podía pensar que estaba vivo?, ¿que habían escapado? Hundida en sus pensamientos sombríos, no advirtió la entrada del capitán general hasta que estuvo delante de ella.

—Tú hacías de intérprete en Palul —dijo Cordell, en un tono ligeramente acusador y seguro de haberla reconocido.

—Sí —respondió Erix. No tenía sentido negarlo. A su alrededor, los legionarios, espada en mano, sólo esperaban la orden de ejecutarla. Cordell la estudió, con la maga a su lado.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó el general.

—Nos perdimos —contestó Erixitl, un poco más tranquila.

—¡Estas preguntas son una pérdida de tiempo! —exclamó Darién—. ¡Mata a la bruja y acabemos de una vez con todo esto!

—¡Espera! —ordenó Cordell, al tiempo que levantaba una mano en un gesto de reproche—. ¿Buscabais a Naltecona, no es así? ¿Queríais rescatarlo?

Erixitl se limitó a negar con un ademán, consciente de que el hombre no la creía.

En aquel momento, otra figura se abrió paso a codazos entre los legionarios. Se trataba de Alvarro, que, muy preocupado, venía a informar a su general.

—¡El muy hijo de perro ha matado a seis hombres y herido a una docena más! —El tono del capitán reflejaba su incredulidad. Entonces su mirada se fijó en Erix, y una sonrisa cruel retorció los labios de Alvarro—. ¡Vaya! ¡Veo que hemos atrapado a su mujer!

La forma en que pronunció la palabra «mujer» hizo estremecer a Erix. También Darién advirtió la inflexión, aunque nadie observó su sonrisa oculta por las sombras de su capucha.

—¿Su mujer? —repitió Cordell, sorprendido.

Alvarro permaneció callado por un segundo, pensando en la respuesta. Había ocultado algunas cosas en su relato acerca del encuentro con Halloran y Erixitl, en las afueras de Palul.

—Sí —dijo—. Cuando mató a Vane, intentaba reunirse con ella. Sin duda, debe de sentir una gran atracción por esta mujer. —El pelirrojo miró el cuerpo de Erix como un animal hambriento—. ¡No puedo decir que lo culpe por ello!

Cordell miró al capitán, un tanto enfadado, y después volvió su atención a Erixitl.

—Si fue a buscarte una vez, puede que ahora haga lo mismo. Te quedarás con nosotros. Quizá sirvas de cebo para una pieza mayor.

—¡Mátala! —gritó Darién—. Él vendrá de todas maneras. No sabrá si está muerta. —Los ojos de la maga brillaron como ascuas en las profundidades de su capucha, pero Erix mantuvo la cabeza erguida y le devolvió la mirada. La hechicera disponía de una docena de encantamientos capaces de acabar con la muchacha, pero sabía que algo poderoso la protegía de su magia. La frustración sólo sirvió para aumentar su cólera.

—¡No! —contestó Cordell con voz firme—. Buscad una habitación segura y encerradla.

Halloran y Poshtli bajaron los escalones de dos en dos, y se detuvieron al llegar al túnel para escuchar los ruidos de sus perseguidores. Al parecer, ninguno de los legionarios se había atrevido a seguirlos, porque sólo se escuchaba el ruido de su respiración.

—¡Tengo que volver a buscarla! —exclamó Hal, dispuesto a lanzarse otra vez escaleras arriba.

—¡Sí, pero no ahora! —Poshtli empujó a Hal contra la pared del túnel y lo retuvo con todas sus fuerzas, mientras le susurraba las palabras a la cara—. ¡Te esperan allá arriba! ¡Lo sabes! ¿Quieres desperdiciar tu vida, o prefieres trazar un plan, pensar en algo que funcione?

Hal apretó los puños. La cólera le impedía pensar con claridad, y, por un momento, estuvo a punto de descargar un puñetazo mortal contra su amigo. Después, con un gemido, recuperó el dominio de sus emociones.

—¿Qué podemos hacer para rescatarla? —gruñó.

—Todavía tenemos el mapa —respondió Poshtli—. Hay más de una entrada al palacio de Axalt. Echemos una ojeada y veamos si podemos dar con algún otro acceso.

Los dos jóvenes pensaron en que, a estas horas, el sol ya había asomado por el horizonte. En la próxima puesta, la luna llena ascendería por el este.

—Buena idea —dijo Halloran—. En marcha.

—¿Todavía no ha vuelto? —preguntó Hoxitl, que desde hacía horas esperaba con Shatil, a la puerta de la sala del trono, el regreso de Poshtli.

El cortesano, que no se había movido de su puesto en ningún momento, estaba harto de las quejas y la impaciencia del sumo sacerdote.

—Él anunciará su presencia —respondió.

—¡Esto es un ultraje! —rugió Hoxitl. De pronto, pasó junto al cortesano y se acercó a la puerta. El hombre lo miró, dispuesto a protestar, pero algo en la mirada del patriarca lo desanimó. Con la cabeza gacha, se apartó.

Hoxitl abrió las puertas de par en par y entró en la sala seguido por Shatil, que empuñaba la Zarpa de Zaltec, si bien no esperaba encontrar a su hermana —la víctima— en el palacio.

—¡Mi señor Poshtli! ¿Mi señor, dónde estáis? Shatil no conseguía entender la angustia de Hoxitl,

quien iba de un extremo al otro de la sala y miraba por los pasillos que había detrás del trono.

—¡Esto es terrible, desastroso! —exclamó el patriarca, mientras se reunía con Shatil—. ¿Será verdad que han ido a rescatar al reverendo canciller?

El joven clérigo no escuchó las palabras de Hoxitl, porque su atención estaba en otra parte.

—¡Mirad! —gritó Shatil, al tiempo que cruzaba la sala para acercarse a una de las paredes y señalaba una línea oscura entre las piedras.

—¿Qué es? —preguntó el sumo sacerdote, entrecerrando los ojos para ver mejor.

—¡Es una grieta! ¡Aquí hay una puerta secreta! —Shatil empuñó su daga y deslizó la punta por la rendija. Con mucho cuidado, hizo palanca y, poco a poco, la puerta se movió hacia él. Por fin, apareció ante sus ojos un hueco oscuro y una empinada escalera de piedra que se perdía en las profundidades.

—¡Salieron por aquí, y en la prisa se olvidaron de cerrar bien la puerta! —exclamó Hoxitl.

Por la mente del sumo sacerdote desfilaron un cúmulo de preocupaciones. ¡Erixitl debía morir! La muerte de Naltecona, anunciada por el Muy Anciano, marcaría el comienzo de la insurrección, y el ataque acabaría en desastre total si la mujer, la elegida de Qotal, no moría antes.

En el exterior, el culto de la Mano Viperina se mostraba cada vez más impaciente. Hoxitl necesitaba evitar a cualquier precio un ataque prematuro. La solución surgió con toda claridad.

—Tengo que encargarme del culto —informó el patriarca a Shatil—. Los fíeles ya se han reunido en la plaza, y deben ser controlados hasta que se dé la señal. ¡Tú irás a buscar a Erixitl! No desconfiará de ti. Se alegrará de ver que has sobrevivido a la batalla de Palul, ¿no crees?

Shatil asintió. Sin duda su hermana lo creía muerto junto con todos los demás sacerdotes y guerreros en la pirámide. No podía imaginar que él hubiera conseguido escapar.

—¿Podrás acercarte lo suficiente para emplear la Zarpa de Zaltec? —añadió el patriarca, consciente de que, si la muchacha estaba en compañía de Halloran y Poshtli, ningún desconocido conseguiría realizar el ataque.

—Cumpliré con la voluntad de Zaltec —afirmó Shatil. De inmediato, recogió varias antorchas de juncos y encendió una. Tenía la sensación de que su mente observaba los movimientos del cuerpo desde el exterior. Se vio a sí mismo entrar en el túnel para ir en busca de su hermana y asesinarla, al tiempo que renunciaba a su propia vida. Le pareció el destino adecuado para quien se había convertido en un instrumento de los dioses.

Darién citó a Alvarro a través de una nota. Requirió su presencia a mediodía, mientras Cordell hacía su ronda de inspección por los puestos de guardia del palacio.

—¿Sí, mi señora hechicera? —preguntó el capitán pelirrojo al entrar en la habitación casi a oscuras. Darién le señaló una estera, y Alvarro se sentó torpemente.

—Esa bruja, la que tú llamas mujer de Halloran, me ha insultado.

Alvarro asintió. Si bien no lo había visto, sí había escuchado los comentarios acerca de que Erixitl era invulnerable a la magia de Darién. Los soldados supervivientes del ataque al trío habían contado cosas increíbles de la capacidad combativa de Halloran y del fracaso de la bola de fuego y los proyectiles ígneos.

—Tengo la impresión de que tienes un interés personal en ella —añadió la maga con un tono indiferente. Su piel de alabastro parecía brillar en la penumbra del cuarto, y sus ojos tentaban a Alvarro. Se cubría con un vestido de seda roja, que resaltaba las curvas de su cuerpo, y el capitán se estremeció de lujuria.

—Te daré la oportunidad de que puedas verla, y el tiempo suficiente para que hagas con ella lo que te plazca. Nadie fuera de la habitación escuchará nada. A cambio, cuando acabes con ella, la matarás.

—¿Cuándo quiere que lo haga?

—Ahora. Hoy mismo —respondió Darién con voz entrecortada—. Debe morir… —Se interrumpió por un momento—. Debe morir antes del anochecer.

Alvarro parpadeó, su mente convertida en un torbellino. Pensar en Erix, sola y en su poder, era como una droga poderosa. Sin embargo, él no era un vulgar recluta. Cordell había ordenado mantener a la mujer como prisionera. Dirigió una mirada de sospecha a la maga.

—¿Qué pasará con el general?

—Me ocuparé de que nunca averigüe quién es el culpable —replicó Darién, confiada.

Quizá podía resultar, pensó Alvarro. Recordó a Erix tendida en el campo de Palul, y le ardió la sangre ante la perspectiva de poder satisfacer sus deseos.

—¿Por qué tenéis tanto interés en la muerte de esa mujer? —preguntó.

Darién se echó un poco hacia atrás, para aumentar la provocación de su cuerpo.

—Me pone furiosa. Se resiste a mi magia y desvía la atención de los hombres, especialmente la de Cordell —contestó la hechicera. Su voz era como un viento helado. Alvarro se dijo que la maga albina no parecía furiosa, pero después volvió a pensar en Erix y se despreocupó de los motivos de Darién.

La figura vestida de negro esperaba a Hoxitl en el tenebroso interior del templo edificado junto a la Gran Pirámide.

—Salud, sacerdote —susurró el Muy Anciano.

El patriarca se quedó de una pieza, e instintivamente pensó en si sería éste el asesino enviado a poner fin a su vida. Pero la figura avanzó, y sus próximas palabras fueron dichas en un tono sosegado.

—La muerte de Naltecona ocurrirá esta noche, en cuanto salga la luna —anunció el drow.

Hoxitl no se movió mientras se debatía entre el entusiasmo y la preocupación. Pensó en Erixitl y en Shatil que la buscaba por los túneles de la plaza sagrada. ¿La encontraría a tiempo?

—En estos momentos, mi clérigo busca a la muchacha, Erixitl de Palul. ¡La matará tan pronto dé con ella! —Hoxitl se apresuró a dar la explicación, preocupado por salvar la vida. Quizás el Muy Anciano ya daba por muerta a la muchacha.

—Magnífico —dijo la figura encapuchada, sin mucho interés. El sumo sacerdote lo miró extrañado al no percibir en su voz la pasión con la que los Muy Ancianos habían reclamado siempre la muerte de Erixitl.

—¿Pero…, pero qué ocurrirá si no la encuentra? ¿No habíais dicho que el ataque sería un desastre si comenzaba antes de su muerte?

—No te preocupes por lo que no te concierne, sacerdote. —Esta vez el tono fue duro—. ¿Está todo listo?

—Acompañadme y lo veréis con vuestros propios ojos —lo invitó Hoxitl—. Voy a hablarles desde la pirámide.

—¡Responde a mi pregunta! —siseó el Muy Anciano, apartando su mirada de la luz de la tarde que se filtraba a través del portal. Hoxitl observó el gesto y recordó a los otros encapuchados que recorrían la ciudad durante la noche, y su madriguera en las entrañas del volcán. Resultaba obvio que la naturaleza de los Muy Ancianos no les permitía soportar la luz del sol.

—De acuerdo. El culto esta reunido en la plaza sagrada. Lo componen veinticinco mil fieles —contestó el patriarca, orgulloso—. A la señal, nos lanzaremos sobre los kultakas y payitas acampados delante del palacio. En cuanto acabemos con ellos, atacaremos a los extranjeros. Estamos listos y dispuestos a todo.

—Espléndido. ¿Tienes tropas suficientes para la tarea?

—Estoy convencido de que el resto del ejército nexala se sumará a nuestro ataque —afirmó Hoxitl, confiado. Sabía muy bien que los Caballeros Jaguares y Águilas rechazaban la tregua y ansiaban la guerra. Serían incapaces de mantenerse apartados en cuanto comenzara el ataque—. Sólo necesitan un motivo, y el culto de la Mano Viperina será la chispa que iniciará la hoguera. Dentro de unas horas, cien mil guerreros irán al combate.

»¡Y el fuego de su cólera echará a los invasores del Mundo Verdadero!

El Muy Anciano asintió, al parecer complacido. Después, con una celeridad que asombró al sumo sacerdote, desapareció en las sombras.

Durante horas, Halloran y Poshtli recorrieron los túneles que comunicaban entre sí los palacios de la plaza sagrada. Sin perder el punto de referencia del primer pasadizo que conducía hasta el jardín del palacio de Axalt, exploraron el laberinto subterráneo.

Encontraron varias escaleras, pero todas tenían su salida a la plaza. Podían escuchar con toda claridad las voces y pisadas de los guerreros en la superficie. Al otro lado de las losas que tapaban las salidas, no había más que tropas kultakas o nexalas.

Pero no dieron con ningún túnel que les permitiera llegar a Erixitl.

La luz mágica de Halloran les alumbró el camino hasta que disminuyó el poder del hechizo, y tuvieron que arreglárselas con el resplandor de la espada del joven, aunque era tan pobre que sólo les evitaba los obstáculos del suelo, o llevarse por delante una pared.

Por fin, cansados y sin ánimos, abandonaron la búsqueda. Halloran intentó no pensar en Erixitl mientras descansaba, pero a cada segundo la imaginaba, sola e indefensa, entre gente desalmada como Alvarro, Darién, Domincus y el propio Cordell. ¿Qué no sería capaz de hacer el general, enfurecido por el ataque y la muerte de varios de sus hombres a manos de un renegado?

El enorme vigor que había desplegado en el encuentro le hizo recordar las pulseras. Las miró, consciente de la agradable sensación que producía el roce del cuero y las plumas contra la piel. Al parecer, la magia de los objetos lo afectaba sólo cuando él llegaba al límite de sus fuerzas.

De pronto escucharon un ruido, el sonido de unos pies que se arrastraban al caminar.

—Mira —susurró Hal, al divisar en la distancia el resplandor de una luz trémula que salía de un túnel lateral.

Puso su espada a un costado para ocultar su brillo, al ver que la luz y la persona que la llevaba se aproximaban a la salida. Un segundo más tarde, el fuego de la antorcha alumbró el túnel cuando el hombre salió del pasadizo, sin advertir la presencia de los jóvenes.

—¿Quién eres? —preguntó Poshtli. Vio que se trataba de un sacerdote de Zaltec, armado con una daga de piedra, y tan delgado que su cuerpo era puro hueso y pellejo.

—Yo… —El clérigo se volvió hacia ellos, sorprendido pero sin miedo—. Busco a mi hermana. Creo que se ha perdido en estos túneles.

—¿Estás loco? —exclamó Poshtli.

—¿Cómo se llama tu hermana? —preguntó Halloran.

—Se llama Erixitl, y es de Palul.

—Entonces, tú eres Shatil —afirmó Hal, y el sacerdote asintió. Erix le había hablado mucho de su hermano, al que daba por muerto en la pirámide de Palul. El incendio provocado por los legionarios había calcinado los cadáveres, y nadie había podido identificarlos.

—¿Dónde está? —preguntó Shatil de improviso—. ¿Corre peligro?

Halloran estudió al sacerdote. Todo en el hombre le hacía recordar el sacrificio de Martine y todos los demás ritos del brutal culto a Zaltec. Se estremeció, sin poder dominar del todo la repulsión por lo que representaba la persona que tenía delante.

No obstante, Erix se había referido a su hermano con bondad, y Halloran sabía que ella lo quería. Sin duda, el clérigo también la quería.

—Así es —respondió al fin—. Intentamos rescatarla. Ha caído en manos de la legión.

El rostro de Shatil mostró una genuina expresión de asombro y desconsuelo.

—¿Qué haces aquí? —lo interrogó Poshtli—. ¿Por qué la buscas?

Shatil no eludió la mirada de Poshtli, y los ojos oscuros de los dos hombres brillaron a la luz de la antorcha.

—Porque tenía miedo por su suerte. Zaltec me ha advertido que está en peligro y me dijo dónde podía encontrarla, y así prestarle mi ayuda. —El tono del clérigo denunciaba su angustia.

»¡Por favor, dejad que os ayude! —pidió Shatil, mientras con la mano acariciaba la Zarpa de Zaltec.

—¡Debéis creerme! ¡El peligro es terrible, y ocurrirá esta noche! —Erixitl miró los ojos negros del general, que le devolvió la mirada con un gesto hasta cierto punto comprensivo.

—¿Pretendes que crea en tus sueños? —preguntó Cordell. Su instinto lo impulsaba a dar crédito a las palabras de la mujer, pero su enorme experiencia le advirtió en contra de semejante locura.

—Sucederá a la luz de la luna llena —repitió Erixitl—. Naltecona morirá a manos de alguien de tu legión. Y, después de su muerte, también morirá el Mundo Verdadero.

Hacía más de una hora que ella y el capitán general mantenían esta discusión. Cordell se paseó arriba y abajo por la habitación, sin ocultar su agitación. No podía creer en el aviso, y tampoco encontraba una buena razón que justificara el engaño por parte de la prisionera.

Erixitl miró a su alrededor, impaciente. La habían encerrado en lo que parecía ser una despensa. Había jarras de octal, cestos con maíz, y una puerta muy grande cerrada con llave. Los rayos del sol entraban por la separación entre el techo y la pared del lado oeste.

—¿Cuánto falta para la puesta de sol?, ¿para que salga la luna? —preguntó—. ¿De verdad creéis poder proteger al reverendo canciller si los dioses han dispuesto su muerte?

—¿Acaso no es lo que pretendías hacer? —replicó Cordell—. Si su muerte está fijada, ¿por qué has creído que podías cambiar el destino?

—Quizás he cometido un error —murmuró Erixitl, con una expresión de total desánimo.

Una súbita llamada a la puerta distrajo a los interlocutores.

—¡General, será mejor que venga! —La voz del guardia, desde el otro lado, traslucía la urgencia del pedido.

—¿De qué se trata? —preguntó Cordell, enfadado.

—Guerreros, señor. No dejan de llegar a la plaza. Ya han superado en número a los kultakas. Todavía no han atacado, pero cada vez son más.

Sin decirle ni una palabra, Cordell salió del cuarto a la carrera. El centinela cerró la puerta, y Erix se quedó a solas con sus pensamientos. Miró hacia lo alto; la luz seguía allí pero para ella sus rayos sólo proyectaban sombras.

Hundida en su desesperación, no escuchó que alguien abría la puerta. La corriente de aire fresco que le rozó la mejilla fue la primera advertencia. Se volvió para encontrarse ante la mueca burlona del capitán Alvarro. El brillo animal de sus ojos le produjo escalofríos.

—¿Qué quieres? —preguntó.

La boca de Alvarro formó las palabras de su respuesta, pero Erix no escuchó ningún sonido. Entonces, el hombre se acercó un paso más y, como si hubiese atravesado una barrera invisible, su voz se hizo audible.

—… tú sabes lo que deseo. —Alvarro sonrió, mostrando las encías casi sin dientes.

—¿Te ha ordenado Cordell que hagas esto? —preguntó Erix con voz serena, sin perder de vista el puñal en la mano del capitán.

—No lo sabe —replicó Alvarro, burlón—, y tú no podrás avisarle. Nada de lo que ocurre aquí dentro puede ser escuchado desde el exterior.

Erix pensó a toda prisa en un plan que le permitiera rechazar el ataque del monstruo, quien, por ahora, tenía todas las cartas a su favor. Alvarro se acercó, confiado.

—Halloran es un tipo con suerte. Se ha buscado una mujer no sólo bonita sino también orgullosa —comentó el pelirrojo.

Le había dicho que nadie podía escucharlos desde el exterior. Erix no sabía cómo, si bien sospechaba la intervención de la maga elfa. Su mente volvió a centrarse en el problema inmediato: Alvarro. Recordó el comportamiento del hombre en la fiesta de Palul. Había demostrado un aprecio y afición desmesurada por el octal.

—¿Por qué iba a gritar? —contestó, intentando no hacer evidente su terror. Miró las jarras de octal colocadas junto a la pared, y recogió una—. Ten. Sé que te gustará beber primero un trago.

El capitán parpadeó, sorprendido por el valor de la muchacha. Le arrebató la jarra de las manos, y olió el contenido con desconfianza.

—Claro que me apetece —gruñó. Acercó la jarra a sus labios y bebió con fruición. El licor se derramó en parte: le empapó la barba y goteó al suelo.

Erixitl le volvió la espalda, asqueada por el espectáculo y desesperada por escapar. Vio que la luz del sol ya no alumbraba la parte superior del cuarto. Le quedaba muy poco tiempo; ¿qué podía hacer?

Aún le quedaba su amuleto, oculto por el vestido. La había protegido contra la magia de Darién, pero no creía que pudiera servirle para contener el ataque del capitán. La bolsa colgada de su cinturón le golpeó la cadera al moverse. En su interior sólo estaba el frasco que Halloran le había robado a la hechicera.

Erix le había impedido a Hal probar la pócima. Todavía recordaba la súbita aparición de la terrible oscuridad cuando su marido había acercado el frasco a sus labios con la intención de averiguar para qué servía.

Alvarro se lamió los labios, satisfecho, y apartó la jarra vacía. Miró de arriba abajo el cuerpo de Erix con una mirada de lascivia, y la muchacha sintió repugnancia.

—¿Sabes que eres muy bonita? ¡Estoy seguro de que has hecho cosas con Halloran! Si quisieras hacerlas también conmigo, quizá decida no matarte.

El pelirrojo levantó una de sus grandes manos para sujetarla del hombro, y Erix se volvió despacio, conteniendo sus ansias de pegarle. No serviría de nada; el gigantón la dominaría en el acto. Su única posibilidad de escapar a la violación y a una muerte segura residía en la astucia.

Metió la mano en la bolsa, y sacó el frasco. Sintió que le ardía en la palma, como una cosa vil y peligrosa. Sin muchos miramientos, Alvarro la obligó a darse la vuelta, casi tocándole los labios con los suyos.

—Yo…, yo le sirvo octal —dijo Erix, casi a punto de gritar de pánico—. Es capaz de beber grandes cantidades; ¡le gusta muchísimo! —Con una calma fingida, se volvió otra vez para recoger una segunda jarra y, en un abrir y cerrar de ojos, vació la pócima en la bebida. Después se la ofreció al capitán—. Aquí tienes. Me ocuparé de servirte con mucho placer. —Pero el corazón le dio un salto cuando Alvarro rechazó la jarra.

—Puedo beber octal en cualquier ocasión —gruñó—. Ahora me apetece un servicio un poco más especial.

Hasta que su espalda no tocó la pared, Erix no fue consciente de que no había dejado de retroceder con la jarra en la mano. Ahora se veía encerrada por los brazos de Alvarro, y podía oler el aroma dulzón de la bebida indígena que se desprendía de su boca.

—Espera. ¿Quieres sentarte? —propuso Erix en un tono casi amable. ¡No podía despertar sus sospechas!

Con expresión agria, Alvarro apartó un brazo y dejó que la muchacha se sentara. La reacción de Erix lo había desconcertado. Al cabo de un momento, y sin mucha agilidad, se sentó a su lado.

—¿No tienes miedo? —le preguntó con brusquedad.

—Sí —respondió Erix. «En realidad, estoy aterrorizada», añadió para sí misma—. Pero somos gente fatalista. Nuestros dioses nos han enseñado a no luchar contra lo inevitable. Tú estás aquí; no hay nadie más. Sé que estoy en tu poder.

Aunque todos los músculos de su cuerpo clamaban por descargar mil y un golpes contra el capitán, Erix se contuvo. De nada serviría intentar el uso de la fuerza, así que continuó apelando al ingenio. Levantó la jarra sin ofrecérsela, con la intención de que la viera.

—Dame eso —gruñó el hombre, y se la arrebató de las manos. Acercó la jarra a sus labios y, una vez más, bebió con deleite. Erixitl lo observó, preocupada. ¿La pócima tendría el mismo efecto diluida en octal? ¿Y cuál sería el efecto?

Alvarro dejó la jarra medio vacía en el suelo, chasqueó los labios y, con una violencia inesperada, se arrojó sobre Erix aplastándola con su peso.

Sus ojos brillaban como ascuas, y la muchacha se vio perdida. Pero, un segundo más tarde, un terrible espasmo sacudió el cuerpo de Alvarro y la lengua asomó entre sus labios. En un esfuerzo desesperado, consciente de que había caído en una trampa, cerró las manos sobre el cuello de Erix para estrangularla. No tuvo tiempo; soltó un estertor y murió.

Casi ahogada, Erixitl se arrastró por debajo del cadáver y se apartó de él. Durante un rato, luchó por recuperar la respiración y contener las náuseas. Vio que aún tenía el frasco en la mano. Lo lanzó contra la pared, donde se hizo añicos, y tuvo la sensación de que los trozos reflejaban sus esperanzan rotas.

Entonces presintió un movimiento a sus espaldas y se volvió, sorprendida. Otra figura había entrado en la habitación sin utilizar ninguna de las aberturas. Los ojos rasgados del ser la observaban con una expresión un tanto divertida. Sus grandes alas se movían lentamente para sostener en el aire su cuerpo de serpiente. Su voz, cuando habló, era un suave siseo.

—Hola —dijo la serpiente emplumada—. Soy Chitikas Coatl, y he vuelto.

De las crónicas de Coton:

Para el cronista que, en su momento, quiera conocer el relato del Ocaso:

Los dioses se han reunido en las tribunas de su cosmos inmortal para contemplar lo que ocurre en la plaza. Cada uno se muestra sublime y confiado en sí mismo. No se preocupan por los demás dioses, y fijan su atención en el drama que interpretan los humanos.

Esto puede significar su caída. Helm se lame los labios mientras sus hombres cuentan el oro, una pila cada vez más grande en el interior del palacio de Axalt. El fraile Domincus da gracias por los tesoros, y el dios se deleita con las alabanzas.

Zaltec devora los corazones que le ofrecen, pero nunca son suficientes para aplacar su apetito. Por el contrario, cada vez necesita más. Ahora su culto sagrado se inflama de ansias guerreras. Claman por la guerra, el mejor medio para ofrecer un increíble festín a su dios.

Ninguno de los dos es consciente de una tercera presencia inmortal, la esencia arácnida de Lolth, que poco a poco, toma forma a sus espaldas en la galería cósmica. También ella sólo tiene ojos —ojos vengativos— para sus niños traviesos. Los drows, comprometidos con la causa del dios que han adoptado, ya ni la recuerdan.

Pero a Lolth se le acaba la paciencia.